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Revista de Bioética y Derecho

On-line version ISSN 1886-5887

Rev. Bioética y Derecho  n.41 Barcelona  2017

 

Sección General

Claves éticas en el tratamiento clínico-comunitario de personas con esquizofrenia

Ethical keys in the clinical-community treatment of people with schizophrenia

Claus ètiques en el tractament clínic-comunitari de persones amb esquizofrènia

Manuel Pérez Ayala1  2 

1Universidad de Chile. Chile

2Universidad Autónoma de Chile. Chile

Resumen

Este artículo discute la consideración de algunos elementos éticos fundamentales en la intervención a personas con esquizofrenia, en el ámbito clínico y comunitario, escenarios preferentes de las prestaciones de salud en la actualidad. Los conceptos tratados son vulnerabilidad, autonomía y paternalismo, consentimiento informado y confidencialidad. Se expone la necesidad de que los profesionales de la salud mental reflexionen sobre el tipo de intervenciones realizadas, integrando en cada caso la opinión y deseos de los pacientes, así como de sus familiares y/o tutores. Se pregunta si estos aspectos son o no considerados y cómo mejorarlos, resguardando los intereses de los intervenidos y no transgrediendo el respeto y dignidad en un marco ético consensuado y mínimo.

Palabras clave: ética; esquizofrenia; salud mental; tratamiento clínico-comunitario; vulnerabilidad; autonomía; consentimiento informado; confidencialidad

Abstract

This article discuss some fundamental ethical elements to consider in the intervention in people with schizophrenia in the clinical and community treatment. Discussed concepts are vulnerability, autonomy and paternalism, informed consent and confidentiality. It addresses the need that mental health professionals reflect on the type of interventions performed, integrating patients' opinions and will, as well as of their relatives and / or legal guardians. It raises questions about whether or not these aspects are considered and how to improve them, safeguarding the interests of those involved and not transgressing respect and dignity, within a minimum ethical framework.

Keywords: ethics; schizophrenia; mental health; clinical and community treatment; vulnerability; autonomy; informed consent; confidentiality

Resum

Aquest article discuteix la consideració d'alguns elements ètics fonamentals en la intervenció a persones amb esquizofrènia, en l'àmbit clínic i comunitari, escenaris preferents de les prestacions de salut en l'actualitat. Els conceptes que s'hi tracten són els de vulnerabilitat, autonomia i paternalisme, consentiment informat i confidencialitat. S'exposa la necessitat de que els professionals de la salut mental reflexionin sobre el tipus d'intervencions realitzades, integrant en cada cas l'opinió i els desitjos dels pacients, així com dels seus familiars i/o tutors. Es pregunta si aquests aspectes són o no tinguts en compte i com millorar-los, protegint els interessos de les persones tractades i sense transgredir el respecte i la dignitat que mereixen en un marc ètic consensuat i de mínims.

Paraules clau: ètica; esquizofrènia; salut mental; tractament clínic-comunitari; vulnerabilitat; autonomia; consentiment informat; confidencialitat

1. Introducción

La esquizofrenia y otros trastornos psicóticos asociados a la pérdida del juicio de realidad se presentan en las personas a través de anomalías como delirios, alucinaciones, pensamiento y comportamiento motor desorganizado o anómalo y expresión emotiva disminuida (APA, 2014). En su conjunto, tales alteraciones tienden a evolucionar hacia una disociación de la personalidad, originando una psicosis crónica que altera progresiva y profundamente a la persona, quien se aliena. Mundo interior y exterior adquieren una nueva significación, extraña a la denominada realidad antes conocida (Cortés, 2008). En definitiva, quien la padece deja de construirse en relación con el medio en el cual está inserto, perdiendo la certidumbre del contexto que le rodea.

La estabilidad e inclusión al medio en el cual vive, son los objetivos principales, y las intervenciones que se desarrollan en las áreas tanto clínica como comunitaria deben conjugar expertiz de conocimientos teóricos-técnicos con la ejecución de estrategias participativas a través de vinculación con la comunidad para que las personas afectadas logren un aceptable grado de funcionamiento independiente (Vallespí, 2007). A esta vida inserta en la familia y comunidad, en colaboración y coordinación con aquellos, se accede mediante tratamientos exitosos que ―más allá de lo normativo― incorporen en cada abordaje procesos deliberativos que contemplen las características y necesidades particularmente únicas de cada individuo tratado.

