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Temperamentvm

versión On-line ISSN 1699-6011

Temperamentvm vol.16  Granada  2020  Epub 06-Jun-2022

 

ARTÍCULOS

Arte y sociedad ante una catástrofe apocalíptica: el lienzo de la peste de 1649 en Sevilla

Art and society in the face of an apocalyptic catastrophe: the painting of the plague of 1649 in Seville

Oliva González Silva1  , Manuel Amezcua2 

1Centro Universitario de Enfermería “San Juan de Dios”. Universidad de Sevilla. Bormujos, Sevilla, España

2Cátedra Index de Investigación en Cuidados de Salud, UCAM-Fundación Index. Granada, España

Resumen

Objetivo:

analizar el comportamiento social ante la epidemia de peste bubónica en la Sevilla del siglo XVII a través del estudio de una pintura anónima de la época.

Metodología:

Análisis iconográfico e iconológico bajo la inspiración de Panofsky, en combinación con fuentes narrativas de la época.

Resultados:

El cuadro muestra una progresión temática en bloques de escenas que representan desde lo cotidiano hacia lo inquietante para finalizar en lo trágico. Con dos planos simbólicos: un hospital como testigo y una plaza como centro de representación del cotidiano de la epidemia.

Conclusión:

la obra está concebida con una clara intención evangelizadora, mostrando un ambiente apocalíptico para que los fieles tomen conciencia de su vulnerabilidad y del peligro de una vida apartada de los valores cristianos.

Palabras claves Peste; Epidemias; Arte barroco; Religiosidad popular; Historia social; Historia de las mentalidades; Iconografía

Abstract

Objective:

to analyze social behavior in the face of the bubonic plague epidemic in Seville in the 17th century through the study of an anonymous painting of the time.

Methodology:

Iconographic and iconological analysis under the inspiration of Panofsky, in combination with narrative sources of the time.

Results:

The painting shows a thematic progression in blocks of scenes that represent from the everyday to the disturbing to end in the tragic. With two symbolic planes: a hospital as a witness and a square as a center of representation of the daily life of the epidemic.

Conclusion:

the work is conceived with a clear evangelizing intention, showing an apocalyptic environment so that the faithful become aware of their vulnerability and the danger of a life apart from Christian values.

Key words Plague; Baroque art; Popular religiosity; Social history; History of mentalities; Iconography

Introducción

La peste que aconteció en Sevilla en 1649 fue un suceso con un índice extraordinario de mortalidad, acabando en pocos meses con más de la mitad de la población (Domínguez Ortiz, 1981). Su estudio, como en general el de las epidemias en el pasado, no puede ser más pertinente teniendo en cuenta la situación de pandemia que estamos enfrentando en nuestro tiempo. Es importante el análisis del comportamiento humano ante situaciones tan críticas como una plaga de peste bubónica, como la acontecida en el mundo en el siglo XVII, que produjo una elevada mortalidad. Conocer cómo actuó la ciudadanía ante lo desconocido, tratando de aliviar los síntomas del cuerpo y el alma, así como estudiar la organización de contención y control de la enfermedad. Incluso en nuestros días estas respuestas de miedo colectivo se siguen repitiendo, lo que pone de manifiesto su universalidad. Lo vivimos hace pocos años en pequeña escala con el caso del Ébola y ahora con el coronavirus se magnifica una situación que provoca un ambiente de preocupación colectiva y sensación de improvisación, ante una manifestación de la enfermedad epidémica que nos ha cogido desprevenidos. El desconcierto y el miedo se extienden súbitamente por todas las ciudades a la vez que nos recuerda lo que un día pudieron vivir los pavorosos habitantes de Sevilla casi cuatro siglos atrás (Calvo Poyato, 1998).

Durante siglos, la peste ha atemorizado a toda Europa por su alta mortalidad e incapacidad de cura. Desde la mitad del siglo XIV hasta la segunda mitad del siglo XVII las oleadas de la epidemia brotaban con fuerza y arrasaban a la población. También existen evidencias de la aparición de peste ya entre los siglos VI y VIII. A partir de 1670 la enfermedad fue perdiendo fuerza poco a poco y solo se registraron brotes localizados. La última peste conocida en Europa durante la edad moderna fue la de Marsella en 1732 (Carmona García, 2004).

En la peste de Sevilla de 1649, la alta mortalidad no solo fue debida a la enfermedad en sí misma, sino también a una serie de factores adversos que se produjeron en los meses de la primavera de aquel año (Aguado de los Reyes, 1989). El primero fue un importante temporal con vientos huracanados y precipitaciones persistentes y abundantes en el mes de marzo. A consecuencia de estas lluvias el río se desbordó, llegando el agua a los muros de la ciudad sin penetrar en ella, pero en el interior de estos muros se acumuló el agua de las lluvias sin poder salir, ya que los canales estaban cerrados para que no pudiera entrar la gran cantidad de agua que llevaba el río. El segundo de estos factores, que ayudaron a que la epidemia de peste fuese aún más mortífera, fue la escasez de alimentos pues, debido a las abundantes lluvias y bajas temperaturas, la recogida de las cosechas fue muy escasa, en consecuencia subieron los precios del trigo y la población sevillana tuvo grandes dificultades para adquirirlo. Habría que añadir un último factor, la crisis de subsistencias, el hambre, siendo los más afectados los sectores de población más humilde. Desde los meses de abril a julio, la peste inundaba las calles de la ciudad de Sevilla y el miedo se apoderó de la población, muriendo más de 60.000 personas. Para Domínguez Ortiz la peste fue una de las causas específicas del ocaso de la ciudad hacia la mitad del siglo XVII (Domínguez Ortiz, 1981).

El imaginario colectivo de los sevillanos, ante el desconocimiento científico de las causas de la peste, interpretó siempre el contagio como un castigo divino por los pecados cometidos por los habitantes de una ciudad que la propia Santa Teresa de Jesús llamó en 1575 la “Nueva Babilonia” (Carmona García, 2004). En una epidemia, el miedo se apoderaba de la gente y se desataba la desconfianza de los unos por los otros debido al temor al contagio, viéndose las relaciones humanas alteradas por completo (Delumeau, 2002).

Algunos autores han analizado la relación entre la peste y el arte. Se han estudiado los cuadros de niños pintados por Bartolomé Esteban Murillo, señalando la posible influencia de la peste de 1649 en Sevilla en las pinturas de este artista y cómo, a partir de esa fecha, los cuadros de niños se tornaron más oscuros y melancólicos. También alude al posible cambio en la forma de pensar y de ver la realidad que se produce en el pintor sevillano o cualquier superviviente de la terrible plaga, impresionados psicológicamente ante la magnitud de la tragedia (Hervás, 2015). Fernando Quiles subraya la influencia que tuvo la peste en la pintura de la época (Quiles, 2009). Señala que existen evidencias de que murieran por la peste varios artistas y que otros quedaron viudos o afligidos por la muerte de un familiar cercano. Algunos hijos de Murillo murieron de peste y artistas como Francisco de Zurbarán o Juan Martínez Montañés también sucumbieron a la epidemia. Acontecimientos luctuosos que reflejaron en sus obras. También señala que después de la epidemia hubo un déficit de pintores en la ciudad, por lo que se produjo una fuerte demanda de este oficio, de ahí que se desplazasen de otros lugares muchos artistas a Sevilla. A raíz de la peste, hubo una serie de cambios en el oficio de pintor. Así, unos años más tarde, abrió sus puertas la Fundación de la Lonja, una academia para pintores, a la que contribuyó Murillo (Quiles, 2009).

La plaga, que afectó a otros lugares de Andalucía, dejó un rastro de obras representativas de la muerte, entre ellas, la que es objeto de este trabajo, el cuadro de la peste conservado en el Museo del hospital del Pozo Santo de Sevilla. Pero no es la única en su género, destacando también la obra anónima “La peste negra en Antequera”, un lienzo con una concepción similar a la estudiada que se conserva en la iglesia de Santo Domingo de la ciudad malagueña (Sierras, 2018:7). En este trabajo analizaremos el comportamiento social y la mentalidad ante la epidemia de peste bubónica en la Sevilla del siglo XVII a través del estudio iconográfico e iconológico de una obra de arte, en este caso la obra anónima “La peste en Sevilla de 1649” (fig. 1).

