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Revista Española de Salud Pública

On-line version ISSN 2173-9110Print version ISSN 1135-5727

Rev. Esp. Salud Publica vol.81 n.5 Madrid Sep./Oct. 2007

 

COLABORACIÓN ESPECIAL

 

El conocimiento nutricional apenas altera las prácticas de alimentación: el caso de las madres de clases populares en Andalucía (*)

Nutrition-Related Knowledge Scarcely Leads to any Eating Habit Changes. The Case of Working-Class Mothers in Andalusia, Spain

 

 

Enrique Martín Criado.

Departamento de Sociología. Universidad de Sevilla.

(*) El artículo se basa en una investigación financiada, mediante contrato con la Universidad de Sevilla, por la Dirección General de Salud Pública y Participación Ciudadana de la Consejería de Salud de la Junta de Andalucía.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Muchas políticas de salud pública dirigidas a la prevención consisten en campañas informativas. Estas campañas parten de la idea de que la información es la clave para cambiar las prácticas de la población: provistos de la información necesaria, los sujetos cambiarían sus hábitos de vida para que fueran más saludables. Sin embargo, múltiples estudios han impugnado esta creencia: así, existe una gran distancia entre lo que se conoce sobre nutrición y las prácticas de alimentación cotidianas. Analizamos esta dinámica general en el caso de las madres de clases populares a partir de los resultados de una investigación cualitativa realizada en Andalucía sobre prácticas y discursos en torno a la alimentación. Aquí también nos encontramos con una gran distancia entre lo que se conoce sobre nutrición y las prácticas de alimentación cotidianas. En el artículo se analizan las razones de esta discordancia, así como las dinámicas que llevan a continuas distorsiones y reinterpretaciones de los mensajes difundidos por las autoridades sanitarias.
A partir de estos análisis se proponen algunas recomendaciones de cara a la política de salud pública: en vez de campañas informativas generales, serían más eficaces acciones más localizadas o que incidieran en las condiciones materiales de vida.

Palabras clave: Política de salud. Conducta alimentaria. Clase social. Salud de la mujer. Género. Sociología. Investigación cualitativa.


ABSTRACT

Many prevention-oriented public health policies consist of informative campaigns. These campaigns are based on the idea that information is the key to changing the practices on the part of the population thinking that, once provided with the necessary information, the subjects would change their living habits to more healthy ones. However, many studies have refuted this belief: There is a major gap between what is known about nutrition and actual everyday eating habits. An analysis is provided of this overall dynamic in the case of working-class mothers based on the results of qualitative research done in Andalusia on eating habits and discourses. Here also, we find a major gap between what is known about nutrition and actual everyday eating habits. In this article, an analysis is made of the reasons for this discrepancy as well as of the dynamics leading to continual distortions and reinterpretations of the messages given out by the health authorities.
Based on these analyses, recommendations are proposed with a view to public health policy: Instead of general informative campaigns, more localized actions or actions which would have a bearing on the material living conditions would be more effective.

Key words: Health policy. Feeding Behavior. Food practices. Food policies. Social class. Women’s health. Gender. Sociology. Qualitative research.


 

Introducción

Una parte importante de las políticas de salud pública, especialmente en el ámbito de la prevención, consiste en campañas informativas y publicitarias. Estas campañas parten de una idea central: la información es la clave para cambiar las prácticas de la población. El supuesto subyacente es que los comportamientos de los sujetos se derivan principalmente de las ideas que tengan sobre los mismos: así, para cambiar los hábitos de alimentación, la primera acción consistiría en proveer a la población de las informaciones adecuadas sobre nutrición y sobre las consecuencias de la alimentación para la salud. En el extremo ideal, los sujetos informados o concienciados adaptarían sus comportamientos a las nuevas informaciones: cada uno gestionaría, como si fuera un empresario racional de su vida cotidiana, sus prácticas para maximizar su salud. Sin embargo, múltiples estudios han impugnado esta creencia: la distancia entre lo que se conoce sobre nutrición y las prácticas cotidianas es importante, y mayor en la clase obrera1,2.

