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Revista de Bioética y Derecho

On-line version ISSN 1886-5887

Rev. Bioética y Derecho  n.31 Barcelona  2014

https://dx.doi.org/10.4321/S1886-58872014000200009 

BIOÉTICA Y CINE

 

Prometeos Postmodernos: El ADN en el cine de los últimos años

Postmodern Prometheus: DNA in cinema of recent years

 

 

Ricardo García Manrique

Universidad de Barcelona

Este artículo se incluye en el Proyecto de Investigación "Aspectos éticos, jurídicos y sociales implicados en la obtención, el uso y el almacenamiento de las muestras de ADN y otras técnicas biométricas de identificación" (DER2011-23303), financiado por el Ministerio de Educación.

 

 

1. Imágenes del futuro

El cine de los últimos cuatro o cinco años nos ha dejado varias películas en el que el ADN tiene un papel significativo. No se trata de películas precisamente optimistas, sino más bien todo lo contrario. En vez de ilustrar los muchos beneficios que el conocimiento, uso y manipulación del ADN está deparando ya y podría deparar en el futuro, esas películas nos asustan con desarrollos y resultados que son como mínimo inquietantes. Como varias de esas películas pertenecen a lo que podemos llamar ciencia ficción, uno podría decirse que se trata aquí de la tradicional tendencia al catastrofismo que caracteriza a buena parte de ese género, que nos gusta sentarnos en la oscuridad de la sala de cine y pasar un buen rato de miedo y que los productores y directores dejan de lado la realidad y lo razonable para estimular esa aprensión que lo nuevo y lo desconocido generan en la mayoría de la gente. Desde luego, algo o bastante hay de esto, y si solo fuera esto, acaso no habría que hacer mucho caso de las historias que estas películas nos cuentan y deberíamos limitarnos a divertirnos de esa manera tan peculiar que consiste en asustarse mucho. Sin embargo, yo creo que hay algo más que mera explotación de los sentimientos más o menos irracionales que albergamos en relación con lo que todavía no conocemos bien, y que ese algo más está en la raíz del malestar que suscitan las historias que se nos cuentan. Veamos.

Splice es una película de 2009 dirigida por Vincenzo Natali y protagonizada por Adrian Brody y Sara Poley. El verbo inglés "splice" puede traducirse por "empalmar" o "unir", y eso es lo que hacen los dos científicos protagonistas (pareja sentimental por lo demás) con el ADN de distintas especies animales para crear especies nuevas con fines terapéuticos. De hecho, es una poderosa empresa farmacéutica la que financia su costosa investigación. Tienen éxito y crean una criatura ciertamente fea y desagradable, pero que parece ser que será útil a dichos fines. Ya inquieta la visión de la criatura en cuestión, una especie de babosa gorda y amorfa, de considerable tamaño, pero más inquieta la ambición investigadora de la doctora Elsa Kast, que por su cuenta y riesgo, esto es, yendo más allá del mandato de la empresa promotora y seguramente de los protocolos al respecto, decide dar un paso más y mezclar el ADN de las nuevas babosas con el suyo propio, en contra también de la opinión de su colega y compañero, el doctor Clive Nicoli, que parece menos ambicioso y más cauto, pero al que no queda más remedio que dejarse arrastrar al experimento. Yo no sé si esta distribución de roles pretende dar cuenta de la nueva feminidad contemporánea o es una instancia más de la historia de la manzana y del árbol del bien y del mal. Sea como sea, el caso es que será el propio Nicoli el que al final saldrá más perjudicado, muy perjudicado. La nueva criatura no es, por suerte, una mezcla de babosa y ser humano, sino una especie de mezcla entre, qué diría yo, canguro sin pelo de cintura para abajo y bella mujer de cintura para arriba (es la muy atractiva actriz francesa Delphine Chanéac la que da vida al engendro, objetivamente mucho más peligroso que la babosa inicial pero subjetivamente mucho menos desagradable, y es que lo antropomorfo nos es próximo, claro, y nos relaja). Como era de esperar, Dren, pues este es su nombre, resulta ser una criatura bastante inteligente e incluso seductora. Crece de manera inusualmente rápida, signo de los tiempos veloces que vivimos, y en poco tiempo se convierte en... iba a decir una guapa jovencita, por lo menos si nos olvidamos de sus extremidades inferiores y de su larga cola, que acaba en un mortífero aguijón, indicio de una agresividad latente que ya habían mostrado de manera muy clara las babosas en la película y los seres humanos no han dejado de mostrar a lo largo de su convulsa historia. Lo suficientemente guapa y en efecto seductora como para, ¿ya se lo imaginan?, captar el interés del doctor Nicoli, que sucumbe por segunda vez ante la iniciativa femenina. Fastidia un poco la debilidad de este científico, aunque no deja de ser comprensible, ser humano al fin y al cabo y para más señas del género masculino. Todo esto, por cierto, tiene lugar en secreto y en contra de los deseos de la compañía farmacéutica, no vayamos a atribuir todos los males a los ejecutivos insaciables y desaprensivos, más lo son en esta historia los propios investigadores. La nueva especie tiene una peculiaridad que también poseían las babosas, y es su capacidad endógena para cambiar de sexo. Las babosas tenían un pase, y es lo bien que se llevaban entre sí (habían creado dos, una macho y otra hembra, Fred y Ginger las llamaron), como mostraban los arrumacos que se prodigaban mutuamente, hasta que una de ellas cambió de sexo (no queda claro cuál, y quizá mejor no saberlo con certeza, pero parece que es Ginger la que cambia) y, establecida la relación homo, la cosa acabó como el rosario de la aurora cuando la agresividad dejó de ser potencial para pasar a ser muy actual y las carantoñas dieron paso al uso de los aguijones. Al menos, la cosa quedó entre ellas, pero cuando la señorita Dren cambia de sexo a su vez y se convierte en un macho agresivo, serán sus creadores los que sufran las consecuencias, bien que de modo muy distinto. Con una agresividad sin duda muy masculina, la criatura matará al que ahora considera su competidor y tomará posesión forzada y carnal del objeto de su deseo y carne de su carne (un incesto muy peculiar, sí), aunque morirá a su vez a manos del científico al que ha herido de muerte, todo muy simultáneo como se ve. El resultado es una científica ambiciosa, embarazada y viuda (¿podríamos decir por partida doble?), que, esta vez sí con el apoyo de los ejecutivos de la empresa farmacéutica, decidirá llevar a delante la gestación y a ver qué pasa.

