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Revista Española de Salud Pública

On-line version ISSN 2173-9110Print version ISSN 1135-5727

Rev. Esp. Salud Publica vol.83 n.1 Madrid Jan./Feb. 2009

 

COLABORACIÓN ESPECIAL

 

Treinta años de evolución de la economía de la salud

Health Economics: Thirty Years of Evolution

 

 

Guillem López Casasnovas

Catedrático de Hacienda Pública.
Departamento de Economía y Empresa de la Univ. Pompeu Fabra.

 

 


RESUMEN

El propósito de los comentarios que siguen es ofrecer al lector una reflexión de corte eminentemente subjetivo acerca de cuál es la evolución registrada en el pasado y los nuevos desarrollos que está tomando en la actualidad la Economía de la Salud como disciplina académica, así como en su intersección con la política sanitaria, y cuáles son los referentes fundamentales para comprender las grandes encrucijadas que hoy afronta.

Palabras clave: Economía. Servicios de salud. Políticas públicas.


ABSTRACT

The purpose is to offer a subjective reflection on the evolution and the new developments of Healths Economics as an academic subject, its influence in the health policies and funfamentals for understanding its big crossroads today.

Key words: Economics. Health services. Public Policies.


 

Introducción

Son ya treinta años de estudios de Economía de la Salud, en un gradiente de trabajos que transcurre desde el análisis más económico de la asistencia sanitaria en sus diferentes aspectos a algunas aportaciones más cercanas a la elaboración de políticas sanitarias en los grandes temas de la eficiencia y equidad del sistema de salud. Las líneas que siguen suponen a este respecto una visión eminentemente personal, aunque resultado de una bibliografía de referencia que se adjunta al final de este texto, resultado de haber tenido oportunidad de compaginar la literatura más académica con el seguimiento de algunas innovaciones prácticas derivadas del análisis. Estas incluyen en nuestro país, desde los grandes temas de financiación general y territorial autonómica, a los relativos a la financiación de los proveedores y particularmente de la financiación hospitalaria y nuevos entornos capitativos, formas organizativas institucionales consorciadas y fundacionales, partenariados públicos y privados, políticas de concertación y análisis de formas de aseguramiento complementarias y substitutivas del aseguramiento público, y la evaluación económica en general. Todas ellas han formado en un modo u otro parte de la contribución de la Economía de la Salud al mejor funcionamiento del sistema sanitario, ya sea desde la Teoría de las Organizaciones, las Finanzas Públicas, la Economía del Bienestar o del análisis empírico cuantitativo de la realidad observada.

 

Guía para no perderse en economía de la salud

Del mismo modo que no es difícil distinguir entre un buen y un mal economista, especialmente en una disciplina como la nuestra1 en la que interaccionan muchos campos afines, tampoco lo es discernir contribuciones relevantes de las eminentemente espúreas o de contenido ideológico ‘ad hoc’. Ésta sería en cualquier caso ‘mi guía para no perderse’ ante los distintos vectores en presencia:

