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Index de Enfermería

On-line version ISSN 1699-5988Print version ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.15 n.52-53 Granada  2006

 

DIARIO DE CAMPO

 

Postergar la muerte apacible

To postpone the mellowed death

 

 

Nieves Martínez Cía

Enfermera. Centro de Salud Las Remudas. Telde, Gran Canaria, España

Dirección para correspondencia

 

 

Lo recuerdo y lo revivo, aún me conmueve, pero ya no me inquieta ni me angustia. Compartir con ellos el proceso de la muerte de Kaspar removió mi interior, me hizo reflexionar sobre la muerte, sobre mi propia muerte, sobre mi papel como profesional ante el moribundo, sobre la eutanasia.

I remember and live it again, and still touches me, but I don't feel the anguish nor the worrisome anymore. To share with them Kaspar's death removed the inside of myself, made me think about death, about my own death, about my role as professional for those who are dying, about euthanasia.


Conocí a Kaspar y a su esposa Marlenne de forma casual: a él le habían dado el alta de la unidad de oncología hospitalaria tras determinar que su situación era terminal, que no procedían más tratamientos médicos y que iba a morir a casa. La enfermera del centro de salud responsable de este paciente se encontraba de vacaciones y yo me hice cargo de su cuidado. Kaspar y Marlenne eran suizos y, aunque residían aquí hace muchos años, apenas hablaban español pues sus relaciones estaban limitadas a amistades con compatriotas suizos o alemanes. Cuando era necesario, como ahora, una vecina alemana actuaba de intérprete.

Acudí a su casa, una vivienda amplísima para la que habían unido dos apartamentos contiguos, con mucha luz natural y decorada con buen gusto. Salió a recibirme Marlenne, una mujer menuda, muy guapa a pesar de su cara surcada de arrugas, que me dedicó una amplia sonrisa y me condujo hasta Kaspar; éste ocupaba una de las habitaciones, cerca de la cocina y de un baño. A pesar de su delgadez extrema, aparecía bien arreglado, cabello y barba blancos cuidadosamente recortados y mirada expectante. Me saludó al entrar esforzándose para sonreír y yo también le sonreí y le dije mi nombre. Era algo incómodo hablar siempre a través de la intérprete.

Mi primera tarea era colocarle un perfusor subcutáneo con medicación paliativa (compuesta en ese momento por antiinflamatorios y protectores gástricos) que preparaba el hospital de referencia y recogía Marlenne cada dos días.

Desde las primeras visitas, Kaspar me contaba lo terrible que resultaba la situación para él y preguntaba “lo que me vas a poner, ¿me va a ayudar a morir?”. Yo sonreía nerviosa ante la firmeza y serenidad con que me hacía esa pregunta y le contestaba “no, sólo pretendemos aliviarle... yo no puedo hacer eso” y me miraba a los ojos mientras colocaba la nueva dosis, cada dos días. Algunas veces me tomaba el pelo y me decía “equivócate y ponme un poco más”, a sabiendas de que me incomodaba que me lo dijera; al mirarle yo con gesto suplicante de “no me diga eso”, reía y me decía, “bueno, tranquila”.

Era un hombre de 62 años, culto, enamorado de su esposa con la que había tenido dos hijos que ahora vivían en Suiza; había llevado una vida muy activa en lo personal y en lo profesional.

Mis visitas resultaban cada vez más largas. A veces, Marlenne me pedía que me sentara un rato con ella en un sofá y, siempre a través de la intérprete, me iba contando cómo había sido Kaspar: dirigía una importante empresa, era un gran aficionado a la jardinería (un día le llevé un ramito de gerberas; era mi flor favorita y también la de K) y tenía un gran sentido del humor (ya lo había comprobado).

Se querían mucho y habían reído mucho. Me enseñaba fotos de ambos en momentos felices, señalaba cómo le había transformado la enfermedad y lloraba mientras hablaba de la esperanza de que “esto acabe pronto, porque todos lo queremos así”. Marlene nunca hacía ruido al llorar.

Los días pasaban y Kaspar se encontraba peor: dolores, inmovilidad e incapacidad que le hacían sufrir mucho; no podía moverse autónomamente ni al baño: “puede que me orine; no me da tiempo, pero si me pones una sonda me tiro por la ventana”, me dijo aunque yo no se lo había sugerido. Apenas dormía, no comía y sólo bebía algo de zumo.

Su estado de ánimo fue cayendo en picado. Se mostraba más enfadado que deprimido; repetía continuamente su deseo de morir y lo indigno que la situación le hacía sentirse; no quería tampoco causar más sufrimiento a su esposa ni a sus hijos (que vinieron a despedirse a petición de él y tuvieron que volverse a marchar al prolongarse la situación más de lo esperado por todos). Su buen humor y el afecto en el trato conmigo se transformaron en ojos cerrados cuando me acercaba o gestos de impaciencia y hastío, silencios o frases como: “no sé para qué vienes si esto no me hace nada; ¿no puedes meter algo más para acabar?”. Esta vez no había sonrisa.

Yo me sentía impotente y, además, el idioma dificultaba aún más mis intentos de hablarle o de entenderle; me di cuenta de que también utilizaba esto para evitarle ante preguntas para las que no tenía respuesta o en momentos en los que no encontraba palabras para reconfortarle.

