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Psychosocial Intervention

versão On-line ISSN 2173-4712versão impressa ISSN 1132-0559

Psychosocial Intervention vol.22 no.1 Madrid Abr. 2013

https://dx.doi.org/10.5093/in2013a6 

VIOLENCIA EN LAS RELACIONES DA PAREJA / INTIMATE PARTNER VIOLENCIA

 

La violencia de pareja contra la mujer en España: Cuantificación y caracterización del problema, las víctimas, los agresores y el contexto social y profesional

Partner violence against women in Spain: Quantification and characterization of the problem, victims, aggressors, and the social and professional context

 

 

Susana Menéndez Álvarez-Dardet, Javier Pérez Padilla y Bárbara Lorence Lara

Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación, Universidad de Huelva, España

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

A partir de la revisión de algunos de los estudios y de las investigaciones que se han realizado en nuestro país en los últimos años, en este artículo se lleva a cabo una síntesis de los principales indicadores del fenómeno de los malos tratos a mujeres a manos de sus parejas o ex-parejas en España en cuanto a su frecuencia, prevalencia y desarrollo. Asimismo, se revisan las principales características de los protagonistas de este grave problema social: las víctimas (directas e indirectas), los agresores y el contexto social y profesional en el que tiene lugar este fenómeno. La revisión efectuada permite concluir que la violencia de pareja que sufren las mujeres constituye un grave problema social que afecta a un colectivo importante de personas en nuestro país y que se trata de un fenómeno muy heterogéneo y universal sobre todo en cuanto al perfil de las víctimas. No obstante, las evidencias disponibles reflejan un perfil más homogéneo respecto al curso y desarrollo de los episodios violentos. Vistos en su conjunto, los indicadores disponibles sobre los malos tratos a mujeres en España invitan a poner en duda y rebatir muchos de los prejuicios que existen respecto a este problema.

Palabras clave: Revisión teórica. Violencia en la pareja. Mujeres maltratadas. Hombres maltratadores. Profesionales


ABSTRACT

After a literature review of recent studies on partner violence against women in Spain, this paper describes the central indicators of frequency, prevalence and course of domestic abuse. The main characteristics of battered women, their children, the male aggressors, and the social and professional context in which these actions take place are summarized. Partner violence against women in Spain appears to be a serious social problem affecting a significant number of people. It is also a very heterogeneous and widespread phenomenon particularly with respect to female victims' characteristics. However, studies offer a more homogenous profile of the course of domestic violence against women. As a whole, available indicators of domestic violence against women in Spain led us to cast some doubt and refute many of the prejudices about this subject.

Keywords: Theoretical review. Partner violence. Battered women. Male aggressors. Professionals


 

 

El fenómeno de los malos tratos que sufren las mujeres en sus relaciones de pareja constituye un problema muy grave que, afortunadamente, genera en nuestro país cada vez más alarma social y más actuaciones legales y profesionales para hacerle frente. Las situaciones en las que, con diverso grado de intensidad, la mujer es víctima de abuso psicológico, físico y/o sexual por parte de su pareja o expareja con toda probabilidad han existido siempre, pero el reconocimiento de que estas situaciones suponen un atentado contra los derechos más elementales, y que se trata de un problema personal, familiar y social de primer orden, es hasta cierto punto reciente dado que no aparece reflejado como tal en la legislación de diversos países hasta la segunda mitad del siglo XX (Lila, 2010; Medina, 2002; Novo y Seijo, 2009). También se sitúa en las dos últimas décadas del siglo pasado el interés científico por analizar y comprender este fenómeno, así como las primeras declaraciones y directrices de organismos internacionales y la articulación y puesta en marcha de medidas legales y profesionales para hacerle frente (Lila, 2010).

El reconocimiento de que para abordar este problema es preciso desencadenar actuaciones y recursos por parte de los diversos profesionales implicados (en ámbitos tan dispares como el social, el sanitario, el legal o el policial) lleva de la mano, entre otras cosas, la necesidad de disponer de información sobre este fenómeno, cuál es su incidencia y qué características presenta en un entorno cultural determinado (Medina, 2002). En este sentido, y como ha sucedido en otros contextos, en España se han desarrollado en los últimos años distintos estudios e investigaciones encaminados a analizar los malos tratos a mujeres a manos de sus parejas. El objetivo de este trabajo es ofrecer una síntesis de los resultados que aportan algunos de estos trabajos. En concreto nos proponemos tratar de cuantificar el problema en nuestro país y describir cuáles son las principales características que rodean a la situación y a las personas implicadas. Para ello hemos consultado distintas fuentes de información que suponen abordajes muy diversos en cuanto a la metodología empleada y, por tanto, también en cuanto al alcance de sus resultados. A pesar de esta diversidad, estos estudios e investigaciones permiten extraer algunas conclusiones que nos parecen interesantes para disponer de una visión de conjunto del problema que permita, entre otras cosas, dejar atrás algunos de los numerosos prejuicios e ideas preconcebidas que existen al respecto.

Comenzaremos describiendo los tipos de fuentes de información que, en nuestro país, ofrecen datos sobre la incidencia y las características de los malos tratos a mujeres por parte de sus parejas para, a continuación, resumir y sintetizar los principales resultados que ofrecen las que hemos consultado para elaborar este trabajo. Esta síntesis se organiza en dos ejes diferenciados. En primer lugar se resumen los principales indicadores respecto al fenómeno en sí, con el propósito no solo de cuantificarlo sino también de describirlo en cuanto a su curso y desarrollo; a continuación se expone la información sobre los diversos protagonistas implicados en este problema: las víctimas (directas e indirectas), los agresores y el contexto social y profesional. Aunque a lo largo del trabajo iremos realizando una lectura integrada de los datos ofrecidos, el artículo finaliza con las principales conclusiones generales que, en nuestra opinión, se pueden extraer de la revisión efectuada.

 

Las fuentes de información

Como se acaba de señalar, en España se han llevado a cabo en los últimos años estudios de diverso tipo con objeto de conocer mejor los malos tratos que sufren las mujeres a manos de sus parejas o ex-parejas. Conviene comenzar apuntando que todos ellos tienen carácter parcial, en parte por la complejidad del fenómeno pero, muy especialmente, por la dificultad de acceder globalmente al mismo: no disponemos de ninguna fuente de información que permita aproximarse a la realidad de todas o de casi todas las mujeres y las familias que sufren este problema. Como otros fenómenos relacionados con la violencia familiar, el maltrato a mujeres en sus relaciones de pareja responde a lo que acertadamente ha venido a describirse con la metáfora del iceberg (Gracia, 2002, 2003, 2009), de acuerdo con la cual lo que se sabe de este problema es solo una (probablemente mínima) parte de la realidad: la información disponible permite conocer lo que le sucede solo a una parte de las mujeres maltratadas, las que denuncian su situación o bien las que son conscientes de ella y acuden a diversos dispositivos de apoyo y ayuda, pero existe un (probablemente amplio) colectivo de víctimas invisibles cuya situación y realidad permanece oculta, por circunstancias particulares de estas mujeres y/o por la pasividad y la tolerancia de su entorno más cercano.

Aunque parcial, desde nuestro punto de vista la información disponible es valiosa porque aporta claves que resultan muy útiles para disponer de al menos una parte del retrato de la violencia que se ejerce contra las mujeres en la relación de pareja; además, algunas de las evidencias disponibles (muy especialmente las relacionadas con el curso y el desarrollo de los malos tratos) pueden resultar de interés en relación con la invisibilidad que rodea a muchas situaciones de violencia y, sobre todo, con la demora con la que éstas dejan de ser invisibles. En términos generales, las fuentes de información que existen en España sobre este problema son las siguientes:

  • Datos nacionales, a partir de los informes de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado sobre el número anual de muertes y de denuncias por violencia de género (entendida como la ejercida contra una mujer por parte de su pareja o análogo). El Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad ofrece una explotación periódica de estos datos a través del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer.

  • Macroencuestas periódicas nacionales sobre violencia género, realizadas en España desde 1999. Inicialmente desarrolladas por el Instituto de la Mujer (1999, 2002 y 2006) y en 2011 bajo la responsabilidad del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer, se trata de estudios de amplio espectro, efectuados mediante entrevistas telefónicas (1999, 2002 y 2006) o presenciales (2011) y a partir de muestreos representativos de la población. Por tanto, en estas macroencuestas no se parte del colectivo específico de mujeres que denuncian su situación, sino que se realizan extrapolaciones a partir de los casos detectados en muestras seleccionadas mediante criterios estadísticos y cuyos resultados pueden extenderse, con un cierto margen de error, a toda la población. Fontanil et al. (2005) han efectuado un análisis de estas características específicamente en el Principado de Asturias.

  • Estudios e investigaciones realizados con mujeres maltratadas que son atendidas en centros de apoyo y ayuda específicos para este colectivo o bien en dispositivos más generales de protección social. Al trabajar con muestras reducidas con las que es factible un contacto pormenorizado, estos estudios aportan información más detallada sobre estas mujeres (entre otros Amor, Echeburúa, Corral, Zubizarreta y Sarasua, 2002; Bosch y Ferrer, 2003; Del Río, Megías y Expósito, 2013; Echeburúa, Amor y Corral, 2002; Fontanil et al., 2002; Labrador, Fernández-Velasco y Rincón, 2010; Matud, 2004, 2007; Patró, Corbalán y Limiñana, 2007; Sánchez, 2009; Sarasua, Zubizarreta, Echeburúa y Corral, 2007; Valor-Segura, Expósito y Moya, 2009) y, en ocasiones, sobre sus agresores (Ferrer y Bosch, 2005), sus hijos e hijas (Corbalán y Patró, 2003, cit. en Patró y Limiñana, 2005; Matud, 2007) o su entorno social (Matud, Aguilera, Marrero, Moraza y Carballeira, 2003).

  • Estudios e investigaciones realizados con agresores condenados por violencia de género que cumplen condena en prisión y/o que reciben intervenciones reeducativas al amparo de la actual legislación (por ejemplo Arce y Fariña, 2010; Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2009; Echeburúa, Sarasua, Zubizarreta y Corral, 2009; Expósito y Ruíz, 2009, 2010; Fernández-Montalvo y Echeburúa, 2008; Lila, 2009; Lila, Gracia y Herrero, 2004; Lila, Herrero y Gracia, 2008).