Ya podríamos preguntarnos acerca de qué se nos ha querido transmitir con esta historia y de qué es lo que nos inquieta de ella, pero esperemos un poco y antes tomemos en consideración otras dos películas que aparecieron muy poco tiempo después. En 2010, se estrenó Never Let Me Go (o Nunca me abandones), basada en la novela homónima de Kazuo Ishiguro, escritor británico de origen japonés, dirigida por Mark Romanek y protagonizada por Carey Mulligan, Andrew Garfield, Keira Knightley y Charlotte Rampling (sí, la misma actriz de Portero de noche, y tan enigmática y turbadora como hace cuarenta años). El argumento se parece mucho al de la La isla, película de 2005 que ya tuve ocasión de comentar por escrito hace algunos años, aunque el tono y ambientación de la historia son muy distintos. En ambos casos se trata de la clonación de seres humanos con el fin de convertirlos en fuente de provisión de órganos para trasplantes, pero si La isla es básicamente una película de acción ambientada en un entorno futurista, Never let me go es una película intimista y reflexiva ambientada en la Inglaterra contemporánea, la que todos conocemos. Otra diferencia importante es que los clones de La isla no saben que lo son, ni cuál es su destino, y el argumento se basa en que dos de ellos lo descubren accidentalmente y tratan de librarse de él. En cambio, los clones de Never Let Me Go son conscientes de lo que les espera, a saber, sucesivas extracciones de sus órganos (dos, tres, no muchas más) hasta acabar su vida en un plazo más bien corto, en plena juventud. Y los protagonistas no tratan de evadir su destino sino que se conforman con él. En este caso, el hilo argumental gira en torno a una creencia difundida entre los clones según la cual, si dos de ellos demuestran haber establecido una relación afectiva genuina, se ganarán un tiempo de vida adicional, una especie de premio a su mayor humanidad. No importa mucho ahora que esa creencia sea verdadera o falsa, sino la premisa en la que se basa, esto es, y si lo capté bien, que los clones, perfectamente humanos para cualquier ojo, se supone que tienen una capacidad afectiva restringida que los hace menos humanos, y por eso los que demuestran tenerla en mayor grado se aproximan más a nuestra humana forma de ser y se merecen un trato en consonancia con ella.