Figura 1.  Cuadro de la peste de 1649 en Sevilla, Museo del hospital del Pozo Santo (Sevilla) 

Metodología

La pintura objeto de estudio es una obra anónima del siglo XVII que se encuentra en el Museo del hospital del Pozo Santo de Sevilla. Se trata de una obra muy singular, ya que representa de una forma muy gráfica el paisaje de la epidemia que vivieron los sevillanos en 1649. Aunque se han realizado estudios sobre la peste apoyados en el arte (Quiles, 2006 y 2009), consideramos que esta obra no ha sido suficientemente estudiada. Tenemos constancia de dos trabajos de grado que se han realizado sobre la misma desde disciplinas sanitarias, uno en Medicina en la Universidad de Cádiz, a cuyo texto no hemos podido acceder (Guerrero Vázquez, 2015) y otro en Enfermería en la Universidad de Sevilla, que sirvió de base para este estudio (González Silva, 2018).

El lienzo analizado representa una escena cotidiana de la ciudad de Sevilla en tiempos de la peste, localizada en la explanada del hospital de las Cinco Llagas, popularmente conocido como Hospital de la Sangre. Aunque la obra no informa explícitamente sobre la función asistencial del hospital, su protagonismo en la misma se justifica por su tamaño y porque pudo albergar a un elevado número de apestados y personas a su cuidado, algunos de los cuales fallecieron realizando su trabajo (Chueca, et al., 1989).

Para la comprensión de la obra hemos recurrido al método analítico de Panofsky, que pone el acento en la iconografía, iconología y simbología del arte (Panofsky, 2012; Esteban Lorente, 1990). A partir de una observación detallada, procuramos clasificarla teniendo en cuenta el contexto histórico en el que se sitúa, así como analizar los elementos que contiene y temas a los que alude, siempre con la ayuda de las fuentes narrativas coetáneas, para finalmente interpretar las ideas y valores que representa. La reproducción cuadriculada que hemos realizado de la obra, facilitará la localización en la misma de los elementos que vamos a comentar, siguiendo un orden temático (fig. 2).

Figura 2.  Reproducción cuadriculada para facilitar la localización de elementos en el cuadro 

Por su parte, las fuentes narrativas han resultado indispensables para comprender la diversidad de escenas y elementos representados en el cuadro. Dentro de ellas, hemos utilizado la obra del cronista sevillano Diego Ortiz de Zúñiga, que en sus “Annales eclesiásticos y secvlares de la mvy noble, y mvy leal civdad de Sevilla, metrópoli de la Andalvzia, qve contienen svs mas principeles memorias” narra con detalle los acont cimientos que tuvieron lugar en la ciudad con motivo de la peste de 1649 (Ortiz de Zúñiga, 1677). De especial importancia ha sido la “Copiosa relación de lo sucedido en el tiempo que duró la epidemia en la grande y augustissima ciudad de Sevilla, año de 1649”, publicada en Ecija por un autor anónimo el mismo año de la peste (Anónimo, 1649). También han resultado útiles las “Memorias de Sevilla” recopiladas por Morales Padrón a partir de diferentes manuscritos de la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla, que contienen noticias sobre la peste de 1649, entre ellas la descripción de un tendero de la calle Francos, Andrés de la Vega, que vivió la epidemia en primera persona (Morales Padrón, 1981).

Resultados

El lienzo sobre la peste del Museo del Pozo Santo de Sevilla es una obra de autor desconocido. Su carácter sacramental, su estilo popular y el protagonismo otorgado a la clerecía sugieren que pudo haber sido realizado entre los muros de un convento sevillano, probablemente no el que ahora lo alberga, ya que esta institución franciscana dedicada al cuidado de mujeres impedidas fue fundado décadas después de los acontecimientos que el cuadro reproduce (Gonzales, 2003). Sabemos con certeza lo que se representa en el lienzo porque en la esquina inferior izquierda, en un detalle de la muralla, sobre la parte superior del arco de la Puerta de la Macarena, el pintor ha colocado un rótulo con la leyenda “AÑO DE 1649” (4A), dato que sirve para situar el motivo de la pintura: la peste ocurrida en este año en Sevilla. Pero no aparece datada la fecha de facturación. Tampoco conocemos el origen de la presencia en su ubicación actual. El lienzo parece haber sido ligeramente recortado en sus bordes, pues aparecen elementos incompletos y escenas y figuras claramente seccionadas.

Su traza recuerda al estilo naif, que se caracteriza por la falta de perspectiva, la escasez de criterio en las proporciones, la evocación a la infancia y un elaborado trabajo cromático. El lienzo tiene un marcado acento primitivista propio de las pinturas de milagros (Rodríguez Becerra y col., 1980), con figuras y elementos que se distribuyen sin orden aparente por toda su superficie, colocadas como flotando en el ambiente, con desproporciones muy llamativas. Y a pesar de todo, llama la atención la precisión de sus detalles, con una clara intención testimonial.

La obra está dividida en dos planos: la parte superior está ocupada por el hospital de las Cinco Llagas u hospital de la Sangre, que parece ajeno, o todo lo más expectante, ante todo lo que está discurriendo en su exterior. Ocupando algo más de la mitad inferior del cuadro se puede observar una gran explanada situada entre el hospital y la muralla almorávide de la puerta de Macarena. En este espacio se desarrollan de manera autónoma una serie de escenas que parecen ordenadas de forma caótica en su conjunto. Destacan los tonos ocres y apagados, resaltando solo el rojo que alude a la situación epidémica y el blanco asociado a la muerte y el luto. El autor adopta la perspectiva de pájaro, pareciendo como si hubiese pintado el lienzo desde lo alto de la muralla.

La incoherencia en la colocación de los elementos es solo aparente, de hecho se puede apreciar una clara progresión temática de izquierda a derecha en bloques de escenas que representan desde lo cotidiano hacia lo inquietante para finalizar en lo trágico. En una ambientación tétrica que el autor enfatiza colocando caprichosamente sobre la tela elementos luctuosos como cadáveres amortajados, ropas abandonadas, perros famélicos husmeando las carnes aún calientes de los fallecidos. La mole del hospital de la Sangre, único elemento que representa el orden dentro del caos, apenas deja entrever un horizonte incendiado, en un cielo exánime, apocalíptico, donde reina la muerte y la desolación. Por su composición y paleta cromática, el cuadro evoca El triunfo de la Muerte de Pieter Brueghel el Viejo (1562 – 1563), que se conserva en el Museo del Prado de Madrid, así como otros cuadros de la época de temática epidémica, algunos de ellos también anónimos.

La ciudad contagiada. Para determinar el alcance de la obra que se estudia, resulta imprescindible conocer el contexto donde se produce la escena que representa. A partir del siglo XVI, la ciudad de Sevilla experimenta un importante crecimiento demográfico, hasta situarse como la ciudad más poblada de España. En el año de la peste contaba con 125.000 habitantes, más que cualquier otra ciudad europea, solo superada por Londres, París y Nápoles (Caballero Bonald, 2003: 103). También era la ciudad más cosmopolita por las visitas y la permanencia de los extranjeros de todas partes del mundo, comerciantes, esclavos y trabajadores, atraídos por sus riquezas. Sevilla era una ciudad cuya población gozaba de un apreciable poder adquisitivo. Entre 1503 y 1660 entraron en Sevilla 181.333 kilos de oro y 16.886.815 de plata, ya que, desde que los Reyes Católicos le concedieran en 1503 el monopolio, controlaba la exportación hacia América, de manera que todo el comercio tenía que salir del puerto de Sevilla (Domínguez Ortiz, 1981).

La ciudad hispalense, puerta del Nuevo Mundo, era probablemente la ciudad más cara y que gozaba del más alto nivel de vida de España. Fue la primera ciudad en la que se bebió chocolate, procedente de la Nueva España, se fumó tabaco, en concreto en 1607, y la primera también en contar con las fábricas de este producto tan codiciado. Tenía Sevilla varias industrias que la enriquecían, la alfarería, la fabricación de pólvora en Triana, los astilleros en los Remedios, la fabricación de jabón, imprentas desde donde se exportaba un importante número de libros e incluso tenía una Casa de la Moneda. Pero es sin duda la industria textil la que fue más importante, la exportación a las Indias y el personal cualificado aumentó la subida exponencial de este arte. Se especializó en tejidos de lujo fabricados con oro y plata. La industria de la seda también fue de renombre, ya que exportaban este valioso material a Inglaterra, Holanda, etc. Al mismo tiempo, y en contraposición a la visión de Santa Teresa, Sevilla era vista como una “Nueva Jerusalén”, con una enorme cantidad de iglesias, parroquiales y conventuales, ermitas y oratorios, presididos por un excepcional templo catedralicio, que jalonan su entramado callejero en el Siglo de Oro (Domínguez Ortiz, 1981).