  • Estudios e investigaciones a partir de información aportada por los profesionales (habitualmente miembros de la policía y personal sanitario) que trabajan con las mujeres maltratadas por sus parejas o bien con sus agresores (Blanco, Ruíz, García y Martín, 2004; Cano et al., 2010; Echeburúa, Fernández-Montalvo y Corral, 2008; Gracia, García y Lila, 2011; Lila, Gracia y García, 2010, 2012).

Se trata por tanto de fuentes de información muy diversas y que permiten acceder a datos muy variados e interesantes que merece la pena revisar. No obstante, estos estudios e investigaciones presentan algunas limitaciones importantes que hay que tener en cuenta a la hora de considerar la información que ofrecen. En nuestra opinión, estas limitaciones tienen que ver en primer lugar con la conceptualización de los malos tratos a mujeres y cómo ésta se traduce a nivel metodológico, de manera que las fuentes de información no siempre coinciden ni en qué tipo o tipos de violencia toman en consideración ni en la definición o definiciones operativas de los mismos o en las técnicas y procedimientos utilizados para evaluarlos. Además, la información aportada se puede referir solo a los casos detectados -es decir, a la punta del iceberg a la que hace referencia Gracia (2002, 2003, 2009)-, o bien solo a las características del fenómeno en sus últimas fases (una vez que la víctima ha denunciado su problema o bien ha solicitado ayuda en un centro, con o sin denuncia) pero no en el curso y desarrollo del mismo (cuando aún no se han dado los pasos para terminar con la situación). Asimismo, en muchos casos algunas características del procedimiento elegido para acceder a la muestra y/o llevar a cabo el trabajo de campo pueden introducir sesgos importantes. Así, las entrevistas telefónicas hacen posible trabajar con muestras amplias pero no permiten acceder de manera pormenorizada a la información (especialmente a la menos descriptiva) y cuando ésta la ofrece la propia víctima puede aportar una perspectiva parcial o sesgada del fenómeno, especialmente cuando se entrevista a mujeres maltratadas sin tener en cuenta la fase del proceso en la que se encuentran, más o menos cercana a la toma de conciencia y la ruptura iniciales o bien, pasado un tiempo, en una etapa de superación del problema en la que la perspectiva sobre el mismo (y por tanto la información que se ofrece) puede ser distinta. Las mismas reflexiones se pueden plantear cuando la fuente de información no son las propias víctimas sino los profesionales que trabajan con ellas desde diversos dispositivos de protección social. Finalmente, de manera directa es muy poco lo que se sabe de los agresores y, especialmente, de las víctimas indirectas de este problema, los hijos y las hijas.

A pesar de las limitaciones que acabamos de plantear, y las consiguientes precauciones con las que deben considerarse los datos disponibles, creemos que los estudios e investigaciones realizados en los últimos años en nuestro país ofrecen una información valiosa e interesante, ya que pueden aportar bastantes claves sobre el fenómeno de los malos tratos a mujeres por parte de sus parejas, más allá de los estereotipos al respecto o del análisis de casos puntuales y aislados. A continuación se ofrece una síntesis de los principales resultados de estos estudios.

 

La incidencia de los malos tratos a mujeres a manos de sus parejas o ex-parejas

La respuesta a la pregunta de cuántas mujeres son víctimas de malos tratos infringidos por sus parejas o ex-parejas en España tiene que ser necesariamente muy cautelosa, teniendo en cuenta las reflexiones que se acaban de hacer a propósito del carácter parcial de las estimaciones existentes. No obstante disponemos de algunos indicadores que, aunque parciales, han sido obtenidos mediante procedimientos metodológicamente bastante sólidos y que, por tanto, conviene tomar en consideración a la hora de intentar cuantificar la incidencia de este problema en nuestro país. A este respecto, Novo y Seijo (2009) diferencian entre indicadores judiciales y epidemiológicos de violencia de pareja contra las mujeres. Los primeros constituyen una aproximación a la realidad detectada del problema, básicamente a partir de los estudios realizados con víctimas atendidas en diversos dispositivos de protección, y ofrecen un retrato de la punta del iceberg a la que se refiere Gracia (2002, 2003, 2009). Aunque son de indudable interés y realizan un acercamiento bastante pormenorizado al problema, como señala este mismo autor conviene tener en cuenta que estos indicadores aportan información solo sobre las situaciones más extremas, graves, intensas y/o prolongadas en el tiempo. Los indicadores epidemiológicos más potentes provienen de encuestas sociales efectuadas con muestras grandes, seleccionadas entre la población general y representativas de esta, dentro de las cuales se identifican situaciones de malos tratos con independencia de que dicha situación se haya denunciado. Aunque el acercamiento que en estas encuestas se lleva a cabo es necesariamente menos pormenorizado (por ejemplo, no se utilizan instrumentos estandarizados que permitan examinar dimensiones de naturaleza psicosocial), su gran ventaja es que permiten ir más allá de la punta del iceberg y ofrecen datos interesantes sobre un rango más diverso de situaciones. A continuación se exponen los resultados más recientes sobre la violencia de pareja contra la mujer en España, organizados en función de ambos tipos de indicadores.

La punta del iceberg: Incidencia a partir de indicadores judiciales

De acuerdo con los datos facilitados por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad a través del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer (2011, 2012), el número de denuncias1 registradas anualmente en nuestro país por violencia de género se ha incrementado progresivamente desde 47.165 en 20022 hasta 126.293 en 2007 y 134.002 en 2011; durante el primer semestre de 2012 (último dato disponible en el momento de redactar este trabajo) se interpusieron en España 63.599 denuncias. Como señalan diversos autores (Labrador, Rincón, De Luís y Fernández-Velasco, 2004; Medina, 2002), no parece que estas cifras deban interpretarse como reflejo de un aumento de la incidencia de este problema, pues no disponemos de ninguna evidencia que haga pensar que existen cada vez más situaciones de violencia contra las mujeres en sus relaciones de pareja. Sin embargo lo que sí está aumentando es la concienciación social respecto a este problema y su visibilidad, al tiempo que, en los últimos años, se han producido en nuestro país cambios sustanciales en el marco legal y en la cobertura que éste ofrece a las medidas y recursos con los que la administración responde a este problema y estos cambios pueden estar con toda probabilidad favoreciendo que, cada vez en mayor medida, se denuncien este tipo de situaciones.

Las fuentes de información a las que se acaba de hacer referencia también ofrecen datos sobre el resultado más dramático y extremo de la violencia contra las mujeres por parte de sus parejas o ex-parejas: el número de muertes que tienen lugar anualmente en España como consecuencia de estas situaciones (para un análisis de los feminicidos en España y en otros países, véase Sanmartín, Iborra, García y Martínez, 2010). Desde el 1 de enero de 2003 hasta el 31 de diciembre de 2011 un total de 606 mujeres fueron asesinadas por sus parejas en nuestro país y los datos de 2012 (revisados en diciembre) arrojan una cifra de 45 fallecimientos.

Más allá de la punta del iceberg: Incidencia a partir de indicadores epidemiológicos

Las encuestas sobre violencia contra la mujer surgieron a finales de los años 90 como una vía para intentar estimar los casos que no se denuncian y, por tanto, no quedan recogidos en las estadísticas oficiales (Fontanil et al., 2005; Medina, 2002). Como ya se ha señalado, en estas encuestas se selecciona (mediante procedimientos estadísticos) una muestra amplia y representativa de la población, de manera que los indicadores encontrados en dicha muestra acerca de los malos tratos a mujeres pueden considerarse un reflejo bastante aproximado de estos mismos indicadores a nivel poblacional. En España, la fuente más potente de datos al respecto es la serie de macro-encuestas periódicas que se han realizado desde 1999 y hasta 2011a la que ya hemos hecho referencia. En los resultados de estos trabajos se diferencia entre dos tipos de indicadores: el maltrato declarado (mujeres que manifiestan haber sufrido violencia a manos de su pareja o ex-pareja) y el maltrato técnico (establecido, con independencia de que la mujer se considere o no como víctima de malos tratos, a partir de sus respuestas sobre la ocurrencia de un listado de situaciones que incluyen comportamientos abusivos por parte de la pareja o la ex-pareja). Este segundo indicador no se ha tomado en consideración en la IV Macroencuesta, aunque merece la pena destacar que, según los resultados de la III, en el año 2006 el porcentaje de mujeres a las que se podía considerar técnicamente como maltratadas era de un 9.6%. A continuación se ofrece una síntesis de los principales resultados relativos al maltrato declarado.

De acuerdo con los resultados de la IV Macroencuesta de Violencia de Género, en el año 2011 el 10.9% de las mujeres mayores de 18 años en España manifestaba haber sido víctima de malos tratos por parte de su pareja o ex-pareja en algún momento de su vida. La entrevista realizada para obtener estos datos plantea si el maltrato continúa produciéndose en la actualidad o bien la mujer ha conseguido salir de la situación y no ha sufrido malos tratos en el último año. Los resultados obtenidos en el año 2011 revelan que el 7.9% de las mujeres entrevistadas han sido víctimas de abuso por parte de su pareja o ex-pareja en algún momento de su vida pero no en el último año y que en un 3% de los casos el problema persiste. Teniendo en cuenta los datos del Padrón Municipal de ese año, la extrapolación de estos resultados revela que en España 2.154.706 mujeres mayores de edad han sufrido maltrato a manos de su pareja o ex-pareja en algún momento de su vida y que 593.038 de ellas continúan siendo víctimas de esta situación.

La comparación de los principales resultados de esta macroencuesta con las tres que se han realizado previamente en nuestro país (ver tabla 1) debe interpretarse con cautela dado que existen algunas diferencias en el procedimiento seguido para obtener los datos, pero merece la pena tomar en consideración conjuntamente las cuatro macroencuestas porque ofrecen una información muy valiosa sobre la evolución reciente de este problema de la que se pueden extraer algunas conclusiones interesantes. La primera de ellas es el notable aumento que se ha producido en el porcentaje de mujeres que se declaran víctimas de malos tratos en sus relaciones de pareja, especialmente entre 2006 y 2011. Sin duda este incremento puede estar en parte relacionado con la diferencia ya señalada en cuanto al sistema para efectuar las entrevistas (telefónicas hasta 2006 y presenciales en 2011), pero también es un reflejo de cómo está evolucionando este problema en los últimos años en nuestro país en cuanto a su mayor visibilidad y a los cambios en el soporte legal y administrativo con el que se le hace frente. En línea con estas reflexiones, y como también queda reflejado en la tabla 1, durante los últimos años se viene produciendo un incremento importante en el número de mujeres que, habiendo sido víctimas de malos tratos en sus relaciones de pareja en algún momento de su vida, han conseguido salir de la situación. Así (ver figura 1), el porcentaje de víctimas de malos tratos que ya no sufre este problema ha pasado de 56.9% en 1999 a 72.5% en 2011.