No entiendo yo mucho de clonación, pero siempre he creído que la oveja Dolly era una oveja a todos los efectos. Quizá lo mismo ocurre con estos clones humanos, que no les falta de nada, y que esa supuesta carencia de aptitudes sentimentales es falsa conciencia, inducida por sus creadores y educadores con el fin de garantizar la conformidad de los clones con el destino que han programado para ellos y, de cara al exterior, aunque no se haga explícito, con el fin de establecer una distinción clara entre los seres humanos "genuinos" y sus "copias" que tranquilice a la opinión pública sobre la legitimidad del uso que se hace de estas. La educación de los clones ocupa un espacio muy relevante en la película. Tiene lugar en un internado situado en la campiña, cuya directora es Charlotte Rampling, y que se parece sospechosamente a los famosos colegios británicos de élite que tantas otras veces hemos visto en otras películas y que parece ser que existen de verdad. La atención que se presta a la educación de los clones nos permite comprender que, en realidad, no sería nada fácil que aceptasen su fugaz e instrumental destino sin una larga e intensa etapa de formación; porque, salvo el peculiar origen, en realidad tampoco tan peculiar si se tienen en cuenta las modernas técnicas de reproducción, todo en ellos resulta plenamente humano y, en cambio, aceptan de buen grado, dentro de lo que cabe, esa vida que ha sido planeada para ellos y que tan distinta es de la vida de los otros, que son "otros" solo porque así se ha convenido, a partir del interés de estos otros en disponer de recambios adecuados. No sé si era la intención del autor de la novela, que no he leído, o del director de la película, pero el hecho de que se recurra a una clásica institución escolar (a diferencia de, por ejemplo, el lugar en el que viven los clones de La isla, un lugar que no nos recuerda en particular a ninguno conocido, salvo quizás a una colmena u hormiguero o a un hotel de todo incluido) me ha hecho pensar que acaso la película pretende asociar el tratamiento que reciben los clones con cierto tipo de educación rígida y autoritaria y que nada tiene de fantástica. Es como si, al preguntarse por la dudosa legitimidad de instrumentalizar a los clones, se preguntase también si no sucede eso también con los demás seres humanos, si el orden social vigente no requiere precisamente de la contribución de muchos individuos cuyas vidas son instrumentalizadas de la manera más conveniente para otros. Porque, una vez más y como siempre, las historias de clones, de robots, de replicantes y demás, son historias sobre nosotros mismos y sobre el modo en que nos tratamos los unos a los otros.

Dos años más tarde, en 2012, se estrenó Prometheus, la película de Ridley Scott protagonizada por Naomi Rapace (la Lisbeth Salander de la trilogía Millenium), Michael Fassbender (el actor de moda) y Charlize Teron (que no necesita ser presentada). Se trata de un filme mucho más futurista que los otros dos, si se quiere el que mejor responde a los estándares de la ciencia ficción, en el que asistimos a un largo viaje espacial en busca de los orígenes de la raza humana, que no están en el mono, como habíamos creído desde Darwin, sino en los antropomorfos habitantes de un planeta muy lejano al que creen dirigirse los protagonistas, naturalmente crioconservados porque el viaje es de larga duración. No me pregunten cómo, porque no me enteré bien, pero el caso es que los científicos de turno (curiosamente también pareja sentimental en la película, como los dos científicos de Splice; quizá porque así se introduce por la vía fácil el elemento sentimental) descubren en la cueva de una isla escocesa los indicios que les llevan a determinar que fueron unos extraterrestres los que nos modelaron a su imagen y semejanza (con su mismo ADN o uno muy parecido) y nos implantaron en la Tierra, con vaya usted a saber qué intenciones, cosa que tampoco queda clara. Un típico millonario excéntrico es quien decide financiar la costosísima expedición porque está interesado en establecer contacto con nuestros creadores. Tras el largo viaje, los exploradores espaciales llegan a su destino, un desolado y desierto planeta, y encuentran en efecto unas instalaciones muy extrañas que en todo caso demuestran que allí hubo gente (por decirlo de algún modo). Lo que descubrirán es que, en realidad, ese planeta no es el que habitaron nuestros ancestros, los cuales deben andar por algún otro rincón del universo, sino un complejo militar (vamos a llamarlo así) cuya razón de ser es la de servir de lanzadera a unas naves que en fecha no precisada habrían de dirigirse al planeta Tierra con la intención de destruir todo rastro de vida humana. Es decir, que los mismos que nos crearon en el pasado habían tomado la decisión de destruirnos en el futuro, lo cual resulta muy decepcionante para los expedicionarios, que hasta ese momento habían albergado hacia ellos un sentimiento muy parecido al de la devoción religiosa. Llegado este punto, se hallan, como tantos otros a lo largo de la historia de la ciencia ficción, en la tesitura de tener que salvar a la humanidad, en este caso mediante la destrucción de las instalaciones y de las naves destinadas a nuestro exterminio. No diré nada más sobre el argumento, porque aquí no resulta necesario, pero sí que ya se ha anunciado una segunda parte en la que, cabe suponer, se desvelarán algunos de los muchos misterios de la película.

