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Revista de Bioética y Derecho

versión On-line ISSN 1886-5887

Rev. Bioética y Derecho  no.32 Barcelona  2014

https://dx.doi.org/10.4321/S1886-58872014000300005 

ARTÍCULO

 

Dos justificaciones de la clonación humana reproductiva: el deseo del hijo y el valor de la vida

Two justifications for human reproductive cloning: the desire for sons and the value of life

 

 

Santiago Gabriel Calise

Becario doctoral CONICET. Instituto de Investigaciones Gino Germani, Universidad de Buenos Aires
santiagocalise@conicet.gov.ar

 

 


RESUMEN

El siguiente trabajo está dedicado al análisis de dos de los principales argumentos esgrimidos para justificar la clonación humana reproductiva: el deseo del hijo y el valor de la vida. Distinguiendo el primero respecto del concepto de libertad reproductiva, que apela al ejercicio de una libertad que no es tal, el deseo del hijo implica una demanda de solidaridad hacia la sociedad y el Estado, quienes deberán determinar si es conveniente otorgar tal ayuda. Esto significa que la legalización de la clonación reproductiva implica cuestiones éticas, pero también de gestión de los recursos sociales escasos. Por otra parte, a través de la categoría de valor de la vida se pretende justificar el nacimiento de un ser humano por clonación, debido a que sería mejor vivir que no haber nacido nunca, siempre que su vida no resulte indigna de ser vivida, producto de continuos y profundos sufrimientos. Por lo tanto, los riesgos de la técnica estarían compensados por el hecho de que ese niño no tenía otra posibilidad de existencia mejor que la actual. El objetivo aquí será evaluar hasta qué punto este razonamiento resulta aceptable.

Palabras clave: clonación humana; deseo del hijo; libertad reproductiva; valor de la vida; solidaridad social.


ABSTRACT

The following paper deals with the analysis of two of the main arguments put forward to justify the human reproductive cloning: the desire for sons and the value of life. Distinguishing the first from the concept of reproductive freedom which appeals to a freedom that is not such, the desire for sons implies a request for solidarity to society and the State, who must determine if it is convenient to give that help. This means that legalization of human reproductive cloning implies ethical issues, but also the administration of scarce social resources. From another side, with the category of the value of life some authors claim to justify the birth of a human being through cloning, as it would be better to live than to never have been born, provided this life would not be unworthy to be lived, as a result of continuous and deep suffering. Consequently, the risks of this technique would be compensated by the fact that this kid would have no better possibility to exist than that one. The aim here is to examine to which extent this reasoning turns out to be acceptable.

Key words: human cloning; desire for sons; reproductive freedom; value of life; social solidarity.


 

Introducción

Este trabajo se centrará en el estudio de dos de los argumentos más importantes a la hora de buscar justificar la clonación humana reproductiva. Se dejará de lado el análisis de otros argumentos éticos en contra de la misma, sin desconocerlos, pero evitando hacer referencia a los mismos por la limitación del espacio. El análisis comenzará por el concepto de deseo del hijo, diferenciándolo respecto del de libertad reproductiva, apoyándose, centralmente, en los desarrollos que propone Gaille sobre el mismo. Haciendo referencia a las ideas aportadas por bioeticistas y juristas respecto de la clonación humana, se intentará observar hasta qué punto es justificable tal práctica a la luz de la categoría antes citada. Por su parte, el concepto de valor de la vida tiene fuentes múltiples, aquí se hará referencia al concepto propuesto por Binding y Hoche, pero más especialmente al trabajo de la filosofía anglosajona (principalmente Parfit y las discusiones que su propuesta ha suscitado). A través de esta compleja idea, que resulta difícil de deconstruir, pero que también entraña una serie de presupuestos bastante discutibles, se pretende justificar la clonación humana reproductiva. Aquí se propone rediscutir tal argumento.

 

Libertad reproductiva y deseo del hijo

Como señalan Beck y Beck-Gernsheim (1998), desde finales del siglo XX, la función de tener hijos no es más la de contar con más brazos para trabajar, como lo era para la mayoría de las clases sociales de las sociedades pre-industriales, sino la de obtener un beneficio psicológico. Para muchas parejas, el hijo se ha convertido en el sentido y objetivo de la vida, transformándolo en el vehículo de las propias necesidades. Contrariamente a lo que acaecía en el Medioevo, donde el amor hacia los hijos era algo inexistente, hoy en día la familia nuclear sufriría las consecuencias de una “sobreemocionalización”, producto de las altas exigencias provenientes del imperativo de amar a los hijos, lo cual, ante ciertas frustraciones, puede derivar en la violencia. Como se anticipaba más arriba, algo similar sucede con el problema de la infertilidad, ya que si antes la imposibilidad de tener descendencia era vivida como un destino predeterminado, al que había que resignarse, hoy las parejas infértiles pueden recurrir a todos los métodos disponibles, con lo cual —dentro de ciertos límites— la infertilidad ha pasado a ser una “decisión autoelegida” (Beck y Beck-Gernsheim, 1998).

