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Psychosocial Intervention

versión On-line ISSN 2173-4712versión impresa ISSN 1132-0559

Psychosocial Intervention vol.18 no.3 Madrid dic. 2009

 

DOSSIER / DOSSIER

 

Ansiedad y Tabaco

Anxiety and Tobacco

 

 

Cristina Mae Wood1, Antonio Cano-Vindel1, Itziar Iruarrizaga1, Esperanza Dongil2

1Universidad Complutense de Madrid
2
Universidad Católica de Valencia

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

El consumo de tabaco es la primera causa de muerte evitable. Además de estar asociado a enfermedades físicas y una menor expectativa de vida, cada vez existe más evidencia de su estrecha relación con diversos trastornos mentales como los trastornos de ansiedad. Dada la baja percepción de riesgo asociado a su consumo, en este trabajo se presenta una revisión sistemática de la literatura científica sobre las relaciones entre ansiedad y tabaco, a partir de la cual se detallarán datos de prevalencia, se identificarán los factores que facilitan el inicio y mantenimiento del consumo de tabaco, así como los que dificultan su abandono y favorecen las recaídas, profundizando en diversas teorías explicativas desde una perspectiva emocional. La elevada comorbilidad entre el consumo de tabaco y ciertos trastornos de ansiedad, hace necesario el desarrollo de nuevos y mejores tratamientos de deshabituación de esta sustancia, especialmente diseñados para aquellos fumadores con elevado estado de ansiedad o sensibilidad a la ansiedad, de modo que se pueda abandonar su consumo eficazmente.

Palabras clave: ansiedad, sensibilidad a la ansiedad, pánico, trastornos de ansiedad, tabaco.


ABSTRACT

Tobacco use is the first preventable cause of death. This is associated not only with physical illness and a shorter life expectancy, but also with different mental disorders such as anxiety disorders. Given the low risk perception of use, this paper reports a systematic review of the scientific literature on the relationship between anxiety and tobacco from an emotional perspective, including data on smoking prevalence, factors associated with the onset and maintenance of tobacco use, as well as those factors that hamper smoking cessation and increase relapse rates. The high rates of comorbidity between tobacco use and anxiety disorders make necessary the development of new and better tobacco cessation treatments, especially designed for those smokers with high state anxiety or anxiety sensitivity, with the aim of maximizing the efficacy.

Key words: anxiety, anxiety sensitivity, panic, anxiety disorders, tobacco.


 

El tabaquismo constituye el primer problema de salud pública en nuestro país y alcanza un nivel de epidemia, pues fumar cigarrillos es la primera causa de muerte evitable, con más de 49.000 muertes/año; además, se calcula que el 15% de las muertes en la UE se deben al tabaco, siendo esta cifra del 16% en España (Cabezas, 2002; Montes, Pérez y Gestal, 2004). Hace más de una década que la Organización Mundial de la Salud (OMS) señaló que el consumo de tabaco es la primera causa evitable de muerte prematura (WHO, 1999). Actualmente, la OMS estima que el tabaco provoca una de cada diez defunciones de adultos en todo el mundo, es decir, mata a unas 5 millones de personas por año, o lo que es lo mismo, 1 cada 8 segundos. Según un estudio publicado en Lancet (Ezzati y López, 2003), sobre datos del año 2000 de todo el mundo, el número de muertes causadas por el tabaco se estimó en 4,8 millones de personas, lo que supone el 12% del total de muertes de adultos mayores de 30 años (18% varones y 5% mujeres), siendo las principales causas de muerte: las enfermedades cardiovasculares (1,7 millones), con el 11% atribuible al tabaco; afecciones crónicas obstructivas de los pulmones (algo menos de 1 millón de muertes); y cáncer de pulmón (alrededor de 850.000 muertes), con el 71% atribuido al tabaco. Otros estudios (von Eyben y Zeeman, 2003) muestran que el consumo de tabaco prolongado puede multiplicar el riesgo a padecer diversos problemas de salud física frente a los no fumadores (cáncer de pulmón, que es 11,5 veces superior en fumadores; EPOC, bronquitis, enfisema, 8,7; cáncer de laringe, 5,4; arterioesclerosis, 4,1; cáncer de esófago, 3,4; cáncer de labio, boca, faringe, 2,9; cardiopatía coronaria, 2,7; cáncer de vejiga urinaria, 2,5; enfermedad cerebrovascular, 2,4; neumonía, 1,8; asma bronquial, 1,8; cáncer de páncreas, 1,6; hipertensión, 1,6; otras cardiopatías, 1,6; cáncer de riñón, 1,5). Además, fumar también produce aumento de la actividad del sistema nervioso autónomo (Evatt y Kassel, 2009), está asociado con enfermedades físicas y mentales incluso desde edades tempranas (Bush et al., 2007; Cano-Vindel y Fernández-Rodríguez, 1999; Katon et al., 2007), con trastornos de ansiedad (Zvolensky, Schmidt y Stewart, 2003) y, como ya se ha señalado, con una menor expectativa de vida (Doll, Peto, Boreham y Sutherland, 2004), que puede disminuir en 10 años si se abandona su consumo a una edad tardía frente a una edad temprana. Probablemente, la gran mayoría de los fumadores se sorprenderían al saber que a largo plazo la probabilidad que tienen de morir por una enfermedad causada por el tabaco es del 50%, o al conocer los problemas que pueden generar en las personas de su alrededor; sin embargo, aunque se les informe de estos datos epidemiológicos, la percepción de riesgo asociado al consumo de tabaco sigue siendo baja (Bird et al., 2007), lo cual es poco razonable y por lo tanto este fenómeno debe ser investigado. En el presente trabajo intentaremos profundizar sobre el mismo desde una perspectiva emocional, centrándonos en la ansiedad y los trastornos de ansiedad, como factores que pueden facilitar el inicio y mantenimiento del consumo de tabaco, así como dificultar su abandono y favorecer las recaídas. Para analizar el papel de los trastornos del estado de ánimo, véase la revisión llevada a cabo por Vázquez-González y Becoña-Iglesias (1998) en la que concluyeron que existe relación entre la historia de depresión mayor, la depresión mayor, la sintomatología depresiva y fumar cigarrillos; además, los fumadores que tienen alguno de estos trastornos experimentan una sintomatología de abstinencia más severa, es menos probable que dejen de fumar y es más probable que recaigan.

El tabaco es una de las drogas adictivas legales que más fácilmente se obtiene y, lamentable y consecuentemente, su consumo se ha convertido en algo cotidiano o habitual en nuestra sociedad. Aunque es cierto que muchos fumadores conocen determinados efectos negativos que el tabaco puede tener sobre su salud física, pocos relacionarían su adicción con la ansiedad, y muchos menos con la aparición y mantenimiento de ciertos trastornos de ansiedad como el trastorno por estrés postraumático (Dongil-Collado, 2008; García-Leyva, Domínguez y García, 2009), la fobia social (Vidal-Fernández, Ramos-Cejudo y Cano-Vindel, 2008), el trastorno de ansiedad generalizada (Ramos-Cejudo y Cano-Vindel, 2008) y el trastorno de pánico con o sin agorafobia (Wood, 2008).