Si, teniendo en cuenta el director y el género, alguien se espera algo comparable a Blade Runner, que no se haga ilusiones. La película se deja ver (es de Ridley Scott) pero se aleja mucho del esplendor de aquella otra de 1982. A pesar de eso, contiene una idea que llama la atención, la de que hayamos sido creados por otros seres y que después estos mismos seres se propongan destruirnos. Interesante también es que tanto nuestra ejecutada creación como nuestra planeada y frustrada destrucción obedecerían parece que a razones instrumentales, esto es, a la conveniencia de dichos progenitores, nada que ver pues con la creación de la que nos da noticia el Génesis o con el Diluvio Universal y la destrucción de Sodoma y Gomorra, aunque en relación con estas cuestiones teológicas nunca se sabe. Cuáles sean las intenciones de los guionistas y del director no lo sé, ni me he preocupado por averiguarlo más allá de ver la película; pero la sensación con la que uno se queda es la de que, para empezar, nos quieren hacer ver que si alguien creía que a través del ADN podríamos llegar a saber todo sobre nosotros mismos, ese alguien está muy equivocado. Como dice en algún momento la muy creyente doctora Shaw (Naomi Rapace), el hecho de que fuésemos creados por esta nueva versión de los marcianos no constituye para ella razón alguna para dejar de creer en Dios, porque sigue en pie la pregunta sobre cuál sea el origen de estos marcianos, que bien podría ser divino. Esta conclusión es muy lógica, pero su premisa no deja de ser inquietante, porque rebaja el estatus de lo humano al establecer una mediación entre la divinidad y nosotros y al asignarnos un rol meramente instrumental para con los fines de otros. Porque, para continuar, ese rol instrumental que los protagonistas descubren como propio de la raza humana bien puede simbolizar, con acierto o no, el tipo de conocimiento que puede alcanzarse mediante la investigación científica y, en particular, mediante la investigación genética, un conocimiento que deja sin resolver la pregunta, más bien filosófica que científica, del sentido que debemos atribuirnos a nosotros mismos y a nuestras vidas, teniendo en cuenta que no vamos a resignarnos, como los protagonistas no se resignan, a ser solo un artefacto destinado a satisfacer necesidades ajenas. Y esto, en fin, me ha llevado a contemplar el argumento de la película al revés, es decir, a pensar si en realidad no serán esos nuevos marcianos un trasunto nuestro, y los seres humanos de la película un trasunto de los nuevos seres que acaso estaremos en disposición de crear dentro de no demasiado tiempo, los clones de Never Let Me Go por ejemplo, o los engendros de Splice. Siendo así, la pregunta sería entonces la de hasta qué punto estamos en condiciones, no ya técnicas sino morales, de proponernos la creación de nuevos seres semejantes a nosotros, semejantes sobre todo en conciencia de sí mismos y en la capacidad para definir sus propios fines, al menos hasta cierto punto. En la película, la imagen viva en de esta pregunta, y de otras parecidas, es el personaje protagonizado por Michael Fassbender, David, que es una especie de androide de marcada personalidad que en ciertos aspectos me recuerda los de la película I, robot, la inspirada por los relatos de Asimov.

 

