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Ene

versión On-line ISSN 1988-348X

Ene. vol.12 no.3 Santa Cruz de La Palma dic. 2018

 

Noesis del Cuidado

Propuesta de un marco para una bioética del cuidado, o como si la vida importase: hacia una comprensión de (y un compromiso ante) nuestra finitud

Adrián Santamaría Pérez1  , Sergio Martínez Botija1  , José María Santamaría García2    , Jesús Pinto Freyre1 

1Lapicero Blanco

2Grupo MISKC (Universidad de Alcalá)

2Equipo de Atención Primaria Meco (SERMAS)

Resumen

Si la bioética es aquella disciplina que aspira a situarnos como agentes respecto del fenómeno de la vida, ha de tener alguna idea de en qué consiste ésta en tanto que fenómeno complejo, lleno de interacciones, en el cual nos encontramos nosotros. Este es, pues, el objetivo de este escrito: trazar un marco que nos permita entender adecuadamente la vida desde estas coordenadas. Para lograr este objetivo abogamos por una perspectiva que hemos venido a llamar “de la totalidad”, la cual atiende a las complejas interrelaciones y las dinámicas sistémicas tanto de los ecosistemas como de las sociedades que se construyen sobre ellos. Lo que se aborda aquí son, por tanto, las múltiples declinaciones de todo aquello, con el objetivo último de proveernos un marco para poder reflexionar, posteriormente, sobre nuestra agencia como individuos y sus límites.

Palabras clave: Cuidadosofía; Bioética; Filosofía; Cuidado; Enfermería

Abstract

If bioethics is that discipline that aims to install us as agents in the phenomenon of life, then, it must have some idea of what this consist on as a complex phenomenon, full of interactions, in which we find ourselves. This is, then, the objective of this writing: to draw a frame that allows us to understand in a correct way life from these coordinates. To achieve this objective, we advocate for a perspective which we have called ‘of the totality’, which attends the complex interrelations and the systematic dynamics both of the ecosystems and of the societies that are built on them. What is addressed here is, so, the multiple declinations of all that, with the ultimate goal of providing us a frame from which we can reflect about, posteriorly, our agency as individuals and its limits.

Key words: Cuidadosofía; Bioethics; Philosophy; Care; Nursing

Introducción.

El texto ante el cual se encuentra el lector funciona como punto de confluencia de tres vectores. El primero de ellos se refiere al XVI Coloquio Panamericano de Investigación en Enfermería, celebrado en el Palacio de Convenciones en La Habana en 2018. En él se expuso, por parte de Jesús Pinto Freyre, una comunicación cuyo título fue “Principios para una bioética como si la vida importase”, base del presente texto, junto con, de forma secundaria, las siguientes: “La forma del cuidado a lo largo de la vida: un ejercicio estético entre necesidad y competencia”, “Huella ecológica y la cúpula dorada”, “Alienación, división del trabajo y praxis hospitalaria”, “Cuidado de sí, conocimiento de sí”. No está demás decir también, aunque a algunos a estas alturas les pueda resultar una perogrullada, que buena parte de nuestra perspectiva es deudora de la impronta que en nosotros ha dejado la forma que tiene de acercarse al cuidado el Grupo MISKC, cuyo coordinador figura como autor en este artículo, de investigación en enfermería y que ellos mismos reflejaron en sus trabajos presentados en el congreso al que ya hemos hecho alusión. Lo cual nos remite, casi naturalmente, al segundo vector del que bebe este escrito, esto es, la asignatura ‘Bioética’ impartida por el profesor Jorge Riechmann que los filósofos nominales del artículo cursaron en su cuarto año de carrera universitaria. En este sentido, lo que el lector hallará es, igualmente, una reflexión que inevitablemente toma como texto una lista de principios que resultaron de la interacción de todos los alumnos y todas las alumnas de dicha asignatura 1. El tercer y último vector acoge los otros dos, ya que se trata de la puesta en común de las impresiones de los dos anteriores y del trabajo de reflexión por parte de los autores del presente texto: es, con otras palabras, la asunción crítica y reflexiva de todo lo anterior dirigida hacia la redacción de un ensayo que tiene como objetivo general intervenir activamente en lo que se ha venido a denominar “investigación básica” en enfermería, es decir, aquella orientada hacia los fundamentos y bases de dicho saber disciplinado.