La presente revisión pretende resumir y analizar la literatura existente sobre las relaciones entre ansiedad y trastornos de ansiedad con el consumo de tabaco. Para dicho propósito se realizaron varias búsquedas bibliográficas en las bases de datos PubMed, PsycInfo y Psicodoc utilizando como términos de búsqueda las siguiente palabras, tanto en inglés como en español: ansiedad (anxiety), tabaco (tobacco), fumar (smoking), nicotina (nicotine), trastorno de ansiedad (anxiety disorder), y pánico (panic), en varias combinaciones (en el campo del título, del resumen, como palabras clave o MeSH keywords), así como aquellos artículos publicados por el autor que más ha investigado este tema en concreto desde hace más de una década: M. J. Zvolensky.

La ansiedad es una emoción que nos pone en alerta, nos activa, a nivel cognitivo, fisiológico y conductual, ante la posibilidad de que en una determinada situación obtengamos un resultado negativo o no deseado. La valoración cognitiva de dicha situación como una amenaza dispara una serie de anticipaciones subjetivas, respuestas fisiológicas y conductuales que interactúan entre sí y llevan al individuo a un estado de inquietud, que no cesa mientras siga procesando la información amenazante. Este estado emocional de ansiedad se caracteriza generalmente por una experiencia subjetiva en la que la valencia (tono hedónico) es negativa o desagradable, la autopercepción de intensidad de la activación fisiológica es alta (los síntomas somáticos percibidos pueden dar al individuo una experiencia de alta excitación corporal) y la sensación de control tiende a estar amenazada (Cano-Vindel, 2003a). Si el individuo se encuentra en una situación estresante (Costa- Requena, Pérez-Martín, Salamero-Baró y Gil- Moncayo, 2009), o procesa la información de una manera sesgada (Eysenck y Eysenck, 2007; Sanjuán, 2007), normalmente surgirá el estado de ansiedad, que suele poner en disposición al individuo para afrontar activamente la situación (Merino- Soto, Manrique-Borjas, Angulo-Ramos y Isla- Chávez, 2007), si bien algunos individuos desarrollan un afrontamiento represivo (no valoran la situación como amenazante), que sin embargo no les sirve para frenar una alta activación fisiológica (Cano-Vindel, 2005; Cano-Vindel, Sirgo y Pérez- Manga, 1994; Sirgo, Díaz-Ovejero, Cano-Vindel y Pérez-Manga, 2001). Aunque la ansiedad es una respuesta emocional cotidiana y nos ayuda a adaptarnos mejor, al ponernos en alerta, sin embargo muchas personas sufren excesivos niveles de síntomas que les pueden producir malestar clínicamente significativo, alteraciones o desórdenes de tipo psicofisiológico o psicosomático, así como conductas desadaptadas, como por ejemplo fumar, desarreglos con la comida (Torres-Mendoza, Valdivia- Hernández, Flores-Villavicencio y Vázquez-Valls, 2009), o abuso de tranquilizantes (Cano-Vindel, 2003b). Al final, los estados de ansiedad intensos y crónicos pueden ir asociándose con problemas para la salud física y mental (Cano-Vindel y Macías, 2002; Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 2001; Zubeidat, Salinas y Sierra, 2009), accidentes (López-Araújo y Osca-Segovia, 2009), o alteraciones del rendimiento (González, Donolo y Rinaudo, 2009). Estos cambios descritos en este proceso tardan un tiempo en producirse, pero se dan con bastante frecuencia; así, por ejemplo, los trastornos de ansiedad son el tipo de desorden mental más frecuente y el riesgo de padecer algún trastorno de ansiedad a lo largo de la vida en nuestro país es de un 13,3% y en USA de un 36% (Kessler et al., 2007).

Una investigación llevada a cabo en Finlandia (Kouvonen, Kivimaki, Virtanen, Pentti y Vahtera, 2005) con más de 46.000 empleados públicos de 17 a 65 años, demostró que, por un lado, era más probable que los trabajadores con mayor estrés laboral fueran fumadores; por otro lado, entre los fumadores era más probable que fumaran más cantidad de cigarrillos aquellos trabajadores que declaraban desempeñar un trabajo más estresante. A su vez, el consumo de tabaco estaba relacionado con el desarrollo de trastornos de ansiedad.

Se sabe con certeza que fumar está relacionado con muy diversos factores, como edad, cohorte, sexo, nivel de ingresos, país, etc. Así, en un informe sobre las encuestas de salud mental promovidas por la OMS en 17 países (con 85.052 entrevistados) se encontró que recientemente las mujeres están aumentando más deprisa que en anteriores cohortes el consumo de tabaco, por lo que hay una tendencia a alcanzar las altas prevalencias de los hombres (Degenhardt et al., 2008; Storr et al., 2009).

Pero también sabemos que el consumo de tabaco está asimismo relacionado con salud mental. Gracias a los estudios epidemiológicos se ha podido constatar que la tasa de fumadores (tanto en el último mes como a lo largo de la vida), entre las personas con un diagnóstico de trastorno mental, es más del doble que entre la población general sin trastornos (Kalman, Morissette y George, 2005; Lasser et al., 2000), además de presentar un mayor consumo de cigarrillos en comparación con aquellos fumadores sin trastornos mentales (Grant, Hasin, Chou, Stinson y Dawson, 2004). En efecto, la tasa de consumo de tabaco actual entre quienes no presentan trastorno mental, quienes presentan una historia de trastorno mental, y un trastorno mental en el último mes fue de 22,5%, 34,8%, y 41,0%, respectivamente (Lasser et al., 2000). Asimismo, la tasa de consumo de tabaco a lo largo de la vida fue de 39,1%, 55,3% y 59,0%, respectivamente (p<.001 para todas las comparaciones). Lasser et al. apuntan que si se extrapolan los resultados obtenidos en su estudio, se estima que las personas con un diagnóstico de trastorno mental en el último mes son responsables de cerca de la mitad de todos los cigarrillos consumidos en Estados Unidos. Abundando en esto, encontramos los datos obtenidos unos años más tarde por Grant et al. (2004), quienes destacaron que los individuos que presentaban algún trastorno mental (30,3% de la población) consumieron el 46,3% de los cigarrillos fumados en ese país en el último año; mientras que las personas con una dependencia de la nicotina (únicamente el 12,8% de la población norteamericana) fueron responsables del 57,5% de todos los cigarrillos que se consumieron en Estados Unidos. Los tipos de trastorno mental en los que se encontró un mayor porcentaje de personas con adicción a la nicotina (criterios DSM-IV último año) son, por este orden (Grant et al., 2004): trastornos por consumo de sustancias (52,4% de dependientes a la nicotina frente al 12,8% en la población general; OR=8,1), trastornos por consumo de alcohol (34,5%; OR=4,4), trastornos del estado de ánimo (29,2%; OR=3,3), trastornos de personalidad (27,3%; OR=3,3), trastornos de ansiedad (25,3%; OR=2.7). En cuanto al porcentaje de personas con adicción a la nicotina en un único trastorno mental (en lugar de grupo de un tipo de trastornos, que engloba a varios), destacaron: el trastorno por dependencia de cualquier sustancia (69,3%; OR=15,9), el trastorno de dependencia del alcohol (45,4%; OR=6,4), el trastorno por abuso de cualquier sustancia (44,7%; OR=5,7), trastorno de personalidad dependiente (44,0%; OR=5,5), trastorno de personalidad antisocial (42,7%; OR=5,7) y trastorno de pánico con agorafobia (39,8%; OR=4,6).