A partir de los resultados de una investigación realizada, junto a J. L. Moreno Pestaña, con once grupos de discusión para la Dirección General de Salud Pública y Participación Ciudadana de la Consejería de Salud de la Junta de Andalucía sobre Prácticas y discursos sobre alimentación en la población en Andalucía, analizaremos algunas de las dinámicas que se hallan en el origen de esta discordancia entre las prácticas efectivas y las ideas o representaciones que se tienen sobre salud y alimentación3,4. Nos centraremos en un grupo concreto: las madres de clases populares. Comenzaremos analizando el cambio que se ha producido en la forma de concebir la salud y su relación con la alimentación. A continuación veremos qué dinámicas impiden, en muchos casos, alimentarse de la forma que se considera idónea. Esta discordancia entre ideas y prácticas llevará a una serie de modulaciones estratégicas de las concepciones de alimentación sana. Finalizaremos presentando algunas conclusiones que se derivan de estas dinámicas de cara a una política de salud pública.

 

La progresiva extensión del conocimiento nutricional entre las clases populares

El primer factor relevante que llama la atención cuando se analizan las conversaciones sobre alimentación entre madres de clases populares es la profusión de términos y preceptos tomados del discurso médico y nutricionista. Las menciones a elementos como vitaminas, minerales, grasas, calcio, fibra, colesterol, etc. son constantes. La identificación de la obesidad como malsana, también. Evidentemente, estos conocimientos tienen lagunas, presentan errores, zonas de incertidumbre: un nutricionista podría escandalizarse ante algunas de las afirmaciones. Pero si en vez de comparar los discursos con un baremo ideal (el conocimiento que tendría un médico) los situamos en perspectiva cronológica, sólo podemos llegar a una conclusión: el discurso médico sobre nutrición se ha convertido progresivamente en el referente principal para hablar de alimentación. Varios índices nos los muestran: a) a medida que las mujeres son más jóvenes su conocimiento nutricional es mayor, lo que revela una progresiva extensión del mismo con el tiempo; b) las participantes en los grupos de discusión compiten entre sí por mostrar sus conocimientos nutricionales, lo que revela la legitimidad del discurso médico; c) en las discusiones sobre alimentación infantil se menciona a médicos y farmacéuticos como autoridades legítimas, nunca a las propias madres de las participantes: en el ámbito de la salud, la tradición ha perdido su autoridad a favor de la medicina.

Múltiples factores han contribuido a esta extensión: la difusión de estos conocimientos por los medios de comunicación de masas, la mayor cobertura sanitaria, el aumento de la escolarización… Así, el acceso creciente a los servicios médicos ha servido para ir incorporando, en las visitas a pediatras o por enfermedades propias o familiares, muchos de estos preceptos. A su vez, el aumento de la escolarización ha impulsado la propensión y la capacidad para apropiarse de elementos de la cultura legítima –de la que el conocimiento médico forma parte–. Aquí hemos de tener en cuenta que las categorías médicas presentan todos los rasgos de la cultura escrita y escolar –aprendizaje erudito de un código que no se corresponde con la experiencia inmediata–. Por ello, a medida que los sujetos están más escolarizados, disponen de más competencia cognitiva para apropiarse del discurso médico5,6.

La progresiva asimilación de los discursos nutricionales forma así parte de una dinámica más general: la creciente difusión de los conocimientos médicos entre la población. Ello ha transformado la forma de concebir la salud y la enfermedad.

Entre las mujeres mayores y menos escolarizadas persiste la concepción de una separación radical entre salud y enfermedad: ésta constituye un ámbito bien circunscrito de disfunciones físicas que trastornan el funcionamiento cotidiano del cuerpo, debilitándolo, incapacitándolo para llevar a cabo las tareas ordinarias; en ausencia de estos trastornos, una persona se halla sana. El salto de un estado a otro se produce de manera brusca: repentinamente se cae enfermo; la salud se recupera gracias a algún remedio que anule la enfermedad. Ello supone, respecto a la alimentación, una distinción radical: uno sólo ha de vigilar su alimentación en estado de enfermedad, ya sea tomando alimentos-remedio (para combatir dolencias específicas) o alimentos que dan fuerza (para superar la debilidad). Esta comida de enfermos sólo se mantiene mientras persista la enfermedad: remediada ésta se vuelve a la comida normal. Esta concepción supone una escasa problematización de la alimentación ordinaria: ésta no conlleva riesgos para la salud, más allá de la intoxicación.