El objetivo particular, la forma concreta en la que se va a realizar dicha intervención, no será otra que proponer un marco provisional y tentativo que problematice el reduccionismo y la cortedad de miras a las que se suele enfrentar la bioética de nuestro tiempo: una bioética que por otro lado se basa en estudios de caso analíticos. Y es que, quizá, una de las cuestiones que más unen, a día de hoy, a la enfermería tal y como la entiende el Grupo MISKC, y a la filosofía, tal y como la entiende Lapicero Blanco, sea el interés por problematizar una ética de la vida reduccionista o, cómo tradicionalmente se ha conceptualizado, en exceso medicalizada. Huelga aclarar lo que no se va a hacer, no obstante: entrar en una relación de directa oposición; o, con otras palabras, tratar de destruir el paradigma bioético imperante en nuestro presente. Para nada: este objetivo excedería, por ambicioso, tanto nuestra disposición como los límites del presente formato. Lo que aquí, por el contrario, se quiere mostrar es una reflexión que, si bien va en la línea del anterior artículo que escribimos conjuntamente (para el que no lo recuerde o no lo haya leído: “Cuidadosofía”) 2, se distingue claramente de él, pese al carácter ensayístico de ambos: mientras que el primero constituía una suerte de “estado del arte”, que recopilaba las diversas reflexiones conjuntas realizadas hasta la fecha y las situaba dentro del marco que llamábamos “cuidadosofía”, el presente texto abandona cierto carácter expositivo para abrazar el compromiso que implica la intención de pretender constituir una reflexión por cuenta propia. Reflexión que intenta replantear el lugar y el estatuto de la bioética en nuestro presente, así como sus fronteras y limitaciones, sin por ello constituir una prescripción cerrada acerca de qué debe ser esta disciplina. Así, éste no pretende ser un texto acerca de cuidadosofía, sino propiamente de cuidadosofía.

El punto de partida del presente texto, parte, pues, de una convicción común. Una convicción que, creemos, se encuentra a la base no ya solo de las diversas comunicaciones realizadas en el anteriormente mencionado coloquio, sino también de las investigaciones que, más en general, llevan a cabo los autores: que tenemos, como seres humanos, el deber de comprendernos desde el punto de vista de la totalidad (sub specie aeternitatis). Esto es, entender que, como individuos, lejos de ser completamente autónomos e independientes, nos encontramos insertos en una totalidad; una totalidad de dinámicas e interrelaciones, tanto con otros seres humanos como con nuestro entorno, que nos muestran cuán pequeña es nuestra capacidad de acción. Esta es, pues, la otra cara de la perspectiva de la totalidad: la comprensión de nuestra finitud, de nuestra limitación, tanto como individuos, como a nivel de sociedad o incluso de especie.

Sin embargo, el uso del verbo “comprender” no pretende aquí señalar simplemente un cambio de paradigma teórico. Se trata también de asumir todo esto en su sentido más profundo, lo cual no quiere decir otra cosa que actuar conforme a ello. No se trata, por tanto, de alcanzar un estado extático cercano a la experiencia mística: a lo que apunta, sin embargo, es a un constante ejercitamiento o entrenamiento (precaución: no confundir este término con el mantra “más rápido, más alto, más fuerte”; a lo que apunta más bien es al término griego askesis) en descubrir las dinámicas a las que se pertenece y se está inscrito y que acabará redundando en el sistema de creencias y valores individual y en la forma en la que se deviene sujeto. Es, por lo tanto, algo teórico a la vez que práctico, lo cual rompe con un ideal de verdad completamente desencarnada del sujeto, a la cual se accedería en un ejercicio aséptico y neutral que suele ser señalado como “objetivo” en su dependencia de un método; rechazando, en definitiva, la concepción de la verdad como desprovista de todo valor. Lo que aquí se propone es un modo de relacionarse con la verdad que es indesligable de la asunción de ciertos compromisos y vías de acción. Si se quiere: un conocimiento que es indesligable de una forma de cuidado, tanto de sí como de lo(s) otro(s).

Esto nos remite, una vez más, a la cuestión de la relación entre conocimiento y cuidado en la antigua Grecia y más especialmente en los helénicos, para quiénes la filosofía no era otra cosa que una forma de vida 3) (4. Nos encontramos, pues, con un grupo de escuelas que, si bien tienen un corpus teórico en la mayoría de los casos, éste está siempre al servicio de la práctica y de la vida. Es decir, su sistema de creencias está encaminado a servir de guía a un modo de vivir particular. Especialmente relevante, por su semejanza con el planteamiento de la argumentación de este trabajo, es aquí el estoicismo. En lo teórico, esta escuela aboga por una perspectiva de la totalidad: entender el mundo como una totalidad compleja en la que nuestra capacidad de acción está tremendamente limitada. Se trata, por tanto, de saber qué depende de nosotros y qué no, y de acostumbrarnos, así, a no preocuparnos (que no despreocuparnos) acerca de aquello que no depende de nosotros. En lo práctico, dicha escuela invita a la práctica de ciertas actividades que sometan al cuerpo a un estado de imperturbabilidad (ataraxia), tales como el ejercicio físico, el mantenimiento de ciertas dietas, la práctica cotidiana de la amistad o de la parresía (5 y un largo etcétera.