En USA (Grant et al., 2004), el 28,4% consume actualmente (en el último año) algún tipo de tabaco, el 24,9% fuma actualmente cigarrillos, y como ya se ha comentado el 12,8% presenta dependencia a la nicotina (14,1% en hombres y 11,5% en mujeres). En España las cifras de prevalencia son más altas y no están disminuyendo de manera importante. Según datos de la Encuesta Domiciliaria sobre Alcohol y Drogas (Ministerio de Sanidad y Consumo, 2008), referidos a una muestra de 23.715 personas con edades comprendidas entre los 15 y 64 años, el consumo de tabaco ha variado relativamente poco en la última década: entre los años 1999 y 2008, la prevalencia del consumo en los últimos doce meses fue de 44,7% y 41,7%, respectivamente, y durante el último mes fue de 40,1% y 38,8%, respectivamente. Por ello, las autoridades españolas en este momento se disponen a desarrollar una nueva ley antitabaco más restrictiva que la anterior, imitando a otros países de la UE.

Sin embargo, las elevadas cifras de prevalencia de consumo y dependencia del tabaco que persisten todavía a nivel mundial, a pesar de las leyes que intentan reducir su consumo y la cuantiosa e indiscutible información disponible hoy en día sobre los efectos nocivos asociados a su consumo en los medios de comunicación, incluidas las propias cajetillas de tabaco (Crespo, Barrio, Cabestrero y Hernández, 2007; Health Warnings, 2009; United States Department of Health and Human Services, 2000; Szklo y Coutinho, 2009), han propiciado un creciente interés entre los teóricos e investigadores por identificar los diferentes factores mantenedores del problema. Desde hace tiempo se sabe que los mensajes persuasivos que intentan promover ciertos hábitos de higiene como prevención, basados en las consecuencias negativas de la enfermedad y que, a la vez, dan normas profilácticas para evitarla, suelen resultar poco eficaces. Esto puede ser debido a que los sujetos tienden a evitar el miedo o la ansiedad que les produce el mensaje, por una parte, y por otra, los sujetos con baja competencia percibida en salud (Pastor et al., 2009) o baja autoeficacia percibida presentan mayor ansiedad (Godoy-Izquierdo et al., 2008), abandonan las prácticas preventivas e incluso el tratamiento corrector (Klepac, Dowling y Hauge, 1982). De manera que parece que existe relación entre ansiedad y mantenimiento del consumo. Efectivamente, se han constatado diferencias en el éxito a la hora de abandonar el consumo de tabaco si comparamos a personas que presentan ataques de pánico (29,8%), diagnóstico de trastorno de pánico (32,9%), diagnóstico de agorafobia (23,2%) o ausencia de trastorno mental (42,5%) en el último mes (Covey, Hughes, Glassman, Blazer y George, 1994). A pesar de que en este estudio se encontró una de las relaciones más débiles entre fumar y psicopatología emocional, los autores recomendaron adaptar los programas de abandono del tabaco a las características psicopatológicas de cada paciente. Por lo tanto, parece razonable pensar que las leyes restrictivas tenderán a favorecer el abandono del consumo de tabaco, pero conseguirán mejores resultados con las personas menos estresadas, que valoren la situación de dejar de fumar como menos amenazante (Cano-Vindel, Camuñas, Iruarrizaga, Dongil y Wood, en prensa), no presenten desequilibrio emocional, o trastorno mental, frente a las personas que están muy estresadas, experimentan una gran ansiedad al plantearse dejar de fumar, o sufren trastornos de ansiedad, trastornos del estado de ánimo u otros trastornos mentales. De manera que probablemente la relación entre altos niveles de ansiedad, o trastornos mentales con consumo de tabaco se irá haciendo más fuerte a medida que vayan aumentando a lo largo del tiempo las restricciones para fumar en lugares públicos.

Los trastornos de ansiedad no sólo están relacionados con el consumo de tabaco, sino que están también relacionados con otros trastornos mentales por consumo de sustancias (alcohol, hachís, etc.). Durante las últimas décadas, los psicólogos han sido testigos de cómo sus pacientes diagnosticados de trastornos de ansiedad a menudo sufren de trastornos relacionados con sustancias (Barlow, 2002). El estudio ESEMeD (Alonso et al., 2004) encontró que los europeos que sufren de un trastorno de dependencia del alcohol presentan una mayor probabilidad de padecer un trastorno de ansiedad o un trastorno del estado de ánimo que quienes no presentan este trastorno de dependencia del alcohol.

Asimismo, por ejemplo, quienes tienen dependencia del alcohol multiplican por 10,7 (Odds Ratio, OR) la probabilidad de padecer agorafobia; esta OR es de 6,8 para el trastorno de pánico, ó 6,7 para el trastorno depresivo mayor. A su vez, es más probable que las personas con ciertos trastornos mentales (como los trastornos de ansiedad), consuman sustancias y lleguen a cumplir diferentes criterios de abuso y dependencia. En efecto, las personas diagnosticadas de algún trastorno de ansiedad multiplican por 3,2 la probabilidad de sufrir un trastorno de abuso o dependencia del alcohol, frente a las personas que no presentan trastorno de ansiedad alguno. Análogamente, los especialistas dedicados a estudiar y tratar problemas relacionados con las drogas han observado una fuerte relación entre las emociones negativas, como la ansiedad, y el consumo de sustancias (Cano-Vindel, Miguel-Tobal, González y Iruarrizaga, 1994; Gilbert, 1995; Rodríguez-López, González-Ordi, Cano-Vindel y Iruarrizaga-Díez, 2007). En cuanto al orden de aparición de ambos tipos de trastornos, Kessler (2004) encontró en personas con trastornos comórbidos a lo largo de la vida que padecían un trastorno mental primario junto con un trastorno adictivo secundario que la edad media de inicio de los trastornos mentales era menor (11 años) que la edad media de inicio de los trastornos de abuso de sustancias (21 años). La gran mayoría de los trastornos mentales se iniciaba antes de la edad adulta, mientras que el inicio del trastorno adictivo secundario se producía como promedio una década después. Pero en este estudio no se evaluaba consumo de tabaco y las diferencias en la edad de inicio para los diferentes trastornos mentales varían según la naturaleza del trastorno.