 

 

 

 

Existen algunos estudios llevados a cabo con una metodología similar pero en un ámbito geográfico más restringido. En concreto Fontanil y colaboradores (2005), a partir de un muestreo estratificado según la zona de residencia, entrevistaron a 421 mujeres mayores de edad residentes en Asturias y encontraron que el 20.2% de ellas había sufrido malos tratos en algún momento de sus vidas, mientras que un 6.2% se había enfrentado a este problema en el último año. Con toda probabilidad, parte de la diferencia entre estos resultados y los que se acaban de resumir está relacionada con las características metodológicas de ambos estudios, especialmente en cuanto a la conceptualización de los malos tratos y la definición operativa que en ambos casos se ha utilizado.

En cuanto al tipo de maltrato, a pesar de las diferencias metodológicas a las que ya se ha hecho referencia, los estudios consultados son bastante coincidentes al informar de la combinación de abuso físico y psicológico como la modalidad más frecuente de malos tratos, en porcentajes que oscilan entre el 46% y el 88.7% (Amor et al., 2002; Bosch y Ferrer, 2003; Echeburúa et al., 2008; Ferrer y Bosch, 2005; Fontanil et al., 2002; Labrador et al., 2010; Matud, 2004, 2007; Matud et al., 2003; Sarasua et al., 2007). En el trabajo de Sarasua et al. (2007), en el que se compara la situación sufrida por mujeres de más y de menos de 30 años, se informa acerca de una mayor incidencia del abuso físico entre las víctimas más jóvenes. Por otro lado, en torno a un 10-30% de las mujeres maltratadas han sufrido abuso sexual (Bosch y Ferrer, 2003; Echeburúa et al., 2008; Ferrer y Bosch, 2005; Labrador et al., 2010; Sarasua et al., 2007), aunque en algunos estudios se encuentra una incidencia algo más elevada, en concreto un 38-41% (Fontanil et al., 2002; Matud, 2004, 2007).

 

La aparición y el curso de la violencia

Las agresiones de diverso tipo que sufre la mujer a manos de su pareja tienen, al menos de acuerdo con la práctica totalidad de los indicadores judiciales y epidemiológicos disponibles (cfr. Novo y Seijo, 2009), unos rasgos bastante llamativos en cuanto a su aparición y su curso y desarrollo. En primer lugar, llama la atención que los episodios de malos tratos tengan por término medio un inicio muy precoz dentro de la relación de pareja. Así, en la mayor parte de los casos el maltrato comienza en torno al primer año de convivencia, como por ejemplo le sucedió al 53% de las mujeres entrevistadas por Amor et al. (2002) o al 37.9% de las del estudio de Bosch y Ferrer (2003). En la misma línea, hay que destacar los porcentajes de casos en los que los episodios violentos se sitúan ya durante el noviazgo y que oscilan entre el 18% y el 31% de las muestras de diversos estudios (Amor et al., 2002; Bosch y Ferrer, 2003; Fontanil et al., 2002, 2005). Por su parte, Matud (2004) informa de que el 50% de las mujeres que participaron en su estudio fueron víctimas de malos tratos antes de los 23 años y el 25% antes de los 19 años.

Además de por su precocidad, los malos tratos a mujeres por parte de la pareja se caracterizan por ser un fenómeno que, una vez que comienza, tiende a prolongarse en el tiempo. De hecho, el periodo transcurrido entre el inicio de la violencia y el final de la situación oscila en torno a una media de 10-14 años (Amor et al., 2002; Bosch y Ferrer, 2003; Fontanil et al., 2002; Matud, 2004), aunque en algún estudio se encuentra una duración algo menor, en concreto una media de siete años (Labrador et al., 2010). Hay que destacar que tras estas medias existe una importante diversidad, de manera que las desviaciones tipo aportadas en las investigaciones consultadas suelen rozar los 10 años, con mínimos y máximos de un mes y 50 años respectivamente.

A pesar de esta diversidad, lo más habitual es que la mujer no reaccione de manera radical y tajante desde los primeros episodios de malos tratos y tienda a soportar la situación durante un tiempo variable que, como veremos, con frecuencia es bastante prolongado. Entre las razones que habitualmente ofrecen los especialistas en el tema para explicar esta aparente paradoja destaca, de una parte, la dependencia económica o bien emocional del agresor (por ejemplo Echeburúa, 2007; Echeburúa et al., 2002, 2008; Fontanil et al., 2002; Labrador et al., 2004, 2010; Valor-Segura et al., 2009). Así, y aunque muchas de ellas eran activas laboralmente, un 38% de las mujeres víctimas de malos tratos que participaron en el estudio de Labrador et al. (2010) dependía económicamente de su pareja, circunstancia esta que también se ha detectado en otros trabajos (e.g., Echeburúa et al., 2002, 2008). Según los resultados de Fontanil et al. (2002), obtenidos con una muestra de mujeres que solicitaron ayuda en centros de apoyo, la evolución de los malos tratos lleva de la mano una progresiva reducción de la actividad laboral de la mujer: el 74.2% de las que participaron en su estudio había trabajado en algún momento de su vida; en la época en la que se iniciaron los abusos este porcentaje se había reducido al 43.3% y al efectuar la entrevista trabajaba el 32.2%. Además de la dependencia del agresor, y como acertadamente destacan Matud (2004) y Matud, Gutiérrez y Padilla (2004), es importante no perder de vista que la toma de conciencia de la situación de malos tratos y la decisión de que ésta debe finalizar (con los dolorosos pasos y decisiones correspondientes) no son un hecho puntual o aislado sino un proceso, habitualmente largo, en el que las víctimas pasan por diversas fases antes de tomar conciencia real de la situación y decidir romper con la misma. A lo largo de esta compleja transición (que no solo es personal sino también familiar y en cierta medida social) se alternan sentimientos de negación, sufrimiento, culpabilización, miedo y/o vergüenza, con esperanzas de solución pues, como señalan diversos autores (Labrador et al., 2004; Medina, 2002), durante el proceso la mayor parte de estas mujeres en realidad no quieren que termine la relación sino los abusos que en ella se producen.

Con toda probabilidad estas reflexiones ayudan a entender por qué un porcentaje no mayoritario pero sí importante de mujeres víctimas de malos tratos denuncia a su pareja en algún momento de este proceso aunque, finalmente, opta por retirar dicha denuncia y continuar con la relación. Los resultados de la IV Macroencuesta de Violencia de Género revelan que en un 44% de los casos se interpuso una denuncia desde el primer episodio de violencia y que en un 27.4% de las ocasiones la situación de abuso se denunció en algún momento del proceso antes de romper con la misma; sin embargo, según esta misma fuente aproximadamente una de cada cuatro mujeres (25.2%) acabó retirando la denuncia, fundamentalmente (88.7% de las ocasiones) porque esperaban que la situación cambiara. En otros estudios con muestras más reducidas se informa de resultados que van en la misma dirección (Amor et al., 2002; Bosch y Ferrer, 2003; Echeburúa et al., 2008) y, en concreto, se aportan evidencias de una tendencia relevante por parte de las víctimas en cuanto a minimizar las agresiones durante el proceso: el 23.7% de las mujeres que colaboraron en el trabajo de Echeburúa et al. (2008) manifestó que a lo largo del periodo durante el cual tuvieron lugar los malos tratos solían quitarle importancia a los mismos. Conviene resaltar que, según Sarasua et al. (2007), las víctimas más jóvenes tienden, de manera significativa, a denunciar más que las mujeres maltratadas de más de 30 años, circunstancia esta que con toda probabilidad refleja un paulatino (aunque lento) cambio en la imagen y la percepción que se tiene de este tipo de situaciones entre las generaciones más jóvenes.

Este complejo y prolongado proceso de toma de conciencia de la situación al que nos estamos refiriendo se ve, además, dificultado por las repercusiones psicológicas que los malos tratos tienen en la salud y la integridad psicológica de la víctima (a las que se hará referencia más adelante y que incluyen problemas relacionados con el estrés, la ansiedad, la depresión o la autoestima), que ciertamente no ayudan a que la mujer se enfrente a este problema y que pueden ser calificadas como un obstáculo adicional de cara a dar el paso de romper con la situación (Echeburúa, 2007; Echeburúa et al., 2002, 2008; Labrador et al., 2004; Matud, 2004; Matud et al., 2004; Medina, 2002; Patró et al., 2007). Finalmente, en la cronificación de los malos tratos a mujeres sin duda juega un papel relevante el miedo de éstas a sufrir una segunda victimización a nivel jurídico-penal o, incluso, social y familiar (Sarasua et al., 2007).

En línea con esta última reflexión, merece la pena mencionar específicamente al papel jugado (o no) por el entorno social de las víctimas. A pesar de que la mayoría de las mujeres maltratadas dicen disponer de buenos niveles de apoyo social y familiar (e.g., Labrador et al., 2010; Matud et al., 2003; Sarasua et al., 2007), lo cierto es que algunos indicadores diferentes a la percepción subjetiva de las víctimas apuntan hacia que el contexto más cercano de estas mujeres en muchos casos no funciona como sería deseable, circunstancia que Gracia (2002, 2003, 2009) califica de manera contundente como tolerancia y pasividad social hacia este grave problema. Como afirma este autor, a pesar de que los malos tratos a mujeres tienen lugar en un contexto y en una relación privados e íntimos, no parece razonable asumir que nadie del entorno más cercano a las víctimas se dé cuenta de lo que está sucediendo, de manera que la conclusión más plausible es que, por diversas razones (justificación del problema, culpabilización parcial de la mujer, incredulidad, recelo a la hora de "inmiscuirse en la vida de los demás", miedo a las posibles consecuencias, etc.), en demasiados casos los familiares y/o amigos de las víctimas se inhiben ante este grave problema. Algunos de los resultados obtenidos en el trabajo de Bosch y Ferrer (2003) ejemplifican bien estas reflexiones. Así, el 45% de las mujeres que participaron en este estudio afirmaba que, tras el primer episodio de malos tratos, alguien de su entorno cercano se dio cuenta del problema (junto a un 9.9% que no lo sabía o no estaba seguro) y un 32.4% de hecho se lo dijo a alguna persona; sin embargo, en este mismo estudio la duración media de los malos tratos ascendía a 12.25 años y el 36.1% de las mujeres había sufrido abusos durante al menos cinco años. Por su parte, solo un 15.9% de las víctimas entrevistadas por Fontanil et al. (2002) habían buscado ayuda en su red familiar para salir de los malos tratos. No cabe duda de que a este respecto se están produciendo en nuestro país cambios muy relevantes en cuanto a una creciente sensibilización social, pero también parece evidente que, a un nivel más práctico y concreto, aún queda bastante camino por recorrer.