En la estela de los estoicos, el “último filósofo europeo”, el gran hereje, el maldito por su pueblo: Baruch Spinoza. Fue condenado por las tres grandes religiones del siglo XVII en Europa: el cristianismo católico, el protestantismo y el judaísmo. Pero también fue perseguido en su tierra natal (Holanda), por sus convicciones republicanas tras la victoria de los orangistas. Los motivos de todas estas persecuciones son tanto dependientes de sus desarrollos más teóricos como de su filosofía práctica. Lo que aquí nos interesa es ese materialismo y naturalismo que refleja en el tratamiento de Dios en su Ethica more geometrico demonstrata6. Allí, Dios es traducible como la Naturaleza, de la cual los seres humanos no son más que modos de existencia concretos (algo que luego Florence Nightingale también asumirá) 7) (8. Estos modos de existencia concretos que somos, aglutinan o expresan los dos atributos de este Dios/Naturaleza: el pensamiento y la extensión. Como tales, sólo rubricaremos la felicidad si dedicamos nuestra práctica al “amor intelectual” hacia Dios/Naturaleza. Este “amor intelectual del alma hacia Dios (o naturaleza) es el mismo amor con el que Dios se ama a sí mismo, no en cuanto que Dios es infinito, sino en la medida en que puede explicarse desde la esencia del alma humana, considerada desde la perspectiva de la eternidad, es decir, el amor intelectual del alma hacia Dios es una parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo (las cursivas son de los autores) (6 p. 453). Spinoza sería, en este sentido, no en vano, el antecedente moderno de toda perspectiva que pretenda un acercamiento a la existencia que la entienda como interdependiente y ecodependiente.

Sin embargo, en tanto en cuanto vivimos en el s. XXI y no en la época de los autores a los que se ha hecho alusión, no se pretende aquí postular todo esto de una manera metafísica. Todo lo contrario, la perspectiva de la totalidad se ve apoyada también por un conjunto de planteamientos contemporáneos que proceden de las diversas ciencias y que pueden ser, todos ellos, de la forma más general posible, subsumidos bajo el rótulo de “teoría de sistemas” (Para un buen análisis de la teoría de sistemas parecido al que nosotros vamos a asumir remitimos a un ppt del profesor Jorge Riechmann que se puede hallar en su blog: este es una gran introducción a la teoría de sistemas y el pensamiento complejo, la cual fue, por cierto, decisiva para la reinterpretación de la dialéctica por parte de uno de sus maestro, Manuel Sacristán) 9) (10 . Una de esas ciencias es, como no podía ser de otra manera, la Enfermería: en este sentido, se puede hacer alusión a las teóricas Neuman, Watson y Rogers 11) (12) (13; es de especial interés, igualmente, ya en el contexto español, la pregnancia de Prigogine 14) (15 en los trabajos de la profesora Fernández Batalla 16) (17 o su impronta en la conceptualización del ser humano y del entorno Marta Domínguez del Campo 18. Otra de esas ciencias ha sido la ecología, la cual nos muestra, hoy en día, el grado de interrelación, complejidad e interdependencia que se da en los ecosistemas, incluidos (o, más bien, especialmente) aquellos en los que interviene el ser humano. Nuestro planteamiento trata, por tanto, de ser naturalista, es decir, de asumir e integrar aquello que nos dicen las diversas ciencias en nuestra perspectiva, sin por ello perder el punto de vista filosófico (en el caso concreto del presente artículo: cuidadosófico). Esta relación, sin embargo, no nos limitaremos a expresarla aquí, sino que quedará reflejada a lo largo de todo el presente texto.

Lo que late en la presente argumentación es una vocación por superar el individualismo antropocentrista que parece dominar la cosmovisión europea de los últimos tres siglos, por lo menos. Un individualismo antropocentrista que lleva dando muestras de acabamiento de un tiempo a esta parte, de la mano de los tres grandes ataques modernos contra este presupuesto 19: el fin del geocetrismo, el fin de la perspectiva del diseñador y el fin de la transparencia de la conciencia. Estos tres concentrados a comienzos del siglo XX, sumados a todo el resto de ataques que este siglo va a realizar contra el antropocentrismo y el individualismo, han terminado por resquebrajar, pero no destruir, su posición dominante en la cosmovisión europea. De lo que se trata es, entonces, de aceptar plenamente lo que supone superar dichos presupuestos y eso tiene que ver con asentir a la interdependencia y ecodependencia que nos caracteriza, esto es, aprender a vernos desde la perspectiva de la eternidad.