En cuanto al tabaco, como ya se ha comentado, la literatura científica coincide en señalar que el hábito de fumar es más común entre las personas con trastornos mentales, incluidos los trastornos de ansiedad (Breslau, 1995; Breslau, Novak y Kessler, 2004; Feldner, Vujanovic, Gibson y Zvolensky, 2008; Morissette, Tull, Gulliver, Kamholz y Zimering, 2007; Ziedonis et al., 2008), los trastornos del estado de ánimo (Breslau, Peterson, Schultz, Chilcoat y Andreski, 1998; Dierker, Avenevoli, Stolar y Merikangas, 2002; González-Pinto et al., 1998; Klungsoyr, Nygard, Sorensen y Sandanger, 2006; Korhonen et al., 2007; van Gool et al., 2005) y la esquizofrenia (Kelly y McCreadie, 1999; Weiser et al., 2004; Ziedonis y George, 1997), que entre la población sana.

Particularmente, se ha encontrado una clara asociación entre la elevada prevalencia del consumo de tabaco y ciertos trastornos de ansiedad, como el trastorno de pánico (Amering et al., 1999; Abrams et al., 2008; Feldner et al., 2009; McCabe et al., 2004), el trastorno por estrés postraumático (Feldner, Babson y Zvolensky, 2007; Iruarrizaga, Miguel-Tobal, Cano-Vindel y González-Ordi, 2004; Koenen et al., 2005; Parslow y Jorm, 2006), el trastorno de ansiedad generalizado (Baker-Morissette, Gulliver, Wiegel y Barlow, 2004; Lasser et al., 2000) y la fobia social (Sonntag et al., 2000). La única excepción la constituye el trastorno obsesivo compulsivo (Leal-Carcedo y Cano-Vindel, 2008), cuya comorbilidad con el consumo de tabaco (8-22%) parece ser tan baja (Baker- Morissette et al., 2004; McCabe et al., 2004) debido a las características propias de dicho trastorno (e.g., miedo a la enfermedad, la contaminación, etc.), aunque dicha especulación debería ser rigurosamente examinada en futuras investigaciones.

Se ha propuesto que el trastorno de pánico está más asociado al consumo de tabaco que los otros trastornos de ansiedad (Zvolensky, Schmidt y Stewart, 2003). Según el estudio de McCabe et al. (2004), llevado a cabo con una muestra de 155 pacientes con un diagnóstico único de trastorno de pánico, fobia social o trastorno obsesivo compulsivo (según criterios de la Structured Clinical Interview for DSM-IV Axis I Disorders, SCID; First, Spitzer, Gibbon y Williams, 1996), el 40% de los pacientes con trastorno de pánico declararon ser fumadores habituales, frente al 20% de los pacientes con fobia social y el 27% de aquellos con trastorno obsesivocompulsivo. A su vez, fumar estuvo relacionado con una mayor severidad de síntomas de ansiedad, estrés y depresión. Además, una proporción significativamente mayor de los participantes con diagnóstico de trastorno de pánico (con o sin agorafobia; 31%) declararon fumar más de 10 cigarrillos diarios, frente a los otros dos grupos de participantes (10% y 12%, respectivamente). No sólo existe una mayor prevalencia de consumo de tabaco entre las personas con diagnóstico de trastorno de pánico sino que además fuman, diariamente, un mayor número de cigarrillos. Feldner et al. (2009) con datos de la National Comorbidity Survery Replication (N=5.692 participantes, 53,1% mujeres) demostraron que el modelo que mejor se ajustaba a los datos definía dos tendencias entre trastornos de ansiedad y trastorno por consumo de tabaco: el trastorno de estrés postraumático tendía a inducir adicción a nicotina y, a su vez, ésta tendía a producir ataques de pánico.

En España, según un estudio realizado en Madrid (Arias-Horcajadas, Romero, Padín-Calo, Fernández- Rojo y Fernández-Martín, 2005), la prevalencia de consumo habitual de tabaco en el pasado en una muestra de 79 pacientes ambulatorios diagnosticados de trastorno de pánico con o sin agorafobia con la ICD-10 fue asimismo elevada (52%), aunque no más alta que en el grupo control con otras patologías (trastornos del estado de ánimo, esquizofrenia y otros), equiparado en edad (37 años) y sexo (77% mujeres), que fue de un 57%. El consumo actual de tabaco tampoco presentó diferencias significativas, siendo de un 38% en el grupo de pánico y de un 53% en el grupo con otras patologías. Por tener una referencia sobre la población española de ese mismo año (Ministerio de Sanidad y Consumo, 2005), hay que señalar que un 32,8% de los españoles de 15-64 años eran fumadores diarios (37,0% de los hombres y 28,6% de las mujeres).

Para conocer el sentido de la relación entre ansiedad y tabaco se hace necesario el desarrollo de estudios prospectivos. Una interesante investigación longitudinal (N=688 adolescentes) encontró que el consumo de más de 20 cigarrillos diarios durante la adolescencia estaba asociado con un riesgo significativamente mayor a padecer trastorno de pánico, agorafobia, y trastorno de ansiedad generalizada en los seguimientos realizados a los 2 y 8 años (Johnson et al., 2000). Al igual que en otros estudios (e.g., McGee, Williams y Stanton, 1998; Patton et al., 1998), esta relación no se encontró, sin embargo, en sentido contrario: la presencia de psicopatología ansiosa al inicio de la investigación no estuvo asociada a un mayor riesgo de consumo o dependencia del tabaco durante la edad adulta. Otros estudios prospectivos, como el de Wu y Anthony (1999), han identificado una relación causal parecida, pero en este caso, con un trastorno del estado del ánimo: el consumo de tabaco como antecedente estaba asociado a un mayor riesgo de sufrir depresión en la infancia y adolescencia, pero no viceversa.

Además de éstos, cada vez más estudios parecen indicar que la conducta de fumar precede al desarrollo del trastorno de pánico y no al revés, pudiendo aquélla incrementar el riesgo de una persona a sufrir ataques de pánico y trastorno de pánico (para una revisión véase Zvolensky, Feldner, Leen-Feldner y McLeish, 2005). A continuación pasaremos a resumir algunos de los estudios revisados.

Primeramente, Pohl, Yeragani, Balon, Lycaki y McBride (1992) examinaron la conducta de fumar en 217 adultos con trastorno de pánico frente a un grupo control equiparado en edad y sexo. El 51,6% de las personas con trastorno de pánico declararon ser fumadoras cuando se inició su trastorno en comparación con el 38,3% del grupo control (informando retrospectivamente de su consumo de tabaco en los últimos 10 años). A su vez, actualmente, el 36,9% de los pacientes con pánico eran fumadores en el momento de la entrevista, frente al 28,6% de los controles. Cuando las comparaciones se hicieron en función del sexo, únicamente se encontraron diferencias estadísticamente significativas entre las mujeres de ambos grupos.