1. Siendo como es amplísimo el crecimiento y campo de aplicación de lo que se puede entender como Economía de la Salud a partir de las contribuciones de economistas, gestores y politólogos de la salud (esto es, desde lo macro a lo micro pasando por lo ‘mezzo’; con ingredientes teóricos y aplicados, normativos y positivos, analíticos y empíricos, respaldados o no con el conocimiento complementario de la sociología, derecho y salud pública, entre otras disciplinas), podríamos identificarla como disciplina a partir de la investigación que utiliza el análisis económico, teórico o empírico, dirigido a un problema de micro o macro organización del sistema de salud2. Si ésta es la acotación del campo de la Economía de la Salud, éstas serían las diferencias fundamentales de perspectiva de análisis respecto de las tareas del resto de colectivos3. Así: (i) entre quienes analizan y prescriben políticas de gasto sin referencia alguna a políticas de ingresos (esto es, tomando como dados los recursos, ya disponibles o que se pueden disponer libremente sin atender a sus costes) y quienes miran a ambos lados del presupuesto; (ii) entre quienes, aún no ignorando los aspectos de financiación, consideran que lo público ‘llama’ siempre a nuevos ingresos fiscales (es decir, que desconocen la regulación, precios y copagos como alternativas substitutivas); (iii) que en su referencia a los impuestos, negligen el concepto de ‘exceso de gravamen’, entendido como pérdida de bienestar vinculada a una imposición distorsionaria; (iv) que utilizan como substitutivos de lo ‘público’ al Estado, y a su vez a éste como subrogación de lo ‘social’. En otras palabras, un ‘mal economista’ de la salud es a menudo distinguible por centrase exclusivamente en políticas de gasto, ignorando el concepto de pérdida de bienestar resultante de la fiscalidad en general, y por entender sociedad y Estado como una misma cosa. Dicha visión de la Política sanitaria muestra dificultades en un sistema público de salud en otorgar cierto papel a los precios privados regulados o a las primas comunitarias, identificando que la solidaridad en financiación pasa exclusivamente por el recurso a los ingresos fiscales presupuestados4. Así mismo, otorga al sector privado un peso puramente residual al prejuzgar que el aseguramiento público es siempre social mientras que, asume, el privado no lo podrá ser nunca –ni aunque se regule–. Este fenotipo de economista de la salud no aceptaría, por ejemplo, en evaluación económica o en priorización sanitaria criterios de disposición a pagar, considerando tan sólo las opciones expresadas sobre los recursos públicos disponibles, como expresión de la voluntad social, lo que impone los límites en los que acotar la acción pública en los servicios de salud5.

Ello es a mi entender en general desafortunado, porque en el primer caso (‘impuestos sólo’) se ignora que algunos instrumentos de financiación privada pueden ser en ciertos ámbitos más equitativos que algunos impuestos indirectos (regresivos, que recaen en contribuyentes que no son usuarios), que las primas colectivas, aún a cargo de los asegurados, son solidarias (del asegurado sano al enfermo) y se desconocen, en general, los desincentivos que la tributación provoca: sobre el esfuerzo, el consumo futuro frente al consumo presente, la responsabilidad individual, etcétera, no siendo el menor, por último, el vincular derechos de acceso a servicios públicos al nivel de patrimonio, penalizando de este modo el ahorro y desresponsabilizando a los ciudadanos ante las contingencias previsibles de la vida (las más comunes de la enfermedad, la dependencia, la jubilación –sin incertidumbre alguna incluso en este caso–).

En el segundo de los aspectos (‘lo social es lo público’, ‘lo público es la administración’), el debate entre unos y otros llega a los más recónditos extremos de la política sanitaria6, como es el caso de la evaluación económica, bajo el cliché del enfrentamiento entre los denominados welfaristas y los no-welfaristas7. Les separa la consideración de cómo definir los criterios de disposición a pagar (DAP), ni en sus agregados, para determinar la preferencia colectiva. Es decir, aún aceptando que la asignación no debiera de regirse por el principio de ‘accede quien puede pagar’, unos considerarían la posibilidad de valorar preferencias bajo condiciones hipotéticas (contingentes), y construir con ellas valoraciones de actuaciones socialmente deseadas vista su contribución al bienestar, dado que la sociedad muestra preferencias de beneficios superiores al coste; mientras que los otros negarían toda posibilidad de valoración en este terreno, substituyendo la conjugación de preferencias colectivas por el más puro proceso político8. De modo que frente a los primeros, los no-welfaristas interpretan que los esfuerzos de la evaluación comienzan y acaban con el presupuesto público en cada caso disponible, dando por hecho que éste recoge ya las valoraciones sociales (esto es, de prestaciones que superan el valor actual neto de beneficios sobre costes, como requeriría un welfarista)9. Ello se reflejaría en recursos trasladables directamente a las utilidades conjuntas –tal como ofrecen instrumentos tipo Años de Vida Ajustados por Calidad (AVACs) como medida de resultados–, a efectos de establecer un ranking de lo que ‘entra y no entra’ en un sistema público. A diferencia de los welfaristas, para quienes el ‘punto de corte’ (hasta donde ‘entra’) lo marca un Valor Actual Neto (VAN de beneficios superiores a costes) positivo, para los extra welfaristas éste vendría dado en cada situación por el nivel de recursos públicos totales disponibles3.