Un día, ante el llanto inconsolable (infrecuente) de su esposa, agotada por la terrible noche pasada, me puse en contacto con la enfermera encargada de Kaspar, en la unidad de cuidados paliativos. Intenté describirle el drama que veía desde hacía tres semanas y pregunté sobre la posibilidad de modificar el cóctel de medicación para ayudarle a dormir por las noches y para aliviar las muchas molestias que le incomodaban. Me respondieron que no, que intentara estimular al paciente invitándole a levantarse, a superar esa fase de rebeldía y depresión; que le animase a ir al salón a ver la tele o a leer algo.

Sentí que no había logrado transmitir la realidad de la situación y a los dos días volví a llamar. He de reconocer que mi tono fue diferente esta vez y mi pensamiento estaba en “deberían venir, ver y escuchar”. Tras ciertas tiranteces en la conversación telefónica con mis colegas, se le empezaron a preparar perfusores con morfina e hipnóticos a dosis bajas. El alivio fue inmediato y las caras de Kaspar y Marlenne lo decían todo (“hemos conseguido dormir”). Incluso Kaspar empezó a comer y beber algo y a levantarse; con la silla de su despacho (no aceptó mi oferta de una silla de ruedas), se desplazaba de la habitación al salón o al baño, haciendo chistes sobre algo de un “ejecutivo cansado” de los que me reía más por intuición que porque entendiera realmente lo que decía, ni traducido, y me daba igual.

La mejoría duró una semana y todo volvió a empezar con más intensidad: dolor, insomnio, enfado, llagas en la boca, rebrote de un herpes, “dejadme morir de una vez”. Con los ojos hundidos y su cuerpo consumido me dice que este país es muy cruel con los moribundos. No sé qué decir, no me atrevo ni a mirarle. Sentada a su lado, en la cama, le cojo la mano y miro al vacío impotente; “la tienes helada”, me traducen. Otra vez me viene bien no saber alemán.

Al hablar de nuevo con la unidad de cuidados paliativos, me di cuenta de que mi discurso profesional sobre la sedación empezaba a cambiarse por un angustiado “es horrible lo que está pasando aquí; deberían aumentarse las dosis de nuevo para sedarlo y calmar su ansiedad; él y los suyos esperan que muera tranquilo o sedado y no con estas incomodidades y sufrimiento”. La respuesta: “¿es que quieres matarlo?” Pedí entonces hablar con el médico responsable e intenté describirle la situación. Me sentía mal. Algo nerviosa, y no sé si enfadada, le intenté explicar el porqué de mi petición; le rogué que no negara el aumento de medicación sin verle; que yo no quisiera este trato ni esta situación para mí o mi familia; que Kaspar y Marlenne eran personas inteligentes, educadas, plenamente conscientes de la situación y respetuosos con nosotros; que no sabía qué responderles cuando me preguntaban por qué dejábamos continuar esta situación (ya más de dos meses) y que Kaspar tenía derecho a morir con tranquilidad y dignidad.

Ese día lo pasé fatal. Me fui a casa preguntándome si “había perdido el control”; si fui correcta al hablar con el médico, si era una mala profesional que dejaba trascender la situación a lo personal, si era incapaz de controlar o separar prudentemente mis emociones ante situaciones como ésta o, peor aún, si lo que realmente me incomodaba era todo el escenario, todos los actores, el deterioro y la muerte y lo que quería era escapar de aquello, que se acabase.

Finalmente, por orden del médico, las dosis se fueron duplicando cada tres días.

A partir de entonces, Kaspar estaba prácticamente todo el día sedado; Marlenne estaba más relajada y lloraba más. En un momento que lo pude ver despierto me dijo: “no hace falta que vengas más; gracias por las flores y gracias por todo”, y me tendió su mano. Me acerqué, cogí su mano y le di un beso en la cara. Miré a Marlenne algo confundida y triste; ella se levantó de su sitio, tendida al lado de Kaspar, me acompañó a la puerta y me dio un abrazo. No lloraba. Me prometió enviarme noticias.

Falleció tres días después.


Por aquella época, la Conferencia Episcopal, ante la despenalización de la eutanasia activa en el parlamento holandés, manifestaba: “pero quien sostiene su vida en medio del sufrimiento es, si cabe útil en grado sumo. Su actitud íntegra y valerosa es el mejor muro de contención contra la marea de la ‘cultura de la muerte’...” En aquel momento esto me indignó; recordé cuando Kaspar me dijo que nuestro país era cruel con los moribundos y me alegré de que ninguno de los dos leyera esto.

Pensé que antes se abortaba en Londres y quizá ahora, quien pueda, vaya a “morir bien” a Holanda. Pensé que no hablamos de caridad cristiana pero tampoco de un nuevo holocausto que elimina a enfermos e inútiles. Pensé que es necesaria una ley en España que regule la eutanasia, que garantice que no haya errores o intervenciones inadecuadas y desprovistas de moralinas vaticanas.

Pensé en lo terrible de un dolor físico o psicológico que hace a una persona desear su propia muerte y que además dependa de otros para conseguirla. Pensé que, al parecer, se puede morir como uno quiera o como quieran otros. Pensé que no estuvo mal emocionarme, llorar, mostrar mis afectos a Kaspar y Marlenne, sin permanecer neutral o impermeable ante el dolor ajeno. Pensé que quizá tuve más miedo que él ante la proximidad de la muerte.

Me sentí bien y en paz conmigo misma cuando, meses después, Marlene, entre abrazos y lágrimas de agradecimiento y con gran serenidad, me dijo: “esos últimos días fueron muy buenos y estoy agradecida por ello; no te voy a olvidar”.

Entonces pensé que tal vez habíamos postergado demasiado esa muerte apacible.

 

 

Dirección para correspondencia
e-mail
: nievesmc35@enfermundi.com

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