En segundo lugar, el estudio epidemiológico de Breslau y Klein (1999) identificó un patrón unidireccional entre el consumo diario de tabaco y el riesgo de sufrir ataques de pánico a lo largo de la vida. Después de controlar las variables sexo y depresión, se encontró que fumar a diario multiplica por 4 y por 13 el riesgo de sufrir ataques de pánico y trastorno de pánico, respectivamente. Además, no se hallaron diferencias significativas en relación a la aparición de ataques de pánico entre ex-fumadores y aquellas personas que nunca habían fumado a lo largo de su vida.

En tercer lugar, un estudio prospectivo Alemán evaluó el consumo de tabaco así como la presencia de psicopatología en una muestra de 2.500 participantes, con edades comprendidas entre los 14 y 24 años, durante 4 años (Isensee, Wittchen, Stein, Hofler y Lieb, 2003) utilizando el Composite International Diagnostic Interview (CIDI; Robins et al., 1988). Durante la línea base inicial, los fumadores dependientes del tabaco (según criterios DSMIV para dependencia de la nicotina, además de llevar más de un mes fumando diariamente) autoinformaron de mayores porcentajes de prevalencia vida en cuanto a ataques de pánico (7,6%) y trastorno de pánico (3,8%) en comparación con aquellos fumadores clasificados en otras categorías de menor consumo sin presencia de dependencia (entre 0,7% y 2,0% para ataques de pánico y entre 0,2% y 2,1% para trastorno de pánico). Los resultados fueron similares para la prevalencia vida de agorafobia, hallándose más de 2,5 veces más casos entre los fumadores dependientes del tabaco que entre los fumadores menos pertinaces. En resumen, los análisis prospectivos indicaron que los fumadores asiduos y con dependencia de la nicotina durante la evaluación inicial presentaban un mayor riesgo a la hora de desarrollar ataques de pánico y trastorno de pánico (con o sin agorafobia) en el futuro.

Por último, Goodwin, Lewinsohn y Seeley (2005) realizaron un estudio prospectivo longitudinal con 1.709 jóvenes y encontraron que fumar diariamente, desde la primera evaluación realizada, está asociado con una mayor probabilidad de sufrir ataques de pánico (OR=2,6). Este primer resultado estaba mediado por la conducta de los padres (consumo de tabaco y problemas de ansiedad); si se eliminaba este efecto, ya no era significativo el anterior. No obstante, gracias a una tercera evaluación, se vio que fumar diariamente multiplica por cuatro la probabilidad de sufrir un trastorno de pánico (OR=4,2), independientemente de la conducta de los padres.

Un importante estudio (Grant et al., 2004) centrado en la comorbilidad de la dependencia de la nicotina y los trastornos mentales en EE. UU., nos puede ayudar a calibrar mejor esta relación, así como la relación entre nicotina y trastornos de ansiedad. En dicho estudio se demostró que el 12,8% de la población general y el 25,3% de las personas con trastornos de ansiedad presentaban dicha dependencia (OR=2,7). De manera más específica, las personas con trastorno de pánico con agorafobia presentaban 4,6 veces más riesgo de sufrir una dependencia de la nicotina que la población general. La prevalencia en el último año de los trastornos de ansiedad y trastornos del estado de ánimo fue de 11,1% y 9,2%, respectivamente, en la muestra total de este estudio (N=43.093), siendo el trastorno de pánico sin agorafobia (1,5%) más común que el trastorno de pánico con agorafobia (0,6%). A su vez, entre las personas con dependencia a la nicotina la prevalencia de cualquier trastorno de ansiedad (22%, vs. 11,1% en población general) fue ligeramente superior a la prevalencia de cualquier trastorno del estado de ánimo (21%, vs. 9,2% en la población). Por último, entre las personas con adicción a nicotina, la prevalencia de los diferentes trastornos de ansiedad fue muy superior a la de la población general: trastorno de pánico sin agorafobia (4,3% vs. 1,5% en la población general), trastorno de pánico con agorafobia (1,8% vs. 0,6% en la población), fobia social (5,8% vs. 1,8%), fobia específica (14,3% vs. 7,1%) y trastorno de ansiedad generalizada (5,3% vs. 2,1%).

También puede ser de interés analizar cómo varían al mismo tiempo las prevalencias de trastornos de ansiedad y de consumo de tabaco, cuando los individuos se ven sometidos a estrés. En nuestro país, los estudios longitudinales realizados por nuestro equipo de investigación tras los atentados del 11-M de 2004, encontraron que las personas más directamente afectadas por el estrés traumático incrementaron en mayor medida el consumo de sustancias (Cano-Vindel, Miguel-Tobal, González-Ordi y Iruarrizaga, 2004; Iruarrizaga et al., 2004; Miguel- Tobal, Cano-Vindel, Iruarrizaga, González y Galea, 2004; Miguel-Tobal et al., 2006). En la población general de Madrid mayor de 18 años, un mes después de los atentados, el 10,9% de dicha población había aumentado el consumo de tabaco (13,5% en mujeres y 8,1% en varones); y en el seguimiento, a los seis meses de la primera evaluación, el 51,5% de los que habían incrementado este consumo seguía manteniéndolo (47,3% de mujeres y 64,2% de varones). A su vez, en una muestra de víctimas y allegados, que había sufrido más directamente el impacto del estrés, el incremento del consumo de tabaco se produjo en el 28,1% de los casos (45,2% mujeres) y el mantenimiento del incremento a los seis meses se daba en el 65,2% de los participantes. Por otro lado, el 17,5% de la población adulta de Madrid que residía en la zona cero (en un radio de 1 Km. entorno a las explosiones) tuvo síntomas compatibles con el diagnóstico de ataques de pánico, porcentaje significativamente superior al 10,9% encontrado en la población general, que tuvo dichos síntomas. En la muestra no representativa de víctimas y allegados este porcentaje fue considerablemente mayor, pues presentaron ataques de pánico el 45,3% de los participantes, de los cuáles el 59,1% continuaba teniéndolos seis meses después (frente al 36,0% de la población general) y el 48,8% había desarrollado un trastorno de pánico (26,6% en la población general). Por lo tanto, una mayor exposición al estrés está relacionada con mayor incidencia de ataques de pánico, así como con un mayor aumento del consumo de tabaco; a su vez, en el seguimiento, la cronificación es mayor para las personas más afectadas, así como para el consumo de tabaco frente a los síntomas de pánico.

Existen cuatro teorías que, contando con apoyo empírico, dan cuenta de la comorbilidad entre los trastornos relacionados con sustancias y los trastornos de ansiedad.

El modelo de la ansiedad inducida por sustancias (Kushner, Abrams y Borchardt, 2000) sugiere que los síntomas de ansiedad son una consecuencia biopsicosocial del consumo crónico de sustancias. Por un lado, los síntomas de ansiedad pueden ser una consecuencia fisiológica directa debido al abuso o la abstinencia de la sustancia o, por otro lado, éstos pueden aparecer a través de medios más indirectos como la culpa relacionada con las consecuencias del propio trastorno relacionado con sustancias. No obstante, existe evidencia en contra de dicho modelo (Zahradnik y Stewart, 2009).