2. Desconfianza

Las tres películas que acabo de resumir y glosar brevemente plantean al espectador algunas cuestiones éticas vinculadas con diversos aspectos de la investigación científica y la innovación tecnológica en general y de la investigación e innovación con ADN en particular. Las tres pertenecen al género de la ciencia ficción, pero las historias sobre creación de nuevas especies y clonación humana que se nos cuentan en Splice y Never Let Me Go no son tan difíciles de imaginar en un futuro no muy lejano. La legitimidad de la creación de nuevas especies híbridas con ADN humano y de la clonación humana son las primeras de esas cuestiones, y tras ellas la del estatuto moral que correspondería a los clones y a esas nuevas especies. Más general y clásica es la pregunta por los límites de la investigación científica y la innovación tecnológica y también la de cuál debe ser el nivel de autonomía de que deben gozar estas actividades y la de la pertinencia de su control y gestión privados o empresariales. Más allá de todo eso, en la medida en que lleguemos a ser capaces de alterar los límites de la especie humana mediante los clones y las especies híbridas, surge una vez más la eterna cuestión, en realidad implícita en la pregunta por el estatuto que correspondería a unos y otras, de cuál es la esencia de lo humano, de qué es lo que nos hace dignos, o valiosos, como creemos que somos, y por tanto cómo hemos de tratar a los que sean iguales a nosotros. No tengo intención de abordar todo esto aquí, pero sí querría llamar la atención sobre dos rasgos de la atmósfera generada por esas películas, que es el contexto en el que se suscitan tales cuestiones: la desconfianza y la inquietud.

La desconfianza a la que me refiero es tanto interna como externa. Es interna porque surge entre los propios protagonistas, cuyas relaciones son siempre conflictivas por esta razón, y es externa en el sentido de que los espectadores también nos vemos movidos a desconfiar de muchas cosas, o de muchos sujetos. En Splice el ambiente es particularmente receloso. Los gestores de la empresa biotecnológica que financia la investigación recelan de sus científicos, y estos de aquellos. Recelan los científicos entre sí y también, llegado el momento, de la criatura que han creado, y recela esta de sus creadores. En Never Let Me Go, y a pesar de todo el proceso educativo pensado para digamos socializar adecuadamente a los clones y prepararlos para que acepten el rol que les corresponde, algunos de ellos no acaban de aceptarlo de buen grado y, sobre todo Kathy (Carey Mulligan), la más reflexiva de todos ellos, se pregunta hasta qué punto es justo, o correcto, el destino que se les asigna. Duda de su lugar en el mundo y desconfía de quienes han decidido por ella las reglas que regirán su vida. Y Prometheus se desarrolla también en un ambiente en el que la desconfianza entre los expedicionarios va en aumento según la situación va empeorando, y donde, como en Splice, se pone de relieve el desencuentro entre los impulsores financieros de la aventura y sus científicos protagonistas.

Desde el punto de vista externo, se nos induce a desconfiar de que quepa presuponer una bondad intrínseca en la investigación y la tecnología, de que sean capaces de llevarnos a un mundo mejor y de que puedan responder algún día a las preguntas últimas acerca del sentido de nuestra existencia. Además, se nos induce a desconfiar de los sujetos de tales actividades, tanto de los que las llevan a cabo como de sus gestores, y, más allá de eso, de nosotros mismos. La desconfianza hacia los que se dedican a la ciencia queda bien ilustrada con la figura de la doctora Elsa Kast y en menor medida por su compañero el doctor Clive Nicoli, los protagonistas de Splice. La doctora Kast no parece poner ningún límite a sus actividades cuando parece que debería tenerlos en cuenta si de lo que se trata es de crear nuevas especies semihumanas. La creación o la innovación son, para ella, fines en sí mismos. O, si se quiere, el conocimiento, porque, al fin y al cabo, también es conocimiento el llegar a saber qué es lo que somos capaces de crear. Lo que, por su parte, muestra su compañero, que parece más prudente y moderado, es la vaguedad y la debilidad de sus principios morales. A diferencia de Kast, él sí parece tenerlos, pero ni muy definidos ni muy articulados ni muy sólidos, y el resultado es su incapacidad para oponerse a las intenciones de su compañera. No seré yo quien diga que ambos son fiel imagen de los que se dedican a la ciencia y a la innovación tecnológica en el mundo real. No es esa la imagen que yo tengo, pero de poco vale porque hablamos de un gremio, si vale la expresión, cada vez más numeroso, extendido y diversificado. Lo que quiero destacar aquí es solo la desconfianza hacia los actores de la tecnociencia que muestra la película, y que puede estar más o menos justificada, pero que en cualquier caso parece reflejar una desconfianza social más generalizada.