Según el cronista de la Copiosa relación, a principios del invierno de 1649, se escucha hablar por las calles de Sevilla que la gente moría de peste. Algunas personalidades no que-rían que se extendiera dicho rumor, sobre todo los encargados del comercio y la flota de barcos que viajaban a las Indias (Morales Padrón, 1981). Estos rumores de peste comenzaron extramuros de la ciudad, en el barrio de Triana. Según las fuentes de la época la epidemia habría llegado a Sevilla con la ropa infectada que venía de Cádiz: «Esta pestilencia, pues dizen vulgarmente comunicaron vnos gitanos a Triana en una ropa de Cádiz» (Anónimo, 1649). Llegaron la primavera y la Semana Santa a Sevilla y con ellas la peste: «Sauiase hay que Triana, Calle de las Virgenes y de la Galera, Hierro Viejo i Carretería estaban apestadas (…) entró mucha gente en esta ciudad, que fue recogida con su ropa, y en particular enpozadas y casa de gente pobre» (Morales Padrón, 1981, p. 116). A la epidemia la antecedieron una serie de circunstancias que ayudaron a que la plaga fuera más mortífera si cabe. Una de ellas fue las fuertes lluvias: «Viose una cosa no vista en Sevilla: que fue no salir cofradía alguna a causa de continuar las aguas» (Morales Padrón, 1981). Otra fue la crecida del rio por las constantes lluvias. El Guadalquivir creció tanto que partes de la ciudad quedaron inundadas por completo: «Inundando enteros barrios, y en particular la Alameda, tanto que se navegaba con barcos» (Anónimo, 1649, p. 4r.).

Llegó el sábado de Ramos, que se contaron 27 março, amaneció llouiendo continuamente sin cessar. Siguiose el Domingo de Ramos con grandissimos aguazeros, y el lunes y Martes Santo, que en breue se inundó la ciudad, ocasionando de estar cerrados los huzillos y albañiles por venir el río tan alto que asombró” (Morales Padrón, 1981; p. 116).

A causa de las aguas y la riada, las cosechas se estropearon, el ganado también se vio afectado, y el hambre llegó a la ciudad. La peste se extendía silenciosa poco a poco por las calles: «En la carnicería no hubo onça de carne, ni bocado de pan en las plazas. Y en los oidos mucho de que moría mucha gente de peste, como era verdad» (Morales Padrón, 1981, p. 116). «Este açote de la hambre se aumentó de suerte, que casi se midió con el estado del mal, pues llegó a valer vn hueuo doze quartos, y quatro reales de a ocho de plata vna gallina» (Anónimo, 1649, p. 4r).

Para la cura de la peste se contrataron médicos y cirujanos que atendían a los enfermos en los hospitales de la ciudad y por supuesto en el hospital de las Cinco Llagas, presente en el lienzo. Los cirujanos de la ciudad realizaban sangrías para paliar los síntomas: «El abrir las venas era muerte en los que le juzgauan vida, y otras vezes daua vida temiendose la muerte como era esta enfermedad azote de pecados» (Anónimo, 1649; p. 10r). Otra de las medidas profilácticas que creían efectivas era la purificación del aire con diferentes aromas, para así ahuyentar la enfermedad:

«De forma que con esta diligencia, auer purificado las casas y hecho muchísimas hogueras, asi en las calles, como en las casas, de cypres, laurel, romero y otras yer-uas odoríficas, se ha asegurado mucho la salud» (Anónimo, 1649, p. 21v).

Asimismo, existían hospitales específicos de enfermería, que la Junta ordenó montar cuando el hospital de la Sangre se llenó de enfermos:

«Viendo los señores de la junta real, que los enfermos no cabian en el Hospital de la Sangre, con ser tan inmensa su capacidad, decretaron se formasen otros dos en Triana, a la parte que mira al monasterio de la Cartuxa: vno para enfermería y otro para conualecencia» (Anónimo, 1649; p10r).

Un hospital como testigo. En el lienzo se puede apreciar la bandera roja situada en la ventana geminada de la torre suroeste del hospital, que simboliza la enfermedad, e informa a los sevillanos de la situación de contagio (1B). El gran edificio del hospital de las Cinco Llagas destaca sobre otros elementos, sirviendo de telón de fondo para situar la escena y desarrollar el tema de la epidemia. Este hospital sevillano, que hoy es la sede del Parlamento de Andalucía, fue fundado en 1500 gracias a las donaciones de Doña Catalina de Ribera y Mendoza, invirtiendo casi cincuenta años en su construcción (Collantes de Terán, 1884). En sus comienzos estuvo destinado a mujeres enfermas cuyas enfermedades no eran incurables. En 1505 los hijos de Catalina, Fadrique y Fernando, siguieron los pasos de su madre y continuaron contribuyendo a la construcción y ampliación del hospital con cien mil maravedíes. En 1535, Fadrique Enríquez de Ribera, I Marqués de Tarifa y VI Adelantado Mayor de Andalucía, realizó una gran donación para terminar el edificio definitivo (fig. 3) y cuando murió, al no tener descendencia, dejó parte de su herencia al hospital (Rivasplata, 2014a y 2014b). Fue construido para albergar a cualquier enfermo, fuera hombre o mujer, «para que se recibiessen hombres y mujeres heridos o enfermos que qualesquier enfermedades, excepto de contagiosas» (Morgado, 1587, p. 364).

Figura 3.  El hospital de las Cinco Llagas en 1668 en una acuarela de Pier Maria Baldi 

Dentro del hospital vivían el administrador, enfermeros, sirvientes, curas y capellanes, que celebraban misa en la capilla del hospital, administraban sacramentos y realizaban los entierros dentro del mismo. Es de señalar que la botica del hospital estaba considerada la más grande del reino (Morgado, 1587). El hospital de la Sangre se situaba extramuros de la ciudad: «El cual está a la Puerta de Macarena fuera de los Muros, en la Collación de San Gil, sin que por parte ninguna se le junte otro edificio, sino por los dos lienços de atrás las cercas de sus muy espaciosas huertas» (Morgado,1587, p. 365). En el lienzo resultan llamativas las proporciones con las que se representa el hospital, lo que muestra el protagonismo que el autor le otorga en su papel durante la epidemia. El autor pinta cada rincón del hospital: ventanas, rejas, columnas e incluso las veletas, una rematando la cúpula de la capilla, con forma de flecha, y otra situada en una esquina del patio central, en forma de pájaro (fig. 4).

Figura 4.  El hospital de la Sangre, representado en el lienzo 

En la fachada exterior se observan dos plantas articuladas por pilastras y columnas, desarrollando un gran número de vanos flanqueados por balaustres (2B-C-D). El pintor no fue demasiado fiel a la realidad, puesto que coloca las ventanas del piso inferior más amplias que las del superior, cuando en realidad es al contrario. Aunque en el proyecto inicial se proyectaron cuatro torres para cada uno de los ángulos del recinto, solo se construyó la correspondiente al suroeste que, tal como se aprecia en el lienzo, aún no está rematada por el chapitel piramidal chapado de azulejos que podemos apreciar en la actualidad.

En la parte central cabe destacar la portada principal realizada en mármol blanco (1-2C), presentando dos cuerpos, el superior con balcón central y frontón rematado por una cruz patriarcal es sostenido por el inferior formado por dos grandes columnas con sus pedestales. La puerta se encuentra abierta y en el interior se pueden apreciar dos personas, una de ellas con hábito clerical. Detrás de la puerta, en la zona superior del tejado, se aprecia una gran cúpula formada por un cuarto de esfera que remata la capilla mayor de la iglesia del hospital (1C). En el extremo sureste de la fachada surge una gran nave que avanza hacia la explanada delantera y que amplía el hospital por esa parte.