Precisamente, uno de los argumentos a favor de la clonación reproductiva más recurrentes, es aquel que busca utilizarla como remedio contra la infertilidad de una pareja que quiera tener un hijo biológicamente relacionado (Rhodes, 2001) o para parejas homosexuales (Schüklenk y Ashcroft, 2000), o contra alguna patología que sufra uno de los miembros de la pareja (Kunich, 2003; Freire de Sá y Oliveira Naves, 2006). En oposición a esto, también se intenta rechazar la clonación reproductiva por la mera apelación a un supuesto derecho a la “paternidad biológica”, la cual implicaría que sólo las parejas heterosexuales tendrían el derecho de reproducirse (Morelli, 2000). Podría pensarse que, al entender al hijo como un dador de sentido, tanto parejas heterosexuales, homosexuales o personas solas, pueden arribar a tal pretensión.

Por otra parte, también se sostiene que la clonación reproductiva atentaría contra el principio de la autonomía, ya que el individuo por nacer no sería libre, sino un producto creado para satisfacer los deseos de otros (Martínez, 2002). Quiérase o no, esto no es patrimonio exclusivo de la clonación, sino de la sociedad misma en que se vive. Siguiendo a Elias (Gaille, 2011), pueden distinguirse dos épocas: una en la cual los padres traían al mundo ciegamente a sus hijos sin ningún deseo y sin la necesidad de sentir tal cosa; y otra donde los padres pueden decidir si desean tener hijos y cuántos. En este segundo contexto, las expectativas de los padres respecto de sus hijos se han intensificado, de manera que la familia, hoy en día, cumple una función centralmente afectiva y emotiva. Por lo tanto, tiene poco sentido intentar acusar a la clonación de reducir al hijo a un producto creado para satisfacer deseos ajenos, cuándo, al menos oficialmente, esta sociedad entiende que los hijos deben ser deseado. En este sentido, la “instrumentalización” orientada por la satisfacción del deseo de tener un hijo es algo legitimado casi con orgullo por esta sociedad. Respecto de esta cuestión, algunos autores afirman que no es inmoral tener un hijo con fines instrumentales o por interés propio (Gillon, 1999), o, de manera similar, si una pareja se reproduce respetando los intereses del niño y de todos los involucrados, la existencia de motivos “egoístas” no necesariamente hace de la clonación una práctica inmoral (Salles, 2008). Además, agrega Kunich (2003), la gente que quiera tener un hijo por clonación lo hará por las mismas razones que lo hace la gente que utiliza otros métodos, la cuales tienen su epicentro en el amor.

Haciendo foco en la cuestión del deseo del hijo, Gaille (2011) plantea la hipótesis de que si se lo considera desde el punto de vista de la acción política, el deseo del hijo pone la pregunta por la solidaridad y no por la libertad reproductiva. En este sentido, la cuestión central hace referencia al derecho otorgado o no, por parte del Estado, de acceder a la asistencia médica para la procreación. Según la autora, la idea de libertad reproductiva lleva a ignorar si la asistencia requerida por una persona o pareja será otorgada o no por parte de la sociedad y a nombre de qué argumento. Esta idea puede acarrear dos ilusiones: que el acto reproductivo depende de una “libertad”, cuando, en realidad, es tributario de factores contingentes sobre los que el ser humano tiene solamente un dominio relativo; que está, a priori, justificado que una sociedad ponga todos los medios a disposición para que sus miembros puedan procrear, mientras que el fundamento de esa asistencia debe ser justamente concebido y explicitado. Por lo tanto, el acto reproductivo no conduce directamente hacia el ejercicio de una libertad, sino que, cuando una persona o pareja demandan de la asistencia médico-reproductiva, lo que queda en el centro de la relación con el equipo médico es la cuestión de la ayuda.