Con procedimientos en los que el protagonismo recae en los propios usuarios y sus familias, ya no centrado tanto en los establecimientos de salud como en la misma red social, se apunta a la implantación en la comunidad de la que forman parte, de un espacio socio sanitario eficiente que garantice la mejor calidad de vida posible para el paciente y su familia (Rivas, 2003). Debido a la variabilidad, heterogeneidad y tendencia a la cronicidad presentes en la esquizofrenia, no es viable ya plantear su abordaje sólo desde una perspectiva estrictamente sanitaria, sino mediante una red coordinada y diversificada de tratamientos, que también exige preparación de sus profesionales tratantes sobre el cómo se realizan esas atenciones, evaluando el correcto y mejor proceder posible.

2. Aspectos éticos clave en la esquizofrenia

La ética se puede definir como la reflexión filosófica sobre la acción humana en sus aspectos susceptibles de ser calificados de buenos o malos, correctos o incorrectos; es decir, en su denominación moral. La ética sería una teoría moral (Escríbar, 2004) que establece metodologías para la discusión acerca del actuar humano a través de principios morales considerados fundamentales (Freitas, 2013).

Los relatos de cada moralidad son estructurados de acuerdo a las reglas de organización de la experiencia que predominan en cada cultura (Bernasconi, 2015), incluyendo los modelos de la vida buena de cada persona en proceso de salud o enfermedad, y qué reglas debieran guiarla.

El propósito final de cada acto terapéutico en los pacientes con esquizofrenia debería ser mejorar la calidad de vida del paciente y restablecer las funciones afectadas, con el esfuerzo constante por ajustarse a las características de cada uno/a (Lemos et al., 2010). (Adams et al., 2007) acota dos hechos: primero, la mayoría de las personas con enfermedades mentales severas ―aunque algunos difieran― prefieren roles activos y de colaboración; segundo, anhelan una mayor participación en las decisiones de tratamiento de salud mental de lo que se les otorga realmente.

Los profesionales de la salud tenemos la obligación ética de asegurar que los pacientes participen activamente, según factibilidad, en la elección de su propia atención de salud (Ganzini et al., 2005), ya que por ejemplo, el diagnóstico de esquizofrenia no se equipara con la incapacidad decisional (Kim, 2006). Es una necesidad y a la vez exigencia ética el considerar las perspectivas personales de los intervenidos, con la actitud sincera de comprensión ante la expresión de opiniones y deseos (Weiss et al., 2000), más la pronta ayuda en la articulación de éstas en caso de dificultad.

Común al padecer y deterioro de la esquizofrenia han sido y son hechos, abusos y arbitrariedades, incluso ante la existencia de instituciones y protocolos creados justamente para evitar actos de esa naturaleza. Esto se refleja desde los tratamientos ambulatorios hasta las internaciones no voluntarias. La falta de establecimientos que acojan y traten a personas con esta patología -y la precaria oferta de oportunidades laborales cuando pueden salir de sus hogares- en numerosas ocasiones les relega a condiciones de trabajo indignas y miserables, cuando no a mendigar para sobrevivir en casos de situación de calle. Si se considera el uso sensacionalista que se le suele dar a patologías mentales crónicas por cierta parte de la prensa, a lo anterior se añade el temor, segregación y rechazo por ignorancia.

Es evidente que mediante el ejercicio profesional es posible tanto beneficiar como perjudicar, sea este un individuo, familia, organización o comunidad. De ello deriva la importancia de la ética profesional, mediante la cual se promueven las buenas prácticas y se previenen perjuicios que el ejercicio profesional negligente pudiera ocasionar (Pasmanik y Winkler, 2009). La dimensión ética en el ejercicio profesional tanto en el ámbito clínico como comunitario se refleja cuando los valores están en pugna o frente a situaciones dilemáticas. Es fundamental que los profesionales de la salud mental cultiven ciertas habilidades hasta que devengan en virtudes éticas manifestadas en el compromiso con el paciente al disponer de un particular modo de pensar y decidir, como lo son empatía, compasión, cuidado, justicia, y juicio prudencial; que finalmente guíen el cómo actuar (Ramos, 2015b).

Este modo de proceder debe considerar una serie de elementos éticos clave en toda práctica de salud y revisten especial consideración y elaboración en las intervenciones realizadas a personas con esquizofrenia. Algunos de ellos se describirán a continuación.