Se abrió el hospital de la Sangre y muchos ciudadanos ofrecieron limosna y camas para los heridos de peste, entre ellos Pedro López de San Román Ladrón de Guevara, el mismo que saca a la luz la Copiosa relación. Este era diputado de la collación de Santa María la Mayor y ofreció numerosos colchones y gran cantidad de ducados y sillas para transportar enfermos (Anónimo, 1649). El hospital abrió algunas salas nuevas para poder albergar a la máxima cantidad de infectados: «Se hallaron en el famoso Hospital de la Sangre diez y ocho salas nueuas, (…) y esto se entiende sin las que ocupa-uan los Religiosos, los Médicos y Cirujanos que curauan y Ministros que seruían en el contagio» (Anónimo, 1649, p. 6 r). En estas salas se repartieron los enfermos según su capacidad, trescientos, doscientos, etc., y se dividieron a los heridos entre hombres y mujeres. A los apestados se les proveía de alimento y medicina por un torno, para evitar el contagio. El encargado de preparar la comida era un religioso de San Antonio de Padua, Fray Gerónimo de Jesús María. En cuanto a su gobierno, la junta nombró como administrador del contagio en el hospital a Don Antonio de Viana, que murió rápidamente. Tras él se nombró al licenciado Don Juan Peculio, que corrió con la misma suerte y falleció de inmediato.

Los médicos y cirujanos que venían a curar a los enfermos de peste en el hospital, tenían un buen sueldo, cien reales a cada uno. Casi todos murieron desempeñando su oficio (Robles Carrión, et al., 20129. Su heroísmo y dedicación fue encomiable, incluso hubo dos de ellos que estando convalecientes seguían ofreciendo sus servicios:

«Licenciado Sebastián Domínguez y Francisco de Padilla Cirujanos grandes, los quales desde el principio siruiendo por Dios nuestro señor, se hirieron de landres, y por ya quien curarse, por muerte de muchos de esta clase, lleuandoles en braços los Ministros a los enfermos a sus camas, los curauan, y curando a los demás cobraron ambos salud y sirvieron (…) todo el tiempo del contagio» (Anónimo 1649; p. 7).

El gasto diario del hospital de las Cinco Llagas era de 5.000 reales, una cantidad bastante elevada para el momento en que se vivía. La población acudía con limosnas y regalos abundantes para abastecerlo y que no quedara desatendido ningún enfermo:

«Y para que se admire mas la cordial piedad de los habitantes de esta nobilísima ciudad cierto dia se junto en la iglesia de San Antonio de Padua vna copiosa multitud de gente principal, y lleuando cada vno en las manos, y canastos de regalos diferentes, fueron en procesión hasta la Sangre cantando la Letania» (Anónimo, 1649; p. 11r).

El cotidiano amenazado. De un costado del hospital parte la ceremonia de un entierro, se distingue un grupo de ocho personas con hábitos clericales dispuestos en formación de procesión en tres filas (fig. 5). En la primera, formada por tres personas, el del centro porta la cruz parroquial con manguilla de luto. Los demás portan cirios excepto el preste que va revestido de capa pluvial. Le siguen cuatro personas vestidas de negro con espadas cargando sobre sus hombros un ataúd y al fondo dos personas también vestidas negro con sombreros. Por sus ropas y la espada que cuelgan nos señala que el entierro era de algún noble o dignidad eclesiástica. Las fuentes originales aluden a este tipo de entierros durante la peste en personas principales:

Figura 5.  El mundo cotidiano 

«La mayor pompa funeral que lleuauan los señores Inquisidores, Dignidades, Canónigos y Caballeros, eran quatro hombres populares, conduzidos a pelo de dinero para llevar sus cuerpos» (Anónimo, 1649, p. 12r.).

En el tiempo que duró la epidemia solo algunos sevillanos gozaron de la posibilidad de enterrarse como era tradición en la época, dentro de las iglesias, ya que era tal la cantidad de defunciones que ni fue suficiente el espacio para ello, ni la gente se atrevía a salir de sus casas para acudir a un acto como este por el miedo a ser infectados. Por otro lado, empezó a disminuir el número de párrocos para oficiar estos entierros.

En la escena que gira en torno a la fuente monumental de la plaza, rematada por una cruz, se representa la vida cotidiana que fluye en torno a una institución tan populosa como un hospital general. Los personajes representados se disponen circularmente como las horas de un reloj (fig. 5): una mujer contempla plácidamente a sus dos hijos que juegan con su perro; un señor camina alicaído con su bastón hacia la puerta del hospital; dos caballeros conversan a las espaldas de un clérigo con anteojos, probablemente un jesuita; otra madre con su hijo en brazos se dirige a calmar su sed a la fuente, mientras otra espera que una sirvienta termine de llenar el cántaro; un gentilhombre, con la mano extendida a su esposa, acompañada de sus domésticas, observa a un infante que porta en su mano derecha una jarra o vasija para llenarla de agua, o tal vez mira al altivo caballero montado sobre su cabalgadura. Un mendigo de color pide limosna, detrás, un funcionario aparece sentado a la mesa de trabajo, ambos al paso de la procesión.

Todo podía ser normal. Es lo que puede ocurrir cualquier día de manera ordinaria, si no fuera porque entre ellos, abandonados por el suelo, aparecen cuerpos envueltos en sudarios blancos y níveas mortajas abandonadas. Es el discurrir cotidiano amenazado por una ciudad apestada.

Expectación en una plaza agonizante. Varios ministros del hospital observan desde el enorme zaguán del edificio la inquietante actividad que se desarrolla en la plaza (2C). En poco tiempo empezó a enfermar y morir mucha gente por la peste, tanta que la ciudad tuvo que organizarse para poder atender a sus ciudadanos, pues los cuerpos de los fallecidos en las propias calles impedían el paso de los supervivientes:

«Digo que me contó un Señor contador, que viue en la calle de las Cruzes, que dende allí en horden a su oficio auia de ir al hospital, que tres vezes estuvo ia para boluerse de los difuntos que le cerraban el paso» (Morales Padrón, 1981, p. 117).

Los enfermos eran transportados al hospital en barco desde Triana, en sillas cargadas por hombres y carros tirados por caballos o bueyes. Las sillas y carros llenos de apestados iban desde las parroquias hasta el hospital de las Cinco Llagas y desde el hospital a algún lugar de la ciudad para recoger a los contagiados. También se usaban estos carros para transportar fallecidos a los cementerios:

«En el de la Sangre armaron muchas sillas que fueron conduciendo enfermos a dicho hospital, tantos, que en poquísimos días recogieron 2.000 y más, que ocasiono que con morir tantos cada día, morían otros tantos en aquel campo, sin poder ser admitidos» (Morales Padrón, 1981, p. 117).

El cuadro reproduce en la zona central de la explanada el catálogo de transportes descritos en las fuentes de la época, que a su vez componen escenas inquietantes (fig. 6): un amplio escaño sostenido entre dos hombres acarrea en dirección a la puerta del hospital a alguien del que apenas se deja entrever la cabeza. Delante, una caballería porta sobre sus lomos unos fardos envueltos en lienzos blancos, tal vez las ropas contagiadas que se trasladan al quemadero. Un carro descubierto con personas dentro y una galera congestionada de gente con un señuelo blanco y un infante portando un cirio detrás, recibiendo la bendición de un religioso, ¿serán apestados? Lo dramático es que no parecen dirigirse al hospital sino a la zona de los enterramientos. Una escalera de madera, utilizada como camilla, ha sido abandonada en el suelo con su difunto atravesado encima, a los pies de una mujer que gesticula su congoja.

Figura 6.  Un universo inquietante 

«Para el cuerpo de la ciudad se dispusieron carros, o carretones, que continuamente no cessaban de recoger cuerpos muertos por las calles (…). Sin esto dicho para desocupar las casas, porque no quedasen los difuntos dentro, los lleuaban a los cimenterios y encima de Gradas y por las calles muchos, además de los que caían muertos, y en los portales. Lo mas ordinario era encima de Gradas, a la del Perdón 50, y a ueses mas, y pocas menos; y a este respecto era en las demás collaciones» (Morales Padrón, 1981; p. 117).

En otra escena lateral, entre difuntos abandonados, dos hombres cargan en una camilla un cuerpo envuelto en un sudario. Se trata de camilleros que se contrataban en el centro de la ciudad, principalmente en las gradas catedralicias: «Criaronse una cuadrilla de hombres que estaban en Gradas, y se alquilaban, y estaban continuamente de día y noche lle-uando cuerpos muertos a dichos carneros; y siendo 6 quadrillas de a 4 no bastaban» (Morales Padrón, 1981; p. 118).