Por tanto, la violencia hacia la mujer en la relación de pareja aparece por término medio desde bastante pronto y suele prolongarse en el tiempo, en muchas ocasiones a pesar de los intentos de algunas víctimas por salir de la situación. Además, las evidencias disponibles señalan que los malos tratos tienden a crecer en frecuencia e intensidad adoptando, en la mayor parte de los casos, un perfil de evolución bastante característico que Walker (1984) ha caracterizado como un ciclo de violencia, en el que los episodios de malos tratos aparecen tras etapas de calma aparente en las que se acumula la tensión y se alternan con fases de arrepentimiento que, con toda probabilidad, explican en gran medida las esperanzas de cambio y/o las retiradas de denuncia a las que antes se ha hecho referencia. Con el paso del tiempo el maltrato es cada vez más intenso y frecuente y las fases de acumulación de tensión y de arrepentimiento se acortan (Labrador et al., 2004; Matud et al., 2004; Medina, 2002). De nuevo los resultados del estudio de Bosch y Ferrer (2003) pueden servir como ejemplo. Como puede apreciarse en la tabla 2, de acuerdo con los resultados de este trabajo, tras la primera situación violenta el siguiente episodio de malos tratos tuvo lugar antes de un mes (64.1% de los casos), con una frecuencia diaria/semanal (37.3%) o mensual (35.9%) y con más frecuencia e intensidad (48.6%) pero en un 26.8% de los casos con épocas intermedias de calma y normalidad. En un sentido similar apuntan los resultados de Fontanil et al. (2002) o de Echeburúa et al. (2008). En concreto, estos últimos revelan que un 41.6% de las mujeres refieren, como resumen del proceso desde sus inicios, un aumento progresivo en el clima de tensión y en la frecuencia de incidentes violentos antes de interponer la denuncia.

 

 

Por otro lado, desafortunadamente no parece que tras este complejo proceso de toma de conciencia la decisión final de romper con la relación implique necesariamente el final de la violencia. Así lo indican los resultados de diversos estudios, en los que existe un porcentaje importante de víctimas que informan de la continuidad de los episodios de malos tratos una vez finalizada la convivencia con el agresor, como le había sucedido o bien le seguía pasando al 11% de las mujeres que colaboraron en el trabajo de Fontanil et al. (2005), al 27.4% de las que participaron en el estudio de Matud (2004), o al 40% de la muestra de Patró et al. (2007); en otros trabajos se informa de indicadores similares (Amor et al., 2002; Echeburúa et al., 2008; Labrador et al., 2010). En concreto, las situaciones de violencia más grave (entendiendo por tal las que implican el asesinato de la mujer o bien las que ponen en peligro su vida) se dan sobre todo durante el proceso de separación o tras esta, particularmente cuando el agresor no acepta la ruptura y la percibe como impuesta por la víctima (Echeburúa et al., 2008).

A este respecto resulta sorprendente que, además de por retirar denuncias previas, muchas (aunque de nuevo afortunadamente no la mayoría) de las víctimas de malos tratos también se caractericen por otra circunstancia desde luego muy paradójica que, en cualquier caso, ilustra lo compleja que resulta la toma de conciencia real de su problema: continuar conviviendo con el agresor después de denunciar los malos tratos o bien solicitar ayuda y apoyo en centros y asociaciones para mujeres maltratadas. En esta situación se encontraba el 17% de las víctimas del estudio de Matud (2004), el 29% de Lila (2009) y de Fontanil et al. (2002), el 34% de Labrador et al. (2010) o el 41.25% de Fontanil et al. (2005). De nuevo los resultados de Sarasua et al. (2007) muestran que esta tendencia es significativamente menos frecuente en las víctimas más jóvenes, lo cual pone de manifiesto cierta tendencia de cambio generacional respecto a este problema.

En síntesis, tomadas en su conjunto, las evidencias consultadas indican que, por término medio, el maltrato sufrido por las mujeres en su relación de pareja aparece bastante pronto, no es un fenómeno puntual o aislado que responda a determinantes externos y que desaparezca con ellos sino que, más bien, tiende a aumentar en frecuencia e intensidad con el paso del tiempo y que las estrategias utilizadas por muchas de las víctimas (minimizar la situación, esperar que no se repita, retirar la denuncia una vez interpuesta...) no suelen ser útiles. La desorientación y el sufrimiento de las mujeres que sufren este problema se combinan con las repercusiones que la violencia tiene en su integridad y sus recursos psicológicos de afrontamiento (a los que se hará referencia a continuación) y con la falta de respuesta inmediata de su entorno más próximo que, como hemos visto, con frecuencia es consciente del problema. De cara al agresor el resultado de todo ello parece funcionar, como han señalado algunos autores (Labrador et al., 2004; Matud et al. 2004; Medina, 2002), como un reforzador del ciclo de violencia, de manera que a los episodios de abuso le siguen respuestas de inhibición o bien de retirada de denuncias y mantenimiento de la situación, que sostienen y fortalecen la agresividad (en sus diferentes formas) como método de relación interpersonal. En este ciclo de reforzamiento de la conducta agresiva, la ruptura definitiva de la situación genera en muchos casos respuestas particularmente intensas, en las que se prolonga el ciclo de violencia una vez que la relación y la convivencia han finalizado.

 

Las víctimas directas: Caracterización de las mujeres maltratadas por sus parejas

Sin duda, poder localizar un determinado problema en un sector específico de la población tiene indudables ventajas de cara a la intervención pero, sobre todo, para la prevención del problema de que se trate. No obstante, ninguno de los indicadores disponibles sobre la violencia de pareja contra las mujeres permite apuntar hacia algún colectivo o sector poblacional más o menos diferenciado. Los malos tratos que sufren las mujeres a manos de sus parejas son un fenómeno hasta cierto punto universal, que no respeta clases sociales ni grupos específicos, a pesar de las ideas preconcebidas que con frecuencia existen respecto a este problema, sus víctimas y sus agresores. Parte de estos prejuicios tienen un marcado carácter sociodemográfico y, de acuerdo con los mismos, la violencia de pareja sería un fenómeno marginal, fundamentalmente privativo de grupos sociales caracterizados por la precariedad socioeconómica y educativa. Asimismo, tiende a pensarse que las mujeres maltratadas suelen tener antecedentes (personales y/o familiares) o bien características de personalidad que definen una mayor vulnerabilidad hacia este problema. La realidad parece ser bien distinta ya que, al menos en nuestro país, los datos que hemos consultado no corroboran de manera clara estas ideas.

Los indicadores disponibles muestran que la edad de las mujeres que denuncian y/o solicitan ayuda en centros y asociaciones se sitúa en torno a una media de 35-40 años, aunque tras esta media se esconde una notable diversidad, dado que las desviaciones tipo de las que se informa en diversos estudios oscilan entre 18 y más de 70 años (Amor et al., 2002; Echeburúa et al., 2008; Fontanil et al., 2002; Matud, 2004, 2007; Matud et al., 2003). Por su parte, en la IV Macro-encuesta de Violencia de Género se informa de una edad media de 45 años entre el total de mujeres que han sido víctimas de malos tratos en algún momento de su vida, resultando algo más jóvenes las que han sufrido episodios violentos durante el último año en comparación con las que han conseguido salir del problema (43 y 46 años respectivamente). Según los resultados ofrecidos por Matud (2004), las mujeres víctimas de malos tratos tienden a ser más jóvenes que las que no han experimentado violencia en sus relaciones de pareja, aunque en otros trabajos (Fontanil et al., 2005) no se encuentran diferencias significativas en relación con la edad de la víctima.

Los indicadores judiciales muestran que, en la mayoría de los casos, las mujeres que han denunciado su situación o bien han buscado apoyo en centros o asociaciones tienen un nivel socioeconómico medio o bajo. Así, en todos los trabajos prima un perfil caracterizado por estudios primarios (en torno a un 50% de los casos) y por víctimas que suelen ser amas de casa (aproximadamente un 35%), están paradas o bien trabajan en empleos de baja cualificación (45-60%) (Amor et al., 2002; Bosch y Ferrer, 2003; Del Río et al., 2013; Echeburúa et al., 2008; Fontanil et al., 2002; Labrador et al., 2010; Matud, 2004, 2007; Matud et al., 2003). No obstante, en los estudios en los que se dispone de un grupo de comparación no se encuentran diferencias estadísticamente significativas entre las víctimas de violencia y las mujeres que no han sido maltratadas en cuanto a su nivel de estudios (Fontanil et al., 2005; Matud, 2004). Respecto a su situación profesional, o bien tales diferencias no aparecen (Matud, 2004) o bien las víctimas tienden a tener una peor situación laboral (Fontanil et al., 2005) que, como ya se ha señalado, parece estar relacionada con el desarrollo del problema, dado que disponemos de algunas evidencias que muestran un progresivo empeoramiento de la situación laboral a medida que los malos tratos se prolongan en el tiempo (Fontanil et al., 2002). Los indicadores epidemiológicos apuntan en la misma dirección: según la IV Macroencuesta de Violencia de Género, la mayoría de las mujeres maltratadas tiene un nivel de formación medio o bajo pero no existen diferencias significativas al respecto cuando se las compara con las participantes que no han sido víctimas de violencia; sin embargo, en el caso de la situación laboral sí aparecen diferencias que señalan un perfil más negativo entre las mujeres maltratadas (en particular en cuanto a la situación de desempleo).