2.1. Vulnerabilidad

Constituye la característica general de todo ser humano, experimentándose desde la inestabilidad de la enfermedad hasta la finitud que trae la muerte. Al hablar de personas con esquizofrenia ―condición que puede aparejar situaciones de dependencia y aceptar condiciones de trato o tomar decisiones que en otro momento no hubiese tomado (Koppmann, 2012) ―se habla de personas en especial estado de vulnerabilidad, donde el detrimento funcional realza su fragilidad. Gracia, 2001, refiere que existe una profunda relación entre una vida frágil-amenazada, y ética: entre las cosas que la ética obliga a hacer, está el proteger a los más débiles, ya que la ética humana es siempre una ética de la fragilidad, por lo que es evidente que el objeto de la ética no es otro que proteger al débil; a los menos afortunados y afortunadas que conforman la sociedad.

Fragilidad y debilidad aparecen no sólo al hablar de personas con esta condición, sino que al hablar del ser humano en tanto que persona. Cualquier declaración de intenciones o sugerencia moral de acción debe ser indiscriminadamente válida para todo ser humano, a menos que se acote con argumentos estrictamente sólidos. Es pertinente hablar de una ética de protección (Kottow, 2005) hacia los más desvalidos, quienes requieren de abordajes integrales (Rozo, 2011), con perspectivas de intervención desde diferentes campos del conocimiento para encontrar soluciones a las dificultades que históricamente han llevado a los individuos que comparten este diagnóstico a encontrarse entre los más excluidos. Se ha afectado el recibimiento de oportunidades de participación social, mermando las chances de alcanzar una vida que pueda por ellos mismos ser considerada digna.

La cara frágil que nos sitúa de frente a la vulnerabilidad, empuja a confrontar a los distintos modelos teóricos que puedan compartir la confianza en creer que poseen la resolución a la totalidad de los problemas que apareja la existencia; la reflexión prudente se percata del hecho de que esta fragilidad es inherente a todo cuanto tenga vida (Conill y Cortina, 2012). En particular la vida del ser humano, vulnerable en su completa dimensión, necesita del cuidado de los elementos que la constituyen en su esencia, es decir, necesita salvaguardar sus valores para así conservar su propia humanidad, sin excepción de condiciones. Un marco ético consensuado y (auto) regulado debe asumir tareas como ésta, procurando guiar las acciones sin que dañen la integridad y dignidad de las personas involucradas, velando por su respeto y cuidado, acentuado en el particular quehacer de la salud mental.

2.2. Autonomía y actuar paternalista

El bien que se hace a la fuerza no es bueno para aquél que lo recibe, por lo que se entiende que nadie, salvo el propio individuo, puede definir lo que es bueno para él (Gracia, 2001). Lo que la autonomía como principio dice es que el usuario/a competente es el único con autoridad moral sobre sí mismo, y que por tanto nadie tiene a priori derecho a decidir por él o trabar su decisión. Su respeto requiere como mínimo el reconocimiento del derecho a tener opiniones, y poder tomar decisiones basadas en metas y valores personales (Ganzini et al., 2005). Las elecciones bajo este concepto comparten las características centrales de ser voluntarias, no coaccionadas; y que se basen en un razonamiento informado.

Las personas que desarrollan su quehacer profesional en las áreas clínico-comunitarias de la salud están conscientes de que pueden enfrentar situaciones en que deban transgredir la libertad de los consultantes para protegerlos de ellos mismos y de otras personas, debido al temor despertado por estados de pérdida de juicio de la realidad y la falta de autocontrol de impulsos. Mientras el profesional encargado de la atención y compensación en las primeras etapas de la crisis mantiene una actitud de alerta y de prevención de riesgos ante la enfermedad mental, las dificultades se van aminorando en la medida en que se alejan los períodos de crisis y se recibe atención especializada, en cuanto a psicofármacos, psicoterapia y rehabilitación (Rueda y Sotomayor, 2003). La práctica de los profesionales tratantes señala que no se puede generalizar en cuanto a la capacidad de ejercicio activo de la autonomía de las personas con esquizofrenia, ya que depende de cada caso; incluso una persona que en un momento determinado comprenda el alcance y las implicancias de su tratamiento, en otro puede no presentar tal respuesta, y viceversa.

