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Index de Enfermería

versão On-line ISSN 1699-5988versão impressa ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.17 no.4 Granada Out./Dez. 2008

 

MISCELÁNEA

DIARIO DE CAMPO

 

Cuando Amytam despierta

When Amytan wakes up

 

 

Mª Francisca Llopis Puigmartí

Enfermera, Hospital de Dia de L’institut Català d’Oncología, Girona, España. Fllopis@Iconcologia.Net

 

 

Muchas veces no hacen falta palabras para entendernos, la comunicación no verbal puede ser tan importante y tan explícita en las relaciones humanas que pueden convertirse en una verdadera arma de trabajo para la enfermería transcultural.

 

Era el otoño de 2005 cuando, coincidiendo con mis vacaciones y con un brote de Malaria, se me pidió mi colaboración para acudir a un dispensario sanitario de una ONG catalana del noreste del Senegal, en un pueblo llamado Guerle, al cual periódicamente se envían grupos de estudiantes de medicina acompañados de alguna enfermera y de algún médico si es posible. Me pareció una propuesta interesante, pues siempre me he sentido atraída por este tipo de iniciativas, así que la idea de compartir un poco de mi tiempo libre con mis conocimientos sanitarios, mis ganas de viajar y de conocer nuevas culturas se unieron y me lancé a la aventura.

 

La preparación del viaje estaba en marcha: recogida de medicamentos y otros materiales para la expedición, un pequeño diccionario de Wolof (la lengua más hablada), artículos sobre la Malaria y protocolos de tratamiento, en fin, una toma de conciencia de lo que se avecinaba, y al fin llegó el día del viaje. Al aterrizar en Dakar, la capital, era de noche y una nube de personas de piel oscura nos rodeaba, teníamos que ser muy hábiles para evitar registros inútiles del material, así que todo ocurrió muy deprisa y pronto nos hallamos en una furgoneta que nos debería llevar hasta Guerle. El viaje fue largísimo, con numerosas paradas: múltiples controles policiales, compra de agua y víveres y reventón de rueda incluido.

Ya en el pueblo descubrimos el dispensario, único edificio de ladrillo de la población y que iba a ser nuestro refugio durante las tres semanas que iba a durar nuestra estancia allí. Alrededor del que iba a ser nuestro hogar, chozas redondas y con techo de troncos, tal y como las había visto dibujadas en los libros de cuentos africanos y en algún reportaje de televisión, decenas de niños, la mayoría descalzos, con grandes camisetas de propaganda medio rotas, mujeres altísimas transportando agua y otros artículos encima de sus cabezas, grupos de hombres sentados observando o parlamentando, gallinas raquíticas, cabras y algún que otro burro suelto.

Cuando bajamos de la furgoneta, allí estaba Maurice, el muchacho africano que trabaja de enfermero y que chapurrea francés, con una sonrisa ancha y una mirada que reflejaba satisfacción ante nuestra llegada. El edificio donde se encuentra el dispensario consta de una planta baja, con un patio y un gran árbol central que se utiliza como sala de espera, un dispensario médico, una sala de partos, una sala de hospitalización, una farmacia y un par de lavabos con ducha, y en el piso superior, unas salas y una terraza que sirven para alojar a los cooperantes.

Durante nuestra estancia, los estudiantes iban a realizar un estudio sobre el estado de salud de los niños que acudieran a visitarse, y mi trabajo consistiría en atender a los enfermos hospitalizados junto con Maurice e intentar enseñarle algunos de mis conocimientos de enfermería adaptados a sus posibilidades.

En la sala de hospitalización donde iba a desenvolver mi trabajo había cuatro camillas y una cama, algún que otro palo de suero medio oxidado, una caja de cartón a modo de cubo de basura y un pequeño banco de madera. Cuando entré había tres enfermos ingresados, dos adultos y una muchachita de unos seis años postrada sobre la única cama de la sala, envuelta con un trozo de tela sobre el colchón desnudo y sentada junto a ella estaba su madre. Hacía tres días que había llegado con fiebre muy alta y a pesar de la hidratación y de los antipalúdicos endovenosos, parecía que no mejoraba con el tratamiento, estaba profundamente dormida y no respondía prácticamente a los estímulos. Indagando sobre ella descubrí que entre la medicación que se le administraba se encontraba Diazepán 10mg una ampolla 3 veces al día, así que, comentándolo con el médico que esta vez acompañaba al grupo, nos pareció que ésta podía ser la causa del letargo al que estaba sumida y decidimos seguir con la hidratación y los antipalúdicos y dejar de administrarle el sedante. A los dos días la muchachita, Amytam, empezó a despertar, fueron unos momentos de emoción: sus ojos curiosos, aunque cansados, se posaron sobre mi cara con dulzura y sorpresa, y tendió su mano negra sobre mi mano blanca observando cuan distintas eran de color. Su madre, que no se había movido de su lado durante todo el tiempo, esbozó una leve sonrisa; no hablaba ni tan siquiera wolof, ya que pertenecía a otra etnia, la Peul, así que nuestra única comunicación se había limitado al lenguaje no verbal: miradas, tono de voz mostrando tranquilidad, movimientos de cabeza afirmativos o negativos respondidos con suaves sonidos guturales en caso afirmativo por parte de ella, contacto y muestras de cariño hacia su hija al ver como poco a poco iba respondiendo al tratamiento. Era una mujer paciente, silenciosa, observadora, discreta, en ningún momento se mostró intranquila, parecía preparada para lo que pudiera suceder. En un par de días más, pudimos dar el alta a Amy.

Ante este hecho, mi trabajo con Maurice fue enseñarle a calcular la dosis que debería emplear con los niños según su masa corporal, fue un trabajo arduo, pero al fin creo que fue provechoso y entre todos conseguimos que Maurice no sólo tuviera buena voluntad para tratar a los enfermos sino que también tuviera interés para mejorar sus conocimientos sanitarios y actualmente, gracias a una subvención de la ONG, está cursando estudios de enfermería en Senegal.

Nuestra estancia en Guerle estaba a punto de finalizar, habíamos trabajado duro, sin sábados ni domingos, atendiendo las largas colas de enfermos con Malaria y patologías varias que en nuestra casa ya están prácticamente erradicadas: también nosotros habíamos aumentado nuestros conocimientos sanitarios y habíamos agudizado nuestros sentidos para realizar nuestro trabajo con los medios de los que allá disponíamos.

Antes de nuestra partida, mis compañeros me avisaron de que había una mujer con una niña que me buscaba, era ella, Amytam, mi muchachita favorita, ataviada seguramente con su mejor vestido, bien peinada, irreconocible, pero con una leve sonrisa que la caracterizaba, la cogí en brazos: era un peso pluma precioso. Su madre, como durante todo el ingreso de la muchachita, esbozó una leve sonrisa de agradecimiento, sin habernos cruzado prácticamente palabra, me pareció que la conocía de hacía mucho tiempo y que a pesar de las diferencias culturales y de lengua, nos habíamos entendido más fácilmente de lo que jamás me hubiera imaginado.

Mis conclusiones sobre esta vivencia, sin lugar a dudas gratificante, son que muchas veces no hacen falta palabras para entendernos, que la comunicación no verbal puede ser tan importante y tan explícita en las relaciones humanas que pueden convertirse en una verdadera arma de trabajo para la enfermería transcultural, realidad que vivimos actualmente en nuestros lugares de trabajo debido a la migración mundial en la que estamos inmersos.

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