De acuerdo con la hipótesis del mantenimiento (Khantzian, 1985), que cuenta con abundante y reciente evidencia empírica, el consumo de sustancias psicoactivas obedece principalmente al objetivo de calmar o aliviar el afecto negativo y otras respuestas psicofisiológicas relacionadas con la aparición de una posible amenaza que genera ansiedad (Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1999). Parece ser que las personas aprenden a administrarse las sustancias psicoactivas para obtener dichos efectos (Leyro, Zvolensky, Vujanovic y Bernstein, 2008; Leyro, Zvolensky, Vujanovic, Johnson y Gregor, 2009; Marshall, Zvolensky, Vujanovic, Gibson et al., 2008). Los tres postulados básicos de la hipótesis del mantenimiento, en referencia a la comorbilidad entre los trastornos de ansiedad y los trastornos relacionados con sustancias, son: (1) la aparición del trastorno de ansiedad debe ser anterior al trastorno relacionado con sustancias; (2) la sustancia alivia o reduce los síntomas del trastorno de ansiedad; y (3) el consumo de sustancias, utilizado inicialmente como modo de aliviar los síntomas de ansiedad, se convierte en un consumo problemático (Cano- Vindel y Miguel-Tobal, 2001; Chutuape y de Wit, 1995). Sin embargo, la evidencia disponible a favor de esta hipótesis se ha obtenido mayoritariamente a través de estudios sobre el alcohol, no sobre tabaco y, como se ha constatado anteriormente, existe una relación temporal entre tabaco (como variable antecedente) y los trastornos de ansiedad, pero no en sentido opuesto (Breslau, 1995; Breslau, Kilbey y Andreski, 1991), salvo en el caso de la fobia social (Cano-Vindel, Miguel-Tobal et al., 1994). Algunos estudios parecen indicar que la fobia social es un predictor significativo del consumo de tabaco (Sonntag, Wittchen, Hofler, Kessler y Stein, 2000; Wittchen, Stein y Kessler, 1999). Por lo tanto, en el caso del tabaco, no siempre se cumple el primer postulado básico de la hipótesis del mantenimiento.

Otros estudios ofrecen apoyo empírico a la hipótesis de la tercera variable (Evatt y Kassel, 2009), que a su vez encuentra que la comorbilidad entre los trastornos de ansiedad y los trastornos relacionados con sustancias no es debida a una relación causal entre uno y otro desorden mental; más bien es el resultado de una tercera variable o denominador común, cuya influencia sobre ambos trastornos termina moderando dicho solapamiento (Calvete, 2008). Un ejemplo de una variable ampliamente estudiada que ofrece apoyo a esta heterogénea hipótesis es la sensibilidad a la ansiedad (como se ha observado en los casos de trastorno de pánico, fobia social y trastorno por estrés postraumático con trastorno relacionado con sustancias comórbido; e.g.; Stewart y Kushner, 2001).

La sensibilidad a la ansiedad fue definida en el año 1985 por Reiss y McNally como el miedo a la ansiedad o a los síntomas vinculados a ésta, que surge de la creencia de que estos síntomas tienen consecuencias negativas. Tres son las dimensiones que componen este constructo: preocupaciones físicas, preocupaciones sociales y pensamientos relacionados con incapacidad mental.

Por un lado, Reiss (1991) defiende que la sensibilidad a la ansiedad representa un factor de riesgo premórbido específico en el desarrollo de la patología ansiosa (para una revisión véase Taylor, 1999). Estos resultados van en la misma línea que los aportados por Donnell y McNally (1989), quienes señalaron que una elevada sensibilidad a la ansiedad predispone a los individuos a padecer trastorno de pánico debido a que la sensibilidad a la ansiedad es una medida de predisposición cognitiva a interpretar la activación como amenazante.

A su vez, existe abundante evidencia a favor del papel moderador de la sensibilidad a la ansiedad en la conducta de fumar (Zvolensky, Kotov, Bonn- Miller, Schmidt y Antipova, 2008). Se ha encontrado que ésta modera el efecto que produce la conducta de fumar sobre las variables específicamente relacionadas con el pánico pero no con el rasgo de ansiedad (Zvolensky, Kotov, Antipova y Schmidt, 2003), o que la interacción entre la sensibilidad a la ansiedad y la tasa de consumo de tabaco predice significativamente la activación ansiosa, la evitación agorafóbica y la ansiedad anticipatoria, lo que incrementa la vulnerabilidad a sufrir ataques de pánico (Leen-Feldner et al., 2007; McLeish, Zvolensky y Bucossi, 2007; McLeish, Zvolensky, Del Ben y Burke, 2009).

Una característica de las personas con trastorno de pánico es que presentan elevados niveles de sensibilidad a la ansiedad (Taylor, Koch y McNally, 1992). En un reciente estudio epidemiológico, se comparó a una muestra de fumadores y no fumadores (N=527), todos ellos diagnosticados de algún trastorno de ansiedad, y se encontró que los fumadores presentaban unos niveles superiores de sensibilidad a la ansiedad, evitación agorafóbica, estado de ánimo depresivo, afecto negativo y estrés, así como un mayor número de síntomas de ansiedad, hallándose las diferencias más acusadas en los casos de trastorno de pánico (Morissette, Brown, Kamholz y Gulliver, 2006). En la misma línea, Zvolensky, Forsyth, Fuse, Feldner y Leen-Feldner (2002) encontraron que los fumadores habituales de tabaco con una historia de ataques de pánico autoinformaron de una mayor sensibilidad a la ansiedad (preocupaciones relacionadas con incapacidad mental) y una hipervigilancia de sus sensaciones corporales en comparación con los no fumadores (con o sin historia de ataques de pánico). Desafortunadamente para este tipo de paciente, recientes investigaciones indican que los fumadores con una historia previa de ataques de pánico sufren reacciones de ansiedad más intensas cuando intentan abandonar el consumo, además de lograr un menor número de días de interrupción del consumo que otros fumadores sin dicha historia previa antes de sufrir una recaída (Zvolensky, Lejuez, Kahler y Brown, 2004). Y no sólo se considera un factor de riesgo en la aparición y mantenimiento de la conducta de fumar, sino que la sensibilidad a la ansiedad predice la intensidad de los síntomas de abstinencia durante la primera semana según los informes retrospectivos de fumadores en sus últimos intentos de interrupción del consumo, lo que parece indicar que la sensibilidad a la ansiedad puede también interferir en los intentos de deshabituación del tabaco (Zvolensky, Baker, et al., 2004). Además, parece ser que aquellos fumadores que padecen trastorno de pánico con agorafobia autoinforman de mayores niveles de ansiedad y malestar o malestar corporal, así como una recuperación más lenta, en respuesta a un ejercicio de hiperventilación voluntaria en comparación con el resto de fumadores, sin trastorno de pánico con agorafobia, o no fumadores (Zvolensky, Leen-Feldner et al., 2004). La tarea de hiperventilación voluntaria es una tarea físicamente activadora que se suele utilizar en el laboratorio y en la práctica clínica como método de inducción de síntomas de ansiedad para llevar a cabo la exposición a síntomas interoceptivos en pacientes con pánico (Cano-Vindel, Miguel- Tobal, González-Ordi y Iruarrizaga-Díez, 2007; Wood y Cano-Vindel, 2009).