La concepción anterior se opone a la del discurso médico (especialmente el preventivo), para el que la salud constituye un estado ideal amenazado constantemente por la enfermedad. Mantenerse sano exigiría ceñirse a una delgada línea de comportamiento correcto: cualquier desviación de esta línea sería un paso hacia la enfermedad. La enfermedad declarada sería el último eslabón de un deterioro progresivo del organismo producto de estas desviaciones: por ello, habría que controlar cotidianamente la alimentación. Esta concepción rigorista de la salud (que exige un continuo control de sí y del entorno) se encuentra en su forma más pura entre ciertas fracciones de las clases medias cultivadas.

Esta concepción médica se ha extendido progresivamente a las madres de clases populares. Por un lado, para la mayoría de ellas la enfermedad ya no se limita a disfunciones físicas que incapacitan para las labores cotidianas: se puede estar enferma sin sentir molestias ni dolores. Es significativo, al respecto, el desplazamiento que se ha producido en la consideración de valores elevados como el azúcar en la sangre, la hipertensión o el colesterol: estas tasas, que indican predisposición a la enfermedad, se interpretan como enfermedades en las que es imperativo controlar y cuidarse aún en ausencia de síntomas físicos evidentes. Por otro lado, al incorporar en buena medida los criterios médicos, se tiene una concepción más continua de la separación entre salud y enfermedad. Así, la mayoría comparte la idea de que la salud no es simplemente la ausencia de enfermedad, y la mala alimentación o los malos hábitos pueden conducir progresivamente al deterioro físico. Aunque aquí la concepción es menos rigorista que en el discurso preventivo o en el de las clases medias cultivadas: para estas madres el ámbito de los comportamientos sanos es mucho más amplio, a la enfermedad no se llega por una acumulación de pequeñas desviaciones, que no tendrían mayores repercusiones sino por excesos, abusos, lo que permite un margen de consumos esporádicos de productos malsanos mucho mayor.

El conocimiento nutricional se conforma así progresivamente como un bagaje imprescindible de la buena madre en las clases populares. Debido a la persistencia de la división tradicional de género –aunque ésta se halle también en transformación–, las mujeres siguen siendo las encargadas principales de la alimentación familiar, así como del cuidado de niños y enfermos. Este papel se traduce simbólicamente en el esquema de la buena madre: aquella capaz de sacrificarse y entregarse para procurar lo mejor para su familia. Debido a la extensión de la concepción médica de la salud y la nutrición, este esquema supone ahora procurar cotidianamente una alimentación saludable para la familia, lo que requiere un conocimiento de los preceptos nutricionales: de ahí una búsqueda activa de los mismos en publicaciones, conversaciones, visitas al médico… Aunque ello no implica que el conocimiento sea perfecto. Por un lado, estos conocimientos, al asimilarse de forma discontinua –en relación con enfermedades familiares, con preocupaciones específicas como el control de peso, con la alimentación de los niños pequeños…– presentan un carácter fragmentario. Por otro lado, los nuevos conocimientos se reinterpretan a partir de esquemas y categorías anteriores, que llevan a asimilar más fuertemente unos –al engranar con categorías previas–, a ignorar otros –por hallarse en contradicción con esas categorías– o a diversas distorsiones.