El ejercicio del derecho a decidir autónomamente implica que la persona tenga una serie de aptitudes personales y psicológicas. A esas aptitudes se les identifica con el nombre de competencia y capacidad: el primero hace relación a la aptitud de la persona de comprender, valorar, razonar y expresar una decisión, ponderando sus consecuencias; el segundo, al reconocimiento legal, distinguiendo el paciente capaz del incapaz o incapacitado, que requiere un complemento para la gestión de su persona a través de su tutor (Terribas, 2012). Es importante separar el concepto legal de capacidad del concepto más clínico de competencia, debido a que se podría anular a personas incapacitadas de toda decisión que afectase su salud, lo que significaría un atentado y transgresión a sus derechos y dignidad personal.

Los objetivos de las atenciones clínicas como las de perfil comunitario hacia el alcance pleno de la autonomía deben promover la participación de familiares y/o tutores en el proceso sanatorio en la medida que decrecen paulatinamente las crisis y se logra la estabilidad clínica, evidenciado en el logro de destrezas pertinentes para una vida cada vez más independiente y la experiencia de relaciones interpersonales significativas. En caso de conflicto, la responsabilidad decisional recae en familiares, profesionales, y personas a cargo de la tutela (Ramos, 2015), o de la curatela, como en la experiencia española (Bretón, 2017). Es probable que si alguien comienza su tratamiento con una evidente capacidad disminuida de decisión, esta tienda a modificarse en el transcurso del tiempo; si bien no en todos los casos ni tampoco hasta la autonomía integral, sí en el hecho de discernir sobre lo que se quiere lograr y cómo él o ella desea hacerlo.

El paternalismo por su parte, puede entenderse como tratar a un enfermo del mismo modo que el padre trata al hijo pequeño (Gracia, 2004), y la razón última de ello ha estado en la creencia de que el enfermo es no sólo un inválido o incapaz biológico y/o mental, sino también moral. Se vuelve inevitable este paternalismo en el caso de individuos que nunca han sido competentes, ya que serán otros quienes elijan en su nombre y determinen lo que más les conviene (Engelhardt, 1995); también en las elecciones que se hacen en nombre de individuos que en un día fueron competentes pero no dieron instrucciones por anticipado en el caso de devenir incompetentes, como es la común situación de personas que padecen esquizofrenia.

Toda enfermedad va acompañada de dolor, o al menos toda enfermedad grave, y el dolor es una especie de trastorno mental, que hace al ser humano incapaz de, entre otros, prudencia: este ha sido el artificio del paternalismo, que toda enfermedad hace del enfermo un incapaz, un incompetente (Gracia, 2001), y es ahí donde está la raíz y causa de que el paternalismo aún persista. Las nuevas propuestas de análisis en el terreno de la salud (Callahan y Jennings, 2002), la "beneficencia - autonomía" como tándem, son más conflictivas pero no necesariamente menos humanas. La conflictividad es por definición nula en todos los casos en que sólo manda una persona y el resto obedece. Las relaciones humanas basadas en el paternalismo o mero asistencialismo son las menos conflictivas, pero también las de menor calidad.

En el marco clínico-comunitario, el actuar mediante estrictos parámetros éticos debe guiar las acciones sin que éstas dañen la integridad y dignidad de las personas involucradas. Se cuestiona dicha aplicación obligatoriamente en áreas específicas, como la reclusión psiquiátrica: ¿Es posible ahí hablar de autonomía? ¿Debe estar necesariamente la autonomía subrogada a otros parámetros o condiciones en tales contextos? Las decisiones más importantes en el ámbito de la salud, y de manera concreta en personas de especial vulnerabilidad, deben depender también de los valores involucrados, en cumplimiento de un deber ético de respeto para evitar, cuando corresponda, anulación decisional y/o límites de imposición legal (Terribas, 2012b).

2.3. Consentimiento informado

Como modelo de relación clínica luego de la introducción de la idea de autonomía psicológica y moral de las personas (Simón-Lorda, 2008), superando la relación paternalista, los usuarios/as no pueden ejercer su autonomía si anteriormente no son amplia y correctamente informados. De ahí la importancia del proceso denominado consentimiento informado, eje sobre el cual gira la relación clínica (Couceiro, 2012). La no maleficencia con que debe actuar el profesional de salud mental comienza siendo verbal, bajo forma de información al usuario/a sobre parámetros y características de cada tratamiento. El primer deber de beneficencia del profesional tratante es la información, correlativo a éste es el derecho a la decisión o consentimiento; por lo tanto éste no es posible sin antes acceder a la información (Gracia, 2001), implicando que previamente se ha proporcionado de manera adaptada y entendible a cada nivel de comprensión, sobre aspectos a menudo complejos (Villamañán et al., 2016), o difíciles de asimilar.