Otra persona de color acaba de abandonar sus ropas, probablemente contaminadas, y avanza desnudo y de rodillas hacia la puerta del hospital. A pesar de su valor, se aprecian ropas de todo tipo tiradas por el suelo: «Y assi según lo encarecido me parece que la ropa que se arrojado según el parecer de hombres de buen juicio será valor de un millón de ducados, y más» (Morales Padrón, 1981; p. 121). Las ropas y los difuntos abandonados aparecen distribuidos por todo el lienzo, entre perros callejeros husmeando los cadáveres. Mientras un hombre socorre a una mujer que se ha desplomado, otra mujer en estado agonizante cae al suelo ante la indiferencia de dos caballeros y bajo la mirada expectante de un perro (4D). Hay varios canes por el lienzo que posiblemente acudían a la explanada del hospital para carcomer los cuerpos sin vida abandonados en el suelo o a medio enterrar en los carneros. La escena de un perro con un miembro de una persona en su boca o alimentándose de personas, es una figura que se utiliza en crónicas de epidemias como muestra de la desesperación y el ambiente dantesco. El tendero de la calle Francos fue testigo de ello. Así, al hablar de los muchos cuerpos difuntos que se veían por las calles: «dexo de decir los muchos que a ojos de christianos se comieron perros y lechones. Testigo me es Triana y mis pecados que lo ocasionaron» (Morales Padrón, 1981, p. 117). Tal era la consideración cristiana del cuerpo difunto y el respeto que por él se tenía, que algunos enfermos agonizantes, antes de que sus cuerpos difuntos fuesen violentados y comidos por los animales, prefirieron enterrarse mientras aún les quedaba un aliento de vida:

«Eran tantos los difuntos que amanecían por las calles, que muchos quedauan algunos días sin darles sepultura y otros se quedauan dentro de las mismas casas y para sacarlos de ellas no bastaua el orden de la justicia sin el interés tyrano. Y paso a tanto la desventura que vieron al principio lleuar muertos atados a vna soga arrastrados por las calles. Donde se vio vna la suerte, ola de desdicha de lo bruto con lo racional. Temiendola vn hombre y sintiéndose herido, por no exponer su cuerpo después de muerto a tan miserable desventura, cargole como pudo su pobre cama, fuese con ella a vn cementerio, y baxando a vn carnero abierto, compuso su camilla donde le parecio menos horrible el espacio y recostándose en el, entre aquella compañía de cadaueres se enterró en vida, por no verse arrastrado en muerte» (Anónimo, 1649; p. 12r).

De la misericordia redentora. El autor ha tenido cuidado en representar en el lienzo hombres y mujeres de todas las edades y clases sociales: caballeros y esclavos, señoras principales y serviles, alguaciles y ganapanes, servidores y pillastres. Pero sin duda es el estamento eclesiástico el más representado y con todo lujo de detalles, en un amplio muestrario de gestos de socorro tan entregado como inútil en su lucha baldía contra la muerte. La clerecía ocupa sin duda el mayor protagonismo en la obra, estando presentes monjas y frailes, regulares y seculares, de todas las religiones presentes en la ciudad. Con ellos se quiere mostrar el lado asistencial de los epidemiados. En este tiempo, el cuidado de los enfermos estaba, por imperativo tridentino, en manos de personas consagradas, especialmente entre las confraternidades denominadas del cuarto voto o de la hospitalidad (Amezcua, 2019). También se representa su capacidad de entrega hasta abrazar el martirio.

Además del personal sanitario, los frailes tienen un papel importante durante el desarrollo de la epidemia, lo cual aparece testimoniado tanto en el lienzo como en las fuentes originales. En el interior del hospital, los religiosos se responsabilizan de la gobernanza y de otras labores, como la cocina o la dispensación de alimentos y medicinas. También son los encargados de impartir a la población los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, así como de enterrar a los fallecidos: «Fray Eufrasio de Guzman se obseruo, que estando con dos landres sin abrir, gouernaua vna sala de 350 enfermos, y lleuo en ombros a enterrar 4555 cuerpos» (Anónimo, 1649; p 8v). Igualmente queman ropas contagiadas y cuidan y trasladan a los apestados. Estos trabajos conllevan el estar en continuo contacto con los enfermos de peste, por lo que se infectaban contrayendo la enfermedad y por supuesto muchos de ellos murieron ejerciendo sus labores asistenciales:

«En el cuerpo de la ciudad faltaron en breve los curas, y algunos religiosos que administraban los sacramentos, y es fácil de creer que quando no fuera el contagio, solo esa falta de ministros de los sacramentos atemorizó mucho a la gente, y llego a tanto que en mas de 4 días no se administró los sacramentos en muchas parroquias» (Morales Padrón, 1981; p. 117).

En el cuadro, cerca de la puerta del hospital, se puede apreciar por su hábito a un fraile mercedario platicando con dos mujeres vestidas con amplio manto oscuro (2C): «La siempre graue, siempre Real, y siempre Santa religión de Nuestra Señora de la Merced (…). Apenas se abrió el Hospital, quando todos los hijos del Real Conuento y del Collegio se ofrecieron al martyrio de yr a servir a los enfermos» (Anónimo, 1649; p. 8r). Más a la derecha, un fraile agustino sentado en una silla imparte su bendición a un hombre muerto en presencia de una mujer devotamente arrodillada y ante un bebé con su faldón blanco de cristianar extendido en el suelo por haber fallecido (2D).

Los religiosos adoptan una posición protagónica porque, además de administrar los sacramentos, curar y dar la vida por sus fieles, algunos de ellos se hicieron inmunes a la enfermedad y no murieron a pesar de enfermar en varias ocasiones:

«Y auiendo el Padre presentado Fray Blas de la Milla, lector de theologia Moral de la Orden de nuestra Señora de la Merced desta Ciudad, dedicándole desde el principio de contagio a administrar los sacramentos y curar los enfermos del dicho Hospital, con tan admirable caridad, que aunque le hirió el contagio tres vezes, en permitiéndole la salud boluer a tan santa ocupación» (Anónimo, 1649; p. 6r).

Un franciscano capuchino reparte la comunión a un grupo de feligreses, quienes, arrodillados devotamente, se disponen a recibirla tal vez pensando que podía ser la última vez que lo hiciesen (3C). Los padres capuchinos tuvieron, y aún hoy día tienen, un célebre convento extramuros de la ciudad muy cerca del hospital de la Sangre, por lo que era lógico que fueran los primeros en acudir al auxilio corporal y espiritual de la gran cantidad de personas que allí se acogían:

«(…) el hospital, que es de maiores de España. Y no se perdió todo, porque el conuento de Santa Justa y Rufina, extramuros desta ciudad, que es de Padres Capuchinos, acudieron a confessar y a comulgar a los muchos que acudían, que solía hazer a vozes, donde se oieron horribles y tremendas cosas, y el tiempo no daba mas lugar» (Morales Padrón, 1981; p. 117).

Varios frailes franciscanos aparecen sentados en sillas que utilizan como confesionarios, parecen moribundos, uno ya ha fallecido oyendo la confesión de un devoto penitente que se encuentra arrodillado a su lado, mientras que otro de su religión parece dirigirse a él portando en la mano algo envuelto en un paño encarnado y rematado por una cruz, que podría ser el copón para administrar el viático, en la agonía (3D-E). La presentación de agonizantes en el confesionario y al pie del mismo pone de manifiesto la virulencia de la enfermedad, que no daba tregua ni siquiera para regresar a casa o al convento. Esta escena permite apreciar de una forma clara la trasmisión de la peste neumónica, un modo de expansión de la enfermedad que los habitantes de Sevilla, en aquella época, descono-cían. La confesión, un acto donde dos rostros se aproximan a una mínima distancia, se convirtió en un arma letal de contagio. Junto a ellos se puede ver a un hombre que, vestido de calle con capa y chambergo negro, se ha desplomado en el suelo muerto de peste (3-4E). También es posible distinguir a un hombre sosteniendo a una mujer que, sintiéndose mal se ha arrodillado llevándose las manos a la cabeza, sin duda ante los primeros síntomas de la enfermedad (3-4D).

Otros dos religiosos, uno franciscano y el que lleva la cruz en el hábito de los hermanos del Buen Suceso, también conocidos por enfermeros obregones, se dirigen con los brazos extendidos a una mujer que lleva un niño pequeño en brazos (2-3C-D). Otro obregón se acerca al carro que porta personas hacia el carnero (3D).

El paisaje de la desolación. Los días seguían pasando y la plaga se extendía con fuerza por cada calle de la ciudad, matando sin piedad y consumiéndolo todo a su paso. La mortalidad fue enorme, pues morían en pocos días tantos como antes en meses o años (Cires Ordoñez, et al., 1995). Con tan elevada mortandad, los sevillanos pronto se quedaron sin sitio para enterrar a sus muertos, ya que en esa época se solían enterrar en lugares sagrados, en el suelo de las iglesias, ermitas o conventos, para poder estar más cerca de Dios, y el espacio era reducido para tal cantidad de fallecidos.

