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Farmacia Hospitalaria

versión On-line ISSN 2171-8695versión impresa ISSN 1130-6343

Farm Hosp. vol.42 no.4 Toledo jul./ago. 2018

https://dx.doi.org/10.7399/fh.11064 

ARTÍCULOS ESPECIALES

La medicalización de la vida y la reciente emergencia de la “medicamentalización”

Ricard Meneu1 

1Fundación Instituto de Investigación en Servicios de Salud, Valencia. Spain.

Introducción

La medicalización es una preocupación a la que prestamos atención intermitentemente desde hace medio siglo. Sin embargo cada vez resulta más difícil apartar la mirada de sus múltiples y ubicuas manifestaciones, por lo que los análisis y estudios sobre estos fenómenos son cada vez más abundantes. Basta comprobar que en PubMed se registran más de 1.500 artículos que incluyen el concepto en su título o resumen (de ellos casi 500 en el título), el 70% de los cuales se han publicado en este siglo. Y esto solo recoge la literatura de matriz sanitaria, omitiendo la abundante contribución de ciencias sociales como la antropología o la sociología, pues Google Scholar aporta millares de referencias.

Partiendo de una publicación anterior1, este artículo pretende aportar una revisión actualizada sobre la medicalización de la vida en el entorno europeo, con especial énfasis en aquellas situaciones en las que un medicamento es el principal vehículo de la medicalización. Ese énfasis obliga a explorar atentamente el concepto de “medicamentalización” surgido en la década pasada, y al que se pretenden acoger muchas de las investigaciones de esas características.

La medicalización. Algo de perspectiva histórica

En un trabajo anterior, reiteradamente citado, ya abordamos la evolución de la creciente medicalización de la vida, sin que los quince años transcurridos desde su publicación hayan supuesto mayores cambios cualitativos, si no meramente cuantitativos. Hace medio siglo que la crítica de la medicalización hizo su aparición en los debates sanitarios, gozando de un breve momento de confusa centralidad. Aunque algunos de los elementos de esta crítica gozaban de una larga tradición, confluían en ella visiones muy distintas e interpretaciones divergentes.

En el imaginario colectivo la crítica de la medicalización está indisolublemente ligada al nombre de Ivan Illich y la publicación de su obra Némesis Médica2, pese a que este trabajo no escogía la medicina como tema, sino como ejemplo. Némesis Médica comenzaba afirmando: “La medicina institucionalizada amenaza la salud”. Lo que era radical en 1974 es, en algún sentido, convencional hoy. En uno de sus últimos textos Illich afirmaba que veinticinco años después habría comenzado escribiendo “En los países desarrollados la obsesión por una salud perfecta se ha convertido en el factor patógeno predominante”3. Un claro signo del desplazamiento operado sobre el motor de la medicalización.

En nuestro trabajo previo citado1 se proponía una panorámica no exhaustiva de los factores que contribuyen al creciente fenómeno de la medicalización, lo que exigía empezar a mirar hacia los proveedores sanitarios, tanto los profesionales como las empresas médico-farmacéuticas, sin dejar de lado el importante papel desempeñado por la industria de la comunicación. Aun así se reconocía que todo análisis será incompleto si no contempla las tendencias apreciadas en la propia población y las respuestas aportadas por los responsables de la política y la gestión sanitaria. Actualmente entre los principales factores en la evolución de la medicalización se suelen citar la obsesión por el bienestar, los intereses de la industria farmacéutica, la saturación estadística y de investigación, los medios de comunicación, la accesibilidad propiciada por internet y, en contextos profesionales, los litigios, o más bien el temor a estos4.

Una competente historia actualizada de los estudios sobre medicalización y sus diversas perspectivas puede encontrarse en un reciente trabajo de Joan Busfield5, que originó una clarificadora polémica con algunos paladines de la “medicamentalización”. Y es que en la última década hemos visto surgir enfoques que pretenden superar o extender el paradigma de la medicalización, siendo de particular interés la “medicamentalización”6 la “biomedicalización”7 y la “genetización”8. Dado que buena parte de las diferencias entre estos enfoques se manifiestan en sus definiciones, convendrá repasar previamente las empleadas en el entorno de las ciencias de la salud antes de explorar las conceptualizaciones surgidas de las ciencias sociales.