Junto a la autoridad de consentir viene el derecho a dedicarse al cuidado de los demás y de retirarse de dicho cuidado, de aceptar ayuda y de rechazarla. Por consiguiente, la cuestión del consentimiento libre e informado se suele relacionar también con establecer una línea de autoridad dentro del equipo de salud en cuestiones que son expresión de la libertad del individuo en lo que respecta al cuidado y gestión de su propia salud (Engelhardt, 1995). La idea de profesión conlleva un compromiso con visiones concretas de lo beneficiente y el correcto ejercicio, y a su vez, suele suceder que la riqueza en conocimientos que capacita al profesional dificulta la comunicación con las personas que necesitan de los cuidados. Dependiendo de lo que el profesional revele a quién intervenga, y de cómo lo revele, se inclinará por aceptar o rechazar un determinado tratamiento, sopesando alternativas de la relación coste beneficio.

Se justifica la práctica del consentimiento libre e informado basándose en los principios de permisos y beneficencia; en el caso de interceder tutor, como es común apreciar en personas con esquizofrenia, cuando éste habla en nombre de un individuo que nunca ha sido competente o que cuando lo era no dio instrucciones ni transfirió autoridad a nadie, su situación es distinta. Además, tales tutores pueden tener autoridad para elegir entre distintos modos de entender lo que más le conviene a un individuo en concordancia a los valores aceptados en el contexto en el que el subrogado vive, basándose en la presunción de que éste aceptaría aquello. (Engelhardt, 1995), sostiene que el derecho al consentimiento libre e informado en su acepción más fundamental incluye: a) el derecho a dar consentimiento competente, desengañado y voluntario a someterse al tratamiento; y b) retirarse del tratamiento de manera completa o en parte. Asimismo, el concepto de libre elección incluye como mínimo tres acepciones de la libertad: a) poder elegir; b) no verse constreñido por compromisos anteriores o autoridad justificada; y c) estar exento de coacción. Para que el consentimiento sea válido, el individuo debe estar en condiciones de entender y valorar el significado y las consecuencias de sus actos, como sería el caso de personas con esquizofrenia en períodos de compensación o en episodios de estabilización clínica.

La práctica del consentimiento informado en Salud Mental es inhabitual, más aún para los pacientes psicóticos, a pesar de que tanto las declaraciones de asociaciones profesionales, organizaciones de pacientes y códigos deontológicos le defienden. Las razones de este déficit pueden hallarse en las peculiaridades de estos pacientes, pero también en el presupuesto de que la psicosis impacta en el mismo núcleo de la persona, y por ello se ve al afectado como incapaz de comprender y consentir (Valverde e Inchauspe, 2014). La aparición del consentimiento informado significa un avance histórico pero a la vez plantea problemas aún no suficientemente resueltos (Gracia, 2001). En este punto, es difícil precisar el nivel de información a la que están obligados los integrantes del equipo de salud y también lo es determinar el grado de autonomía que precisa el usuario/a para dar un consentimiento válido. Lo que no se discute es el hecho de constituir un proceso y no la simple firma de autorización en un papel, encarnando la forma operativa del nuevo modelo de atención clínica, donde la firma sólo tiene una dimensión instrumental y testimonial de un proceso que es básicamente verbal, relacional, comunicativo y deliberativo (Simón y Barrio, 2012). Si bien el modelo del consentimiento informado supone una rotura del modo jerárquico y autoritario del ejercicio de poder que caracteriza al modelo paternalista, se reconoce que los propios consultantes han colaborado al mantenimiento de ese esquema: la fragilidad y vulnerabilidad ya tratada que introduce la enfermedad produce pasividad, y el modelo a consentir exige una corresponsabilidad en la toma de decisiones que las personas no siempre están dispuestas a asumir (Simón y Barrio, 2012), ni tienen certeza de necesitar y/o ejecutar.