En segundo lugar, los poderes privados tampoco salen muy bien parados desde este punto de vista. Privada es la gestión de las actividades de los científicos de Splice. Privada es también la iniciativa de la expedición espacial de Prometheus. Y privada parece ser también la asociación, o como haya que llamarla, que gestiona los clones de Never let me go, aunque esto último no queda claro del todo, ni tampoco parece que sea un elemento tan relevante como en las otras dos películas. Lo que muestra la primera de ellas es que los ejecutivos de la empresa para la que trabaja la pareja de científicos deciden sobre la labor de estos con base en criterios de beneficio económico. Dejan de financiar su investigación sobre nuevas criaturas cuando deciden que ya no resulta conveniente desde dicho punto de vista, y con independencia del interés intrínseco, o científico, o general, que tal investigación pueda conllevar; y vuelven a interesarse por ella o, mejor dicho, por los frutos de la gestación de la doctora Kast, cuando deciden que resulta interesante para la empresa, otra vez de acuerdo con el único criterio que rige sus decisiones, que, sobra decirlo, no coincide necesariamente con el criterio del interés público. En Prometheus la desconfianza para con el poder del dinero toma más claramente la forma de un conflicto entre el interés particular y el interés colectivo y sugiere la poca grandeza de miras del poder financiero a la hora de la toma de decisiones de relevancia general, universal podemos decir en este caso con toda precisión, dado que el conflicto se suscita con mayor agudeza a la hora final de determinar si los expedicionarios optan por salvar a la humanidad o solo a sí mismos... Y, en el caso de Never Let Me Go, la cosa ya digo que no queda tan clara, pero podemos entender que es privada la iniciativa de poner en marcha granjas de clones destinados a suplir con sus órganos a otros seres humanos cuando estos lo necesiten, y privada es también la gestión de todo el proceso. La desconfianza deriva ahora del punto de partida constituido por nuestra simpatía hacia los clones, a los que no tenemos más remedio que ver como iguales y los que se trata de una manera impropia de su naturaleza humana. Desconfiamos de aquellos que, amparados por su posición social y económica dominante, son capaces de instrumentalizar a otros que, repito, son esencialmente iguales a ellos.

Detectamos, por último, una más general desconfianza no ya hacia unos o hacia otros en particular, sino hacia nosotros mismos, o hacia la especie humana, por nuestra falta de suficiente sentido moral. En última instancia, esta es la desconfianza más relevante, porque es la fuente de todas las demás y la más radical, que a su vez nace de la constatación de nuestra incapacidad para estar a la altura de nuestras propias convicciones morales a la hora de llevarlas a la práctica. Nos asustan esos ciudadanos que pueden convivir con toda tranquilidad con los clones, porque en Never Let Me Go los clones ya no se mantienen ocultos, como en La isla, sino que recorren las mismas calles y carreteras que nosotros, viven en la casa de al lado, toman café en los mismos bares y, sin embargo, su vida es tan distinta. Y así nos asustamos nosotros que, todavía sin clones, somos igualmente capaces de sobrellevar sin dificultad el tan diverso reparto de las oportunidades vitales entre quienes habitan el mundo y sin ir tan lejos nuestra propia comunidad: como siempre, la ciencia ficción nunca deja de hablarnos de nosotros mismos. Y está la desconfianza implícita en el núcleo del argumento de Prometheus, porque, como sugerí antes, lo que tenemos que preguntarnos es si llegado el momento seremos capaces de actuar como nuestros supuestos ancestros, esos que nos crearon para su beneficio y que están dispuestos a eliminarnos por idéntico motivo, o si por el contrario tendremos la sensibilidad moral suficiente para comprender que no cualquier otro ser puede ser instrumentalizado y sometido al designio ajeno, porque su naturaleza es muy otra que la instrumental y nuestras propias convicciones nos obligan a respetarla.

 