Según algunos trabajos existe una sobrerrepresentación de población inmigrante (especialmente mujeres latinoamericanas) en el colectivo de víctimas de malos tratos. Así, en el estudio llevado a cabo por Echeburúa et al. (2008) en el País Vasco, el 27% de las mujeres maltratadas eran inmigrantes, siete veces más de lo esperable de acuerdo con el peso de este colectivo en la población. En la misma línea, la prevalencia encontrada en la IV Macroencuesta de Violencia de Género entre las mujeres inmigrantes es muy alta: el 30% de las extranjeras que residen en España ha sufrido malos tratos a manos de su pareja en algún momento de su vida, tasa que casi triplica la que caracteriza a las víctimas españolas. Algunos autores (e.g., Echeburúa et al., 2008; Gracia, Herrero, Lila y Fuente, 2009, 2010) señalan que la mayor vulnerabilidad de este colectivo probablemente está relacionada con sus particulares circunstancias culturales y/o religiosas (que, en muchos casos, contribuyen a definir actitudes de minus-valorización de la mujer frente al hombre y de cierta tolerancia hacia la violencia familiar), por un lado, y con la falta de apoyo familiar y social, por otro. Gracia (2009) y Gracia et al. (2009, 2010) destacan la segunda de las explicaciones y, además, ponen el acento en la estrecha relación que existe en nuestro país entre la inmigración, las circunstancias de pobreza y la residencia en barrios marginales, destacando que serían estas relaciones las que explicarían la mayor frecuencia de malos tratos en este colectivo, como se verá más adelante.

Tampoco parece que las mujeres que sufren abuso por parte de sus parejas o ex-parejas respondan a un perfil específico en cuanto a los posibles antecedentes de este tipo de violencia, ni en su infancia ni en su trayectoria como adultas. El porcentaje de casos en los que las mujeres maltratadas refieren experiencias previas de malos tratos en su familia de origen no supera el 20%-25% (Echeburúa et al., 2008; Labrador et al., 2010; Matud et al., 2004; Sarasua et al., 2007) a excepción del 37.3% del que informan Bosch y Ferrer (2003). En la misma línea, y como contundente argumento frente a la tesis de una cierta atracción y/o desidia personal ante estas situaciones, el 84% de las mujeres del estudio de Labrador et al. (2010) no había experimentado malos tratos en sus relaciones de pareja previas y estos antecedentes caracterizaban a menos del 10% de la muestra del trabajo de Fontanil et al. (2005) y solo a un 11.6% de las mujeres del estudio de Mamud et al. (2004).

Finalmente, y aunque un examen en profundidad de las consecuencias de los malos tratos merece un trabajo específico, conviene hacer referencia a ellas. A este respecto, las evidencias disponibles arrojan conclusiones muy firmes a la hora de destacar las importantes y graves repercusiones en la mujer. El maltrato de pareja tiene, de acuerdo con diversos estudios (e.g., Amor et al., 2002; Del Río et al., 2013; Fontanil et al., 2002; Labrador et al., 2004, 2010; Matud, 2004; Matud et al., 2004; Patró et al., 2007; Sarasua et al., 2007) graves implicaciones en todas las esferas de la vida cotidiana (rendimiento laboral, vida social, uso del tiempo libre, etc.), y para la salud física (síntomas somáticos, abuso de medicamentos, mayor vulnerabilidad frente a enfermedades, insomnio, etc.) y psicológica (trastorno de estrés postraumático, síntomas depresivos, ansiedad, baja autoestima, etc.) de la mujer, tanto a corto y medio como a largo plazo. Sarasua et al. (2007) señalan que las repercusiones de la violencia de pareja son en parte diferentes en función de la edad de la víctima: comparadas con las de más de 30 años, las mujeres maltratadas de este estudio con una edad inferior tenían una tasa más elevada de trastorno de estrés postraumático, presentaban más síntomas depresivos y tenían una autoestima más baja. Afortunadamente, las consecuencias físicas y psicológicas asociadas a la violencia de pareja tienden a ser menos intensas (aunque continúan siendo relevantes) en las mujeres que han logrado salir de la situación y ya no sufren malos tratos (Del Río et al., 2013; Matud, 2004).

 

Las víctimas indirectas: Los menores testigos de violencia de pareja contra sus madres

De acuerdo con los resultados de la IV Macroencuesta de Violencia de Género, el 76.9% de las mujeres que han sido víctimas de malos tratos en algún momento de sus vidas son madres y en un 64.9% de los casos sus hijos eran menores de edad cuando los episodios violentos tenían lugar. Si se extrapolan estos porcentajes al total poblacional (utilizando los datos del Padrón Municipal de Habitantes del año 2011), la cifra resultante de víctimas indirectas de esta situación asciende a 2.800.000 menores de edad, de los cuales 840.000 han padecido el problema durante el último año. Junto a estos indicadores epidemiológicos, los judiciales arrojan porcentajes igualmente elevados. La mayoría de las mujeres víctimas de malos tratos son madres (Labrador et al., 2004, 2010) y, además, lo son en mayor medida que las mujeres no maltratadas (Fontanil et al., 2005); en un 74% de los casos la situación de abuso ha tenido lugar incluso estando la mujer embarazada (Sarasua et al., 2007) y un 70-85% de los hijos e hijas de estas mujeres son testigos de los episodios violentos Corbalán y Patró, 2003, cit. en Patró y Limiñana, 2005; Labrador et al., 2010).

A pesar de la contundencia de estas cifras, lo cierto es que la investigación y la intervención específicamente dirigidas a los hijos y las hijas de las mujeres maltratadas son muy escasas y recientes, especialmente en nuestro país. Como señala Matud (2007), esta realidad frecuentemente se diluye (tanto en el trabajo básico como en el aplicado) en el espacio que existe dentro de la violencia familiar entre los malos tratos a menores y los que sufren las mujeres y que se ha venido planteando y abordando como una frontera aparentemente clara aunque, en realidad, es un espacio difuso en el que se solapan ambos problemas. Lo cierto es que, atendiendo a los trabajos realizados en nuestro país, es muy poco lo que sabemos de los hijos y las hijas de las mujeres maltratadas, a pesar de que su experiencia como espectadores de este tipo de situaciones sin duda no es inocua (cfr. Matud, 2007; Patró y Limiñana, 2005) y que, por tanto, pueden ser calificados como víctimas indirectas de la violencia. Además, al menos de acuerdo con la revisión efectuada para este trabajo, los (escasos) indicadores disponibles provienen de los informes indirectos de las madres.

Las evidencias de estos estudios ponen de manifiesto que, según los informes que aportan sus madres, los menores que son testigos de violencia de pareja en su familia presentan con frecuencia una sintomatología relacionada con la violencia hacia sus iguales (35% de los casos) o hacia sus madres (22.5%), así como comportamientos problemáticos relacionados con la ansiedad (32.5%), la tristeza o el aislamiento (30%), el miedo hacia el maltratador (27.5%) y el bajo rendimiento escolar (25%) (Corbalán y Patró, 2003, cit. en Patró y Limiñana, 2005). Asimismo, muchos de los hijos e hijas de las mujeres víctimas de malos tratos que participaron en el estudio llevado a cabo por Matud (2007) presentaban problemas físicos (13.6%), psicológicos (27.4%) o de ambos tipos (7.6%). Conviene resaltar que el 75.5% de estos menores no estaban recibiendo ningún tipo de tratamiento o atención para estos problemas y que entre los de carácter psicológico destacaban los de externalización (algo menos del 12% de la muestra) e internalización (algo menos del 6%) no existiendo, a este respecto, diferencias entre niños y niñas, como suele ser habitual en muestras no clínicas. Por tanto, y como concluye esta autora, la asociación entre malos tratos a la madre y problemas en los hijos parece no solo firme sino también bastante independiente del sexo de los menores.

Por otro lado, y en línea con las reflexiones planteadas a propósito del carácter difuso de las fronteras entre distintos tipos de violencia dentro de la familia, disponemos de algunas evidencias que indican que muchos de estos menores también son víctimas directas de malos tratos. Así, en un 55-75% de los casos los niños y los adolescentes de estas familias también son objeto de abuso por parte de los maltratadores de sus madres (Amor et al., 2002; Corbalán y Patró, 2003, cit. en Patró y Limiñana, 2005; Labrador et al., 2010; Matud, 2007; Sarasua et al., 2007); según Echeburúa et al. (2008), este porcentaje resulta más elevado en los casos más graves (feminicidio o bien episodios de violencia en los que corre riesgo la vida de la mujer). El interesante trabajo de Matud (2007), efectuado con una amplia muestra de 420 mujeres canarias víctimas de malos tratos atendidas en centros y asociaciones, pone de manifiesto (ver tabla 3) que el 55% de sus hijos e hijas fueron también maltratados por su pareja o ex-pareja, fundamentalmente con abusos físicos y psicológicos (28.3%) o psicológicos (23%). Comparados con los menores que fueron víctimas indirectas de la violencia contra sus madres, los que habían sufrido también directamente malos tratos presentaban, según los informes de estas mujeres, más problemas, tanto físicos como psicológicos (Matud, 2007).

 

 

Los agresores

Las evidencias disponibles sobre las principales características de los hombres que maltratan a su pareja o ex-pareja proceden, en términos generales, de estudios en los que la información proviene de dos tipos de fuentes: indirectas (investigaciones realizadas con mujeres víctimas de violencia que informan sobre las principales características de sus parejas, o bien con miembros de la policía que trabaja en estas situaciones y aportan datos al respecto) o directas (estudios llevados a cabo con hombres condenados por delitos de violencia de género). Se trata de evidencias que, de nuevo, se refieren solo a los casos detectados y que por tanto son útiles para caracterizar a los agresores implicados solo en las situaciones denunciadas, no a las que permanecen más invisibles y ocultas. Pero estos estudios presentan además limitaciones adicionales, que hacen aún más parciales las evidencias que aportan. En el caso de las fuentes indirectas, y exceptuando los datos sobre el perfil sociodemográfico (que son objetivos), la información proviene de entrevistas en las que se solicita la opinión o la percepción de la persona (víctima, policía) sobre dimensiones de naturaleza psicológica, es decir, no se utilizan instrumentos estandarizados de evaluación directamente con los agresores. Esta opción es factible en los estudios en los que sí se trabaja directamente con los maltratadores, pero en estos casos la representatividad de las muestras es bastante limitada, ya que se trata solo de los agresores que cumplen penas de prisión por un delito de malos tratos (de manera que pueden quedar fuera los casos en los que el agresor es primario y la pena impuesta no es superior a los dos años, ya que en estos casos el juez puede dejar en suspenso la ejecución de la pena) o bien de los que tienen una suspensión de la condena condicionada a su participación en programas re-educativos que, por definición, tienen criterios de inclusión que dejan fuera los casos con un perfil psicológico y social más grave (para una descripción de algunos de los programas de intervención de este tipo que se están utilizando en nuestro país véase la revisión de Millana, 2011 y los trabajos específicos de Arce y Fariña, 2009, 2010; Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2009; Echeburúa et al., 2009; Expósito y Ruíz, 2009, 2010; Lila, 2009; Lila et al., 2010; o Novo, Fariña, Seijo y Arce, 2012). En definitiva, si la investigación sobre malos tratos a mujeres por parte de sus parejas presenta (como comentábamos al inicio de este trabajo) limitaciones que recomiendan tomar con precaución los datos aportados, cuando éstos se refieren específicamente a los agresores conviene ser particularmente cautelosos al analizar las evidencias disponibles. En cualquier caso, y dado el limitado pero indudable valor de estos trabajos, a continuación se ofrece una síntesis de los resultados disponibles a propósito de los responsables de violencia de pareja contra la mujer en nuestro país.