Nótese por lo demás que los criterios dinámicos de inclusión/exclusión según ratios de coste/utilidad o efectividad, valoran únicamente los costes como ‘costes afectos al presupuesto público’, confiando en recoger en las mejoras de calidad (AVACs, en el numerador del ratio) aquellos otros aspectos que supuestamente inciden en los ciudadanos beneficiarios, en términos medios, para cada prestación, aunque no se expresen en variaciones en los costes públicos.

En consecuencia, todo ello se refleja en cierta medida en una especie de esquizofrenia para el conjunto del sector sanitario, que recibe elevadas valoraciones para las innovaciones sanitarias en el valor salud10, por la contribución que suponen para pacientes, o grupos de ellos, identificadas aquí con la disposición colectiva a pagar11, como no puede ser de otro modo. Por ejemplo, a través de la cuantía de recursos sacrificables, pongamos por caso, por el derecho a optar a nacer hoy frente a hacerlo hace cincuenta años, vistos los cambios en esperanza de vida ajustada por la calidad con que se vive hoy12. Dichas valoraciones sin embargo no se recogen siempre después en aumentos de gasto público: restringido el total de la financiación sanitaria a la financiación pública, como es lógico según el peso aceptado que se de a la presión fiscal, el proceso de decisión política sigue los derroteros de las opciones generales del gasto público. Se trata de contabilizar otras medidas que las de la maximización del valor de la salud (infraestructuras, garantías de acceso a renta de pensionistas, de mileuristas al mercado de trabajo, rentas mínimas de inserción, vivienda, etc.), y aún siendo éstas a menudo más etéreas, resultan igualmente incidentes en el bienestar colectivo. Simplificando algo podríamos decir que éste es el coste por ser no-welfarista (contrario a la utilización de la DAP, ni de manera colectiva): la de no poder argumentar a favor de más recursos por el mayor valor de la salud (hoy transaccionados políticamente en los presupuestos públicos a favor de objetivos otros a los de maximizar exclusivamente AVACs!).

Finalmente, como señalan algunos, la lejanía del poder separa a unos y otros tipos de economistas: los welfaristas resultan más teóricos y ‘menos prácticos’ en este sentido para la toma pública de decisiones (no aceptan la restricción presupuestaria pública como ‘dada’), aunque sus argumentos sean más consistentes (por ejemplo, comparando entre presupuestos con el mismo numerario –la DAP– ante alternativas diferenciadas) y resisten en mayor medida la manipulación política ad hoc. Por otro lado, los welfaristas son hoy los preferidos por la industria farmacéutica y otros lobbies de la innovación sanitaria que saben que sin la contribución de la DAP a la prueba de un VAN positivo los roles del medicamento innovador13 o de una prestación sanitaria privada quedan mayormente al albur de la interpretación política (montos presupuestarios habilitados para gasto).

2. Como resultado de lo anterior, que lo impregna todo o casi todo, buena parte de las discusiones que tenemos los economistas de la salud tienen que ver con el papel de la financiación privada en un sistema sanitario público14. A modo de ejemplo, si se cree que lo que ofrece el aseguramiento privado complementario y voluntario es de ‘escasa calidad, mayormente hotelero y centrado en servicios banales’ ¿por qué preocuparse de la inequidad que pueda provocar su utilización siempre que ésta sea financiada con cargo al asegurador privado? O, por ejemplo, como lo que no cubre el sector público en un sistema democrático no queda prohibido ¿no sería mejor ordenar efectivamente y no a modo ‘de aluvión’, lo que entra y lo que no entra para definir un rol complementario, diáfano de verdad, para el sector asegurador privado, incluso incentivado (para aquellas prestaciones de ratio coste efectividad favorable aunque no prioritarios desde los recursos presupuestarios disponibles) a través de deducciones fiscales para las prestaciones no concurrentes con las públicas (tratándose como se trata de un bien de mérito a tutelar)? O, ante la duda de posibilidad de que el sector público sea capaz de regular correctamente el sector sanitario, optando por involucrarse tan sólo indirectamente en la provisión de los servicios bajo formas de concertación, concesiones o vouchers para responder a las preferencias ciudadanas con más alternativas de provisión, optan por abolir y no generalizar la libre elección.