Por otra parte, es importante señalar, como lo hace Gaille, que el deseo del hijo no tiene nada de sistemático ni de necesario, ya que la ausencia constante del deseo también es comprobable. Además, debe renunciarse a las explicaciones que lo entienden como una simple respuesta a formas de presión social más o menos discretas. Si estas últimas juegan algún papel, lo hacen de una manera no mecánica y con efectos muy diversificados.

En la sociedad contemporánea, este deseo del hijo es frecuentemente percibido como vector de una exigencia o reivindicación que se expresa como “derecho al hijo”, “derecho a la reproducción” o “libertad de procrear”. Entonces, Gaille se hace la pregunta respecto de las razones por las que una sociedad decide responder positiva o negativamente a un pedido de ayuda, que significa otorgarle todas las chances a una persona o pareja deseosa de tener un hijo. Los principios de solidaridad serán fundamentalmente dos: uno, orientado por un Estado que estima que es de su interés personal; otro, que entiende que la procreación corresponde a un “interés” o “bien” fundamental, que tiene que ser fomentado y favorecido por todos los medios. Desde este segundo enfoque basado en la teoría de las “capabilities” de Nussbaum (2006) y Sen (2009) el deseo del hijo puede ser entendido como un “bien” esencial para la realización de ciertos seres humanos, aunque su ausencia no marque que esta vida deje de tener valor. Por lo tanto, conviene favorecer su realización en nombre de la solidaridad procreativa, pero, como este deseo no es compartido por todos, no puede devenir en vector de una norma de la vida humana. En este sentido, la defensa de la solidaridad, desde este enfoque, debe asociarse a la defensa de la libertad individual en el sentido de Stuart Mill, o sea, a la consideración de que no hay razones para entender que la vida humana debe construirse sobre la base de uno o varios modelos, sino que cada uno pueda trazar el mapa de su existencia de manera propia.

Pese a todo esto, la sociedad puede decidir que no conviene ser solidarios en relación con el deseo del hijo, estimando, por ejemplo, que es más importante ayudar a sus miembros en otros planos. Pero también la sociedad podría no aceptar la visión que considera al deseo del hijo como una dimensión fundamental de la vida “verdaderamente humana”. En este caso, Gaille encuentra seis argumentos para limitar la solidaridad procreativa:

1. Al contrato social no le conciernen las desigualdades “naturales”.

2. La solidaridad social termina donde la dificultad para procrear no depende de una infertilidad patológica médicamente diagnosticada.

3. El interés del niño por nacer debe primar por sobre la expresión de la solidaridad procreativa. Esto significa que se privilegian ciertas formas de familia, o sea, que el equipo médico se preocupa por las condiciones psíquicas, afectivas, relacionales y materiales en las que se desarrollará el niño.

4. El fin no justifica los medios.

5. La solidaridad procreativa debe limitarse en función de una decisión colectiva sobre el conjunto de los gastos solidarios.

6. La solidaridad procreativa debe limitarse por la consideración del interés general. Aquí este último concepto es utilizado para indicar aquellos bienes que se piensa que todo ciudadano puede reconocer como tales y estar dispuesto a privilegiar, en eventual detrimento de los intereses privados y de los deseos individuales.

Retornando sobre los textos bajo análisis, se puede identificar la invocación de algunos de estos argumentos para declinar el deseo de tener un hijo mediante clonación. En este caso, el President’s Council on Bioethics (2002) utiliza el argumento 4, afirmando que el derecho a tener un hijo no incluye el derecho a tener ese hijo por cualquier medio, ni tampoco el de decidir qué tipo de hijo tener. Esto se sostiene en pos de proteger el bienestar del niño. En otro caso, se invoca el punto 6, contrastando la pobreza y enfermedades alrededor del mundo, en oposición a la preocupación de los científicos por avanzar en el campo de la biotecnología (Real, 2008). Por su parte, Melo Martín (2003) utiliza una combinación de los argumentos 5 y 6. Por un lado, asevera que es cuestionable apoyar el desarrollo y uso de una tecnología costosa que favorecerá a un número muy restringido de personas. Por otra parte, sostiene que respaldar la clonación porque puede ayudar a los infértiles es un argumento incompleto. Su razonamiento va en contra de la idea misma de otorgar y visualizar a la infertilidad como un problema meramente médico-tecnológico. En primer lugar, esto pone en peligro programas que promuevan medidas preventivas: controles de la contaminación; investigación sobre anticonceptivos más seguros; programas sobre enfermedades de transmisión sexual. Un segundo punto es que, si existen otros medios para resolver los problemas reproductivos y si solamente un pequeño porcentaje de la población se beneficiaría con la clonación, resulta difícil aceptar a la infertilidad como un argumento principal para defenderla. En tercer lugar, la tecnologización de la cuestión oculta que la infertilidad es un problema socialmente construido, como las presiones pronatalistas, el énfasis en tener hijos genéticamente relacionados, o los lazos inseparables entre mujer y maternidad. De esta manera, no se aprovecha la ocasión para promover políticas sociales que modifiquen la idea de maternidad como el principal rol de la mujer, facilitar la adopción o promover otras formas de ejercer la maternidad.