Ello implica, a su vez, el asumir la ruptura de las grandes dicotomías de la Modernidad sobre las que se apoyaban estos presupuestos. “Sujeto-objeto”, “naturaleza-cultura” y “hecho-valor” son ya distinciones que no pueden, desde una perspectiva de la eternidad, sino ponerse en cuestión. La forma de poner en duda dichas distinciones no es otra que la de ver su arbitrariedad o su naturaleza construida, es decir, comprender que son distinciones que tienen un origen histórico y social, y que, en absoluto, “cortan el mundo” a la manera que se pretende que lo hagan. Se supone que dichas dicotomías describen la realidad, pero los grandes ataques al individualismo y al antropocentrismo, provenientes tanto de las ciencias, como de la filosofía y del arte, nos han mostrado que, más bien, su función es la inversa: pretenden instituir una determinada realidad. De tal forma que implican unos modos de subjetivación o, dicho de otra manera, unos modos de formación y conformación de la identidad que resultan problemáticos para aquellos que están en los lindes de dichas dicotomías, los que tradicionalmente hemos llamado oprimidos, necesitados o vulnerables, que no caen de forma efectiva en un polo o en el otro en alguna de esas distinciones y cuyo estado es justificado por ellas. De ahí que superarlas, entenderse y entenderlo todo bajo la perspectiva de la eternidad, implique otro modo de subjetivarse, otro modo de comprender la propia identidad y la noción misma de identidad; en definitiva, otro modo de comprender nuestra finitud.

De tal manera que, a continuación, se va a tratar de dar cuenta de esta relación entre eternidad y finitud de la mano de los resultados de diversas ciencias (tanto humanas como naturales, así como de la salud, sin que aquí se establezca ningún grado de diferenciación entre ellas). Vamos a hacer un ejercicio típicamente filosófico: tratar de proporcionar una imagen al lector para que tenga un marco desde el cual reactivar la relación que en las investigaciones de los autores ha estado siempre presente, y que en el presente artículo nos ocupa. Para ello, comenzaremos por el polo de la eternidad o la totalidad, en dos tiempos: primero, nos ocuparemos de reflexionar sobre la condición humana desde un punto de vista de la tercera persona, de ver cómo el ser humano brota del mundo natural al que pertenece y cuál sería, a grandes rasgos, su especificidad con respecto a él; después, concretaremos ese análisis de la tercera persona históricamente, dando cuenta de las dinámicas objetivas (esto es, sociales y culturales) a las que nos vemos sometidos en nuestro presente. Tras explorar sucintamente el polo de la totalidad, nos encargaremos del polo de la finitud, de ese yo minúsculo en primera persona que somos cada uno de nosotros, en el cual, de una forma muy particular, se suele centrar la bioética.

Incursión doble al punto de vista de la eternidad o la totalidad.

Gaia, y en ella, el ser humano como animal meta-representativo y protésico.

Partimos de la posición de dos pensadores que por otra parte pueden llegar a ser muy dispares intelectualmente, a saber, Daniel Dennett 20 y Carlos de Castro 21) (22, cuando afirman que la biología no puede renunciar a un concepto como el de teleología. Lo que nos encontramos ahí fuera, en la naturaleza, es con seres que, efectivamente, actúan, de alguna manera, en base a razones. Ello no quiere decir que de repente se esté dotando de intelectualidad a la naturaleza: no por afirmar algo como lo anterior nos transformamos directamente en creacionistas. No, y ello es porque esos seres vivos, en sus distintos niveles de complejidad cuya explicación no es objeto del presente texto, parecen regirse por el principio CIA (éste reza como sigue: “has de saber lo mínimo imprescindible”). Hay que aclarar que, aunque pueda resultar trivial hacerlo, que actúen con base a razones no quiere decir que ellos mismos sean capaces de comprender dichas razones: cumplir con la ley no quiere decir que esta se comprenda. A lo que apunta es que en la naturaleza hay un diseño sin un Diseñador, con un proceso que en vez de ser de arriba a abajo (como un arquitecto que diseña una casa y después la lleva a cabo), es, más bien, de abajo a arriba, regido por un mecanismo que en absoluto precisa de una mente inteligentísima y sapientísima que lo controle. Es en este punto donde llega la gran discrepancia entre Dennett y de Castro, que solo apuntaremos: para el primero, anti-adaptacionista y dawkiniano, con la selección natural tenemos suficiente para dar cuenta de lo que hemos descrito; para Carlos de Castro, sin embargo, se torna necesario el entender el contexto global, el mega-organismo que se autorregula y en el que vivimos, la biosfera, denominado por él “Gaia”. Para el fin de lo argumentación, insistimos, es irrelevante, aunque per se en absoluto lo sea.