Destaca igualmente la preferencia fuerte en considerar que la igualdad que ha de preocupar es la de acceso más que la de utilización a igual necesidad15. Y ello no por igualar oportunidades a priori desde el liberalismo individualista, sino por la mayor comodidad de gestores y políticos: de los primeros por facilitar su trabajo –ya que preocuparse de igualar consumos o resultados requiere esfuerzos más complejos entre funciones asistenciales e incluso intervenciones sectoriales realizadas desde fuera del sector salud para un mayor bienestar–. Para los segundos, los políticos por no tener que discriminar positivamente entre colectivos –discriminación que de otro modo se recibe como un agravio por los no elegidos y una simple confirmación de derecho pendiente para los sí elegidos.

De nuevo, para este fenotipo de economista de la salud, el universalismo, considerado como derecho de acceso a precio cero, es suficiente para satisfacer sus preocupaciones por la equidad. Como si no existieran otros costes de oportunidad (de trabajo, información, educación, costes no monetarios…) más allá que la gratuidad o no del servicio. Ello aboca a algunos a instalarse en la denominada ‘consolidación del sistema’, sobre la base de (i) la provisión pública con producción directa de servicios, que se rige por sistemas jerárquicos con organizaciones burocratizadas que son poco más que centros de coste del sistema, sin responsabilización alguna por parte de los proveedores en sus resultados, (ii) la desconfianza en la separación de funciones y en el mayor papel de la regulación, ignorando que en las negativas a aprender a regular y a mejorar la eficiencia en la gestión se denigra el papel de lo público en la defensa del estado del bienestar; (iii) en el universalismo, entendido como ‘barra libre’ en ausencia de restricciones fuertes que se basen en la prueba de medios y en la prueba de necesidad, y (iv) en la consideración de que con la supresión explícita del motivo de lucro en la prestación sanitaria se entroniza un mayor respeto de los intereses de los ciudadanos. Si a ello añadimos la recuperación del desfase hoy observado, para un equilibrio más acorde con la realidad de los nuevos tiempos, entre responsabilidades públicas y privadas (qué contingencias se deben cubrir colectivamente y cuáles se han de remitir a responsabilidad privada), por miedo a que el ‘buen samaritano’ no resista el consecuencialismo vinculado coherentemente a la libre decisión (lo que favorecía restringir ésta de entrada), posiblemente cubramos, además, la mayor parte de diferencias sociopolíticas e ideológicas en los talantes de nuestros economistas de la salud16.

3. Las anteriores observaciones abren un campo de debate claro-oscuro en la elaboración de políticas sanitarias, de financiación y gestión, que podríamos resumir en: a) ¿si no existe ánimo de lucro, qué objetivo tienen los proveedores?, ya que excedente ‘de haberlo, haylo’ como en toda actividad de prestación (quizás beneficios en especie, menos trasparentes, apropiados de modo más discrecional, por los más atrevidos, con menor ethos profesional que compatibilizan mayormente práctica pública con privada…); b) ¿qué se hace con los equipamientos públicos infrautilizados cuando la propiedad del centro viene considerada ‘recurso ajeno’ bajo financiación pública? ¿Es aceptable una prestación privada regulada en centros públicos?; c) siendo la restricción presupuestaria efectiva, si nos preocupamos por el objetivo redistributivo, cuando menor es en el margen de financiación, ¿no debiéramos de aplicar políticas más selectivas que universalistas; más singularizadas que generalistas, más ‘a la carta’ que uniformes?; d) ¿tiene sentido en las circunstancias actuales, y vistas las tendencias en fiscalidad internacional dual (menor tributación sobre el capital, mayor peso de los impuestos indirectos) ampararse en la idea que cero precios en acceso equivale a preservar la equidad, siendo la financiación pública exclusiva y excluyente del gasto en servicios lo que asegura la progresividad fiscal?; e) ¿es aceptable dedicar más recursos a la salud sin atender a objetivos específicos, seleccionados con criterios de resultados de salud, priorizando sus aplicaciones y evaluando su efectividad?; f) ¿no parece necesario para la sociedad del siglo XXI empezar a mover la cobertura pública actual desde cierto garantismo de derechos sin deberes (custodia infantil con cuidado alimentario versus la mayor responsabilización en los costes de la diabetes; mejora de los tratamientos del virus de inmunodeficiencia humana (VIH) y aumento de su incidencia, sin que la socialización de su financiación suponga una minoración de los costes de las conductas de riesgo…) para una mayor exigencia de responsabilidades individuales? Etc.