Por último, la opinión de Huber (2000) es difícilmente encuadrable entre estos argumentos, ya que considera que una sociedad capaz de inventar la inseminación artificial, la fecundación in vitro y, pronto, la clonación para responder a la demanda de paternidad, es una sociedad que escamotea la sombra portadora del deseo de concepción incondicional, que no es otra cosa que un duelo patológico. Aquí se estaría sosteniendo que, de alguna manera, es la sociedad la que está enferma, con lo cual se rompe la relación entre demanda individual del deseo del hijo y la solidaridad social respecto de éste, que es la base del concepto de Gaille.

 

El valor de la vida

No es casual que, para ciertos lectores, el concepto de “valor de la vida” pueda tener un eco de nazismo. Esto se debe a un escrito de 1929, publicado por Karl Binding y Alfred Hoche, titulado Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens. Ihr Maß und ihre Form (1929). El punto de inicio, si se puede decir, filosófico, es la suposición de que el ser humano es soberano de su propia vida, con lo cual cada uno es libre de terminar con su vida en el momento que lo desee, por lo tanto, según Binding, la ley no tiene ningún medio como para impedir el suicidio. Sin embargo, lo más inquietante del texto es la pregunta que se plantean sus autores, que dice así: “¿Hay vidas humanas, que han perdido tan claramente la propiedad del bien jurídico, que su continuación, tanto para el portador de la vida como para la sociedad, han perdido permanentemente todo valor?[1]

Ambos autores darán una respuesta afirmativa, y Binding proseguirá señalando cómo se desperdicia la vida más valiosa y se derrocha fuerza de trabajo, paciencia y dinero en vidas sin valor de ser vividas o con valor negativo. Es sorprendente que el texto pase del intento de justificar el suicidio como fundado en la autonomía individual, al exterminio en masa de enteras fracciones de la población. Además, también puede resultar chocante la valoración puramente económica que le dan los autores a la vida, que parece reducirse a un puro útil a la mano de algo así como “la sociedad“, “el Estado“ o “la Nación“. Respecto de esta vida con valor negativo, Binding sostiene que mantener vivas a estas personas no es un acto de compasión, sino de crueldad. Por lo tanto, la verdadera compasión o simpatía sería la eutanasia masiva. Más adelante, Hoche terminará por manifestar que la simpatía por la vida sin valor no es más que un error conceptual, ya que, donde no hay sufrimiento, no hay simpatía.

Por último, cabe también señalar que los autores proponen la formación de una comisión gubernamental encargada de decidir los casos en los que debería aplicarse la eutanasia. Sin embargo, Hoche, antes de terminar su exposición, admite que esta práctica propuesta podría dejar la puerta abierta al “abuso criminal”, y ante tal peligro la solución se encontraría en el establecimiento y cumplimiento pormenorizado de ciertos procedimientos.

Como era de esperar, el régimen nazi hizo suya esta política de eliminación de la vida sin valor, pese a que no pudo llevarla a cabo por su costo económico y por las protestas de los familiares y de la iglesia. Sin embargo, este gesto cobra más sentido en el contexto de la “cura del cuerpo popular” que el nazismo intentó hacer, o sea, la eliminación del pueblo, para poder llegar a formar el Volk (Agamben, 2005). De esta manera, los enfermos mentales (en tanto vida sin valor) irían a formar parte de ese pueblo de los excluidos, constituido, sobre todo, por los judíos y gitanos. Como consecuencia, se puede observar a la categoría de lebensunwerten Lebens, como otra forma de sacralización de la vida, como otra forma de reducir al hombre a mera nuda vita.