A principios de este siglo en los diccionarios de salud pública se definía la medicalización como “la forma en que el ámbito de la medicina moderna se ha expandido en los años recientes y ahora abarca muchos problemas que antes no estaban considerados como entidades médicas”9. La amplificación de los territorios de la medicalización puede explicar que la última edición del diccionario editado por la International Epidemiological Association10 adopte una definición múltiple: “El proceso por el cual condiciones, procesos o estados emocionales que tradicionalmente se consideraban no médicos se redefinen y se tratan como problemas médicos. El proceso de identificación y etiquetado de una condición personal o social como un problema médico sujeto a intervención médica. La expansión de la influencia y la autoridad de las profesiones y las industrias de la salud en el ámbito de la existencia cotidiana”.

Pero ninguna definición captura la totalidad de su campo semántico. La literatura sobre medicalización sigue proviniendo mayoritariamente de las ciencias sociales, mientras los trabajos de filiación sanitaria suelen merodear la cuestión abordando conceptos relacionados, pero no idénticos, como la sobreutilización de prestaciones sanitarias, el sobrediagnóstico11,12 y el sobretratamiento13. Los conceptos de sobrediagnóstico y medicalización están relacionados, pero no son lo mismo y mantienen una relación ambivalente, pues la medicalización se deriva en parte del sobrediagnóstico en las consultas médicas14. Tanto la medicalización como el sobrediagnóstico hacen que más personas estén enfermas, es decir, se clasifiquen más como tales y con ello que más personas se sientan enfermas. Ambos conceptos juegan un papel crucial en la crítica de la medicina moderna, así como plantean reacciones morales similares, ya que se consideran innecesarios, inútiles o hasta dañinos12. También comparten que ni la medicalización ni el sobrediagnóstico son fáciles de operacionalizar. La medicalización es un término cualitativo que en un sentido amplio no es medible, pero aunque el sobrediagnóstico es a priori cuantificable y mesurable, las dificultades prácticas cuestionan esta noción, ya que solo se puede estimar o medir indirectamente, y no existen consensos sobre su adecuada medición.

Como señala Peter Conrad, uno de los pioneros de la sociología de la salud, la medicalización se produce principalmente alrededor de la desviación y los “eventos de la vida normal”, incluyendo a una amplia franja de nuestra sociedad y abarcando amplias áreas de la vida humana15. Entre otras categorías, la medicalización de la desviación incluye ya, más allá del alcoholismo, los trastornos mentales o las adicciones a drogas ilegales, los trastornos alimentarios, la diferencia sexual y de género, la disfunción sexual, las dificultades de aprendizaje o el abuso infantil y sexual. También ha generado numerosas categorías nuevas, desde el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH o ADHD por Attention deficit hyperactivity disorder ) hasta el síndrome premenstrual, el trastorno por estrés postraumático o el síndrome de fatiga crónica. Así, comportamientos que alguna vez se definieron como inmorales, pecaminosos o criminales han recibido un significado médico que los ha trasladado al ámbito de la enfermedad. Pero también un número creciente de procesos comunes de la vida se ha medicalizado, incluyéndose aquí la ansiedad y distintos estados de ánimo, la menstruación, el control de la natalidad, la infertilidad, el parto, la menopausia, el envejecimiento y la muerte.

Todo este crecimiento no es simplemente el resultado de la colonización médica o la manifestación de un lógico interés empresarial por maximizar su clientela. Paralelamente la tolerancia del público a los síntomas leves ha disminuido, lo que ha estimulado una “medicalización progresiva de la angustia física en la que los estados corporales incómodos y los síntomas aislados se reclasifican como enfermedades”16. En este desarrollo diversos movimientos sociales, las organizaciones de pacientes y los pacientes individuales también han actuado como defensores importantes de la medicalización17. En los últimos años entidades corporativas, como la industria farmacéutica o la tecnosanitaria, y los pacientes potenciales como consumidores han comenzado a desempeñar funciones cada vez más relevantes en la medicalización.