Continuando con la evidencia a favor de la hipótesis de la tercera variable, algunos estudios han analizado el papel de la intolerancia al malestar (Marshall, Zvolensky, Vujanovic, Gregor et al., 2008) y otros han identificado el afecto negativo como una de las variables que moderan la relación entre el consumo de tabaco y los síntomas asociados al pánico (McLeish, Zvolensky, Marshall y Leyro, 2009). Específicamente, estos autores encontraron que mayores niveles de emocionalidad negativa estaban relacionados con una mayor activación fisiológica, una elevada sensibilidad a la ansiedad y menores niveles de salud autopercibida.

Continuando con esta tendencia a ampliar las posibilidades de esta tercera variable, podríamos considerar el propio rasgo de ansiedad, predictor también de trastornos de ansiedad, así como del inicio de consumo de tabaco. DiFranza et al. (2004) encontraron que los adolescentes que se inician en el consumo de tabaco presentan un rasgo de ansiedad mayor que los jóvenes que no fuman. Patton et al. (1998), tras estudiar durante tres años a una cohorte de más de 2000 jóvenes de 14-15 años, encontraron que tener más síntomas de ansiedad y depresión, junto con el tener compañeros que fuman, era un fuerte predictor del inicio de consumo de tabaco en adolescentes. A pesar de que muchos otros estudios indican que los fumadores tienen una ansiedad rasgo mayor que los no fumadores o los que fuman pocos cigarrillos (Becoña-Iglesias, 2003), otros autores que han estudiado la influencia que ejerce tanto el estado de ansiedad o rasgo de ansiedad sobre el consumo de tabaco, entre adultos que fuman regularmente, no han podido obtener datos concluyentes (para una revisión véase Morissette et al, 2007).

Otra emoción negativa que genera considerable interés a pesar de haber sido menos estudiada que la ansiedad en relación con el consumo de tabaco es la ira. Kerby, Brand y John (2003) hallaron una probabilidad 10 veces mayor de fumar tabaco en jóvenes con un estilo de expresión de la ira marcadamente externo. Jamner, Shapiro y Jarvik (1999), por su parte, señalan que la administración de parches de nicotina frente a la condición de placebo disminuyó la expresión de ira en participantes con alto rasgo de hostilidad, pero no tuvo efecto en los participantes con bajo rasgo de hostilidad.

Por último, el modelo cognitivo de la valoración (Lazarus y Folkman, 1984) también ha sido utilizado para explicar las relaciones existentes entre ansiedad o estrés y el consumo de drogas (para el caso específico de “dejar de fumar” véase Cano- Vindel et al., en prensa).

Fumar ayuda a los fumadores a afrontar los estados afectivos negativos (Niaura, Shadel, Britt y Abrams, 2002) y, paradójicamente, fumar también incrementa el estrés (Becoña-Iglesias, 2003). Los estudios experimentales parecen indicar que la nicotina produce tanto efectos ansiolíticos y antidepresivos como ansiógenos, dependiendo de la dosis, la vía de administración utilizada, las condiciones de evaluación y el tiempo transcurrido desde su administración (File, Kenny y Ouagazzal, 1998; Irvine, Cheeta y File, 1999; Picciotto, Brunzell y Caldarone, 2002). La nicotina, como otras drogas psicoestimulantes, incrementa la liberación de dopamina, lo que potencia las propiedades reforzadoras de la droga. Junto a estas propiedades reforzadoras primarias, la acción de la nicotina ejerce un mayor efecto en situaciones estresantes, lo que explicaría su mayor potencial adictivo en personas que se encuentran sometidas a altos niveles de estrés, o que se sienten ansiosas y/o deprimidas. Por ejemplo, cuando una persona se encuentra frecuentemente sometida a unas fuertes demandas durante un periodo prolongado de tiempo, además presenta un perfil de riesgo individual (e.g., altos niveles de sensibilidad a ansiedad, intolerancia al malestar, elevado afecto negativo, baja autoeficacia percibida, escasos recursos, etc.), y tiene un fácil acceso al consumo, muchas veces social, de sustancias psicoactivas (entre las cuales se encuentra el tabaco), corre un mayor riesgo de consumir y terminar desarrollando un trastorno por consumo de sustancias, que a su vez presenta una alta comorbilidad con algunos trastornos de ansiedad.

Parece ser que elevados niveles de ansiedad juegan un papel importante no sólo en el inicio sino también en el mantenimiento de conductas de consumo de diferentes sustancias (Echeburúa, Salaberría y Fernández-Montalvo, 1998), ya que dichos niveles de ansiedad variarán en función del aumento o disminución de los niveles de droga en sangre. Como se ha comentado anteriormente, la ansiedad juega un papel relevante en la necesidad de consumo, especialmente a partir de la adolescencia, dado que ciertas respuestas como el fumar pueden reducir el afecto negativo y facilitar la puesta en marcha de estrategias “artificiales” de afrontamiento ante diferentes situaciones amenazantes o estresantes. Dichas estrategias terminan resultando desadaptativas a largo plazo, ya que actúan como factores mantenedores del patrón de adicción. A medida que el consumo aumenta y se convierte en un hábito cotidiano para la persona, se pueden producir cambios neuroquímicos muy parecidos a las alteraciones endógenas propias de los trastornos de ansiedad.

Cuando se abandona la conducta de fumar con éxito, se observa una reducción en los niveles de ansiedad y estrés, relación que se incrementa con el tiempo de abstinencia (Becoña-Iglesias, 2003; McCabe et al., 2004; West y Hajek, 1997).Becoña, Vázquez y Míguez (2002) estudiaron la relación entre ansiedad y el éxito a la hora de dejar de fumar durante la aplicación de un tratamiento clínico de abandono del consumo de tabaco. Únicamente hallaron diferencias estadísticamente significativas (p<.05) en la medida de estado de ansiedad postratamiento entre el grupo de fumadores (n=160) y el grupo de personas que había logrado mantenerse abstinente (n=40). Ello sugiere que el estado de ansiedad puede ejercer una importante influencia en la tasas de éxito de los programas de deshabituación del tabaco.

 

Discusión y conclusiones

El consumo de tabaco, todavía altamente prevalente en nuestro país, no sólo está relacionado con el desarrollo de otros trastornos relacionados con la salud física, sino que también se encuentra estrechamente ligado al desarrollo de desórdenes mentales, especialmente trastornos de ansiedad, tal y como demuestra la literatura científica revisada en este trabajo. Los efectos perjudiciales que puede generar el consumo de tabaco a largo plazo para la salud física son ampliamente conocidos. Lamentablemente son menos conocidos los efectos adversos que puede tener sobre nuestra salud mental.