Por su parte, la filosofía anglosajona parece no tener demasiado en cuenta esta versión del concepto de valor de la vida. Es a esta tradición que remitirán los textos bioéticos dedicados a la clonación, encontrándose como referencia fundamental el capítulo 16 de Reasons and Persons de Derek Parfit (1984). En él, el autor propone el famoso experimento mental de una joven que decide tener un hijo a los 14 años. Debido a la edad de la madre, este niño tendrá un mal comienzo en la vida, cosa que no habría ocurrido si la misma joven hubiese decidido tener su hijo más adelante. No obstante, prosigue Parfit, uno pueda creer que esperar hubiese sido la mejor decisión, el niño nacido con la madre de 14 años no sería el mismo si ella hubiese esperado diez o veinte años. Debido a que, pese a este mal comienzo, el niño tiene una vida digna de ser vivida y debido a que el autor considera que traer a la existencia a alguien que tiene una vida digna de ser vivida es un beneficio para el nacido, la decisión de la madre beneficia al niño. También si uno considera que dotar de existencia a alguien con una vida digna de vivirse no es un beneficio, se puede concluir que tener una vida digna de ser vivida no es peor que no haber existido.

Sobre esta base, algunos autores (Burley y Harris, 1999; Agar, 2002; Harris, 2004; Lane, 2006) justifican el nacimiento de un ser humano por clonación, siempre que su vida no sea indigna, lo cual significa que resulta aceptable que tal niño sufra de ciertos problemas de diferente naturaleza. Es más, Burley y Harris agregan que, para mucha gente, una vez que se ha demostrado que una tecnología lleva a circunstancias no ideales para el niño, esto constituye un argumento demoledor contra cualquier reivindicación de la libertad procreativa que involucre el uso de esa tecnología. Según los autores, esto no solamente resulta implausible, sino moralmente inaceptable. Para Harris, es en beneficio del interés del niño el nacer, por lo tanto resulta moralmente justificable utilizar una técnica aparentemente muy riesgosa como la clonación. Lane también llega a esta conclusión, sosteniendo que no se está moralmente obligado a pedir el consentimiento del niño por nacer, debido a que este nacimiento se debe a la acción realizada por los padres, sin la cual ese niño no hubiera existido. Este principio, para Lane, también es válido en el caso de que se elijan métodos reproductivos que impliquen serios riesgos de malformaciones. Por el contrario, Brock (1998) afirma que es moralmente irresponsable elegir tener un gemelo tardío con serias cargas psicológicas en vez de una persona diferente que esté libre de ellos, aunque eso no perjudica ni daña al gemelo posterior, quien solamente puede existir con esas cargas. De manera similar, para Ian Wilmut (Klotzko, 2001), padre de la oveja Dolly, en el caso de que el marido sea estéril pero la mujer no lo sea, es preferible utilizar esperma donado, antes que utilizar la clonación. Esto se debe a que, para él, podría haber distorsiones y presiones en la relación, por haber clonado a uno solo. En cambio, Harris (2004) no queda convencido por estos argumentos y supone que si la clonación humana tuviese tasas de fracaso mucho más altas que la reproducción sexual, esto sería una buena razón moral para no elegirla entre otras alternativas o para utilizarla como procedimiento de rutina. Pero no lo es para aquellos que buscan tener hijos y no tienen otra alternativa. Volviendo sobre lo propuesto por Lane, Kemelmajer de Carlucci (2001) aboga por un derecho a la “exclusividad genética”, según el cual no se podría permitir la clonación de seres que “no pueden expresar su consentimiento”. Este argumento parece bastante insostenible, puesto que no queda claro por qué se requeriría un consentimiento en el caso del nacimiento por clonación, mientras que en los nacimientos por otras vías esto no es necesario. Consentimiento que, por otra parte, es imposible de obtener.

La aseveración de Brock antes indicada es el equivalente de la duda moral que plantea Parfit para el caso de la joven de 14 años que decide tener un hijo. A su pesar, Parfit no logra resolver el problema de la no-identidad a través de la Teoría X (que reformularía el concepto de beneficencia), que pretende encontrar y a la que no arriba. Por lo tanto, como esta joven no le causa un daño a su hijo al haberlo hecho nacer con ciertos problemas, no habría argumentos morales sólidos para reprobar su conducta. Para Parfit, apelar a ciertos derechos del niño a tener un buen comienzo en la vida no soluciona el problema, porque, pensándolo bien, este niño renunciaría a tales derechos, puesto que su vida sólo podía ser posible con un mal comienzo.