Es común que no sea apreciado como un proceso en sí, sino simplemente como un documento para su firma, lo que no es sino una mala práctica profesional al proteger más los intereses del tratante que del intervenido/a, develando falencias no protocolares y alejadas de la ética profesional en salud (Simón, 2006). En caso tal no sería más que un mero trámite e incluso un método de persuasión, apuntando a la importancia relacional por sobre la contractual.

Las personas con esquizofrenia generalmente tienen disminuida de manera temporal o permanente su capacidad de decidir sobre su tratamiento (Gías, 2013), principalmente por la condición misma de la patología, aunque en algún caso por los efectos de la medicación antipsicótica, lo que les condiciona, limita y restringe. La práctica del consentimiento informado en personas con este diagnóstico, además de una obligación legal, es una buena práctica imprescindible para obtener la adhesión y participación del paciente en su proceso de recuperación, que puede traer mejores resultados a largo plazo (Valverde e Inchauspe, 2014). Es ineludible el esfuerzo por plantear los consentimientos en términos sencillos y adaptados socio-culturalmente al perfil de usuarios, familiares o tutores legales. De ser necesario, estrategias como la dedicación rotativa de profesionales que vigilen su correcta aplicación, con la consecuente revisión periódica de historias clínicas y carpetas de casos, para chequear la falta de información relevante a través del proceso, evita prácticas lesivas y ayuda a mejorar intervenciones.

2.4. Confidencialidad

La confidencialidad es fundamental en la relación entre profesionales sanitarios y sus beneficiarios, porque presume la cesión de éste último de una parte reservada e íntima de sí mismo. Contradictoriamente, el derecho a la intimidad se muestra como uno de los más frecuentemente vulnerados en la sociedad (Iraburu et. al., 2006b).

Puede definirse como el derecho del usuario/a que supone la obligación del profesional sanitario de mantener en secreto cualquier información proporcionada, conocida o inferida en el ámbito de la relación privada profesional-paciente o en virtud de su puesto de trabajo, no pudiendo revelársela a un tercero sin su consentimiento (Judez, 2012). Refiere tanto a la información como a los acuerdos que tienen lugar entre quienes participen de la relación con el resguardo de la información brindada (Santi, 2016).

Sus problemáticas se abordan desde distintas esferas y ámbitos, pero con un elemento en común: la generación de relaciones entre personas, relaciones que forman el eje de las interacciones entre seres humanos, tanto más si éstos presentan un estado especial de vulneración (Judez, 2012). En particular, los abordajes clínicos y comunitarios se erigen en una relación basada en la confianza mutua que se convierte en aliada del propio proceso diagnóstico y terapéutico, y los tipos de relación variarán según la patología de quién se atiende, según los recursos y prioridades de cada uno de ellos/as, y según la incertidumbre y las decisiones que deban tomarse. Conviene recordar que lo que justifica a un profesional de la salud a acceder a información confidencial es su situación de confidente necesario para asegurar la asistencia oportuna, como también el evitar daños personales y/o a terceros, y a cómo respetar, guardar y preservar estos límites.

En las intervenciones diseñadas, con evidentes excepciones en sospecha de inminente auto y/o hetero agresión, el principal gestor de qué tratamiento hay que dar a la información es el interesado mismo, por la dignidad que le corresponde como ser humano y por los derechos derivados. Estos derechos generan particulares deberes en los profesionales de la salud mental, por el grado de vinculación especial debido al acceso privilegiado que se tiene a información privada. Es coherente que estos mismos profesionales doten a este entramado de relación confidencial con compromiso deontológico firme en función de la propia visión significativa para cada uno (Judez et al., 2002) y más cuando esto es parte de una tradición profesional de resguardo, ayuda y protección.

Las características de la esquizofrenia, en cuanto a sus manifestaciones sintomáticas y riesgos de descompensación, condiciona por sí solo la gestión de la confidencialidad. Suele ser practicada dentro del equipo de salud más que en la relación diádica terapeuta - usuario/a ―férreamente se resguarda de que no traspase esos límites―, considerando que cada tratamiento es abordado/a simultáneamente por varios profesionales: primero, como parte de la labor terapéutica compartida, ante la necesidad de saber sobre las indicaciones dadas por cada profesional; y segundo, como medida reductora de riesgos asociados a cada perfil.