«Miercoles 9 de junio amanecieron las puertas del Sagrario, desta santa iglesia, cerradas intotum, para no reseuir cuerpo alguno (…). San Salvador, Magdalena y demás parrochias no tienen quento. Y sin hablar de Triana y demás arrabales, hasta oy lo mas verdadero que son los muertos mas de 24.000. Dixome un señor contador que el hospital y Tablada era mui cierto que cada día se enterraban mas de mil cuerpos, y eso era quando todas las parrochias y conuentos se reciuian cuerpos y ha-cían copias de entierros» (Morales Padrón, 1981; p. 118).

«Entre tanto, la vigilancia de los Ministros animosas con lo mas duro del peligro, disponía varios medios a la cura, y conducion de enfermos a el hospital, y de los muertos de este, y de la Ciudad a los osarios, y carneros, numero grande de carros, y sillas de manos los iban incessablemente llevando» (Ortiz de Zúñiga, 1677; p. 709 r).

Una vez ocupadas las parroquias y cementerios situados en suelo sagrado, la junta de la ciudad mandó hacer varios cementerios o fosas colectivas y otros tantos improvisados, los llamados “carneros”. Estos se extendieron por varias zonas de la ciudad, una de ellas fue el hospital de las Cinco Llagas. En el lienzo se distinguen dos grandes montículos de tierra o cal que podrían servir para los carneros, y a la izquierda de estos, un hombre con un carrillo de mano acarrea material para tapar los cuerpos sin vida que están sepultando delante del hospital.

«Y por faltas adonde enterrar los que tan apresuradamente morían, mandaron los señores de la junta se hiziesen en diuersas partes seis cementerios grandísimos, y se bendixeron, los quales fueron los siguientes. En el alto Colon, fuera de la Puerta Real, vno. En el Almenilla, fuera de la Puerta la Barqueta, otro. Fuera de la Puerta de Macarena, otro. Fuera de la Puerta Triana, a vn lado del conuento de N. Señora del Populo, en S. Sebastian, mas allà de la Puerta Xerez. En estos seis campos, rodeados de profundas fosas, y en otros diez y ocho Carneros del Hospital de la Sangre incesantemente dia y noche yua vna multitud de carros cargados de difuntos y no solo de la plebe, personas de ilustre y calidad, los cuales no podían valerse de sus entierros» (Anónimo, 1649; p.12r).

«Que auia dia que passauan de dos mil y quinientos los muertos en los hospitales y casas particulares, y aunque se le llenauan las bobedas de las iglesias de que ninguna se reservo (que no era tiempo de mirar en patronatos ni respetos), ya no cabia, ni en los cementerios, ni en los carneros del Hospital, con ser estos 18 y muy capaces y se hizieron otros seis, preuiniendolos con las bendiciones de la iglesia» (Ortiz de Zúñiga, 1677; p 709 r).

En esa especie de tríptico temático en que se desarrolla el cuadro, en el lado derecho se concentran las escenas más luctuosas, en una representación explícita y rotunda de la muerte asociada a la epidemia (fig. 7). Se puede apreciar una gran cantidad de cuerpos tumbados, algunos amortajados con un sudario blanco y otros desnudos. Del costado del hospital se alza una gran nave que avanzaba hacia la explanada, en cuyo interior, al descubierto, se insinúan las grandes fosas o carneros que sirven de enterramiento colectivo. La puerta de acceso, rematada con una colgadura encarnada como símbolo de enfermedad, aparece con un tamaño desmesurado para permitir el acceso de los carros de fallecidos provenientes de la ciudad.

Figura 7.  La desolación 

De la saturación del espacio son muestra las fosas que se han abierto fuera de la nave, en la misma explanada, donde se van depositando cadáveres amortajados ante la supervisión de un religioso de los hospitalarios de San Juan de Dios (3E). En una de las fosas, una desconsolada mujer, arrodillada, deposita cuidadosamente dentro de ella el cuerpo de su bebé envuelto en un sudario blanco, mientras un franciscano de hábito remendado le otorga su bendición (3E): «Rasgaua el coraçón mas bronze ver aquel breue distrito que ay de la Macarena al Hospital, hecho vna campaña de desdichas, vnos agonizando, otros con frenesí, otros llorando y confesando a vozes sus pecados» (Anónimo, 1649; p. 8r).

Vigilancia y control. La cuestión de la seguridad cobra tintes especiales durante el tiempo de epidemias. El caos provocado por el enemigo invisible resulta campo abonado para la pille-ría y la picaresca, por ello la ciudad despliega todos sus recursos para el control del movimiento de las gentes y la estrecha vigilancia de los accesos a la ciudad. La junta de gobierno de Sevilla, formada para gestionar el contagio, ordenó que se ejecutaran una serie de medidas para frenar la enfermedad: la quema de ropas y muebles apestados; la exterminación de gatos y perros, ya que creían que estos animales transmitían la enfermedad; la cuarentena urbana o cerrar las puertas de la ciudad, el tránsito entre los barrios y no dejar entrar gente nueva a la ciudad; y, por último, se prohibió vender ropas de los muertos a la ciudadanía:

«Pregonose por orden de los señores de la junta que los vecinos de la ciudad matasen todos los gatos y perros, por llevar estos el contagio» (Anónimo, 1649; p. 10v).

«Viendo pues los señores de la junta quan aprisa yua mejorando Sevilla, y teniendo noticias que de los Lugares comarcanos acudían enfermos a curarse en los hospitales se la ciudad, decretaron cerrar algunas puertas, y poner guardas en las de mayor concurso. (…) y los señores inquisidores, que asisten en el Real Castillo de Triana, se encargaron de la guardia y custodia de aquel arrabal» (Anónimo, 1649; p.18v y 19r).

«Tambien en quanto a la limpieça de las casas y quema de la ropa, (…) él mismo entraba en persona en ellas y mandaua limpiar de toda ropa, y hazia entrega al fuego y todas las demás diligencias que se requerían para purificación del contagio» (Anónimo, 1649; p.19r).

«Para mayor seguridad de todas las puertas mando la junta poner por los caminos y partes sospechosas, guardas de a caballo, para estoruar la entrada de la ropa y gente forastera» (Anónimo, 1649; p.19r).

En la zona inferior del cuadro podemos ver apostados diferentes representantes de la justicia, merodeando a pie o a caballo, tensionados por la afluencia de personas y animales en la explanada del hospital (fig. 8). En el lado izquierdo, justo debajo del entierro, se observa, a un hombre montando a caballo (3-4A) que podría ser del estamento nobiliario, o alguien del gobierno municipal echando a los curiosos que venían temerariamente a ver lo que sucedía bajo la muralla y la puerta de Macarena, situadas enfrente del hospital.

Figura 8.  Vigilancia y control 

«Y aunque era el riesgo tanto, salía la gente a la Puerta Macarena a ver la multitud de los que yazian en el campo, esperando a que se les adereçase cama o a ocupar la del que acabaua de morir (…) Impidió la justicia la salida de la gente de la ciudad a esta Puerta, por pagar muchos con la vida hazer motivo de la curiosidad, lo que debiera solo serlo la lástima y escarmiento» (Anónimo, 1649; p. 8r).

A espaldas del jinete se entrecorta la figura de una persona sentada tras una mesa (3A), probablemente un escribano o alguacil ejerciendo el control de las cédulas de sanidad en los viajeros o mercaderes que intentaban acceder a la ciudad por la puerta de Macarena. En el centro de la figura, dos oficiales de a pie parecen ahuyentar a un perro que se acerca al cuerpo desfallecido de una mujer (4C-D) y, a su derecha, aparecen otros dos hombres a caballo (4C-E), probablemente guardas destinados a evitar el pillaje, como los que solían ponerse guardando los caminos y las puertas de la ciudad para evitar así, en la medida de lo posible, la trasmisión del contagio por medio de las personas y sus vestidos: «Para mayor seguridad de todas estas puertas mandó la junta poner en los caminos y partes sospechosas, guardas de a caballo, para estoruar la entrada de la ropa y gente forastera» (Anónimo, 1649; p. 19 r).