Podemos ilustrar esto viendo uno de los esquemas centrales en su categorización de la alimentación: lo natural es sano. Este esquema rebasa ampliamente la oposición entre productos frescos e industriales, ya que incorpora categorías morales y sociales que desbordan el ámbito alimentario. Así, lo natural es lo de aquí –del pueblo, de la región– frente a lo de fuera. También es lo tradicional, lo conocido de toda la vida, frente a los alimentos y preparaciones nuevas. Asimismo, la comida se ve más natural cuanto más trabajo materno incorpore: ello opone la comida casera, lenta, realizada con el esfuerzo y dedicación propios de una buena madre, a la comida rápida o industrial, que evidencia despreocupación y falta de entrega materna7. Este esquema hace que sean rápidamente asimilados todos aquellos preceptos que engranen con él: así, la condena de los productos preparados industrialmente, de la comida rápida o de las hamburguesas –comida nueva, extranjera y rápida–, o la defensa del aceite de oliva –de aquí y de toda la vida– o de las legumbres –comida tradicional, de toda la vida, que se cocina lentamente–. Pero también lleva a ignorar otros –así, el discurso sobre la pérdida de nutrientes por la cocción prolongada, al oponerse al valor de la comida lenta– y conduce a numerosas distorsiones: los embutidos de mi pueblo, tradicionales y de aquí, a diferencia de los industriales, no pueden ser malos para la salud; los huevos de corral de aquí tendrían menos colesterol que los industriales de fuera, o el bollo de la panadería de toda la vida sería sano frente al bollicao.

El discurso nutricionista es así constantemente buscado y asimilado, a la vez que se le somete a reinterpretaciones y distorsiones. Estas son más probables a medida que los preceptos son más generales. Es lo que ocurre con recomendaciones como tener una alimentación equilibrada o una dieta mediterránea: éstas son bien acogidas porque engranan con esquemas previos –la primera con el precepto popular de tener buena boca y comer de todo, la segunda con la defensa de las comidas de aquí y de toda la vida–, pero a su vez sufren fuertes reinterpretaciones que llevan a que la mayoría de las madres afirme que en su casa se come de todo y se sigue una dieta mediterránea a pesar de que las prácticas efectivas sean muy diversas. En muchos casos, se puede afirmar que se aprenden los términos –dieta mediterránea, alimentación equilibrada– sin cambiar significativamente las prácticas.

 

Las constricciones prácticas y simbólicas sobre las prácticas alimentarias

El discurso nutricional se somete a reinterpretaciones que lo modifican. Esta dinámica, sin embargo, no supone en la mayoría de los casos alejamientos significativos respecto a las recomendaciones médicas. Si las prácticas efectivas se alejan –en grados muy variables– de la norma nutricional, ello se debe a que las razones de salud sólo son un factor más en juego. Junto a ellas juegan, en la alimentación cotidiana, constricciones materiales y marcos de significado que rebasan ampliamente el registro de la salud.

Estas constricciones son evidentes en el caso de las madres. Aunque sean las encargadas de la alimentación familiar, no la deciden libremente. Primero, por la persistencia de la jerarquía de género tradicional: los gustos del marido son determinantes. En segundo lugar, porque en muchos casos –debido a procesos que hemos analizado en otro lugar8– imponer comidas a los hijos se convierte en una tarea titánica que se enfrenta a una fuerte resistencia filial. Responsables de la alimentación familiar, estas madres se ven sometidas a un constante juego de negociaciones con el resto de la familia que limita su margen de maniobra. Tanto más cuanto que cocinar para la familia implica también intercambios afectivos y búsqueda de reconocimiento. Por una parte, la buena madre se preocupa por el bienestar de sus hijos, pero también por su felicidad, lo que conduce a cocinar lo que les gusta o a renunciar a imposiciones dietéticas para evitar tensiones afectivas. Por otra parte, el trabajo de ama de casa, que implica una multitud de tareas solitarias y generalmente poco valoradas, tiene un poderoso incentivo en el reconocimiento que se obtenga por parte de hijos y maridos del esfuerzo realizado: este reconocimiento se produce principalmente por su labor en la cocina, y lo hace no por su adecuación a preceptos médicos sino por su capacidad de ofrecer alimentos y sabores que sean apreciados. De ahí que, en muchos casos, se imponga el imperativo de cocinar comidas que gusten a la familia al de adecuarlas a los preceptos nutricionales.

Otras constricciones importantes son la disposición de dinero o de tiempo. Esta última es crucial para las mujeres que trabajan fuera del hogar, cada vez más numerosas: la persistencia de la división tradicional del género les obliga a una doble jornada que convierte la vida cotidiana en una carrera contra reloj. De ahí que su consigna sea vamos a lo práctico: esto supone, junto a tácticas de racionalización de las tareas para ahorrar tiempo –como cocinar grandes cantidades y congelar–, un recurso constante a productos industriales y precocinados: precisamente los denostados tanto desde el esquema de asimilación de lo sano con lo natural como desde el discurso médico.