Una forma de salir de este embrollo es a través de una solución no-consecuencialista, por ejemplo, apelando a ciertos derechos del niño y obligaciones de la madre, como hace Woodward (1986). Que la joven no haya podido satisfacer estos derechos del niño por su edad o que el niño renuncie posteriormente a estos derechos, no elimina la posibilidad del niño de quejarse, además de que no elimina el mal causado por la madre. Esto último lleva a pensar que hay fuertes razones para argumentar que la joven no debería tener o haber tenido ese hijo, siempre y cuando se admita una ética basada en derechos y obligaciones. Esto conduce a concluir que hay razones éticas para fundar el juicio de Brock o similares. Steinbock y McClamrock (1994) dan otra respuesta no-consecuencialista, sosteniendo que la madre actúa injustamente para con el niño, pese a que, para este último, la situación termine siendo favorable, puesto que es preferible haber nacido. Esta injusticia no se cancela por el beneficio final que provoca.

En relación con estas visiones que apelan a los derechos, Pattinson (2002) considera que el acto de la clonación en sí no viola ningún derecho del ser humano nacido por esa vía. Las posibilidades para argumentar una violación de derechos por parte de la clonación son dos: que viole los derechos de otras personas que no sean el ser nacido por clonación; que el acto de clonación implique la intención de violar los derechos del ser nacido por clonación en el futuro. Esto se daría si la intención fuese crear una réplica exacta de la conducta de un ser humano ya existente, lo cual violaría el derecho a la autonomía en el futuro. Probablemente, este argumento sea menos consistente y éticamente relevante que la anterior perspectiva, ya que no está claro en qué sentido esta intención realmente pueda llegar a bloquear la autonomía efectiva de la persona nacida por clonación.

Por su parte, Vehmas (2002) pretende superar las visiones consecuencialistas y no-consecuencialistas. Para el autor la idea de Parfit según la cual el momento de la concepción determina qué hijo se tendrá es genéticamente verdadera, aunque irrelevante y claramente contraintuitiva en este contexto. Esto se debe a que, cuando una pareja decide tener un hijo, ellos tienen una vaga imagen del pretendido futuro hijo. Por lo tanto, no es verdad, desde el punto de vista de los padres, que el momento de la concepción T1 genera un hijo diferente que el momento T2, ya que para ellos es lo mismo en qué momento es concebido el niño. La conclusión ética a la que llega Vehmas es que la madre no ha dañado al niño por haberlo hecho nacer con algún problema, sino que ha actuado mal como madre y ha ignorado los futuros intereses de su previsto futuro hijo. Por lo tanto, lo que se le reprocha a la madre es haber actuado contra el proyecto de maternidad.

Como puede observarse, esta respuesta puede no ser completamente aplicable para el caso de la clonación, puesto que los niños en los momentos T1 y T2 no son plenamente intercambiables, si en el primero se tendría un hijo por clonación y en el segundo uno por algún medio de reproducción sexual. Aquí los padres podrían estar buscando “ese” hijo, que puede ser, por ejemplo, el único que les garantice una relación biológica para con ambos.

Por último, volviendo nuevamente a Parfit, Allhoff (2004) sostiene que la clonación no daña al ser nacido por ese medio. Esto no significa que sea moralmente permisible, lo cual solamente ocurriría si se maximiza el bienestar de la posible descendencia. En los casos donde la clonación sería la única opción de reproducción, sería aceptable moralmente, siempre y cuando se garantice que la vida resulte mínimamente satisfactoria. No obstante, si se extiende este principio de maximización del beneficio del niño, esto tendría efectos negativos sobre las relaciones entre los padres y entre padres e hijos. Por lo tanto, Allhoff propone adoptar una perspectiva comparativa impersonal, que lleva a maximizar el beneficio de la descendencia dentro de las posibilidades de cada uno. Como consecuencia, resulta improbable que la clonación, hoy en día, pueda satisfacer este criterio, dado que existen medios alternativos de reproducción más eficientes. Lo que parece cuestionable de esta visión es —más allá de que a uno pueda resultarle razonable y la adopte en su vida— hasta qué punto resultaría moralmente reprobable no maximizar el beneficio del niño, eligiendo una forma de reproducción menos efectiva. Si la clonación no daña moralmente al niño, lo único que podría alegarse es la violación del proyecto parental o algo similar, por parte de los padres, como proponían otros autores.