Al pie del lienzo, bajo la estrecha vigilancia de los oficiales de a pie y a caballo, se pueden ver amontonados junto a la muralla una variedad de muebles y enseres esparcidos por el suelo: una mesa, el lujoso cabecero de una cama, un baúl con ropa, una guitarra, zapatos y hasta un colchón (4C-D-E). Probablemente sea un espacio habilitado como almacén improvisado, donde se recogían los objetos requisados por los guardas de la cuidad por ser sospechosos de contagio o de reventa, que más tarde serían llevados a las hogueras para ser quemados. En la zona superior-izquierda del lienzo se distinguen una hilera de casas muy unidas y arriba de estas, en el horizonte, sobresalen unas llamas que podían proceder de las hogueras que se formaban para quemar la ropa apestada (1A).

El fuego purificador. La peste se ha considerado a lo largo de los siglos un castigo enviado por Dios ante los pecados cometidos por los hombres. Según los testigos y fuentes de la época, la epidemia de 1649 de Sevilla también fue un correctivo divino a la Babilonia del siglo XVII, ya que la ciudad hispalense, por su cosmopolitismo, gozaba de fama de lujuriosa:

«Atiéndase aora lo summo de tanta miseria como Dios justo ha fulminado sobre esta ciudad, y plegue al cielo escarmiente todo el mundo en el, o enfermare Sevilla propia en si propia, para que se confirme su entera salud; (…) y los que quedamos vivos vivamos como con empeños de resucitados; no perdamos la memoria de tal traxedia, y tan lastimosa plaga como auemos pasado, que este olvido fuera la peste de Sevilla. Acuerdate Sevilla de tu desdicha y con esta memoria, matando las viuoras de tus gustos, harás Atriaca magna dellas contra la peste, para que te libre el Cielo della otra vez» (Anónimo, 1629; p. 21 y 22).

Como ya se ha comentado, el ambiente apocalíptico aparece en el cuadro en la forma el que el autor ha pintado el cielo, donde predominan los tonos oscuros, unas nubes tenebrosas que anticipan la ausencia de vida (1B a E). También el fuego y las humaredas que aparecen en el horizonte anuncian la destrucción del mundo (1A). La peste es comparada, en varios testimonios de testigos de la epidemia, con un incendio que arrasa con toda vida a su paso, por lo que el autor del cuadro intenta simbolizar la devastación que deja a su paso como un fuego descontrolado (Delumeau, 2002).

En otras obras, la representación simbólica de la epidemia se realiza por medio de flechas que caen del cielo como castigo de un Dios furioso ante los pecados cometidos por la humanidad (Delumeau, 2002). Así puede verse en el fresco de San Sebastián de Gozzoli en la Iglesia de Sant’Agostino de San Gimignano (Italia) y en el cuadro anónimo de la peste de 1679 en Antequera, conservado en la iglesia de Santo Domingo de esta ciudad malagueña (Sierras y col., 2018) (fig. 9). En relación con estos y otros cuadros de la peste, en el del Pozo Santo se aprecian semejanzas cromáticas y de composición, sin embargo existe una importante diferencia en la intención del autor. Si en los primeros domina la finalidad votiva, expresando el agradecimiento a la divinidad por haber terminado con la plaga, en el segundo, el pintor intenta mostrar una representación literal de lo que vivió la ciudad ante la incidencia de la peste, de una concepción casi cinematográfica, en una sucesión de fotogramas con escenas muy concretas de las consecuencias del contagio sobre las personas. Aquí no hay concesión a la esperanza, no irrumpe ninguna imagen del más allá para alivio de las almas, todo es muerte y desolación, no hay lugar a la salvación, como en el cuadro mencionado de Bruegel.

Figura 9.  Detalle de las flechas de la peste en el fresco de San Gimignano y la pintura de Antequera 

La ciudad atemorizada. El miedo es una emoción que puede llegar a desestructurar la personalidad humana, ya que logra provocar que cualquier persona se comporte de manera irracional y espontánea. La peste era considerada el mal por antonomasia y el temor a ser infectados se apoderó de los sevillanos, que la interpretaban como el castigo divino a sus pecados, desencadenando todo tipo de conductas, las más de ellas excesivas. Las personas se aislaban por temor a contagiarse, salían armados a la calle para protegerse de los apestados, recelando de los vecinos y amigos, e incluso de los propios familiares más cercanos (Delumeau, 2002; p. 179-80). En tiempo de peste el miedo a la muerte era tal que todo valía, incluso asesinar para no ser infectado. La desconfianza se escondía en cada calle e incluso en cada casa, cualquiera podía ser el enemigo, incluso alguien de tus allegados. En la peste de Sevilla, el comportamiento de la población no fue en este sentido diferente y también se vio reflejado por el miedo a ser contagiado y, consecuentemente, a una muerte inmediata.

Andrés de la Vega, tendero de la calle Francos, describe algunos comportamientos sociales de los sevillanos que le aterrorizaron: «Todo se toleraba que aún espanta decirlo. No se podía tolerar que hacía el mismo hombre a el hombre falto de caridad desembócese nuestra malicia» (Morales Padrón, 1981; p 122). La sociedad del siglo XVII estaba muy jerarquizada, cada individuo se veía obligado a un comportamiento determinado en relación al estatus social que ocupaba, de ahí que a Andrés de la Vega le llamara poderosamente la atención el ver a personas principales hacer trabajos serviles ante la ausencia de criados, que habían sucumbido a la peste: «Vide a un abogado que auia sido juez lleuar un quarto de carnero, i a mucha gente honrada cargando con las cosas necesarias, porque no auia de quien valerse» (Morales Padrón, 1981; p. 126).

Debido a las diferencias de estatus, los grupos sociales estaban destinados a establecer lazos matrimoniales entre los miembros del mismo grupo o afines. Los sevillanos, al ver que el fin del mundo tal como lo habían conocido estaba cerca, corrieron sin dilación a la vicaría para disfrutar del matrimonio el poco tiempo que les quedaba de vida. Y lo hicieron sin importarles casarse entre grupos sociales diferentes, personas nobles con criados, algo impensable en aquella época. Los convencionalismos sociales desaparecieron, todo valía si el fin del mundo estaba cerca:

«Quando las cosas estaban en este estado, se levantó una confusión que la causó el señor juez de la iglesia y sus ministros de una turba multa de gente ordinaria que acudió a casarse, que en espacio de 40 días se casaron mas de 1.500 personas, y fue tanto excesso, que por algunos días se retiró el señor juez. Dexo aparte muchos y gente de bien que en el rigor de la enfermedad se casaron con mugeres que nunca lo hizieran, por no ser iguales» (Morales Padrón, 1981; p. 123).

El autor de la Copiosa relación afirma que las personas de noble familia no lucían lujos ni les acompañaban criados: «Las mugeres principales en cuerpo por las calles yuan de día y de noche muchas a buscar medicamentos, médicos y cirujanos para sus maridos e hijos, por auerse muerto toda la gente de la familia» (Anónimo, 1649; p. 21r).

Mientras la peste mataba sin descanso, el comportamiento de la población iba enloqueciendo, el miedo les inundaba hasta el punto de ser capaces de cometer actos tan inhumanos como el abandono de niños y de enfermos:

«Añadiré una desdicha bien grande, que fue ver por las calles muchas criaturas pequeñas dadas de manos que les auian faltado los padres, y desamparados buscaban el remedio o sustento hordinario, que si alguien lo daba era arrojado como a perros, ocupados de noche los portales públicos donde también morían de hambre, o del contagio. Digo una cosa que me causo mucha lastima: frontero de San Alberto, sobre un pedazo de una estera, pusieron un niño de hasta 10 meses, que vide desde la ventana echarle pan sin que nadie se atreviese en muchos días que estuvo allí sufriendo las inclemencias del tiempo, allegarse a él. Y en las Gradas, en medio del lodo, un hombre viuo en su cama que hacía tantas cosas luchando con la muerte que quebraba el coraçón, sin que tampoco fuera socorrido de nadie» (Morales Padrón, 1981; p. 124).

Este delirio se apoderó de un padre que con sus propias manos mató a su hijo, no se sabe si para liberarlo del sufrimiento, por la fiebre que le producía esa locura momentánea o por el miedo a la muerte: «Estando vn enfermo con el frenesí, se leuanto de la cama, y a vn niño de dos años hijo suyo, cogiéndole de los pies le estrelló los sesos en la pared» (Anónimo, 1649; p.19 r). Algunos de los ciudadanos, desesperados e invadidos por el miedo, no quisieron esperar a que les llegara, tras horribles sufrimientos, el momento de su muerte y decidieron quitarse la vida: «Otro se salio de su casa en camisa como estaua en la cama, y atrauesando la Ciudad se arrojó en el Rio, y se ahogó» (Anónimo, 1649; p. 19v). Otros intentaron el suicido pero no lo consiguieron. Tal fue el llamativo caso del sastre portugués Manuel Rodríguez, quien, estando sirviendo como voluntario en el hospital de la Sangre, se contagió gravemente, de manera que estando en la sala de enfermería atado en una cama: «se soltó vna noche, y subiéndose al más alto texado del Hospital, se arrojó de más de diez y seis estados de alto en vn Carnero del dicho Hospital, donde estuuo día y medio entre más de ocho mil difuntos, y este viue oy trabajando en su oficio de Sastre» (Anónimo, 1649; p. 19v).