En cuanto a las características sociodemográficas de estos hombres, en la fase de denuncia o bien durante la pena de prisión, su edad oscila en torno a los 40 años aunque, en todos los casos, se destaca la notable variabilidad que existe a este respecto, oscilando el rango entre 18 y más de 70 años (Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2009; Echeburúa et al., 2008, 2009; Expósito y Ruíz, 2009; Fernández-Montalvo y Echeburúa, 2008; Ferrer y Bosch, 2005; Lila, 2009, Lila et al., 2008, 2012). Su nivel de formación es mayoritariamente bajo (un 5-18% no tiene estudios y un 40-75% tiene estudios primarios) y la mayor parte de ellos trabaja aunque en empleos de baja cualificación (Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2009; Echeburúa et al., 2008, 2009; Expósito y Ruíz, 2009; Fernández-Montalvo y Echeburúa, 2008; Ferrer y Bosch, 2005; Lila, 2009; Lila et al., 2008, 2012). Finalmente, hay que recordar la relevante asociación que existe entre el fenómeno de los malos tratos a mujeres y la nacionalidad de los protagonistas. Así, en el estudio de Echeburúa et al. (2008) realizado en el País Vasco con una muestra de 1081 agresores, casi un 30% de ellos eran originarios de otros países (especialmente latinoamericanos y africanos) y este porcentaje resultó siete veces más elevado que el dato poblacional correspondiente para esta comunidad autónoma en el año en el que se llevó a cabo el estudio. Los resultados ofrecidos en otros trabajos apuntan en la misma dirección: por ejemplo, en el trabajo de Lila (2009) el 43% de los agresores eran inmigrantes.

Por lo que respecta al perfil psicosocial de los agresores, y aunque las mujeres víctimas de malos tratos no parecen compartir una caracterización psicológica más o menos homogénea, en la investigación y en la práctica clínica y policial sí se han encontrado algunos rasgos bastante frecuentes en el caso de los maltratadores. Así, y aunque existe una importante heterogeneidad que de hecho ha llevado a algunos autores a establecer tipologías de maltratadores (cfr. Matud et al., 2004), existen diversos indicadores que tienden a estar presentes no en la mayoría de los casos pero sí en un porcentaje relevante de los mismos. Los que en mayor medida se han podido contrastar en los estudios realizados en nuestro país son los siguientes:

  • Antecedentes de violencia en la familia de origen. El 50% de las mujeres víctimas de violencia de pareja que colaboraron en el estudio Ferrer y Bosch (2005) informaron de que su agresor provenía de un contexto familiar conflictivo, caracterizado sobre todo (28.9%) por episodios violentos del padre hacia la madre; a este respecto hay que puntualizar que un 28.2% de la muestra no estaba segura de este antecedente y no respondió a esta cuestión, de manera que si se elimina a estas mujeres del cálculo los porcentajes son más elevados.

  • Historial de violencia y agresividad. Según los datos de los estudios de Echeburúa et al. (2008, 2009; Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2009), muchos maltratadores tienen antecedentes de violencia en sus relaciones interpersonales, ya sea con otras parejas (24.9%) y/o con personas de su entorno (39.3%), especialmente en los agresores responsables de episodios más graves de violencia de pareja, en los que los porcentajes ascienden a 30.3% y 48% respectivamente (Echeburúa et al., 2008). En un sentido similar, el 36.6% de las mujeres maltratadas del estudio de Ferrer y Bosch (2005) referían un perfil de agresividad en general (no solo con ellas) en su compañero y el 30% de los hombres condenados por violencia contra su pareja que participaban en la intervención re-educativa de la que informan Expósito y Ruíz (2009, 2010) respondían a un perfil antisocial y agresivo en general, no solo con su pareja o ex-pareja. Sin embargo, conviene señalar que el resto (70%) no eran personas en general agresivas, sino que estaban caracterizados por rasgos compulsivos y dependientes, por un buen ajuste social y por centrar su agresividad y su ira solo en su relación de pareja. Como apuntan estos autores, siendo importante, lo más habitual entre los maltratadores no sería tanto la agresividad-rasgo sino la agresividad-estado, de carácter instrumental y específicamente focalizada a situaciones de control hacia la pareja (Expósito y Ruíz, 2009).

  • Abuso de sustancias, especialmente de alcohol. Según Echeburúa (2007), el consumo de alcohol está directa o indirectamente presente en aproximadamente la mitad de los casos de violencia de pareja contra la mujer aunque, como este mismo autor y otros (Ferrer y Bosch, 2005) puntualizan, el abuso de alcohol funciona como un desinhibidor que facilita la conducta violenta, pero no la provoca. Los datos que Echeburúa y su equipo ofrecen, a partir de los informes de la policía, señalan que, a juicio de estos profesionales, un 63.8% de los agresores con una denuncia por violencia contra sus parejas son consumidores abusivos de sustancias (alcohol en un 40.4% de los casos) o bien son adictos al juego (Echeburúa et al., 2008). Asimismo, las mujeres que participaron en el estudio de Ferrer y Bosch (2005) informaron de antecedentes de abuso de alcohol por parte de sus agresores en un 54.2% de los casos y de consumo de drogas en un 23.2% de los casos (la politoxicomanía era la norma en un 9.2% de las ocasiones).

  • Psicopatología y trastornos de personalidad. Las evidencias disponibles señalan que el porcentaje de maltratadores que participan en programas de intervención caracterizados por este tipo de problemas no es especialmente elevado (cfr. Expósito y Ruíz, 2009; Lila, 2009; Lila et al., 2010, aunque a este respecto conviene recordar que los criterios de inclusión para los programas de intervención (de cuya evaluación proceden la mayor parte de estos datos) dejan precisamente fuera a los agresores con un perfil psicopatológico más severo. De hecho, los estudios que se han efectuado con muestras más generales de agresores denunciados y/o condenados sí encuentran tasas más elevadas. Así, por ejemplo el 86.8% de los hombres que cumplía una pena de prisión por violencia de género del estudio de Fernández-Montalvo y Echeburúa (2008) presentaba al menos un trastorno de la personalidad, aunque solo un 16.9% de las mujeres atendidas en diversos dispositivos por violencia de género en el estudio de Ferrer y Bosh (2005) informaron de un diagnóstico psicopatológico en el maltratador. En términos generales, entre los trastornos más frecuentes destacan la personalidad antisocial, la obsesivo-compulsiva, la dependiente/sumisa, la narcisista, la presencia de sintomatología depresiva y los trastornos paranoide-delirantes (Fernández-Montalvo y Echeburúa, 2008; Lila, 2009; Lila et al., 2008, 2012). Sin utilizar instrumentos estandarizados directamente con los agresores, los informes indirectos de los policías que reciben y gestionan las denuncias por malos tratos que participaron en el estudio de Echeburúa et al. (2008) apuntan en la misma dirección. Por otro lado, los antecedentes psiquiátricos están presentes en un 23-43% de los maltratadores de acuerdo con diversos trabajos (Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2009; Echeburúa et al., 2008, 2009; Fernández-Montalvo y Echeburúa, 2008; Lila, 2009).

  • Atribución de responsabilidad y minimización o negación de la violencia. Una parte importante de los maltratadores se caracteriza por procesar la información social mediante unos estilos de razonamiento y análisis en los que prima la tendencia a culpar a los demás de los propios problemas y a no responsabilizarse de su propia conducta agresiva. Así, solo el 25.4% de los agresores que participaban en el programa de intervención de Lila (2009) y Lila et al. (2008, 2012) se autoatribuía la responsabilidad de sus actos violentos, mientras que el 55.6% culpaban directamente a la víctima, el 31.7% manifestaba que los episodios violentos eran en defensa propia y el 28.7% minimizaba la situación; los resultados de Fernández-Montalvo y Echeburúa (2008) ofrecen conclusiones similares. En la misma línea apuntan los datos de los que informan Echeburúa y su equipo (2008) pero, en esta ocasión, obtenidos de los informes aportados por la policía: según estos profesionales, un 50.4% de los agresores justifican los episodios violentos y los considera inevitables, un 64.2% culpa a la víctima de lo que le sucede a él y a sus hijos sin atribuirse ninguna responsabilidad (esta solo aparece de manera clara en un 40.4% de los casos) y un 38.3% tiene hacia la mujer una actitud explícitamente cruel, fría, despreciativa y ausente de remordimiento.

  • Apoyo social. De acuerdo con los resultados de los que informa Lila (2009), antes de participar en una intervención re-educativa el 44.7% de los agresores se caracterizaban por no contar con una red social de la que recibir un mínimo apoyo, un 61.5% tenía una baja participación comunitaria y su apoyo social era en general bajo tanto a nivel informal (22.5%) como sobre todo formal (44.7%). En un sentido similar, y según los informes facilitados por la policía, tras la separación de la víctima solo el 37.1% de los agresores del estudio de Echeburúa et al. (2008) cuenta con apoyo social, aunque un 68.4% sí dispone de apoyo familiar.

  • Autoestima. Un 57% de la muestra de maltratadores del trabajo de Lila (2009) obtuvo puntuaciones altas y solo un 14.8% de los participantes se caracterizó por una autoestima baja.

