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Archivos de Prevención de Riesgos Laborales

versão On-line ISSN 1578-2549

Arch Prev Riesgos Labor vol.25 no.2 Barcelona Abr./Jun. 2022  Epub 15-Jul-2022

https://dx.doi.org/10.12961/aprl.2022.25.02.01 

Editorial

Sobre los bomberos a los que les daba miedo el fuego

About firefighters who were afraid of fire

Judit Villar-García (orcid: 0000-0002-6767-3424)1 

1Enfermedades Infecciosas, Hospital del Mar, Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas (IMIM), Barcelona, España

La OMS ha calificado la indecisión ante las vacunas como uno de los 10 problemas más graves que amenazan la salud pública mundial1. Esta reticencia a vacunarse, creciente en los últimos años, no excluye a los profesionales sanitarios. 77.000 trabajadores, el 7%, según la última Encuesta de Población Activa (EPA) de España realizada en septiembre de 2021, continuaban sin estar vacunados contra el SARS-CoV-22. Con respecto a la vacunación antigripal, aunque la pandemia ha motivado a vacunarse por primera vez a un 32% por ciento del personal sanitario (veremos si se mantiene esta tendencia en los próximos años), un 26% no lo ha hecho3. Hay que tener en cuenta que, previa a la pandemia, sólo el 39% de los trabajadores se vacunaban de la gripe, cifra muy alejada de las recomendaciones de la OMS, que fija como objetivo la vacunación de, al menos, el 75% del personal sanitario.

Cuando se habla de “preocupación” por estas cifras, habitualmente se hace referencia a que, independientemente de los diferentes motivos por los cuales un sanitario haya decidido no vacunarse, las consecuencias potenciales de esta elección son dos: poner en riesgo su propia seguridad, la de sus compañeros de trabajo y la de los pacientes. Los colectivos que defienden el derecho de los sanitarios a no vacunarse amparándose en que es una decisión personal, alegan que los trabajadores que están en contacto con los pacientes cumplen las medidas necesarias para evitar la transmisión tal y como dictan los protocolos4. Sin embargo, abordar esta cuestión centrándose tan solo en las consecuencias negativas para el propio individuo o derivadas de su atención directa a un colectivo especialmente vulnerable, deja fuera otra consecuencia de la no vacunación potencialmente más relevante en términos de impacto, que no se resuelve poniéndose un EPI y a la que no se da el peso que debería: la enorme responsabilidad que tienen como “referentes“ de la salud; o, en otras palabras, el ejemplo que dan cuando deciden no vacunarse.

Pero analicemos primero cuáles son las razones que llevan a los trabajadores de la salud a no vacunarse. La revista JAMA5, mediante encuestas a 16.000 trabajadores de la salud, publicó que en más del 90% la razón fundamental es el miedo a los riesgos no conocidos de la vacuna contra el SARS-CoV-2. Según el Informe Vacunación antigripal en España en tiempos del Covid-19, que ha presentado recientemente los índices de aceptación de la vacuna contra la gripe estacional y la posible influencia de la pandemia, de los casi 1.200 encuestados, el 6% no se han vacunado por miedo a los efectos secundarios3.

En el caso de las vacunas contra el SARS-CoV-2, con más de 5.000 millones de personas vacunadas desde hace más de un año y teniendo en cuenta que el 90% de los efectos adversos de cualquier vacuna aparecen el primer mes tras la vacunación, las dudas sobre la seguridad deberían haber perdido protagonismo. Además, el miedo mayoritariamente tiene que ver con unos presuntos efectos a largo plazo, abstractos, “que están por venir” y que no son esperables desde el punto de vista de la ciencia. No tiene sentido que el miedo a unos efectos adversos indefinidos preocupe más que los efectos a largo plazo de una nueva enfermedad en la que el más experto lo es desde hace solo unos meses. Además, entre sanitarios, el colectivo más reticente a la administración de la vacuna son las mujeres jóvenes 6, que son precisamente el grupo más afectado por la persistencia de síntomas tras el COVID, fundamentalmente tras infecciones leves. El Long COVID o COVID persistente, esta entidad aún por definir, afecta a un 15% de los infectados, que muestran persistencia de síntomas de tipo sistémico y psiconeurocognitivo para los que no hay un tratamiento específico ni un pronóstico acerca de su cronicidad. Y, precisamente, sobre lo que sí que hay evidencia, es que la prevalencia de síntomas persistentes es significativamente menor en las personas vacunadas7.