Como puede apreciarse en la discusión anterior, se habla continuamente de una vida digna de ser vivida, como si fuese algo completamente. Por ejemplo, Agar (2002) indica que circunstancias como vivir en condiciones similares a los pacientes con síndrome de Lesch-Nyhan o en un ambiente familiar desfavorable puede hacer que los seres humanos nacidos por clonación tengan que vivir vidas indignas de ser vividas. En estas reflexiones, la visión de lo que significa una vida indigna de ser vivida resulta bastante objetivista, o sea, se la relaciona con el padecimiento de una enfermedad muy seria o con el sufrimiento de discriminaciones y abusos continuos. De manera similar aborda Williams (1995) este tema, quien relaciona directamente el sentirse mal con la propia existencia con la preferencia por la no existencia, que solamente resulta entendible si la propia vida es indigna de ser vivida. O sea que, para Williams, solamente cuando uno se ve forzado a vivir una vida indigna, entonces puede preferir no haber nacido. Smilansky (2007) discute con esta perspectiva, sosteniendo que es posible desear no haber nacido, pese a considerar que la propia vida es digna de ser vivida.

En relación con este tema Gaille (2010), en su trabajo sobre el uso del concepto de valor de la vida en el contexto hospitalario, sostiene que el juicio a propósito del valor de la vida no consiste en un argumento moral en relación con la decisión de mantener o interrumpir la vida. Esto se debe a que la idea misma de una “medida” y una jerarquización entre diferentes estados de la vida humana no tiene ningún fondo objetivo y no puede legitimar el accionar del médico, por más que éste sea comprendido como expresión de un juicio de valor estrictamente personal del paciente sobre su propia vida. Este concepto suele ser invocado en contextos terapéuticos diferentes: cuando una persona está en “el final de la vida”; cuando la persona se encuentra en un coma neurovegetativo entendido como irreversible; situaciones en que, como resultado de una enfermedad o un accidente, la persona se halla definitivamente disminuida en sus capacidades motrices y/o psíquicas, sin estar en “el final de la vida”; cuando un diagnóstico pre-natal, en el momento del embarazo, indica un riesgo de transmisión de una patología; cuando, al momento del parto, el niño es enviado a reanimación neonatal.

Esta multitud de contextos también se relaciona con una controversia en el uso de la categoría. Por un lado, esta polémica conduce hacia la legitimidad misma de la evaluación. Por otra parte, ella tiene por objeto el contenido de la representación de una vida humana “vivible”. Esto lleva a descubrir que la idea no es siempre utilizada en el mismo sentido y con las mismas implicancias, sino que, más bien, esos sentidos se encuentran frecuentemente en competencia y son incompatibles. Por lo tanto, estos usos son una perfecta ilustración de lo que hoy en día se suele denominar como “pluralismo”. Por último, la idea de valor de la vida apunta hacia la legitimidad de la relación de causa-efecto que a veces se establece entre un juicio sobre el valor de la vida y la decisión de continuar o interrumpir la vida.

En el contexto hospitalario estudiado por Gaille, el juicio sobre el valor de la vida, entonces, puede ser enunciado por el paciente, donde esta idea se relaciona con una degradación del cuerpo y la dificultad de apropiarse de la nueva forma de vida impuesta por la enfermedad, o por alguien que toma el lugar del paciente. Aquí aparecen divergencias, especialmente expresadas a través de diferentes concepciones de la persona y la humanidad. La conclusión a la que llega la autora es que las discusiones de alcance moral muestran la vacuidad de este concepto para fundar una decisión sobre la continuación o interrupción de la vida. O sea que, un argumento tan ampliamente utilizado actualmente se presenta como desprovisto de toda legitimidad moral. Por lo tanto, sugiere la autora, si lo que se busca es una razón más estrictamente moral, podría recurrirse al sufrimiento del paciente.

Retornando sobre el concepto de valor de la vida, es importante hacer referencia sobre la afirmación de Agamben (2005) de que la estructura biopolítica fundamental de la modernidad está expresada en la distinción entre vida con / vida sin valor de ser vivida. En primer lugar, cuando se quiere justificar que la clonación no representa ningún daño para el niño nacido por este medio, de alguna manera, se espera que este niño tenga una vida digna de ser vivida. En tal caso, parecería no haber problemas morales. No obstante, lo que se omite es hacer referencia a si tal vida no resulta digna de ser vivida. ¿Debería recurrirse a la eutanasia? Como se señalaba más arriba, si hay algo que parece acercar las reflexiones de Binding y Hoche con la de los autores que propusieron introducir esta categoría para tratar el tema de la clonación, es el objetivismo a la hora de pensar en esta misma. Por el contrario, lo que muestra el trabajo de Gaille y la concepción de Smilansky respecto de la preferencia por la no-existencia, es que este objetivismo no es operativo en la práctica cotidiana de las decisiones biomédicas. Sí resultaría funcional para los fines de un Estado nazi, donde se definan cuáles serán los grupos humanos a ser exterminados. De todas maneras, la decisión sobre el valor de la vida, pese al “pluralismo” y la confusión de definiciones que reina, se toma continuamente. El miedo que reina en torno de los posibles defectos físicos y problemas psicológicos que la clonación podría producir también puede ser interpretado como el miedo a generar más vida indigna de ser vivida y tener que, parafraseando a Foucault, “hacer morir”/“rechazar hacia la muerte” a más seres humanos. Debido a lo polémicas y complejas que son este tipo de decisiones en el ámbito de la salud, puede ser que muchos, consciente o inconscientemente, al invocar el argumento de los riesgos, piensen en qué hacer con estas vidas cargadas de sufrimiento, en una sociedad que prefiere esconder este tipo de decisiones.

