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Index de Enfermería

On-line version ISSN 1699-5988Print version ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.17 n.1 Granada Jan./Mar. 2008

 

MISCELÁNEA

DIARIO DE CAMPO

 

Una vida conectado a una máquina

A life connected to a machine

 

 

Rocío Salguero Cabalgante

Enfermera. Agencia de Calidad Sanitaria de Andalucía, Sevilla, España
roeusalca@hotmail.com

 

Yo no entendí lo que me decía, era mi primer día en ese país y en ese hospital. Mi compañera sonrió, le alargó la cuña y cerró la cortina. El balbuceó “gracias”, con una mirada inexpresiva. Fueron sus únicas palabras en ese turno. Cuando salimos de la unidad pregunté a mi compañera por ese hombre de pocas palabras que había pasado toda la mañana en silencio. Era angoleño, llevaba seis meses sin salir del hospital conectado a un ventilador a través de una traqueotomía, y ahora estaba intentando respirar por sí mismo. Por eso no hablaba, para no cansarse, y conseguir respirar por sí mismo el mayor tiempo posible. Mi compañera añadió “yo creo que tiene problemas con su mujer, ella últimamente viene poco a verle”. Lo primero que pensé es que si yo llevara seis meses en el hospital sin poder hablar con mi pareja, probablemente también tendría problemas con él.

Cuando volví al día siguiente, le observé con detenimiento. Había hecho de ese trozo de la unidad, su casa. Sobre la estantería, estampas de santos colocadas por su mujer. Sobre la mesita de noche, una botella de agua, un periódico antiguo, y unas gafas de gruesos cristales. En el suelo, una palangana azul con una pastilla de jabón artesano, pensé que por el aspecto del jabón probablemente había sido elaborado por su mujer con el aceite sobrante de la freidora. En el cajón de su mesita guardaba una radio antigua, un rollo de papel higiénico y unas barritas de chocolate como si de tesoros se tratase. Con el tiempo que llevaba en este lugar, tenía más derecho que nadie a considerar este trozo como su casa.

Ese día dormía conectado al ventilador, tenía en su cara una expresión de sosiego, como aprovechando los momentos de descanso y preparándose para el suplicio que significaría concentrar todas sus energías para respirar por sí mismo. Cuando despertó, levantó su mano y movió los labios diciendo “buenos días”, pero la máquina respondió con el sonido de alarma, él la miró con ojos de odio.

No entendí esa mirada hasta dos meses más tarde, yo ya me defendía con el portugués y podía entablar conversaciones con mis pacientes. Mis progresos con el idioma se sucedían paralelamente a los progresos de Arlindo para respirar por sí mismo. Ya era capaz de terminar frases cortas sin entrecortar su respiración. Un día me dijo que su relación con el ventilador era de amor-odio, “le odio porque lo necesito tanto que sin él no puedo vivir”.

Lo odiaba porque lo necesitaba cerca y aun cuando conseguía estar períodos de cinco horas sin necesitarlo no consentía que se lo alejaran de su vista. Incluso tenía crisis importantes de disnea si alguien se lo llevaba cinco minutos para revisarlo o cuando el médico le proponía irse a casa con un ventilador portátil. Entraba en una situación de pánico tal que tenía una nueva recaída.

Paralelamente a la creciente relación amorosa de Arlindo con su máquina, decrecía la relación de Arlindo con su mujer. Cuando ella venía a verlo, cerraban la cortina como quien cierra la puerta de casa buscando intimidad. Ella le traía un periódico nuevo, barritas de chocolate, pilas para la radio y una vez a la semana le decía ”te traigo las zapatillas de estar por casa limpias, que me las llevé el otro día para echarlas a la lavadora”. El le daba las gracias como quien se resigna ante las cosas que le sobrevienen en la vida. Pero no decía nada más, sólo un beso en los labios de despedida y un hasta mañana.

Yo la veía salir del rincón de su marido, y tomar el pasillo en dirección a la salida. Muchas veces con lágrimas en los ojos. Era una persona educada y tenía predilección por las enfermeras españolas. De vez en cuando, me decía que estaba más tranquila si había en el turno una enfermera española porque nosotras sabíamos lo que era estar fuera de nuestra tierra. Me contó que cuando ellos llegaron a Portugal, se fueron a vivir a un barrio de angoleños porque los portugueses no le trataban bien por el color de su piel. Ella había trabajado desde que llegaron al país, ya que su marido enfermó desde el principio de estar allí.

Creo que en su interior, los dos estaban cansados de buscar el motivo de su situación actual y se habían resignado a los acontecimientos que se le iban presentando. El repetía muy a menudo “yo no he fumado nunca, no me he buscado mi enfermedad”, como esperando una respuesta a la causa de su enfermedad, buscando su absolución como responsable de la enfermedad que padecía. Ella a su vez, me decía que si no tuviera que trabajar tanto, podría cuidar de su marido enfermo.

Llegó el buen tiempo, y por la ventana de su rincón, asomaba el sol. El me permitió que lo levantara y con un andador, dio unos pasos. Era la primera vez que andaba más de un metro en casi un año.

El primer día que consiguió ir al cuarto de baño, se lo dijo a cada una de las personas que esa tarde pasaron por la unidad, e invitó a barritas de chocolate a todas las enfermeras del turno. Por mi primera vez, su tesoro lo compartía, le habíamos bañado en la cama, aspirado sus secreciones, cortado las uñas…pero no nos había permitido tocar su chocolate. Era su tesoro, nunca nos permitía abrirle el cajón de su mesilla, decía que ahí tenía sus cosas. Era como si quisiese que algo de su rincón se mantuviese al margen de las personas que continuamente invadían su intimidad, su relación con su mujer, su relación con la máquina, era como si fuese lo único que le quedase bajo su control.

Aquel día, compartió con nosotros lo único que le quedaba a su control. Me dijo “Rocío, abre el cajón de la mesilla y saca el chocolate, por favor”. Pero él estaba a menos de un metro de ese cajón.

La siguiente recaída fue pasado un mes, aproximadamente. Esta vez, hubo que volver a conectarle, los médicos decían que no sabían cómo iban a hacer frente a esta nueva infección, que el microorganismo se hacía cada vez más resistente al tratamiento. La mayor parte del tiempo, él tenía la mirada perdida. De vez en cuando, parecía despertar, me miraba a los ojos, creo que buscando complicidad tras la mascarilla de protección.

Recibí la noticia a 600 kilómetros de distancia, era un mensaje de una compañera al móvil que decía “Arlindo morreu”. Hoy, siete años más tarde, aún sonrío al abrir una chocolatina.

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