Este cambio en la concepción de la salud ha culminado en la redefinición como estados de enfermedad de muchas condiciones antes consideradas fenómenos sociales o estados psicológicos. Las diferentes lecturas de las teorías de Foucault sobre el conocimiento18 y el poder19 han puesto el acento en demostrar la compleja relación entre la reclamación biomédica sobre el carácter “verdadero” y “neutral” del conocimiento sobre el cuerpo y los procedimientos de poder y prácticas discursivas que orientan su aplicación. El modo en que se percibe el cuerpo y sus procesos no tiene mucho que ver con una pretendida realidad objetiva. Una vez se asume que la enfermedad es más propiamente una construcción social que una discutible ”realidad” física resulta sencillo entender cómo problemas tan diversos como timidez, andropausia, síndrome de fatiga crónica, fracaso laboral, falta de atención, discordia marital, fibromialgia o trastorno por atracón se han convertido en trastornos médicos con todas sus implicaciones.

La medicalización como concepto ha pasado de ser fundamentalmente una noción sociológica a ser utilizada por una amplia gama de disciplinas académicas. Pueden leerse estudios de medicalización de historiadores, antropólogos, médicos, bioéticos, economistas, académicos literarios, investigadores de la comunicación, académicos feministas y muchos otros. El concepto tiene peso analítico en una amplia gama de disciplinas20. De la extensa panoplia de estudios sobre medicalización, sin duda los de mayor interés para los lectores de Farmacia Hospitalaria son los referidos a la utilización de medicamentos y sus condiciones de circulación. Los ejemplos en este campo son abundantes, destacando la literatura sobre el tardío y explosivo uso de productos como el Ritalin® (metilfenidato) para el tratamiento del ADHD, la medicación asociada a procesos como la enfermedad de Alzheimer (EA) y el deterioro cognitivo leve (DCL), la artritis, el trastorno bipolar, la depresión, la disfunción eréctil y la eyaculación precoz, el desvelo, la psicosis o la esquizofrenia. Recientemente un afamado trabajo de Courtney Davies21 ha supuesto una valiosa contribución al intentar medir y evaluar la naturaleza y el alcance del tratamiento farmacológico excesivo de pacientes con cáncer metastásico sólido avanzado.

Esta amplitud y complejidad puede contribuir a explicar la reciente tendencia a desgajar una nueva etiqueta un nuevo “discurso sabio” del marco de la medicalización: la medicamentalización.

La reciente emergencia de la “medicamentalización”

Hasta la pasada década se había prestado una limitada atención sociológica a los productos farmacéuticos22. Los trabajos pioneros, minoritarios en el campo de la medicalización, se centraron en algunos tipos de medicamentos, como tranquilizantes menores23,24 o en fármacos específicos como Opren® (benoxaprofen) o Halcion® (triazolam)25,26. Generalmente el marco de análisis de estos estudios estaba vinculado a cuestiones como la medicalización y el control social27.

Las cosas cambiaron con el nuevo milenio. En la síntesis de su larga carrera Peterd Conrad28 afirmaba ya que las compañías farmacéuticas se han vuelto tan importantes que han desplazado a los médicos como el principal impulsor (driver) del proceso de medicalización. Pero mientras Conrad y otros muchos consideran que la medicalización puede incorporar los desarrollos que se vienen observando en el estudio del uso de los medicamentos, otros argumentan que se necesita un nuevo concepto para captar la creciente importancia de los productos farmacéuticos como un aspecto específico de la medicina, dentro y más allá de la medicalización. Es lo que se ha denominado “medicamentalización”.

El término originalmente propuesto es “pharmaceuticalization”, y aunque es razonable traducirlo como “farmaceuticalización” o “farmaceutización”, se estima preferible hacerlo como “medicamentalización”, ya que es sobre las medicinas, los medicamentos, sobre lo que se centra su atención, por más que para ello se estudien las estrategias, comportamientos e intereses de las industrias farmacéuticas. La palabra medicamentalización fue empleada por primera vez en el ámbito de la antropología alrededor de 1989, definida como ”un término que designa la apropiación de problemas humanos por las medicinas (que) puede distinguirse de la medicalización, donde su apropiación por la profesión médica otorga poder de monopolio y aumenta el control social en ámbitos de la experiencia humana”29. Claramente una extensión injustificada, a la vista de la estrecha interpretación aplicada al concepto de medicalización.