Si bien la confidencialidad puede ser transgredida si la información obtenida da cuenta de cualquier tipo de peligro para el paciente mismo como para terceros, es deber respetar solicitudes de no divulgación sobre hechos que no representan riesgo franco, así como también información propia del proceso de intervención de cada persona. Es importante agregar a esto último que si la información que se considere relevante para el tratamiento debe ser necesariamente conocida por el equipo interviniente y no sólo por el tratante, debiese esto explicitarse sin lugar a otras interpretaciones a través del proceso de consentimiento informado ya revisado.

Constituye un desafío continuo de rigor profesional la correcta gestión de la confidencialidad en personas que no comprenden a cabalidad particularidades de tratamiento e indicaciones, ya sea por descompensaciones como por estados de compromiso de conciencia extendidos en el tiempo. Todo funcionario de salud mental que llegue a conocer datos confidenciales está obligado al secreto y por más trabas encontradas, la última barrera la mayoría de las veces es la propia discreción en cómo se gestiona la información (Antomás y Huerta del Barrio, 2011). El reconocimiento a la autonomía personal del paciente sustenta su derecho a consentir o rechazar las propuestas de los profesionales de la salud y también a decidir quién puede acceder a sus datos privados. En el contexto de compartición de datos, la posibilidad real de ejercer el derecho de oposición por parte del paciente sin que tenga que motivar su decisión es el único medio para que se respete su intimidad (Buisán, 2016). La posible inquietud de estar permanentemente expuesto a la intromisión cobra mayor fuerza en situaciones de fragilidad (Iraburu, 2006), por lo que es imperativa la sensibilización y rigurosidad profesional de quienes laboran en el área de la salud mental.

3. Conclusiones

Si bien la ética ha sido ampliamente difundida en las profesiones de salud las últimas décadas, lamentablemente su impacto no ha sido transversal en las prácticas de la salud mental, dando pie a vacíos y a multiplicidad de protocolos y normativas aisladas; algunos fruto de trabajos particulares de cada equipo de salud. Temas de tal índole no se tratan ni abordan con la frecuencia necesaria, presumiblemente como consecuencia de formación profesional y/o deficiencias de la práctica.

La relación entre ética y esquizofrenia plantea desafíos de discusión inacabada. Esta patología representa un obstáculo que dificulta el proceso de lo que debe ser la vida humana porque afecta, precisamente, el cómo se configura y desarrolla la relación del individuo y el mundo que le rodea. El estado de incomprensión e indefensión que genera esta incapacitante enfermedad mental hace de las personas que la padecen objeto de estigma y prejuicio (Frontera, 2009), y por lo mismo de discriminación, maltrato y marginación, lo que es un incentivo mayor para la reflexión de cómo desplegar tratamientos que equilibren respeto y debida consideración con la estabilidad pretendida.

Una parte significativa de las personas que son intervenidas tanto desde las áreas clínicas como comunitarias de la salud mental son beneficiarias sin querer serlo, y pueden ser víctimas de cualquier situación de abuso (Koppmann, 2012), sensibles a que por su condición se le intervenga con excesivo celo paternalista y por ende se transgreda su autonomía: una elaboración ética que cada profesional debería hacer es decidir que ―dependiendo de la concepción que se tenga y, por ende, cómo se aborde― si por ayudar a alguien sea él o ella sometido a procedimientos que resulten más opresores incluso que su propia condición, aunque sea con el fin de generar a largo plazo estrategias de prevención efectivas y racionales que favorezcan el manejo ambulatorio de estos usuarios/as, como lo recomiendan organismos internacionales (Santander et al., 2011).

Que los elementos clave tratados se cumplan a cabalidad es responsabilidad de los profesionales sanitarios, sabidos custodios y promotores de los cuidados pertinentes de la salud, mediante prácticas de calidad que demandan dedicación distintiva. Ante las exigencias actuales, y en búsqueda de entregar atenciones refinadas que apunten a la excelencia, es necesario obtener una formación integral, perfeccionamiento continuo y voluntad de reflexión, para así poder desarrollar, junto a los diversos enfoques clínico - comunitarios, intervenciones que puedan aplicar de manera pragmática los conceptos éticos de forma integral, considerando la especial vulnerabilidad y exclusivo modo de abordaje necesario.

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Recibido: 10 de Enero de 2017; Aprobado: 04 de Abril de 2017

Correspondencia: Manuel Pérez Ayala. E-mail: mperezayala@gmail.com

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