Un ámbito donde se cruzan constricciones materiales y simbólicas es el control del peso. Este constituye una preocupación central para todas las madres. Las razones de salud juegan aquí un papel reducido: mucho más importante es la imposición de un modelo social de jerarquía de los cuerpos que estigmatiza la gordura. No podríamos simplificar tachando a esta preocupación de meramente estética: la valoración que recibimos de los demás es el elemento fundamental de la autovaloración y la autoestima. La relación con otras personas nos recuerda constantemente lo que somos: esto es, lo que somos a ojos de los demás. Y el cuerpo es el elemento más visible a partir del cual somos juzgados en la cotidianeidad. La valoración que reciba nuestro cuerpo constituye un elemento esencial de nuestra forma de vernos, de nuestro sentimiento de bienestar o malestar con nosotros mismos. De ahí la repetición de las mismas experiencias: recibir un comentario del tipo parece que estás más gorda te baja la moral o puede llegar a deprimirte; bajar un par de kilos puede alegrarte, animarte. Lo que se juega aquí es el sentido del propio valor social y, con él, la autoestima.

Esta preocupación por el peso se enfrenta, en primer lugar, a los propios gustos alimentarios. El gusto de las clases populares se ha conformado durante generaciones en una situación donde convivían una escasez de recursos económicos con los elevados gastos calóricos que requería el trabajo físico de mujeres y hombres. De ahí que se privilegiaran los alimentos que proporcionaban una buena relación calorías / precio y con ello la preferencia por los productos grasos o azucarados. El premio es la pringá, las berzas sin tocino no saben igual, lo que más bueno está es lo que engorda: mediante estas afirmaciones los grupos manifiestan el arduo trabajo de luchar contra los gustos incorporados.

Las tácticas para perder peso también se enfrentan al esquema simbólico de la buena madre. La buena madre tiene como principal objetivo el cuidado familiar; sus gustos, preferencias, el propio cuidado de su cuerpo más allá de los casos de enfermedad estarían supeditados al cumplimiento de su función maternal. La buena madre miraría por los hijos antes que por sí misma. Frente a ella, la mala madre sería la que se mira demasiado: olvidaría a su familia o la relegaría a un segundo plano en una preocupación desmedida por su propio cuerpo. Este esquema obstaculiza cambios radicales de la dieta de la madre. Por un lado, ésta no podría imponer una dieta al resto de la familia, pues invertiría la relación de subordinación de sus propios objetivos a los familiares que implica el esquema de la entrega de la buena madre. Pero tampoco podría llevar una dieta individualizada sin estar enferma. Ello sería darse demasiada importancia, atentar contra el valor de la comida familiar conjunta además de constituir –en la medida en que los regímenes de adelgazamiento suelen integrar alimentos más caros que los habituales en la dieta de las clases populares– un acto de egoísmo imperdonable en una madre: “yo no me voy a comer un pez espada y le voy a poner a mi hijo un huevo frito”.

Las prácticas cotidianas, por tanto, no consisten simplemente en poner en práctica los conocimientos que se tengan sobre comportamientos saludables. Las constricciones materiales y los marcos de significado ajenos al registro de la salud suelen jugar un papel mucho más importante en la vida cotidiana que las ideas que se tengan sobre lo sano y lo malsano. Aquí hemos de tener en cuenta dos factores que muchos discursos sobre prevención ignoran: a) mientras que los beneficios de una nutrición adecuada son probabilísticos y a largo plazo, las constricciones materiales y simbólicas se juegan con carácter urgente, aquí y ahora; b) el seguimiento de una dieta idónea supone un control del entorno cotidiano –unas condiciones sociales y materiales específicas– muy alejado de las condiciones de vida de la mayoría de las clases populares. Ello no implica que no se tengan en cuenta las recomendaciones nutricionales en la vida cotidiana: éstas siempre juegan un papel, aunque su peso varíe en función de la configuración de constricciones. Si son numerosas las renuncias a cocinar la comida que se considera idónea, por falta de tiempo o por las exigencias de los gustos familiares, también lo son los intentos y pequeñas tácticas cotidianas por aproximar la dieta familiar a los preceptos nutricionales –o a la interpretación que se hace de los mismos–. Además, cuando hay enfermedades, las recomendaciones se siguen de forma mucho más estricta: aquí el riesgo ya no es incierto y a largo plazo, sino inmediato. Un buen índice de ello: aquellas mujeres en cuya familia existe alguna enfermedad o tasa elevada relacionada con la alimentación muestran un elevado conocimiento de los tipos de alimentos recomendados o proscritos por el discurso médico.