En la década pasada el término fue importado por la sociología, especialmente en los trabajos de Abraham30, que lo emplean como “el proceso por el cual las condiciones sociales, conductuales o corporales son tratadas, o se considera que necesitan tratamiento / intervención, con productos farmacéuticos por médicos, pacientes o ambos”. Más recientemente, algunos sociólogos de la salud paladines de la especificidad de la medica-mentalización la han definido como “la traducción o transformación de las condiciones, capacidades o potencialidades humanas en oportunidades para la intervención farmacéutica”31. Uno de los puntos clave de diferencia entre estas dos definiciones es que la segunda es más amplia ya que reconoce el papel de las intervenciones farmacológicas tanto por razones médicas como no médicas32. En otras palabras, sugiere que no se restringe solo al uso de productos farmacéuticos por parte de médicos o pacientes con fines de tratamiento, sino que también debe considerar su uso fuera del ámbito de la autoridad médica por motivos de estilo de vida o mejora.

En esta definición más amplia, la medicamentalización también puede aplicarse al uso de productos farmacéuticos para abordar problemas que actualmente están fuera de la práctica médica, como algunos medicamentos para estilos de vida o el uso de terapias de reemplazo de nicotina en chicles o cigarrillos electrónicos33. Esta visión supuestamente ampliada no es en absoluto tan nueva o controvertida como sugieren los debates entre los autores citados. Ivan Illich ya señaló mucho antes de nuestra obsesión actual con los medicamentos asociados a estilos de vida que los productos farmacéuticos no necesitan médicos y hospitales para impregnar a la sociedad, y que ni siquiera la mayoría de los “venenos”, “remedios” y “placebos” están necesariamente destinados a los enfermos34,35.

Los adalides de la medicamentalización36 pretenden refutar la idea de que dicho concepto no aporta una adecuada alternativa al de medicalización ni disminuye su utilidad, insistiendo en que no todos los casos de medicalización implican medicamentalización ni todos los casos de medicamentalización suponen medicalización. Para ello apelan a la definición usual de Peter Conrad, que leen con escasa amplitud de miras: “Medicalización es el proceso por el que problemas no médicos pasan a ser definidos y tratados como problemas médicos, generalmente (énfasis añadido) como enfermedades o desórdenes”37. Y pretenden ejemplificarlo con las prácticas de “mejora farmacológica” llevadas a cabo por individuos sanos, en estados que no son considerados patológicos. Desde las filas de la sociología de la salud clásica38 se objeta este enfoque, incluso señalando que su primer antecedente, Irving Zola, definió la medicalización como el proceso de “hacer que la medicina y las etiquetas “saludable” y “enfermo” fueran relevantes para una parte cada vez mayor de la existencia humana”39.

La cuestión a dilucidar es si con la adopción de la “medicamentalización” se capturan cambios importantes que el concepto de medicalización no hace, o si por el contrario puede subsumirse en el marco general de la medicalización. Abraham argumenta que hay diferencias significativas entre ambos, la primera que puede haber cambios entre los regímenes de tratamiento en una condición ya medicalizada, por ejemplo, un cambio de la psicoterapia a los fármacos, lo que no implica la transformación de un problema no médico en uno médico. Otra es que pueden comprarse medicamentos sin necesidad de ser recetados por médicos30. Pero, como señala Busfield5, un cambio entre regímenes terapéuticos no requiere en sí mismo la introducción de un nuevo concepto, pues no dejan de ser considerados terapéuticos. Y respecto a la automedicación, en último caso la legitimidad de un medicamento depende del “imprimatur” de la medicina reflejado en la denominación común de los fármacos como “medicamentos”.

En definitiva, este nuevo discurso de la medicamentalización que se ha hecho cada vez más visible en las ciencias sociales, de la salud y la medicina, en su pugna por destacar sus especificidades exagera la “novedad” del fenómeno y descuida o ignora el impacto de las críticas anteriores al papel de los productos farmacéuticos en la vida cotidiana, críticas que se remontan a medio siglo atrás como poco40. Ciertamente esa concepción de contingencia de la “autoridad médica” ya está contemplada en la definición antes citada de la IEA: “La expansión de la influencia y la autoridad de (…) las industrias de la salud en el ámbito de la existencia cotidiana”. Porque los estudios sobre la medicalización hace tiempo que se autonomizaron de los médicos y de los enfoques preocupados por el llamado “poder médico”.