El lienzo en su conjunto logra provocar en el espectador la percepción de miedo colectivo que debieron padecer los sevillanos ante la epidemia. No utiliza escenas tan explícitas como las fuentes narrativas, pero se recrea en mostrar el paisaje apocalíptico de sorpresa, pérdida y muerte en el que desemboca la pestilencia. El mismo perrito con el que juegan unos niños inocentes puede convertirse en depredador de sus cuerpos abandonados cuando hayan muerto; hombres y mujeres que pasean plácidamente pueden desplomarse en cualquier momento por el efecto devastador del contagio; la madre que cuida de su bebé terminará irremediablemente depositándolo en uno de los carneros entre centenares de cuerpos heridos por la infección; los altivos caballeros y gentilhombres perderán sus bienes y verán amontonados los enseres de su casa para ser quemados; hasta los sacerdotes y los enfermeros religiosos sucumbirán a la muerte en su intento de confortar a los contagiados. Solo la muerte se enseñorea paseándose por la plaza en carros y escaños, se ceba en los cuerpos abandonados que la engalanan con el color rojo de la sangre y el fuego y el blanco de los sudarios. Cuando la muerte se torna omnipresente, triunfa el miedo y la desesperación entre la gente.

Dicen los cronistas que, tras la extinción de la enfermedad, los sevillanos que la sobrevivieron reformaron sus conductas y renacieron más devotos y cristianos, haciendo grandes demostraciones de piedad, acudiendo masivamente a las fiestas de acción de gracias y participando alegremente en los regocijos que la ciudad organizó para compensar tanto sufrimiento que habían padecido.

Nada más declararse Sevilla libre de contagio, el administrador del hospital de la Sangre colgó del edificio la bandera de salud y en la misma explanada en la que tanto dolor y muerte se reflejara en el lienzo mandó organizar corridas de toros para divertir los corazones afligidos (Dooley, 2013). En un gesto de transposición simbólica, para formar la plaza y contener a un público ahora feliz y regocijado, se engalanaron con gallardetes los propios carros que poco antes habían servido para transportar a miles de enfermos y cadáveres a través de aquella misma explanada, que ahora cambiaba radicalmente su cometido. Unos toros, unos caballos y unos caballeros que corrieron encima de los cuerpos en descomposición que se hallaban enterrados en los carneros de los que nunca más se quiso saber.

Conclusiones

El análisis de la pintura anónima sobre la peste de Sevilla en 1649 del museo del Pozo Santo, nos ha llevado a obtener las claves tanto de la intencionalidad del autor como de las circunstancias históricas y sociales que vivieron sus habitantes ante una coyuntura histórica tan importante como fue la peste bubónica que este año infringiría a la ciudad una herida de la que tardaría décadas en recuperarse.

Sevilla era una ciudad opulenta, puerto y puerta de Indias, en la que todo era espléndido y excesivo. Una ciudad que, tal como nos muestra el lienzo, estaba amurallada ya desde tiempo de los romanos, un signo de orgullo para toda ciudad que se preciase de serlo. Esa grandeza también es posible apreciarla en el lienzo por medio de la inclusión de la imagen del deslumbrante hospital de las Cinco Llagas, reconocido como uno de los edificios hospitalarios de mayores proporciones de la Europa del siglo XVI (Carmona García, 1979). Una muestra más de esa opulencia y magnificencia que el lienzo refleja es la cantidad de órdenes mendicantes que se hallaban en la ciudad, que vivían de las limosnas y las donaciones, y que sus súbditos agradecidos devolvieron en forma de cuidados temporales y espirituales a los epidemiados.

La vida tumultuosa de la ciudad hispalense se tuerce en 1649 cuando, según la mentalidad barroca, recibe por designio divino la visita de una terrible epidemia de peste, convirtiéndose Sevilla en una ciudad de muerte. Eso es lo que ha querido representar el autor del lienzo. Actúa como un periodista gráfico que refleja en su obra cómo incide la flecha de la peste en la ciudad del oro. El hospital, los enfermeros y religiosos, los camilleros, los carros cargados de enfermos y difuntos, los carneros, los entierros, la quema de ropas y enseres apestados, todo queda reflejado en el lienzo. También el único recurso posible para salvar el alma: la confesión de los pecados y el viático, la última comunión a los enfermos. La función sacramental de la obra queda reflejada en el protagonismo de la clerecía ante la impotencia de los hombres para reducir el contagio. Solo Dios puede hacer remitir la enfermedad y los religiosos son sus más dilectos intercesores.

El autor pinta con escaso mérito artístico, tal vez porque utiliza formas estéticas muy enraizadas en la religiosidad popular, como es la pintura de exvoto. Pero lo hace con una evidente intencionalidad de alcanzar la verdad, tal como se demuestra cruzando la información visual con la lectura de las fuentes narrativas de la época. El autor refleja lo que realmente pudo pasar entre abril y julio de 1649 en aquella explanada de tierra que se abría entre la puerta de Macarena y el hospital de la Sangre. Retrata una sociedad sevillana herida por la guadaña de la muerte, por la flecha de la peste. Mujeres y hombres, mayores y niños, ricos y pobres, nobles y plebeyos, laicos y eclesiásticos, nadie escapa a la muerte. Hay una lectura iconológica que, tal como afirma Panofsky, es elíptica o no evidente: Dios castiga a una ciudad que se vanagloria de su riqueza, a una sociedad que presta más atención al oro que a su salvación. La desgracia de Sevilla se convierte así en un ejemplo para todo aquel que quiera verlo en el mundo católico: el amor a lo material y el descuido de lo espiritual solo acarrea la muerte.

La misericordia divina, la esperanza cristiana y el triunfo de la vida frente a la muerte que aparecen en este género de pinturas votivas, están alejados de la lectura literal de esta obra y, por tanto, de las intenciones de su autor. Aquí todo es muerte y desolación. Solo la literatura, la otra fuente que hemos utilizado para dialogar con el cuadro, nos aporta la intencionalidad, elíptica también, del eclesiástico administrador del hospital y de la Junta de Sanidad de la ciudad cuando, remitida la epidemia, organizan regocijos taurinos en un ambiente de algarabía en la misma explanada donde, apenas un mes antes, todo había sido dolor y desesperanza.

Los dos elementos representados en el lienzo, el hospital de las Cinco Llagas y la bulliciosa explanada que se abre ante su puerta, son la excusa para ofrecer al espectador un mensaje moral ante una crisis vital tan rotunda como una epidemia. El hospital de la Sangre se representa como la gran obra humana incapaz de dar solución a la enfermedad colectiva. Por ello, a la vez que presume del imponente edificio, evita dar muestras de la actividad asistencial que se realiza en su interior. El edificio es solo un testigo de lo que ocurre fuera, como lo son los empleados de la institución que permanecen apostados en el zaguán de la puerta observando el trasiego de dolor y muerte que discurre en el exterior.

En contraposición, la obra otorga el protagonismo al designio divino en una clara intención moralizante. Una divinidad indignada por los desenfrenos de los hombres que produce un ambiente apocalíptico para que los fieles tomen conciencia de su vulnerabilidad y del peligro de una vida apartada de los valores cristianos. Un argumento de destrucción y muerte escenificado en la diversidad de elementos visuales que componen el cuadro y del que no es posible escaparse, salvo para la redención del alma. En sus trazas primitivistas, que hoy dificultan en parte su lectura, el lienzo podía resultar en cambio altamente eficaz en su mensaje espiritual y transcendente, conectando fácilmente con la feligresía de su tiempo, conmocionada tras haber sobrevivido a una experiencia tan rotunda y dolorosa como una implacable plaga de peste.

Agradecimientos

A la madre superiora del hospital del Pozo Santo, por haber facilitado el acceso al museo para fotografiar el lienzo.

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Recibido: 18 de Mayo de 2020; Aprobado: 14 de Julio de 2020

Correspondencia: olivagsil@gmail.com (Oliva González Silva)

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