Nada más lejos de la realidad, por tanto, que los discursos catastrofistas que atribuyen a la población un desconocimiento total de los preceptos nutricionales o una completa indiferencia respecto a los mismos. Y nada aún más lejos que las acusaciones –comunes en ciertos cruzados de la vida sana– de que a estas madres no les importan sus hijos: si hay un valor fuerte, imperativo, entre las madres de clases populares éste es el de ser una buena madre capaz de sacrificarse para procurar lo mejor para sus hijos.

Es precisamente el peso del valor de la buena madre en la identidad de estas mujeres el que lleva a continuas apropiaciones e interpretaciones estratégicas de los preceptos nutricionales para presentarse –ante las demás y ante sí misma– como una buena madre que alimenta bien a sus hijos, manejando tácticamente la frontera entre comportamientos sanos y malsanos. Aquí hemos de tener en cuenta que los discursos sobre lo sano y lo malsano no son simplemente una cuestión de información; también son categorías morales, que jerarquizan a los sujetos –y especialmente a las madres– en buenos y malos –como muestran las acusaciones contra las malas madres que alimentan mal a sus hijos–. La recepción de las categorías médicas pone en juego la identidad y la moralidad de los sujetos: por ello, éstos no son meros receptores pasivos de informaciones, sino actores estratégicos que modulan tácticamente los preceptos médicos para situar las propias prácticas en el lado bueno de la frontera entre lo sano y lo malsano.

En el caso de las madres de clases populares, el recurso a estas apropiaciones estratégicas es constante debido a la contradictoria posición que ocupan: se les responsabiliza de que su familia coma sano al tiempo que se hallan sometidas a numerosas constricciones que limitan su margen de maniobra. Para superar esta tensión entre prácticas y normas, se intenta cambiar las prácticas, pero también se manejan estratégicamente las categorías. A ello contribuyen dos características centrales del discurso nutricional: a) muchos de sus preceptos son generales, dejando amplio margen de maniobra a las interpretaciones; b) debido a los avances en la investigación, a la diversidad de intereses implicados –farmacéuticas, industria alimentaria, etc.–, así como a su centralidad en los medios de comunicación –que difunden cualquier descubrimiento, por poco asentado científicamente que se halle–, se caracteriza por su constante transformación y heterogeneidad: más allá de un reducido corpus de categorías y relaciones causales ampliamente aceptados por la comunidad científica, constituye un enorme conjunto disperso de informaciones9. Ello deja abierto un amplio campo de opciones a las estrategias simbólicas de los sujetos, que pueden seleccionar aquellos preceptos que mejor se adapten a sus prácticas efectivas –ignorando los contrarios–, interpretarlos de manera que legitimen su alimentación cotidiana o impugnar aquellos contrarios a sus prácticas –bajo el argumento de que estos preceptos cambian constantemente y, por tanto, no merecen demasiada confianza–.