Hasta hace poco tiempo, los investigadores científicos han prestado relativamente poca atención a la relación existente entre tabaco y trastornos de ansiedad en comparación con la atención recibida a otros trastornos mentales que frecuentemente aparecen asociados al consumo de tabaco o a aquellos trastornos mentales que a menudo cursan con otras sustancias diferentes de la nicotina (Morissette et al., 2007; Zahradnik y Stewart, 2009). Sin embargo, el estrés, la ansiedad y los trastornos de ansiedad están fuertemente relacionados con el consumo de tabaco y dicha relación es muy compleja, por lo que se requieren más investigaciones, especialmente con diseños longitudinales, que hasta ahora son escasas.

Con respecto al tabaquismo, existen diversas teorías que intentan explicar los factores asociados al inicio y mantenimiento de dicho consumo. Existe un consenso básico acerca de que el tabaco se consume también en parte como una medida para aliviar el estrés y las respuestas emocionales negativas, como es el caso de la ansiedad (Leyro et al., 2009). No obstante, es igualmente sabido que estos efectos son temporales y que la nicotina produce activación fisiológica y adicción. La hipótesis de la tercera variable y el modelo cognitivo de la valoración parecen sustentarse en un mayor número de estudios científicos con resultados positivos que otras teorías que intentan dar cuenta de la comorbilidad entre los trastornos relacionados con sustancias y los trastornos de ansiedad. El inicio del consumo de tabaco depende de muchos factores sociales, económicos, o familiares (Goodwin et al., 2005), pero también depende de factores psicológicos, como el hecho de que es más probable que inicien antes el consumo los adolescentes más ansiosos (DiFranza et al., 2004). Una vez iniciado, el mantenimiento depende de factores sociales, biológicos y también psicológicos, como los procesos cognitivos de valoración y afrontamiento (Lazarus y Folkman, 1984), los sesgos cognitivos en el procesamiento de la información, el estrés, las emociones (ansiedad, ira, estado de ánimo deprimido, etc.), la sensibilidad a la ansiedad, la tolerancia al malestar, el aprendizaje, etc. Hemos visto que el estrés traumático producido por los atentados del 11-M en Madrid tuvo consecuencias directamente proporcionales para el desarrollo de trastornos de ansiedad (pánico, trastorno de estrés postraumático) y del estado de ánimo (Miguel-Tobal et al., 2006), así como aumento del consumo de tabaco (Iruarrizaga et al., 2004); pero al cabo de un año, remitían más fácilmente los trastornos de ansiedad y del estado de ánimo que el aumento del consumo de nicotina.

Hace más de una década que se viene encontrando evidencia que demuestra que el hecho de fumar diariamente incrementa el riesgo de sufrir por primera vez ataques de pánico e incluso trastorno de pánico (Breslau y Klein, 1999). Existen otros factores de riesgo para este trastorno de ansiedad (ser mujer, perfeccionista, síndrome premenstrual severo, edad, alta sensibilidad a la ansiedad, alto rasgo de ansiedad, sesgos cognitivos atencionales e interpretativos centrados en las sensaciones físicas, el estrés, la ocupación, etc.), pero los fumadores habituales de tabaco, en comparación con los no fumadores, tienen un mayor riesgo de responder de modo ansioso ante distintas sensaciones corporales y de desarrollar ataques de pánico, así como una sintomatología más grave del trastorno de pánico (Abrams et al., 2008; Breslau y Klein, 1999; Isensee, et al., 2003; Zvolensky et al., 2004; Zvolensky, Schmidt y McCreary, 2003).

También se ha revisado cómo a la hora de abandonar con éxito el consumo de tabaco no sólo influyen las propiedades adictivas de la nicotina, sino que cuentan también la valoración cognitiva de esta situación, la ansiedad que genera, la ira, la sensibilidad a la ansiedad, el estilo de afrontamiento, etc., de manera que tienen más éxito quienes sufren menos ansiedad (o la manejan mejor) y disminuye la ansiedad si se consigue abandonar este hábito tóxico (Covey et al., 1994; West y Hajek, 1997; Zvolensky, Baker et al., 2004; Zvolensky, Lejuez et al., 2004).

Dada la elevada comorbilidad entre el consumo de tabaco y ciertos trastornos de ansiedad (para una revisión véase Zvolensky, Feldner et al., 2005) y el papel moderador del estado de ansiedad y la sensibilidad a la ansiedad en el inicio, mantenimiento y abandono del consumo de tabaco, se hace necesario el desarrollo de nuevos y mejores tratamientos de deshabituación de esta sustancia, especialmente diseñados para aquellos fumadores con trastornos de ansiedad y otros desórdenes mentales como la depresión, o los trastornos de personalidad de modo que se puedan reducir la intensidad de los síntomas de abstinencia (Grau, Font-Mayolas, Gras-Pérez, Suñer y Noguera, 2007). Recientemente Zvolensky, Baker, et al. (2005) demostraron que ni siquiera el 30% de los psicólogos especializados en aplicar tratamientos específicos para los trastornos de ansiedad evaluaban el consumo de tabaco en sus pacientes y afirmaban no sentirse preparados para aplicar un tratamiento de deshabituación de la nicotina. La mayoría de los psicólogos clínicos suecos ha abandonado el consumo de tabaco, pues sólo un 8% fuma diariamente (Hjalmarson y Saloojee, 2005), sin embargo sólo un 1% propone a sus clientes abandonar el consumo de tabaco, a pesar de que el 72% considera que tal acción mejoraría su calidad de vida, pues el 75% piensa que no es su responsabilidad ayudarles y el 72% cree que no posee las herramientas suficientes para proporcionar la ayuda.

En España, estamos muy lejos de que el psicólogo abandone el consumo de tabaco, pese a ser una profesión sanitaria. El consumo elevado de tabaco en estudiantes de psicología en los últimos diez años (Míguez-Varela y Becoña-Iglesias, 2009) ha cambiado poco (22,8% - 35,2%), a pesar de que el 97,1% dice conocer la ley y el 41,9% afirme que le ha influido de alguna forma en su consumo. En una encuesta realizada sobre una muestra representativa de la población de psicólogos profesionales colegiados de nuestro país, se encontró que el 27,3% de los psicólogos fuma actualmente, el 59,3% de éstos lo ha intentado dejar sin éxito y el 72,6% de estos fumadores piensa que no tienen problema alguno de salud debido al consumo de tabaco. El 21,1% de los psicólogos informa que se fuma en su centro de trabajo, relacionado con la Psicología. También estamos lejos de tener una buena formación, pues sólo el 21,1% de los que trabajan en intervención han recibido formación específica sobre ello (Colegio Oficial de Psicólogos, 2009).

 

Referencias

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Dirección para correspondencia:
Dr. Antonio Cano-Vindel
Dpto. Psicología Básica II (Procesos Cognitivos)
Facultad de Psicología
Universidad Complutense de Madrid
Somosaguas, 28223 Madrid
E-mail: canovindel@psi.ucm.es

Manuscrito recibido: 05/10/2009
Revisión recibida: 20/10/2009
Manuscrito aceptado: 26/10/2009

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