Conviene señalar que existen otros rasgos habitualmente destacados como muy representativos entre los hombres violentos con sus parejas, pero de los que no disponemos de evidencias empíricas en nuestro país, o al menos estos indicadores no se han evaluado en los estudios consultados para este trabajo. A este respecto destaca uno de los factores de riesgo más mencionados tanto en la literatura científica como sobre todo en los documentos de trabajo de profesionales relacionados con la violencia contra las mujeres: las actitudes tradicionales respecto a los roles de género y, en general, la adhesión a valores patriarcales y machistas (cfr. Labrador et al., 2004; Matud et al., 2004; Medina, 2002; Sanmartín et al., 2010). Se trata de características o rasgos de la forma de pensar y de procesar la información que se suponen presentes tanto en las mujeres que sufren malos tratos como especialmente en sus agresores y, desde luego, en el contexto social y cultural en el que tiene lugar el problema; de hecho, en términos generales las actitudes sexistas y machistas son uno de los ámbitos de intervención más relevantes en muchos de los programas que se llevan a cabo tanto con las víctimas como, sobre todo, con los agresores (Arce y Fariña, 2009, 2010; Expósito y Ruíz, 2009, 2010; Lila, 2009; Lila, Catalá et al., 2010; Matud et al., 2004). Lo cierto es que disponemos de algunas evidencias que apuntan en esta dirección, pero proceden de estudios efectuados con población general y no con hombres violentos con sus parejas. Este tipo de trabajos, que habitualmente consisten en el análisis de situaciones hipotéticas, ponen de manifiesto que en general se atribuye una mayor probabilidad de reaccionar de manera violenta ante situaciones conflictivas de pareja en el caso de hombres descritos como sexistas (Expósito, Herrera, Moya y Glick, 2010; Herrera, Expósito, Moya y Houston, 2012). Asimismo, los resultados ofrecidos por Gracia et al. (2009, 2010) revelan que, comparados con una amplia muestra de españoles, los inmigrantes latinoamericanos residentes en nuestro país conocen en su entorno cercano más casos de violencia contra la mujer y también presentan actitudes más tolerantes hacia este fenómeno, estando además ambas circunstancias relacionadas entre sí. A pesar de este tipo de evidencias, no podemos aportar datos empíricos acerca de cómo se concretan las actitudes personales y sociales hacia las mujeres y la igualdad de géneros en el caso de los maltratadores dado que, en la revisión efectuada para este trabajo, no hemos encontrado estudios que evalúen empíricamente estas cuestiones en hombres violentos con sus parejas.

En definitiva, y como puede apreciarse, los rasgos o características de los maltratadores sobre los que se informa en los estudios consultados ofrecen algunos indicadores muy frecuentes pero que, salvo excepciones, no son mayoritarios, de manera que no parece que se pueda hablar de un perfil homogéneo de hombres que maltratan a sus parejas. Como ya se ha señalado, esta circunstancia ha propiciado que, a nivel internacional, algunos autores propongan la existencia de diversas tipologías de maltratadores (ver por ejemplo Matud et al., 2004). En nuestro contexto también se han llevado a cabo aproximaciones en este mismo sentido. Por ejemplo Ferrer y Bosch (2005) ofrecen, a partir de un análisis de conglomerados efectuado con datos aportados por mujeres víctimas de malos tratos atendidas en diversos centros, una clasificación de cuatro tipos de agresores (con una distribución porcentual muy homogénea) a) un grupo de maltratadores jóvenes (menos de 40 años, con estudios básicos, problemas de consumo de alcohol, sin problemas psicopatológicos, con antecedentes de violencia familiar, celosos y agresivos solo en al ámbito familiar, b) un segundo grupo similar al primero pero de más edad y sin antecedentes previos de malos tratos en su familia, c) un tercero de agresores de edad intermedia, con buen nivel de estudios, sin antecedentes violentos familiares ni problemas psicopatológicos ni de consumo de sustancias, celosos y violentos solo con su familia y d) un cuarto grupo de maltratadores jóvenes, con un nivel educativo básico, con problemas de consumo con el alcohol pero no con otras drogas, celosos, sin trastornos psicopatológicos y violentos solo con su familia. A partir de análisis correlacionales y con datos obtenidos directamente de hombres condenados por violencia de género que participan en un programa de re-educación, Expósito y Ruíz (2009) establecen una tipología de dos clases de maltratadores: los que se caracterizan por una personalidad en general compulsivo-dependiente y los que evidencian rasgos antisociales, paranoides, narcisistas y agresivos.

Permítasenos volver a destacar que los datos disponibles y que se acaban de resumir son interesantes pero bastante parciales: de acuerdo con ellos, muchos hombres que incurren en delitos de malos tratos a sus parejas o ex-parejas provienen de estratos socioeconómicos apremiantes, son violentos (en general o bien solo con sus mujeres), han tenido experiencias previas de violencia en su familia de origen, tienen problemas relacionados con el consumo abusivo de diversas sustancias, presentan trastornos psicopatológicos de importancia, tienen desajustes relevantes en cuanto a su forma de procesar la situación de violencia familiar o carecen de apoyo social. Pero muchos de los agresores denunciados no responden a estas características y, sobre todo, no disponemos de ningún indicador sobre cuál es el perfil (o los perfiles) de los responsables de la violencia de pareja que no se denuncia ni se detecta o, cuanto menos, qué rasgos caracterizan a estos agresores durante el proceso de malos tratos previo a la denuncia o la petición de ayuda que, como ya se ha señalado, se prolonga (y se agrava) durante un periodo que oscila al menos en torno a los 10-14 años por término medio (Amor et al., 2002; Bosch y Ferrer, 2003; Fontanil et al., 2002, 2005; Matud, 2004). A este respecto parece razonable especular que la caracterización que conocemos, además de heterogénea y diversa, es en gran medida solo un reflejo de los agresores responsables de los casos más deteriorados y violentos de malos tratos que, como apunta Gracia (2002, 2003, 2009), son los que se denuncian y/o se acaban conociendo precisamente por su gravedad, quedando invisibles y desconocidas las situaciones menos llamativas e intensas. Por tanto, y en definitiva, no estamos en disposición de afirmar que los rasgos y características que se acaban de apuntar sean ni mucho menos un perfil aproximado de los hombres que infringen malos tratos a sus parejas o ex-parejas, aunque sí se trata de un retrato interesante y razonablemente fiel, al menos, de los que cumplen condena por este tipo de delito en España.

 

El contexto social

A pesar del importante papel que juega el apoyo social como factor de protección de cara al bienestar personal en general (Gracia y Herrero, 2004) y, específicamente, en las situaciones de violencia de pareja (e.g., Ruiz, Blanco y Vives, 2004; Sánchez, 2009), en nuestro país no se han desarrollado suficientes estudios que examinen en profundidad el contexto social de este problema. No obstante, las investigaciones realizadas que hemos podido consultar revelan algunos datos que nos parece interesante destacar.

En líneas generales, estos estudios indican que el aislamiento social no es una característica que defina a la mayor parte de las mujeres maltratadas, al menos en cuanto a su percepción subjetiva (Labrador et al., 2010; Matud et al., 2003; Sarasua et al., 2007). No obstante, los resultados sí apuntan hacia la falta de funcionalidad de estas redes de apoyo, al menos de cara a la violencia de pareja (Bosch y Ferrer, 2003; Fontanil et al., 2002; Matud et al., 2003). Así, por ejemplo, el 30.7% de las mujeres que participaron en el estudio de Matud y colaboradores (2003) manifestaron que no contaban con ayuda para todo lo relacionado con la problemática con sus parejas. Las redes sociales de las mujeres víctimas de malos tratos presentan algunas peculiaridades en cuanto a su composición de cara a recibir apoyo, tanto a nivel informal como formal. Respecto a la primera de las modalidades de ayuda, los amigos suelen ser destacados con frecuencia como importantes recursos de apoyo (Labrador et al., 2010; Matud et al., 2003) aunque los resultados en relación con la familia no son tan claros, dado que en algún estudio las mujeres víctimas de malos tratos mencionan a los miembros de su familia como una de sus fuentes de apoyo más relevantes (Matud et al., 2003), mientras que en otro lo que destaca es la baja presencia de los familiares como fuente de ayuda (Labrador et al., 2010). En cuanto al apoyo formal, y aunque la escasez de estudios tampoco permite extraer conclusiones concluyentes, lo cierto es que los resultados disponibles indican que los profesionales suelen ser resaltados por estas mujeres como una fuente de apoyo muy importante (Labrador et al., 2010; Matud et al., 2003).

Más allá de la amplitud y la composición de las redes de apoyo de las mujeres víctimas de malos tratos conviene destacar que, de acuerdo con los resultados de algunos trabajos (Paz, Matud y Buela-Casal, 2009), estas redes experimentan un notable deterioro a medida que el maltrato aparece y se desarrolla. Son especialmente relevantes las conclusiones de los estudios en los que se compara a las mujeres que han sufrido maltrato en algún momento de sus vidas pero diferenciando su situación en la actualidad. Así, Matud y colaboradores (2003) y Sánchez (2009) informan de las diferencias encontradas al respecto entre diversos tipos de víctimas (las que han superado la situación, las que la siguen experimentando o bien las que están en centros de acogida) y señalan que las mujeres que siguen conviviendo con el agresor son las que presentan peores indicadores de apoyo social. Estos resultados admiten dos interpretaciones: o bien las mujeres que disponen de apoyo social tienen más probabilidades de salir de la situación de violencia o bien el apoyo social mejora una vez que las víctimas consiguen salir del problema y rehacer sus vidas. En cualquier caso, sería conveniente examinar con mayor detalle estas relaciones dado que pueden ser una clave importante a tener en cuenta en el trabajo con estas mujeres.

En definitiva, parece evidente que el apoyo social de las mujeres víctimas de malos tratos por parte de su pareja es un ingrediente relevante de este problema, pero también que sería conveniente llevar a cabo más estudios que examinen en profundidad el papel que juega en estas situaciones en su mantenimiento y, sobre todo, en el final de las mismas. Aunque la escasez de estudios no permite ofrecer conclusiones firmes al respecto, todo parece indicar que las redes sociales de estas mujeres (en cuanto a su composición y especialmente a su funcionalidad) contribuyen de manera relevante a que estas situaciones se prolonguen en el tiempo.

 

El contexto profesional

El maltrato a las mujeres por parte de sus parejas es un problema íntimo o familiar pero también social, en el que están implicados profesionales de diferentes ámbitos, como mínimo el policial, sanitario, judicial y social (Cobo, 1999), de manera que estos profesionales también son una parte relevante de este problema. En nuestro país se han llevado a cabo algunos estudios en los que se analiza la visión y la perspectiva que algunos de estos profesionales (en concreto del ámbito sanitario y de los cuerpos de seguridad del Estado) tienen acerca de la violencia de pareja contra la mujer.