Menor porcentaje ocupan los profesionales sanitarios que no se han vacunado por indiferencia (15% en el caso de la gripe), es decir, porque creen que no van a adquirir la enfermedad, o no la temen3. Teniendo en cuenta que la recomendación de estas vacunas en personal sanitario tiene como fin, además de la protección individual, el disminuir la transmisión de las enfermedades a personas vulnerables, no parece ético que la indiferencia hacia la enfermedad sea el motivo principal para no vacunarse. Las actuaciones de un sanitario siempre han de ir dirigidas a buscar lo mejor para el paciente, en todos los aspectos. ¿Dónde queda el “Primum non nocere” si estamos suponiendo un riesgo para el paciente que atendemos, porque no nos preocupa padecer la gripe o el SARS-CoV-2? Con respecto a este último, las políticas que se han aplicado al personal no vacunado (PCRs frecuentes, restricciones específicas, etc.), han hecho que, aunque sea por mera practicidad, este grupo haya pasado en general de la indiferencia a la vacunación, sobre todo en países donde estas estrategias han sido mucho más agresivas, como impedirles trabajar en entornos sanitarios o autocostearse las PCRs semanales. Sin embargo, las políticas para la exigencia de la vacuna antigripal siempre han sido más laxas, a pesar de que las tasas de vacunación no lleguen al 30% en el personal sanitario y en los meses de epidemia de gripe los Centros de Atención Primaria, las Urgencias y las Hospitalizaciones estén completamente desbordados y no se les exija a los profesionales no vacunados un EPI específico. Estamos fallando si aceptamos que la reticencia a vacunarse en el profesional sanitario por indiferencia a la enfermedad esté por encima del miedo a ser transmisores a otros que sí pueden morir por la enfermedad; también fallamos si entendemos que no se vacunen porque “una vez me produjo reacción”, en vez de hacerles entender que los síntomas de una gripe son más graves; y seguimos fallando si entendemos a los que no se vacunan arguyendo falta de eficacia de la vacuna, en vez de centrar los esfuerzos en explicar que la vacuna menos eficaz es aquella que no se ha administrado.

En todo caso y volviendo a la cuestión inicial, el sanitario, como ser humano, tiene derecho a tener miedo. Tiene derecho a separar su persona física de su entidad laboral. El debate aquí se centraría no tanto en si tiene sentido tener miedo sino en el hecho de que hay una responsabilidad derivada de la idiosincrasia propia de su trabajo como servicio público. Los sanitarios no vacunados pasan de ser un problema meramente epidemiológico, fundamentado en el riesgo derivado del contacto directo con pacientes, a un problema sociológico y difícilmente cuantificable dado su impacto resultante también en la epidemia al generar dudas razonables en el resto de la población receptiva que mira hacia ellos.

Kant ya explicó en su famoso texto ¿Qué es la Ilustración? que el uso de la razón se ha de aplicar de forma diferente en el ámbito laboral que en el privado. Cuando trabajamos hacia un fin público, hemos de comportarnos de manera virtuosa y unánime, coherente con el resto de miembros que trabajan buscando un fin común dentro de la praxis8. Se ha de separar la persona del ”personaje”, de la función laboral. ¿Acaso no exigimos a un profesor o a un político que opine con responsabilidad, sin aprovechar la figura de autoridad que le otorga su trabajo para difundir creencias personales? ¿No esperamos que separe sus convicciones más íntimas de la praxis profesional? Un médico, enfermera, sanitario, etc., cuando se expresan haciendo uso de la autoridad que les otorga su trabajo, no pueden decir lo que quieran. Por supuesto que puede haber un debate científico, pero siempre dentro de un entorno científico. Durante la pandemia, diferentes “expertos” en salud han mostrado opiniones o teorías muchas veces no avaladas por la evidencia científica, pero con una gran difusión gracias a las redes, alentando así el negacionismo o incrementado las dudas hacia estrategias claramente exitosas, como ha sido la vacunación. En la era digital, el problema de la desinformación en salud es tan acuciante que la OMS lo considera una de las principales amenazas para la salud pública. En este sentido, lo que deteriora más la confianza institucional es que una persona referente en el ámbito de la salud exprese sus dudas fuera de un entorno científico.