Sea como fuere, el diseño sin Diseñador al que apuntan tanto de Castro como Dennett parece depender, aunque el segundo parece que no le presta demasiada atención, de una ley fundamental de todo fenómeno que tenga lugar en el universo conocido: la segunda ley de la termodinámica 23. Según esta, la cantidad de entropía total en el universo tiende a incrementarse, es decir, que el universo y todo lo que lo compone tiende, como por una cascada, al equilibrio termodinámico, o muerte térmica, que se identifica con la ausencia completa de cualquier orden. Pero, entonces, si esto es así, ¿cómo puede comprenderse la idea de que de ella depende la formación de un “diseño” Pues porque no todo el universo parece encaminarse directamente al descenso por la cascada de la entropía. Ciertos fenómenos parecen resistirse ahora y siempre a esta realidad. Las estrellas, el fuego, los huracanes y tornados, y la vida, tienen un parecido de familia: invierten la segunda ley de la termodinámica empujando hacia la muerte térmica a su entorno. Son conjuntos perfectamente ordenados mientras tengan la capacidad de hacer aumentar la entropía (el desorden) de su entorno. En este sentido, lo que esté ya degradado, o que haya caído por la cascada termodinámica, no puede remontarla sin coste, es decir, sin estar degradando máximamente su entorno. La vida se mantiene, pues, mientras sea capaz de degradar su entorno de manera eficiente y efectiva.

Tenemos, pues, un mundo natural que está plagado de seres vivos que actúan siguiendo razones, pese a que, como hemos indicado, no dispongan de la capacidad de comprenderlas (algunos dirían: de representárselas a ellos mismos). En este gran organismo se puede distinguir entre niveles de complejidad o grados de sofisticación actitudes intencionales. Hasta la fecha el más alto grado de sofisticación de esta capacidad, sin que las fronteras queden nada claras con respecto a otros animales como los grandes simios, es el ser humano. La cuestión es, por lo tanto que en cierto momento surgió un ser vivo como nosotros con un tipo especial de diseño: a saber, ser capaz no solo de actuar conforme a razones, sino, también, ser capaz de comprenderlas. Esto es algo que para algunos, como el profesor Jesús Vega, puede ser expresado con otras palabras: el ser humano tiene representaciones no solo de primer orden, sino también meta-representaciones 24. Adoptar este punto de vista es asumir cierta especificidad del hombre desde el punto de vista de la relación con la naturaleza que es plenamente consciente de su interdependencia con esa esfera de la que brota. En este punto, de hecho, ya inmersos en la disciplina de la Enfermería, al menos desde la visión del Grupo MISKC, se puede lanzar un ataque ya contra el antropocentrismo. Si entendemos, como desde los planteamientos de José María Santamaría se puede entender, que el cuidado, en su forma más abstracta, ha de entenderse como la interacción entre la necesidad y la competencia 6) (26) (27, todos los organismos tendrían esta capacidad de cuidarse, y la propia Gaia, como gran organismo, también se estaría cuidando.

La especificidad de un cuidado propiamente humano, pues, habremos de buscarla en otra parte, y tiene relación con la capacidad meta-representativa del ser humano: a saber, en la condición, si se quiere, cultural, de este ser que nosotros somos. Esto es algo que Fernández también ha sugerido en su tesis doctoral 17, al pasar por el tamiz de la cultura todas las variables del cuidado del ser humano. Y es que en cierta medida, la cultura, como capacidad o como condición es la naturaleza humana, lo cual está íntimamente relacionado con nuestra condición técnica. Huelga insistir en que lejos de ver esta esfera técnica y cultural específica del ser humano como algo separado, hemos de verla como inserta en la evolución de este gran organismo denominado Gaia, que es el que ha posibilitado nuestra existencia tal y como la conocemos. La técnica, indesligable de la condición cultural, es un resultado más de la evolución o dicho de otra manera: es un modo más por el cual determinada especie logra mantenerse alejada del equilibrio termodinámico

Pero no es solo que el ser humano sea un animal fundamentalmente técnico, sino que, además, es un animal eminentemente social (ambos aspectos, de hecho, están dialécticamente relacionados). Esto es: requiere de la relación e interacción con los demás. Esto es así, para empezar, a un nivel material, pues no satisface sus necesidades individualmente sino siempre de manera social 27. Esto, por supuesto, como se ha apuntado, está ligado con la capacidad técnica: precisamente porque el ser humano no satisface sus necesidades de manera directa, simplemente tomando lo que requiere de la naturaleza; sino que produce aquello que necesita para sobrevivir, necesita repartir esas tareas productivas, que son demasiado especializadas para que puedan ser realizadas por todos. De esta forma, requiere siempre una cierta división social del trabajo, un reparto de las tareas productivas necesarias para la vida. En este sentido podemos decir, por tanto, que el ser humano es un animal esencialmente interdependiente. Esto permite dar una definición de la técnica que la sitúa como el campo de los objetos (artefactos) que son centros de la agencia humana 28. De tal forma, que el ser humano, como ser que actúa, como ser cuidador, es un ser artefactual y técnico. El que los artefactos sean centros de agencia, implica que sean también espacios de apertura de posibilidades. De ahí que, como ser artefactual, el ser humano sea el ser por hacerse, el “ser-que-tiene-que-llegar-a-ser” y en cuya mano está la consecución de algunas de sus posibilidades.