Los profesionales sanitarios constituyen una de las fuentes más relevantes en la detección de los malos tratos a mujeres y su actuación puede ser clave en el proceso de asesoramiento y atención a las víctimas. De hecho, en nuestro país la Ley Orgánica 1/2004 de 28 de diciembre establece medidas para sensibilizar y mejorar la intervención de los profesionales sanitarios a la hora de afrontar este problema social pero, de acuerdo con Blanco et al. (2004), la formación en torno a la violencia hacia las mujeres por parte de sus parejas se imparte a un porcentaje mínimo (5%) de los profesionales sanitarios. Esta paradoja no ha pasado desapercibida en este contexto profesional y los implicados, aunque se perciben como agentes que pueden ayudar, intervenir y afrontar este problema social, se sienten poco preparados y demandan una mayor formación al respecto (Coll-Vinent et al., 2008). Merece la pena destacar que, según la revisión internacional de Blanco et al. (2004), las mujeres maltratadas por sus parejas son inicialmente atendidas con mayor frecuencia en dispositivos de atención primaria, traumatología y urgencias. No hemos encontrado datos nacionales al respecto pero sí algunos interesantes estudios de ámbito local, realizados en Granada, Toledo y Valencia, que coinciden en apuntar que entre un 22.8% y un 26.2% de las mujeres que acudían a los centros de salud había sufrido algún tipo de maltrato (Cano et al., 2010; Mata y Ruíz, 2002). Por tanto, todo parece indicar que los profesionales del ámbito sanitario deben hacer frente con bastante frecuencia a un grave problema para el que no se sienten adecuadamente preparados, a pesar de las directrices oficiales que al respecto establece la legislación vigente.

De igual manera que las actuaciones de los profesionales sanitarios pueden ser fundamentales en la fase de detección de los malos tratos hacia las mujeres por parte de sus parejas, las fuerzas de seguridad del estado son un colectivo profesional que mantiene un primer contacto igualmente relevante, puesto que interviene de forma directa en la protección de la seguridad pública. De hecho, según fuentes del Consejo General del Poder Judicial (2012), en nuestro país el 77.92% de las denuncias por violencia hacia la mujer en el año 2011 derivaban de atestados policiales, frente al 9.02% presentadas por las víctimas. La intervención policial funciona como el símbolo visible de la desaprobación social hacia este tipo de violencia y la primera atención policial es fundamental para prevenir y provocar el cese del ciclo de agresiones. En España se han llevado a cabo algunos estudios que analizan las actitudes de estos profesionales ante este problema social y los resultados indican que las ideas, las actitudes y la empatía de los agentes son variables a tener en cuenta para la adecuada selección de estos profesionales como parte del equipo de atención a las víctimas. Así, aquellos policías que poseen ideas estereotipadas en torno a las mujeres, vinculándolas a roles tradicionales, presentan una mayor tolerancia hacia la violencia de sus parejas y se inclinan por intervenir únicamente cuando la mujer está dispuesta a denunciar y por una aplicación condicional de las condenas (Gracia et al., 2011; Lila et al., 2010, 2012).

 

Conclusiones

Aunque a lo largo de este trabajo hemos ido comentando y tratando de integrar los datos que ofrecen los estudios consultados, queremos finalizar exponiendo las principales conclusiones generales que, en nuestra opinión, pueden extraerse de la revisión efectuada. En concreto, estas conclusiones tienen que ver con tres ideas que exponemos a continuación.

En primer lugar, desde nuestro punto de vista una de las características más llamativas que presenta el fenómeno de los malos tratos a mujeres por parte de su pareja es la heterogeneidad. Así, los estudios y las investigaciones consultadas muestran de manera generalizada que lo único que tienen en común estas situaciones es que constituyen una violación flagrante de los derechos más elementales, que generan sufrimiento en las víctimas directas e indirectas, que ese sufrimiento es social y profesionalmente intolerable porque amenaza (a corto, a medio y a largo plazo) su integridad física y psicológica y que son absolutamente necesarias las actuaciones formales e informales para hacerle frente de manera precoz. Más allá de estas consideraciones, la violencia contra las mujeres por parte de sus parejas es un problema que puede acertadamente caracterizarse como universal, dado que los datos disponibles permiten afirmar que no afecta a un colectivo especial, específico o diferenciado de mujeres en cuanto a indicadores sociodemográficos, individuales, familiares ni sociales. Ni las víctimas ni los agresores tienen un perfil característico, ninguno de los elementos analizados está presente en la mayor parte de los casos ni permite, en sí mismo, explicar de manera causal este problema. Y desde luego no es un fenómeno privativo de ningún estamento socioeconómico, aunque sí es cierto que los contextos más desfavorecidos resultan particularmente vulnerables al respecto.

No obstante, de la revisión que hemos llevado a cabo se desprende que sí existen algunos elementos presentes en un porcentaje relevante de casos y que, por tanto, definen una notable homogeneidad en los malos tratos a mujeres, muy especialmente en cuanto a la aparición y el curso de la violencia. Las evidencias disponibles indican que, en la mayor parte de las ocasiones, el maltrato dentro de la pareja aparece de manera precoz en la relación, que una vez que surge tiende a ir a más y no se soluciona y que se prolonga en el tiempo debido, en gran medida, a la frecuente pasividad del entorno social y a que las víctimas (por su dependencia económica y emocional de los agresores y por las graves repercusiones de la violencia en sus recursos personales de afrontamiento) no están durante una fase habitualmente larga en disposición de tomar conciencia del alcance y la naturaleza del problema y de enfrentarse a él, terminando de manera tajante con la relación. En este contexto, resulta del todo punto esencial que desde diversos dispositivos públicos y privados se desarrollen actuaciones firmes y bien diseñadas de cara tanto a prevenir el problema como a hacerle frente.

Finalmente, y en relación con la necesidad de intervenciones profesionales a la que nos acabamos de referir, consideramos absolutamente necesario que éstas, además de precoces y firmes, estén bien fundamentadas y no se basen ni en criterios ideológicos ni en ideas preconcebidas sobre este problema que, como hemos tenido oportunidad de comentar a lo largo de este trabajo, con frecuencia no se corresponden de manera fiel con la realidad. A este respecto, y a pesar del notable esfuerzo que se ha realizado en nuestro país en los últimos años, consideramos que sigue siendo necesario desarrollar más estudios e investigaciones que aporten evidencias claras que permitan conocer mejor este problema, especialmente en relación con algunas de sus claves y de sus protagonistas. Desde nuestro punto de vista, sería conveniente hacer un análisis más detallado de la realidad que se esconde bajo la punta del iceberg, es decir, de las situaciones menos visibles y/o que no se denuncian. La realidad que conocemos (porque es la que más se ha estudiado) habitualmente es la de los casos más graves y severos o bien los que se han prolongado más en el tiempo y por tanto han llegado a niveles muy importantes de intensidad; aunque reconocemos la dificultad de esta tarea, sería muy interesante disponer de un examen pormenorizado de los casos no denunciados, de los que solo tenemos indicadores muy superficiales y descriptivos mediante encuestas sociales. Asimismo, faltan abordajes que tomen en consideración el carácter no puntual sino procesual de este fenómeno y que permitan conocer sus rasgos y claves en los momentos iniciales y a lo largo del desarrollo del problema, que no tienen porqué ser los mismos que cuando éste está finalizando, habitualmente por haber llegado a unos niveles de intensidad y gravedad importantes. Por otro lado, se echan de menos más y mejores estudios sobre las víctimas indirectas, los menores, que son espectadores de este problema, así como sobre los agresores, de los que la mayor parte de la información es indirecta y, cuando se han hecho investigaciones directamente con ellos, se ha trabajado solo con un sector muy específico. Finalmente, consideramos muy importante incorporar en los estudios la perspectiva de los profesionales relacionados con este grave problema. En definitiva, estamos convencidos de que conocer más y mejor la realidad de los malos tratos a mujeres a manos de sus parejas puede contribuir de manera relevante a diseñar intervenciones más ajustadas a este fenómeno, que permitan a su vez desencadenar actuaciones más eficaces frente al mismo.

 

Conflicto de intereses

Los autores declaran que no tienen ningún conflicto de intereses.

 

Notas

1 Existe en diversos medios, y desde diversos intereses, un debate a propósito del (interesado) carácter falso de una parte de las denuncias por malos tratos a mujeres en nuestro país al que no podemos dejar de hacer referencia en este trabajo. A grandes rasgos, se argumenta que las mujeres pueden obtener ventajas, al amparo de la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, si interponen una denuncia contra su pareja en un proceso de separación y divorcio. Desde nuestro punto de vista, el problema fundamental es que este debate no debería apoyarse en opiniones o en informes verbales de individuos o de colectivos implicados en el mismo, sino en evidencias mínimamente contrastables. En este sentido, y explícitamente en respuesta a este debate, desde el Consejo General del Poder Judicial se han efectuado recientemente varios análisis sobre el total anual de fallos dictados en audiencias provinciales, juzgados de lo penal y juzgados sobre la violencia de la mujer, que ponen de manifiesto que el número de denuncias falsas por violencia de género es muy bajo y en ningún caso más frecuente que el que aparece en otros delitos (la información sobre estos análisis puede consultarse en www.poderjudicial.es/cgpj). Habida cuenta de estos informes, y a falta de otras evidencias contrastables al respecto, en este trabajo asumimos que, con un mínimo margen de error, los datos sobre el número de denuncias por violencia de género son indicativos de la incidencia de este fenómeno.

2 Hasta el año 2002 únicamente se computaban como violencia de género las denuncias en las que el agresor era el cónyuge o análogo, considerando como tal solo a la pareja de hecho (es decir, la persona con la que se convive). Desde 2002 se incluyen también en la categoría de análogo al ex-cónyuge, la ex-pareja de hecho, el novio o compañero sentimental, y el ex-novio o ex-compañero sentimental. Por tanto los datos previos sobre el número anual de denuncias no son estrictamente comparables, y por esta razón hemos optado por ofrecer la información a partir de ese año.

 

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Dirección para correspondencia:
e-mail: menendez@uhu.es

Recibido: 24/09/2012
Aceptado: 14/01/2013

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