Ello se ve bien en las estrategias simbólicas de las madres trabajadoras. Ante la imposibilidad, por la falta de tiempo, de adecuar la dieta familiar a los preceptos nutricionales, impugnan éstos con el argumento de su diversidad y transformación: dado que constantemente aparecen nuevos riesgos alimentarios, que nos vemos bombardeadas por todo tipo de informaciones que luego son refutadas, no tiene sentido preocuparse más de lo debido. Como vemos, aquí la relación entre conocimiento nutricional y prácticas es inverso al que suponen muchas campañas de prevención: estas madres muestran un buen conocimiento de los preceptos nutricionales y de su cambio con el tiempo; este conocimiento apenas altera las prácticas efectivas, pero se utiliza estratégicamente para justificarlas. Esta misma relación se da en el resto de madres, aunque en relación a preceptos particulares. Cuando los preceptos se corresponden con las prácticas y gustos propios, son acogidos y repetidos con entusiasmo, incluso aunque se sea consciente de que han cambiado en el tiempo –es lo que ocurre, por ejemplo, con el aceite de oliva: todas están de acuerdo en que es muy sano y en que si antes se le condenaba, era por intereses de los extranjeros o los americanos–. Por el contrario, cuando los preceptos impiden comer alimentos apreciados o que se consumen habitualmente, la conciencia de la transformación temporal de las recomendaciones legitima un fuerte escepticismo respecto a las recomendaciones médicas, que se consideran ahora con relativismo –como están cambiando todo el tiempo, no sabemos si ahora serán ciertas, así que comamos lo que queramos–.

Otra estrategia extendida, posibilitada por la indefinición de los preceptos y por el hecho de que los riesgos son probabilísticos y a largo plazo, es jugar con los límites entre lo sano y lo malsano. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la norma de llevar una alimentación variada: ¿cuántos alimentos de cada grupo son suficientes para cumplir con el precepto? Aquí las posiciones varían en función del control que se haya logrado sobre los hijos. Cuando la madre logra una imposición fuerte, el precepto de la dieta variada puede abarcar muchos alimentos de cada grupo. A medida que se encuentra mayor resistencia filial, el criterio se va relajando, tanto en tipos de alimentos –un yogur de frutas sirve para cumplir con el precepto de incluir fruta en la dieta, unas natillas industriales pueden suplir la ingestión de otros lácteos– como en regularidad –en vez de todos los días, una vez a la semana o de vez en cuando–. El resultado final es que, independientemente de los alimentos efectivamente consumidos, todas las madres afirman que en su casa se come de todo. Esta estrategia con los límites se aplica también a la ingestión de alimentos considerados malsanos. Habíamos visto que, para la mayoría, a la enfermedad se llega tras un abuso, mientras que el consumo esporádico no supondría perjuicios para la salud. Ahora bien, ¿qué es abuso, consumo continuado o esporádico? Aquí el precepto se modula de acuerdo a las prácticas efectivas: en mi casa el consumo de estos productos malsanos es esporádico, abusar sería ir más allá, son otras las que consumen continuamente productos malsanos. En otras palabras, todas las madres manejan estratégicamente los preceptos de manera que sus prácticas efectivas queden del lado bueno de la frontera, del lado de la buena madre que se preocupa por que su familia tenga una alimentación sana.

Estas estrategias para adecuar los discursos a las prácticas desvían fuertemente las normas nutricionales de los objetivos que se proponen las campañas para su difusión. Pero el panorama sería incompleto si no tomáramos en cuenta también las estrategias en sentido inverso: aquellas que utilizan el discurso médico para legitimar o impulsar prácticas que responden a otras razones. Es lo que ocurre especialmente con el control del peso. Hemos visto que uno de los impedimentos para llevarlo a cabo era el esquema de la buena madre: ésta sólo podría cuidarse legítimamente por razones de salud. De ahí que todo el discurso médico que relaciona la obesidad con múltiples enfermedades sea rápidamente apropiado: permite presentar de forma legítima unas prácticas de control del peso que pueden ser acusadas de mirarse demasiado. Esta legitimidad es máxima si la razón es concreta –y no riesgos difusos–: aquí juega un papel estelar el colesterol. Bajar la tasa de colesterol supone prácticas –alimentarias y de ejercicio físico– similares a las de los regímenes de adelgazamiento. De ahí una convicción mayoritaria en todos los grupos de discusión femeninos: hay que vigilar el colesterol, aunque en este momento no se tengan valores elevados; basta con haberlos tenido en el pasado o que los tengan los propios progenitores o un familiar –supondría predisposición–. El éxito de los paseos del colesterol responde en parte a esta lógica: los grupos de mujeres que recorren conversando estas rutas han encontrado una razón legítima para justificar el cuidado de sí, al tiempo que para escapar de la reclusión en el hogar y tener un tiempo propio que compartir en este nuevo espacio de sociabilidad femenina.