El ser humano, entonces, se cuida, pero no lo hace nunca sin una mediación técnica y mucho menos lo hace de forma aislada, individual o independiente. No se trata sólo de que cuidar implique el uso de instrumentos o que en ocasiones se cuide a los otros. Más bien, aquella expresión tiene un sentido más radical: incluso cuando uno no usa instrumentos, cuida y se cuida en un entramado técnico (material o no), y, de hecho, aunque uno se esté cuidando a sí mismo, su acción depende siempre de otro, es decir, es ya una acción social. Es en este sentido en el que, quizá, una reflexión sobre el cuidado en general, y en particular una reflexión bioética, no puede dejar de lado ninguna de estas consideraciones.

El punto de vista de la totalidad desde nuestro presente: dinámicas sistémicas sociales.

Tomemos, ahora, el punto de vista de la eternidad desde la perspectiva de la situación de nuestra sociedad contemporánea, para diagnosticar, además, brevemente, qué estamos haciendo en relación con las dinámicas naturales y cíclicas que Gaia realiza. Sí, decimos “dinámicas de Gaia”, lo cual conlleva comprometerse explícitamente, cosa que no se terminó de hacer antes, con los postulados de Carlos de Castro. Esto implica que debamos señalar algunos matices a las cuestiones que tratábamos antes cuando apelábamos a la segunda ley de la termodinámica. El primero es que los seres vivos degradan el entorno, sí, pero ese entorno que degradan no es neutral termodinámicamente. De hecho, ese entorno está vivo también, en tanto en cuanto todo él depende de unas dinámicas cíclicas que se encargan de reducir el gradiente termodinámico de la energía solar. Es así que puede pensarse en Gaia como un sistema cerrado cíclicamente en cuanto a materia, para mantenerse abierto en cuanto a una energía que se encarga de degradar. Así, el cierre de ciclos que es Gaia, constituye un genuino no a cualquier idea que implique una expansión ilimitada, que presuponga unos recursos infinitos y que comprenda, desde ahí, la existencia humana cultural como separada de la naturaleza. Gaia es el gran No-del-Padre 29, y nuestra sociedad, como si fuera neurótica, adolescente y esquizofrénica (según la teoría psicoanalista), hace como si ese “No” no existiera (ya lo pensaba así Deleuze).

Así, en primer lugar, nos encontramos con que, en los últimos decenios, se ha hecho evidente que se produce un choque fundamental de nuestras sociedades y su forma de vida con los límites biofísicos del planeta en el que habitamos. El cambio climático, la crisis energética, los problemas de residuos, el vaciamiento de los acuíferos, las extinciones masivas de especies… nos permiten hablar ya de una Sexta Gran Extinción. Todo ello nos muestra que nuestro modo de vida individual y social (si es que son separables en algún sentido que no sea el analítico o nominal) es esencialmente incompatible con la existencia no ya de nuestros límites biofísicos, sino de cualquier límite. De esta forma, podemos hablar de nuestro presente como el Siglo de la Gran Prueba 30: aquel tiempo en el que la humanidad se enfrenta a un choque frontal contra aquello que ha posibilitado su existencia, esto es, los ecosistemas altamente complejos y sus sofisticados ciclos y equilibrios. Nos encontramos, pues, frente a la posibilidad de la destrucción (o autodestrucción, en tanto en cuanto somos nosotros los que estamos interviniendo en la naturaleza de una determinada manera) de todo aquello que posibilita la vida humana, especialmente tal y como la conocemos (y no tanto de Gaia, ese complejo mega-organismo que posibilita nuestra existencia, ya que éste, tras nuestra desaparición, probablemente volvería a recuperarse sin nosotros).

Y es que, a pesar de que todos estos procesos de colisión con nuestros límites llevan siendo sobradamente estudiados desde hace ya medio siglo, no nos encontramos con ninguna clase de rectificación respecto a nuestro modo actual de vida. Por el contrario, decenios de negacionismo han agravado el problema hasta, nunca mejor dicho, límites insospechados anteriormente, y la tímida asunción del problema actualmente por parte de los gobiernos, que no alcanza siquiera para lograr acuerdos internacionales acerca de mínimas reducciones de gases de efecto invernadero, no está en absoluto cerca de constituir un verdadero intento por evitar la catástrofe. Por el contrario, el discurso acerca de la sostenibilidad (que Riechmann tildaría no sin razón de sosteniblablá) 31 se compatibiliza a día de hoy con una huida hacia delante de nuestra sociedad productivista, empeñada en buscar la solución en aquello mismo que causó el problema.