Nunca como hasta ahora los sanitarios habían tenido un protagonismo tan relevante como referentes en la búsqueda de información para la toma de decisiones. El sensacionalismo de algunos medios, la descoordinación de ciertas decisiones políticas en función de los países o comunidades y, fundamentalmente, la desinformación proveniente de Internet y las redes sociales han mermado la confianza institucional. Diferentes estudios muestran que científicos y profesionales sanitarios ocupan un lugar destacado en el grado de confianza de la gente, sus opiniones son una gran influencia en la sociedad9. Pero no lo tenemos fácil. El problema de la desinformación en la era digital es tan acuciante que la OMS, el Centro Europeo para la Prevención de Enfermedades y diferentes organismos dedicados a las redes trabajan en diferentes estrategias para combatirlo, incluso desde el marco legal, puesto que se ha convertido en un relevante problema, sin precedentes, para la salud pública. La “infoxicación” o “infodemia”, nuevos términos acuñados para describir el acribillamiento de información que recibe la población han evolucionado en paralelo a las diferentes fases de la pandemia9. Desactivar falsas creencias ocupa cada vez más espacio en la consulta de los médicos de atención primaria y especialistas. Un estudio reciente español muestra que el 86% de los médicos han atendido a pacientes preocupados por fake news sobre el COVID, el 80% relacionados con la vacunación10. Aunque esto suponga un esfuerzo extra en unas consultas ya de por sí saturadas, es una buena señal que los dubitativos se acerquen a la ciencia, o a las personas que la representan, para buscar respuestas. Buscan la verdad de los hechos que proporciona la ciencia, a pesar de las limitaciones que tiene una ciencia no exacta como es la medicina, y nos consideran interlocutores válidos, garantes de “la verdad” al trabajar en y para la ciencia. Y es que la competencia es dura. Nunca ha sido tan fácil como ahora tener acceso a teorías inmunes a la evidencia científica, o ni siquiera falsables o rebatibles en cuanto etéreas o poco concretas, provenientes de personajes “expertos” o de grupos que comparten un sesgo común a la hora de captar únicamente la información adaptable a sus teorías. Teorías que deberían hacer dudar cuanto menos por lo contradictorias que son incluso entre ellas o porque el mismo espíritu crítico sobre el que se ciernen para cuestionar u oponerse al paradigma aceptado social y científicamente no lo utilizan para analizar en profundidad sus propias teorías. Amparándose en el anonimato o en la difusión de información pseudocientífica que no ha superado la revisión estricta de una editorial científica, el público permeable encuentra en las redes exactamente lo que quiere oír, seleccionando un contenido bajo una falsa ilusión de debate que contribuye al aislamiento ideológico11. Tal aislamiento ideológico, que no considera opiniones diferentes, limita también la promoción de la vacunación en estos grupos. Además, cualquier efecto adverso que acontezca tras la administración de una vacuna es cuantificable y ampliamente difundido en redes, por lo que tiene más impacto que el beneficio de la misma, que previene algo que aún no ha ocurrido, y por tanto intangible y futuro.

Pero más grave aún es que la desinformación provenga de una persona considerada competente culturalmente en el ámbito de la salud, dado su estatus como científico o profesional. Cada persona que decide no vacunarse colabora en aumentar el riesgo individual y colectivo, pero, cuando el dubitativo es un profesional sanitario, su impacto sobre la salud pública es mucho mayor, al generar desconfianza hacia las recomendaciones de las instituciones dedicadas a protegerla. Sobre todo, si hace públicas sus dudas.

El hecho de tener obligaciones bajo el código ético de la buena praxis, tiene como consecuencia que participar en la difusión, verbal o por escrito, de propuestas anticientíficas, se convierta también en un problema legal. Aunque habitualmente se toleren los comentarios dubitativos o las opiniones difundidas en público que apoyan teorías anticientíficas por parte del personal sanitario, las Comisiones de Deontología de la organización Médica Colegial pueden iniciar procedimientos legales, como suspensiones temporales de contrato, si la actuación pública de un profesional supone un perjuicio para la salud de una persona o colectivo.

Es legítimo que los sanitarios, cuando separan la persona del personaje, puedan tener dudas. Pero es su responsabilidad intentar resolverlas acercándose a las fuentes adecuadas antes de tomar una decisión de consecuencias que van más allá del riesgo que asumen individualmente. ¿Tienen derecho a tener miedo? Sí, pero tienen el deber moral de no difundirlo; de proteger a los pacientes y al público, de su vacilación.

¿Puede un bombero tenerle miedo al fuego? Sí. Pero... ¿qué consecuencias tendría si lo mostrara en su trabajo?

Bibliografía

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Recibido: 25 de Marzo de 2022; Aprobado: 25 de Marzo de 2022; : 15 de Abril de 2022

Correspondencia · Corresponding Author Dra. Judit Villar-García MD PHD E-mail: judit.villar@upf.edu

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