3. Inquietud

El otro sentimiento dominante en las películas referidas es el de la inquietud, o desasosiego. El ánimo de sus protagonistas no es un ánimo tranquilo ni tampoco lo será el de sus espectadores mientras miran la pantalla. Sus realizadores han procurado sin duda crear ambientes muy poco relajantes, fríos y oscuros como la granja de Splice donde ocultan a la criatura híbrida o como la Inglaterra de los clones de Never Let Me Go, cerrados y asépticos como la nave espacial de Prometheus, inhóspitos como el planeta al que arriba, lóbregos como el laberinto de túneles y cámaras que alberga. Se nos induce, pues, a la incomodidad y a la desazón a través de los paisajes y de los escenarios, acaso como una forma de disponer nuestro ánimo para las historias que van a ser contadas, a través de las cuales despiertan nuestras sospechas, las que ya tenemos dentro, acerca de la capacidad de la tecnociencia para crear un mundo mejor y acerca de nuestra propia capacidad para manejarla y controlarla. Nos inquieta que, una vez depositadas nuestras esperanzas en ellas, tal y como hemos hecho ya desde hace tiempo, la investigación científica y la innovación tecnológica nos obsequien con presentes inesperados: seres no deseados, nuevas desigualdades que añadir a las que ya padecemos, respuestas que unas veces son poco agradables y otras veces son triviales o insuficientes. En definitiva, nos inquieta que la promesa tecnocientífica de un mundo mejor no se cumpla y, a cambio, se nos venga un mundo peor en el que hayamos perdido nuestras certezas y no se nos compense con otras nuevas y en el que los vicios y carencias del presente no desaparezcan sino que puede que se agudicen. Es la inquietud la hija de la desconfianza, y ambas herencia inesperada del enorme esfuerzo de tantas generaciones en pro del conocimiento y de la innovación. Como siempre, aunque más que nunca, seguimos ignorando nuestros límites, pero esa ignorancia que antes era fuente de esperanza y de optimismo se vuelve en estos relatos sórdidos una ignorancia pesimista, y ya no esperamos a lo que vendrá con ilusión sino con miedo o, ya digo, cuando menos con inquietud. A la vista de lo que se nos cuenta, más de uno pensará que mejor sería quedarnos como estamos.

¿Están justificadas estas visiones desde luego negativas de las expectativas que nos augura el progreso científico y técnico? En particular, ¿debemos asustarnos del conocimiento de nuestros constituyentes más básicos y de las posibilidades que abre la ingeniería genética? No lo sé, ni creo que nadie pueda responder taxativamente a estas preguntas en uno u otro sentido. Aquí tendremos que contentarnos con dar cuenta de las visiones poco halagüeñas que nos propone al respecto el cine de nuestro tiempo y, si no más, tendremos que tomárnoslas a modo de advertencias sobre cómo podrían llegar a ser nuestra vida y nuestro mundo más temprano que tarde.

 

4. La cosa viene de atrás

En 2013 se estrenó una estupenda película argentina, Wakolda, más conocida entre nosotros como El médico alemán y, a mi juicio, de valía e interés muy superior a cualquiera de las otras a las que me he referido hasta aquí. Narra la historia de una familia argentina que, en los años sesenta del pasado siglo, conoce a un médico alemán en su viaje hacia Bariloche, donde la una y el otro han decidido establecerse. Desde el principio surge una fuerte y peculiar atracción entre una de las hijas de la familia, unos doce años tendrá, y el médico, un hombre de mediana edad que rondará los cincuenta y que posee un considerable y misterioso encanto. La relación entre el médico y la familia, establecida durante el viaje, continuará en Bariloche, porque el médico se instalará como huésped en el hotel que la familia se dispone a regentar. Hay que volver a usar la palabra del epígrafe anterior: el médico posee un encanto indudable y poderoso, pero resulta un personaje inquietante, sin que al principio podamos decir por qué, o sí, si resulta que ya sabemos de quién se trata. Y hay que usar también la palabra desconfianza, la que el médico genera en el padre de la niña, una desconfianza fundada por lo menos en su extraña relación con la niña y sin duda también en el idioma, porque el médico habla correctamente el castellano, pero suele hablar con la madre de la niña en alemán porque ella se educó en el colegio alemán de Bariloche, y no hay nada que nos deje tan al margen como la ignorancia de la lengua que hablan los otros. Una cultura común y, todo hay que decirlo, supuestamente superior, une mucho a los que la comparten y los aleja de los que no. Así, ante el médico apuesto y competente, los espectadores participamos de la seducción de la hija, del respeto de la madre y de las suspicacias del padre. Suspicacias que no harán sino confirmarse según avanza la película, tanto por el comportamiento del médico como por la mera mención de su nombre: Mengele. Porque del famoso doctor Josef Mengele se trata, el que labró su terrible imagen en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz y que después pasó varias décadas en distintos lugares de Sudamérica, incapaces de capturarlo sus muchos perseguidores.