Pero, ¿y si esta forma de plantearlo fuese en exceso generosa con nuestra sociedad actual, atribuyéndole una capacidad de decisión racional y de control sobre sí misma que dista mucho de la real? Esta es, en esencia, la postura que se defiende en el presente texto. Pues, en primer lugar, no se puede hablar de crisis ecológica sin hablar de capitalismo, ya que éste es, básicamente, un modo de producción que se caracteriza, valga la redundancia, por la producción de mercancías con el fin de la obtención de un beneficio económico y nada más, esto es, de una cantidad determinada de valor. En él, por tanto, la producción material de bienes y servicios constituye un medio para la producción de lo realmente importante en ese paradigma económico, el valor. Cualquier mercancía constituye solo una forma en la que se materializa el valor, pero no el valor mismo. Nos encontramos, por tanto, con que lo realmente importante para dicho sistema no es la producción de una u otra mercancía, sino solo la producción de alguna mercancía, con tal de que esta produzca valor. De esta forma, también resulta que, a mayor producción material, mayor producción de valor, y esto es por lo que el capitalismo tiende, en su razón, a aumentar constantemente la producción material, para poder así aumentar la producción de valor 32) (33.

Esto, por supuesto, da lugar a fenómenos altamente irracionales. Y es que lo mencionado anteriormente implica la posibilidad de que el capitalismo, como sistema, dedique una cantidad mucho mayor de recursos a la producción de objetos relativamente “innecesarios”, dejando de lado la producción de otros que tienen una mayor importancia para la vida. De hecho, esta no es una mera posibilidad lógica, sino una realidad, estructuralmente determinada, que se ve confirmada a cada día en nuestras sociedades capitalistas. Cada vez que, por ejemplo, no se producen alimentos suficientes para todo el mundo cuando esto sería técnicamente posible; cada vez que a alguien le resulta más sencillo conseguir Coca-Cola que agua potable (que es un recurso natural); y cada vez que en una farmacia no se tienen medicamentos disponibles, pero en cambio se tienen provisiones de cosméticos y productos similares para hacer elástica y atractiva la piel de cualquier ser humano estéticamente momificado.

Esto se combina, a su vez, con la reducción, en el último siglo, de la tasa de ganancia de la producción capitalista. Con la utilización de máquinas en el trabajo se aumenta la producción, pero a su vez se reduce la necesidad del trabajo humano, que es aquello que realmente produce valor, y, más en particular, ganancia. Al reducirse la tasa de ganancia, el capitalismo tiene la necesidad de aumentar la producción en términos absolutos, y, por tanto, de consumir más recursos, generar más residuos, y desgastar más el medio natural. Se encuentra, pues, con la necesidad de una huida hacia delante con respecto a sus límites internos (a diferencia de Gaia, que, como hemos argumentado, tiende a la contención y al reciclaje): de solucionar el agotamiento del rendimiento de la producción capitalista con más producción. La caída relativa de la ganancia se intenta compensar con un aumento de ella a nivel absoluto 34.

Pero no es solo en el sentido cuantitativo en el que ha de preocuparnos el incesante aumento de la productividad: también su lado cualitativo es problemático. Nos encontramos, pues, no solo con la posibilidad de un choque contra nuestros límites biofísicos por un exceso de capacidad productiva, sino con la posibilidad de una autodestrucción de la humanidad mediante sus propias herramientas. La mera existencia de armas de destrucción total, desde los años 50 del pasado siglo, nos muestra la verdadera potencia productiva de nuestras sociedades. Pero también es muestra de otra cosa: de la inconsciencia de nuestras sociedades, de su incapacidad de representar y representarse las consecuencias de sus acciones, y de su inhabilidad consecuente para autolimitarse. Dicho de forma clara: de la falta de control sistémica que tienen la sociedad y sus individuos independientemente ligados sobre sí mismas, precisamente porque están gobernadas por imperativos, leyes, y dinámicas objetivas no naturales (o al menos no en el mismo sentido en que lo es Gaia), que son independientes de las voluntades individuales de sus miembros, y a las cuales no pueden apenas oponerse 35).

Esto remite, de nuevo, a algo que mencionábamos anteriormente. Y es que nos hallamos no solo frente a una huida hacia delante de nuestra sociedad respecto a sus límites internos (una huida, como decíamos previamente, de los límites de la valorización capitalista), sino también en una huida hacia delante respecto de sus límites externos (es decir, sus límites ecológicos). Frente al problema de exceso de producción, de complejidad, de potencia, nos encontramos con una apuesta por el BAU (Bussiness As Usual): más producción, más complejidad, más potencia de nuestras sociedades (recuérdese la noción de entrenamiento de la que antes nos desligábamos en párrafos anteriores). No es solo, por tanto, una continuación como hasta ahora: es una apuesta por una exacerbación de todo aquello. El mensaje general es “¡La tecnología, el desarrollismo, nos salvará!”, lo cual se declina, por su parte, en propuestas de lo más rocambolescas: modificación genética, implantes para potenciar las habilidades, nanotecnología para revertir el cambio climático… En definitiva, se propone revertir los procesos que nos amenazan llevando más allá aquello que los ha causado. Se propone, por tanto, combatir el fuego con el fuego, y evitar que se queme el bosque prendiéndole fuego nosotros mismos. Existe, por supuesto, la posibilidad de que funcione; pero lo más probable es que solo consigamos provocar adelantar aquello que queríamos evitar.