Algunos ejemplos de situaciones en las que los medicamentos son el vehículo de la medicalización

Seguramente las situaciones donde han confluido más miradas interdisciplinarias escrutadoras de los procesos de medicalización han sido aquellas en las que la comercialización de un nuevo fármaco se ha acompañado de la creación, modificación o reformulación de la condición patológica a resolver. Excede el espacio de este trabajo trazar la génesis de la variada literatura sobre la construcción social de la disfunción eréctil41, el trastorno del deseo sexual hipoactivo femenino42 (FSAD por sus siglas en inglés: Female sexual arousal disorder), la menopausia43, la eyaculación precoz44, etc.

También los procesos de redefinición de límites de normalidad de los valores de diferentes pruebas diagnósticas, con la consiguiente explosión epidemiológica de población afectada, vienen siendo un área de especial interés. Sirva de ejemplo la llamativa controversia45 sobre las guías de colesterol para el inicio del tratamiento en la prevención primaria para individuos de bajo riesgo, respecto a su base de evidencia y sus conflictos de interés con la industria farmacéutica. En estas guías del colesterol, como en otras guías clínicas, la dependencia de los ECA y los notorios conflictos de interés ponen en cuestión las limitaciones de la evidencia empleada para las recomendaciones. A partir de esta evidencia problemática, las guías clínicas expanden los límites de la enfermedad y reclaman una mayor intervención, a menudo farmacéutica, por lo que es necesario investigar y dilucidar si las guías son más una ganancia en la prevención o en la medicalización.

Este tipo de conflictos también aparecen ante los cambios en las definiciones de muchas patologías tributarias de tratamientos farmacológicos. La reciente edición de la DSM-V -la última versión del mapa de las patologías mentales- ha encendido las alarmas sobre el enorme aumento de personas que pasan a estar incluidas en algunas de ellas, especialmente entre las etiquetables como pacientes del ADHD o depresivos. La evidencia de investigación para apoyar los orígenes biológicos de gran cantidad de trastornos comunes como depresión, trastornos de ansiedad, esquizofrenia o problemas infantiles como trastornos de conducta, trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), trastorno bipolar infantil, conductas desafiantes o berrinches es mínima. Tales trastornos se medicalizan al afirmar, en ausencia de evidencia de investigación que lo apoye, que están causados por defectos genéticos, desequilibrios químicos u otros fenómenos biológicos46.

En esta línea de investigación se inscribe el caso del Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), que se considera fuertemente medicalizado en los Estados Unidos desde la década de 1960, habiendo sido objeto de uno de los trabajos clásicos sobre medicalización47. Desde la década de 1990 su diagnóstico y tratamiento se ha extendido a nivel internacional. Mediante el análisis del uso y la expansión del TDAH en diferentes países, incluyendo Reino Unido, Alemania y Francia, los autores de las investigaciones pioneras identifican y describen varios vehículos que han facilitado el desplazamiento del diagnóstico de TDAH: la industria farmacéutica transnacional, la influencia de la psiquiatría occidental, el paso de la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades) a los criterios de diagnóstico de las sucesivas versiones de la DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, en inglés Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, abreviado DSM), el papel desempeñado por Internet, con la aparición de listas de verificación en línea fácilmente accesibles, así como la actuación de grupos de abogacía48.

Diferentes investigaciones han analizado la influencia de la industria farmacéutica en la definición de lo que constituye depresión49, generalmente mediante financiación de los proyectos de investigación de los expertos contribuyentes en la DSM V (edición vigente de la DSM, vide supra). Pero no son estos los únicos agentes con intereses potencialmente en conflicto. No menos problemáticas, aunque más desatendidas, resultan las relaciones entre los grupos de defensa de determinadas patologías y los revisores de manuales y guías, que han sido también estudiadas50.

Las situaciones en las que se cuestiona si nos encontramos ante el tratamiento de una condición patológica o un proceso de “mejora” medicalizada muestran un enorme atractivo para estas investigaciones. Así, puede analizarse un medicamento biológico -la hormona de crecimiento humana (hGH) - como base para estudios de caso sobre la configuración de la estatura corta infantil como un espacio abonado para la intervención farmacéutica. Asumiendo que la hormona del crecimiento humano tiene aplicaciones legítimas en el tratamiento de su deficiencia o de la baja estatura asociada con otras afecciones reconocidas, puede al mismo tiempo ser considerada como una forma de mejora biomédica humana cuando se aplica a niños con talla baja idiopática o “normal”51. Además del debate sobre si el tratamiento de la estatura corta idiopática es mejora o no, su estudio permite evaluar cómo algunas aplicaciones de la hGH en el tratamiento de la baja estatura se han aceptado y estabilizado como “terapias” legítimas, mientras que otras similares siguen siendo controvertidas y consideradas “mejoras”52.