Ahorro aquí detalles del argumento, por lo demás muy predecible sin que la película pierda por ello un átomo de su mucho interés. Me fijaré, en cambio, en las sensaciones que genera el médico alemán. Como a esa niña, nos atrae profundamente su personalidad, la de un hombre que reúne buena parte de las virtudes que asociamos con la excelencia humana: inteligente, culto, trabajador, atento, elegante en todos sus modos, dedicado, en fin, a dos de las actividades que consideramos más elevadas, la medicina y el conocimiento. Sin embargo, al mismo tiempo, hay desde el principio algo inquietante en su actitud, en su mirada en particular, que, como al padre de la niña, nos impide identificarnos del todo con él, o de él fiarnos, porque nos hace sentir incómodos en su presencia, porque detectamos que hay algo importante y desagradable que todavía no conocemos. Al final, cuando se le ofrezca la ocasión de avanzar en sus investigaciones genéticas a través de un tipo de experimento que nos horroriza, revelará con toda crudeza ese rasgo oculto de su personalidad, el desprecio por el sufrimiento humano. O, si se mira al revés, es decir, si uno ya sabe desde el principio que se trata del doctor Mengele y conoce su fama, la contradicción sentimental es aún mayor, porque a pesar de todos los pesares el personaje nos atrae y somos incapaces de sentir repugnancia o desprecio por él, o acaso una repugnancia y un desprecio que se mezclan con un interés y un respeto y hasta diría que una fascinación que creemos que no deberíamos estar sintiendo. Se me ocurre que este médico es un símbolo de esa investigación científica y de esa innovación tecnológica de la que he hablado en los epígrafes anteriores: nos atrae de manera irresistible, pero nos asusta y sabemos que nunca podremos fiarnos del todo de ella. La cosa, por tanto, viene de atrás y, desde luego, no era necesario el descubrimiento del ADN ni el desarrollo de la ingeniería genética para ser conscientes de lo terrible que puede llegar a ser para con los seres humanos la actividad de los científicos. El médico de Auschwitz es una prueba inolvidable de ello.

 

5. Un presente gratificante

Termino con una película de 2010, Conviction, recreación de la historia real de Betty Ann Waters, una mujer de bajo nivel social y escasa cultura encarnada por Hillary Swank, cuyo hermano mayor es procesado y condenado a cadena perpetua por un crimen que no ha cometido. Determinada a ayudarle, decide dar todos los pasos necesarios para convertirse en abogada a pesar de que su condición de trabajadora y madre de familia no se lo pone nada fácil. Después de cursar todos los estudios necesarios, conseguirá ser admitida en una Facultad de Derecho y obtendrá su título con mucho esfuerzo. Conocedora al dedillo del expediente judicial de su hermano, y una vez que aparecen las nuevas técnicas de identificación genética, buscará y encontrará la muestra biológica que, sometida a las pruebas pertinentes, acreditará su inocencia, dando fin así a una estancia en prisión de dieciocho años que acabó en 2001. Lo que se nos cuenta en esta película es, ante todo, una historia de superación personal y de lealtad fraterna porque la protagonista absoluta es Betty Ann Waters, y no tanto como abogada sino como mujer. En cuanto a lo que aquí nos concierne más, llama la atención el tremendo avance de los últimos tiempos en materia de pruebas biológicas y la importancia que han llegado a adquirir. En este sentido, y después de las truculentas y poco esperanzadoras historias que las películas anteriores nos han contado, resulta gratificante comprobar que nuestra reciente capacidad de identificar y comparar el ADN de las personas permite demostrar con una fiabilidad antes desconocida la inocencia de los inocentes y, por supuesto, la culpabilidad de los culpables, esto es, permite acercar mucho más la verdad procesal y judicial a la verdad de los hechos.

Uno de las circunstancias que mantienen la emoción en la parte final de la película es la dificultad con la que se encuentra Betty Ann Waters para localizar las pruebas materiales que fueron usadas durante el juicio de su hermano, ya tantos años atrás. Sin esas pruebas, será incapaz de disponer de la muestra pertinente cuyo ADN pueda ser comparado con el de su hermano. La legislación vigente en aquel momento requería la conservación de las pruebas durante un período de diez años, que ya había transcurrido con creces, pero una perseverancia rayana en la obsesión permitirá a Betty Waters dar con la caja que contiene las pruebas, no destruidas por la negligencia de algún funcionario, en este caso muy bienvenida, y entre esas pruebas encontrará la muestra biológica deseada y salvadora. Teniendo en cuenta el objeto principal del proyecto de investigación en el que se inscribe el presente ensayo, no está de más concluir, al hilo de esta historia, recordando la importancia de establecer los mecanismos adecuados que aseguren el correcto almacenamiento, conservación y manipulación de las muestras biológicas que contienen nuestro ADN.

 

 

Fecha de recepción: 20 de marzo de 2014
Fecha de aceptación: 10 de abril de 2014

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