4. Pero por encima de todo lo anterior, está marcando hoy la Economía de la Salud como disciplina, una cierta tecnificación y un rigor analítico que se detecta en el tipo de artículos y de revistas en los que publican los economistas y que establecen una brecha cada vez mayor para los policy-makers. La sofisticación teórica y empírica es muy destacable (véase las revistas en las que aparecen los considerados sesenta mejores artículos de Economía de la Salud en los últimos años según los académicos a través de la web de IHEA para el premio Arrow de varios años: la Review of Economic Studies, Quarterly Journal of Economics, American Economic Review, Economic Journal, Rand Journal, Journal of Labor Economics, Journal of Political Economy… y sólo en mucho menor grado el Journal of Health Economics y aún menos el Health Economics). Como sofisticados son los modelos de aproximación de ciclo vital y generaciones solapadas en el marco dinámico, en los fundamentos de Economía del Bienestar, en las aplicaciones en análisis de decisión con incertidumbre, en la econometría de la endogeneidad, de los modelos de diferencias, semiparamétricos… Y todo ello para discutir temas que son prácticos y de gran calado: los determinantes de la mortalidad, las ganancias en salud desde la innovación, desde la educación, el empleo, los estilos de vida; las ganancias de eficiencia desde los incentivos financieros, cálculo de tarifas de servicios eficientes, formas de gestión, organización de las prácticas profesionales; de la equidad integrando financiación y gasto y ajustando por necesidad ‘normada’, la configuración de coberturas desde lo obligatorio y lo opcional; desde la selección adversa y los efectos renta del seguro en el abuso moral; entre lo predictible (cuan bien el gasto es anticipable) y lo predictivo (cuan bien los servicios predichos covarían en el tiempo con el gasto total) en el ajuste del gasto capitativo; entre la seguridad de la aprobación de innovaciones y la rapidez (por las pérdidas de bienestar social que su trade off supone, pese que políticamente no aflore en el debate), entre el estímulo de la patente (¿es esta aún la fórmula apropiada en el siglo XXI para proteger la innovación?) y la exclusión de sociedades o grupos menos favorecidos a algunos consumos sanitarios.

 

La agenda de investigación

En un mar de temas de investigación, ‘tal como lo veo’, la agenda que más fructífera en mi opinión se concreta en a) analizar cómo dar cauce a la disposición a pagar por servicios de salud en un contexto de financiación pública limitada, de modo que se abra la financiación privada del modo más coherente posible con los objetivos sociales de salud, de modo eficiente en lo paretiano (que alguien mejore sin que nadie empeore) y con equidad (excluyendo como inequidad la envidia, acerca de algo a lo que se hubiera podido acceder y no se accedió voluntariamente); b) qué debe quedar bajo responsabilidad colectiva y qué bajo responsabilidad privada. No me convence en este punto el argumento de que lo que debiera de hacer el sector público es lo que haría un ‘padre de familia’ bien informado (entre lo que sí y no aseguraría, en función de los costes de oportunidad de la decisión). Me convence más la idea de que lo menos predecible y a la vez catastrófico en caso de ocurrencia debiera de ser prioritario en la cobertura pública frente a lo recurrente y de coste acotado. Ello requiere un nuevo enfoque, ni que sea marginal, en el tema de nuevas prestaciones públicamente garantizadas; c) cómo deberíamos incorporar la coexistencia de aseguramiento voluntario en las realidades y aspiraciones de mayor bienestar social: Wagner (elasticidad renta superior a la unidad) contra Preston (curva de rendimientos marginales de más recursos para el sector sanitario en su impacto en la salud, con componentes más utilitaristas que los terapéuticamente objetivables, y por tanto de financiación solidaria menos justificable). En efecto, hasta hace muy poco la decisión de lo que se cubría o no en aseguramiento público venía marcado por los resultados de una ordenación de prestaciones según criterios de coste efectividad, delimitando la disponibilidad presupuestaria el punto de corte (siendo el lagrangiano de la maximización restringida el precio sombra de los recursos presupuestados sobre la prestación sanitaria marginal).