Entre las áreas de estudio de la medicalización asociada al uso creciente de fármacos en los últimos años ha cobrado una especial relevancia la que explora los motores (drivers) y consecuencias de la expansión del uso de medicamentos en el tratamiento de pacientes con cánceres de tumores sólidos metastásicos avanzados. En esta destacan los trabajos de Courtney Davis, que incorporan la revisión de la literatura sobre evaluaciones recientes de los beneficios clínicos ofrecidos por los nuevos medicamentos contra el cáncer, una evaluación de estos beneficios en el contexto de estudios de expectativas y preferencias de los pacientes, y una revisión de las investigaciones que analizan los efectos de la expansión quimioterapeútica al final de la vida. Con esos elementos se argumenta21 que, tomadas en conjunto, tales evidencias plantean dudas significativas sobre la credibilidad de las explicaciones biomédicas para la mayor utilización de la quimioterapia en pacientes con enfermedad terminal.

Una posterior revisión de Davis53 sobre la evidencia de los beneficios que respalda el creciente empleo de estos fármacos muestra que entre 2009 y 2013, la Agencia Europea de Medicamentos (EMA por su acrónimo en inglés) aprobó el uso de 48 medicamentos contra el cáncer para 68 indicaciones. En el momento de la aprobación 24 de las 68 (35%) indicaciones presentaban una prolongación significativa de la supervivencia. En ese momento de su aprobación, siete de 68 indicaciones (10%) demostraban una mejora en la calidad de vida. De las 44 indicaciones para las cuales no había evidencia de ganancia de supervivencia en el momento de la autorización de comercialización, en el período posterior a la comercialización hubo evidencia de extensión de supervivencia en tres (7%) y beneficio informado sobre la calidad de vida en cinco (11%). La magnitud del beneficio sobre la supervivencia global varió de 1,0 a 5,8 meses (mediana de 2,7 meses). De las 68 indicaciones de cáncer aprobadas por la EMA en el período 2009-13, y con una mediana de seguimiento de 5,4 años (mínimo 3,3 años, máximo 8,1 años), solo 35 (51%) mostraron una mejora significativa en la supervivencia o la calidad de vida frente a opciones de tratamiento alternativas, placebo, o como complemento del tratamiento.

Aunque parte de la creciente utilización puede explicarse sin duda por el progreso farmacológico y la mejora de la asistencia, también se encuentran evidencias de un uso inadecuado y excesivamente agresivo de estas terapias, por lo que se han revisado las investigaciones empíricas realizadas en los EE. UU. y Europa que iluminan los principales factores que moldean las expectativas e impulsan una excesiva medicamentalización. Así, la sobreestimación generalizada de los beneficios de la quimioterapia parece influir en la disposición de los pacientes para someterse a tratamiento. Un estudio sobre pacientes con enfermedad metastásica que ya habían recibido una mediana de 6 meses de quimioterapia54 mostró que el 88% declaró que volvería a recibir tratamiento. Sin embargo, cuando se les pidió que especificaran la ganancia mínima necesaria para repetir la terapia, los umbrales medios de supervivencia requeridos por los participantes fueron de 18 meses para pacientes con cáncer no colorrectal y de 36 meses para pacientes con cáncer colorrectal. Por lo tanto, aunque la mayoría de los pacientes repetiría la quimioterapia, la decisión se basaba en unos beneficios esperados que superaban con creces las ganancias de supervivencia reales que ofrecían los anticancerosos en el contexto de esa enfermedad.

La disonancia propiciada por la insuficiente o sesgada información que reciben los actores es una cuestión que aun cuenta con escaso análisis, por más que los crecientes estudios sobe economía del comportamiento55 apuntan resultados ciertamente innovadores. Además, trabajos recientes muestran que la información difundida por los medios de comunicación, tanto generales como profesionales, está desequilibrada56,57, siendo la norma exagerar los beneficios de los nuevos medicamentos contra el cáncer. También la información sobre la investigación sobre el cáncer prima los tratamientos farmacológicos con exclusión de otras modalidades terapéuticas58.