 

Conclusión

Un repertorio privilegiado de las políticas de prevención ha consistido en la difusión de campañas generales de información para cambiar los hábitos de alimentación. Se suponía que, provistos de la información, los sujetos adecuarían sus comportamientos para hacerlos más saludables. Sin embargo, aunque estas campañas tengan efectos, éstos quedan siempre muy por debajo de lo previsto. Los análisis precedentes nos muestran la razón: no se trata de que estas madres carezcan de información nutricional –aunque en grados muy diversos–, sino de que no adecuan sus prácticas a la misma, ya sea por constricciones materiales, por su dependencia de otras personas, por la persistencia de unos gustos difíciles de modificar, o porque la alimentación no es únicamente una cuestión de salud para los sujetos: en ella se juegan factores prácticos, negociaciones, esquemas morales que sobrepasan ampliamente el ámbito de la alimentación y la salud. Por ello, los mensajes difundidos por las agencias sanitarias sufren múltiples reinterpretaciones y apropiaciones estratégicas. Esto nos lleva a un fuerte escepticismo sobre la posibilidad de cambiar los hábitos de alimentación con campañas de información generales. Estas, además, pueden tener efectos no deseados. Aquí hemos de tener en cuenta que los mensajes nutricionales de las autoridades sanitarias no se hallan aislados: compiten con una multitud de mensajes contradictorios lanzados por las industrias alimentaria y farmacéutica, así como por una proliferación incesante de noticias en torno a los últimos hallazgos de los distintos grupos de investigadores. La constante proliferación y sustitución de los mensajes más diversos produce escepticismo entre la población y legitima las selecciones estratégicas: dado que ninguna relación parece bien establecida, que las certezas de ayer son las falacias de hoy, la población se siente legitimada para hacer caso omiso de aquellos mensajes que no se correspondan con sus esquemas cognitivos, con sus gustos, con sus estrategias identitarias, con las constricciones, apuestas y placeres de su vida cotidiana.

Esto nos lleva a una primera conclusión general: los recursos gastados en las grandes campañas mediáticas estarían mucho mejor empleados si se dedicaran a acciones más localizadas. Así, hemos visto que, en caso de enfermedades o de tasas elevadas de colesterol o azúcar, los consejos dietéticos médicos se siguen de forma mucho más estricta. A pesar de su menor relevancia mediática, la interacción del médico con el paciente con ocasión de estas enfermedades es mucho más eficaz para cambiar las prácticas efectivas: todo esfuerzo dedicado a mejorar esta interacción y la atención médica cotidiana, así como a suministrar materiales de dietas a seguir o evitar en caso de enfermedades o dolencias concretas, supondría un aprovechamiento mejor de los recursos públicos.

Una segunda conclusión general es que los cambios en los hábitos de alimentación suponen factores que escapan en muchos casos al ámbito de intervención sanitario. Así, para las mujeres trabajadoras el principal problema es la falta de tiempo debida a la doble jornada. Aquí las políticas deberían ir en dos sentidos. En primer lugar, en facilitar a estas madres su labor: así, extendiendo comedores escolares y guarderías. En segundo lugar, en propiciar una división de género más igualitaria y una mayor participación masculina en las tareas domésticas. Esta segunda labor, a largo plazo, sería en realidad beneficiosa para todas las madres. Como hemos visto, uno de los principales obstáculos a un mayor cuidado del propio cuerpo es la persistencia de un esquema de buena madre sacrificada que perpetúa la división de género: toda política que vaya en el sentido de una división de género más igualitaria o de legitimar el cuidado del cuerpo de las madres tendría así efectos positivos en la salud de estas mujeres –y por motivos que sobrepasan ampliamente el ámbito de la alimentación–.

 

Bibliografía

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Dirección para correspondencia:
Facultad de Ciencias de la Educación (sección Pedagogía)
Edificio de Filosofía, Psicología y Pedagogía.
C/ Camilo José Cela, s/n
41018-Sevilla.
Correo electrónico: martincriado@gmail.com

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