Más recientemente se ha teorizado acerca de la necesidad de considerar en la decisión socialmente a adoptar, los ahorros que se producen con la cobertura pública en la medida que sustituya seguro privado, juntamente con las pérdidas de bienestar de aquellos que sin la cobertura pública no accederían a dichas prestaciones. Ello favorece los tratamientos de coste elevado ya que, dentro de un rango, la capacidad de hacer frente a aquellos gastos es menor a igual ratio de beneficios. Desde un argumento similar, el presupuesto a dedicar de modo óptimo a la cobertura pública sería menor cuando el tratamiento esté ya disponible si se accede ya privadamente, si se compara con otro nuevo. Además, si el presupuesto sanitario público es igual o inferior al socialmente óptimo, los tratamientos financiables privadamente no se debieran de incluir en cobertura pública si los costes de estos tratamientos son suficientemente pequeños como para considerar que las pérdidas de bienestar de su no inclusión no van a ser muy altos para quienes no se aseguren privadamente, sin importar en esta conclusión los ratios coste/beneficio que ofrezcan. Por lo demás, quienes cuentan con doble seguro suelen ser altos consumidores que en contextos de renuncia al seguro privado deterioran más la calidad asistencial general que no aumentan la presión asistencial conjunta (los propios circuitos de racionamiento público frenan su consumo anterior más elevado), con lo que los ahorros de la deducción fiscal de los que se suelen beneficiar son más caros para el sector público que el nuevo gasto en el que éste incurre.

En general, y por último son temas particularmente relevantes en los análisis comentados por su trascendencia teórico práctica, cuan adecuada sea la transferencia de riesgo a los proveedores que se deseen configurar como ‘centros de beneficios’ o unidades de negocio con capacidad de decisión, a la vista de los instrumentos de financiación. En la evolución de pagar por ser/estar/hacer/conseguir… la dinámica remite a la financiación capitativa (garantía de cobertura); sin embargo hace falta comprobar como varía el gasto capitativo en su coeficiente de variación en la medida en que se consolida un techo de mayor o menor población. El objetivo no es otro que el coeficiente de variación del gasto poblacional sea mínimo, pero sin llegar al monopolio del aseguramiento único; o dicho de otro modo, favorecer la descentralización para coadyuvar a la decisión del asegurado sin llegar a un colectivo tan pequeño que imposibilite una buena compensación de riesgos. Si este último fuese el caso, la desviación estándar registrada respecto al valor medio de recursos per cápita, haría muy difícil su traducción en medidas de financiación, resultando poco creíble la transferencia de riesgo entre financiador (planificador y garante del aseguramiento público) y quien gestiona sobre el territorio los servicios, comprando y/o subministrándolos directamente a favor de los usuarios.

Se juntan aquí en distintas dosis lo prospectivo (bueno para la eficiencia) y lo retrospectivo (sin incentivos a la selección de riesgos inequitativa); lo organizativo y lo financiero (del managed care al pay for performance), la financiación de resultados y la regulación (el reaseguramiento óptimo), la libertad clínica y al concienciación de costes.

Todos los ingredientes pues para una agenda de investigación en la que si no todos, al menos algunos economistas de la salud deberíamos de andar de nuevo ocupados en el próximo lustro17.

 

Agradecimientos

Este texto se ha beneficiado de los comentarios de Vicente Ortún, Jaume Puig y Pere Ibern, de la Universidad Pompeu Fabra. Se reconoce el apoyo incondicional de una beca de Merck Foundation, Whitehouse Station, New Jersey, EEUU, al Centro de Investigación en Economía y Salud de la UPF de Barcelona.

 

Referencias bibliográficas

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Algunos manuales al uso para una formación básica en economía de la salud

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