Investigar más y conocer mejor los sesgos y tendencias sistemáticos de los medios de comunicación cuando informan sobre asuntos sanitarios podría llevar a desgajar de la medicalización otro campo de estudio, a añadir a la medicamentalización: la “media-calización”. “Media-calización” entendida como aquellas orientaciones de la población hacia concepciones y preferencias inconsistentes con el conocimiento disponible y los valores de los decisores, imputables a la generalizada influencia de las informaciones erradas, tendenciosas o sobreponderadas que difunden los medios de comunicación. Basta pensar en las incontables gacetillas pretendidamente científicas que conforman expectativas desmedidas sobre algunas opciones terapéuticas, que magnifican supuestos “descubrimientos revolucionarios” o que introducen preocupaciones infundadas sobre problemas menores o determinados estilos de vida que pasan a ser objeto de una preocupación en cierta medida medicalizada.

De hecho, incluso en la mayoría de países que prohíben la publicidad de medicamentos dirigida al consumidor (DTC: direct to consumer), se ha señalado que el análisis de la publicidad puede necesitar ampliarse a las prácticas reales que emplean las compañías farmacéuticas. En Suecia, por ejemplo, que mantiene, como el resto de Europa, prohibición de la publicidad DTC, hay motivos para sospechar que esta prohibición funciona solo parcialmente. Las páginas de información respaldadas por la industria sobre enfermedades a veces proponen descaradamente el uso de soluciones farmacéuticas. En ocasiones, los informes de los medios sobre nuevos medicamentos se pueden leer como comunicados de prensa de la industria35. Por lo tanto, en el contexto europeo, la regulación de la publicidad DTC no cumple adecuadamente sus objetivos.

Algunas ideas para limitar la medicalización excesiva

Las líneas de investigación y las perspectivas que estas pueden adoptar en el estudio de los fenómenos de medicalización son amplias, variadas y generalmente fértiles. Pero siendo necesario aún más y mejor conocimiento sobre estas dinámicas, la principal aportación que cabe esperar de los profesionales de la salud es una cierta implicación en modular, al menos, algunos de los obvios excesos en los que ya incurrimos. El círculo vicioso establecido entre los intereses económicos, los sesgos en la producción de conocimiento, la formación de los profesionales, su necesidad de lidiar con expectativas de los pacientes progresivamente alejadas de las capacidades de resolución de aquellos y los mecanismos de conformación de dichas expectativas se retuercen formando un nudo gordiano que parece imposible desatar y peligroso cortar.

Pero por desmedidas que sean las expectativas de la población, alentadas a menudo de manera irresponsable por el sistema de salud y los medios de comunicación, los principales agentes de la medicalización son necesariamente los profesionales sanitarios. El carácter desconcentrado de las decisiones sobre diagnóstico y tratamiento exige la anuencia de los sanitarios sobre los beneficios de las intervenciones terapéuticas. Aun así, en el proceso de medicalización las interacciones y sinergias son múltiples y los profesionales de la salud también padecen una fascinación por las nuevas tecnologías, e incluso por las nuevas enfermedades.

Una explicación complementaria para la predisposición de los profesionales a aceptar casi cualquier nueva entidad clínica debe considerar su particular situación respecto al cambiante estado del conocimiento y las expectativas y demandas de los usuarios. Un atrapamiento entre la íntima duda sobre sus capacidades resolutivas reales y una creciente presión social que exige respuestas y confía en que la ciencia evitará hasta lo ineluctable. Seguramente por ello el riesgo ha pasado a ser considerado una enfermedad prevalente, como demuestra el que los fármacos preventivos sean uno de los productos en mayor alza. Su uso se extiende a pesar de la existencia de desacuerdos entre guías de práctica clínica, y a que la magnitud de los beneficios a nivel individual es pequeña, incluso en las personas con mayor riesgo.

Nuestra responsabilidad como profesionales es demasiado importante para escudarnos en las inercias de las promesas exageradas de unos o las expectativas infundadas de otros. Rehuyendo cualquier tentación paternalista debemos reflexionar sobre el mejor modo de poner nuestros conocimientos y aptitudes al servicio de una efectiva contribución a la mejora socialmente deseable de la salud de nuestros usuarios.

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Recibido: 28 de Abril de 2018; Aprobado: 28 de Mayo de 2018

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