 

Conclusiones

La referencia al deseo del hijo es uno de los principales argumentos a favor de la clonación reproductiva. Claramente, este “deseo” no puede ser elevado a la categoría de principio ético, como los vistos anteriormente, sino que debe ser entendido como una especie de imperativo social. La idea de “libertad reproductiva” estaría más cerca de aquello, centralmente, por emplear el vocablo “libertad”. Sin embargo, como se ha mostrado a través de los trabajos de Gaille, tal idea se basa sobre la ilusión de que el acto reproductivo depende del ejercicio de una “libertad” que no es tal, ya que la reproducción depende de múltiples factores no completamente controlables. Por otro lado, tampoco está justificado a priori, que la sociedad ponga a disposición recursos ilimitados para facilitar la reproducción de sus miembros. Esto quiere decir que el deseo del hijo entraña una demanda de solidaridad hacia el Estado, que determinará si es de su interés ayudar, al tiempo que es también una afirmación del carácter de “bien” fundamental que revestiría la reproducción, por lo cual merece ser favorecida. Este bien tampoco puede ser considerado un principio moral universal, ya que no es compartido por todos, al mismo tiempo que su ausencia no haría que la vida deje de tener valor.

Planteada la cuestión de esta manera, la legalización de la clonación reproductiva no implicaría solamente cuestiones éticas, sino también la utilización de recursos sociales, no solamente en clonar seres humanos, sino en investigar y desarrollar tal tecnología para que pueda resultar utilizable. En este sentido, algunos autores sostienen que, pudiéndose observar la gran cantidad de pobres y enfermos en el mundo, y constatando que la clonación solamente beneficiaría a un muy restringido número de individuos e implicaría enormes gastos, no resultaría justificado proseguir en esa dirección. Otra interpretación muy difundida es que el derecho a tener un hijo no conlleva el derecho a conseguirlo por cualquier medio, ni tampoco el de decidir qué tipo de hijo tener. Consiguientemente, lo anterior muestra que este argumento a favor de la clonación reproductiva es profundamente débil, si se lo plantea desde el punto de vista de la solidaridad social.

El otro concepto de importancia esgrimido por los defensores de la clonación reproductiva es del valor de la vida. De esta manera, se pretende justificar el nacimiento de un ser humano por ese medio, debido a que, según algunos autores, sería mejor vivir que no haber nacido nunca, siempre que su vida no resulte indigna de ser vivida, producto de continuos y profundos sufrimientos. Por lo tanto, los riesgos de la técnica estarían compensados por el hecho de que ese niño no tenía otra posibilidad de existencia mejor que la actual. Naturalmente, el límite entre sufrimiento aceptable e inaceptable es completamente borroso, al tiempo que relativo a quien lo experimenta. Otros autores intentan refutar el argumento sosteniendo que los padres de este niño habrían actuado injustamente, pese a que el niño pueda haber salido favorecido. Otros, más convincentemente, argumentan que lo más justo sería maximizar el beneficio de la descendencia, por lo cual la clonación quedaría descartada ante la existencia de medios más eficientes. De todas maneras, esto no da una solución al escenario donde la clonación representaría la única alternativa. En tal caso, la pregunta vuelve a ser aquella por la legitimidad de ese deseo de hijo de tal pareja. Si este razonamiento es correcto, el problema planteado por el concepto de valor de la vida resulta ser más especulativo que operativo, al menos con las posibilidades técnicas actuales. Por lo tanto, debido a los riesgos implicados, la última respuesta respecto de la cuestión remite a la aceptabilidad social de ese deseo de hijo.

 


[1] La traducción es mía.

 

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Fecha de recepción: 1 de diciembre 2013
Fecha de aceptación: 27 de diciembre 2013

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