Finitud y compromiso.

Después de todo este recorrido por la totalidad, con un doble acceso, uno más ahistórico y otro claramente socio-histórico, nos encontramos, entonces, con que somos parte de una totalidad, tanto natural como socio-cultural, con las diversas implicaciones que ello tiene, esto es, con la concreción histórica que hemos venido esbozando hasta ahora. En este preciso instante estamos capacitados para comprender mínimamente, por lo tanto, en qué sentido somos seres finitos, o, con otras palabras, inter- y eco- dependientes. En qué sentido, pudiera pensarse también -de forma abismal y no sin razón-, pareciere que somos seres completamente prescindibles, determinados o sin apenas ningún estatuto. Y decimos que no sin razón porque no es solo ya que nuestra condición de partida, nuestra condición, por expresarlo pomposamente, humana, desde un punto de vista de la tercera persona, sea realmente insignificante; es que, más allá de eso, la concreción histórica en nuestro presente que esa condición tiende a fomentar, perpetuar y desarrollar dinámicas objetivas que escapan a nuestro control, las cuales pueden ser resumidas en un único concepto, “capitalismo”, que es siempre algo más que un sistema económico. El capitalismo es la loca dinámica de la mercancía, íntimamente ligada con una forma de desarrollo de la tecnología que hace que ésta escape a nuestro control e íntimamente ligada con un ataque abierto al cierre de ciclos y los procesos del gran organismo en el que estamos insertos: Gaia. La pregunta, pues, es acuciante y no creemos que sea demasiado academicista, pese a que la reflexión que pueda hacerse en torno a ella sí que lo sea (y deba serlo, por cierto): ¿qué lugar nos queda a nosotros, seres insignificantes, y doblemente insignificantes por las dinámicas en las que nos vemos atravesados, en este delirante mundo? ¿Queda algún hueco para el polo subjetivo, por expresarlo en términos más bien hegelianos? ¿Hay algún lugar para la ética en todo este contexto? Se trata, pues, de la siguiente pregunta: ¿puede hablarse, pese a la determinación objetiva, de libertad? ¿Puede hablarse de autonomía cuando nuestra acción encuentra límites en todas dimensiones? Cierta corriente comúnmente (y quizá malamente) denominada “posmoderna” parece sentenciar -a veces musitando, otras de forma encubierta y otras, las menos a viva voz- “no”. Nuestra respuesta, sin embargo, es positiva, pero siempre teniendo presente el farmakón riechmanniano que reza, parafraseándole, como sigue: “La diferencia no está entre todo y nada, sino entre nada y un poco, y ese poco es muy valioso”. Esto es para los autores algo así como una “oración medicinal” (o mantra o post-it meditativo, si se prefiere) típicamente epicúrea, de las que hay que, de vez en cuando, repetirse, para que no sea olvidada nunca. Una oración epicúrea por cómo está siendo empleada (a saber, terapéuticamente o gimnásticamente), pero a su vez estoica si atendemos al contenido semántico de la misma: si algo nos han enseñado los estoicos es a distinguir, como anteriormente alumbramos, entre lo que está en nuestras manos y lo que no, no siendo estas dos esferas dos estados últimos que podamos esclarecer de una vez y por todas teóricamente, sino dos pautas para la acción y con las que trabajar en nuestra modestia epistémica y moral.

En nuestra opinión, tanto el aspirante a tener conocimientos verdaderos y clausurados sobre el mundo como el gran escéptico que cree que esto no es posible (y en buena medida nuestro tiempo está plagado de personas de este estilo) comparten una misma actitud que es contraria a la sentencia antes mencionada. Así, si como sujetos, no somos completamente autónomos, estamos sometidos a procesos que escapan a nuestro control (tanto desde el punto de vista individual como colectivo), somos un ser transido por determinaciones… la actitud que nos queda es la desesperación: si no podemos tenerlo todo, entonces no nos queda nada. Se supone, pues, que la libertad solo existe en un contexto de ausencia total de determinaciones externas, que la autonomía requiere de la ausencia de límites a la acción. Frente a ello, consideramos que nuestro momento nos invita a una reinterpretación del ser humano (o del sujeto, ciborg o lo que fuere: no es, en cualquier caso, relevante para nuestra argumentación tal y como la estamos desarrollando) que no puede descuidar el diagnóstico que hemos realizado. Ello pasa por deconstruir el binomio que hemos formulado, entre libertad y determinación: entre autonomía y límite. Algunas de las líneas provisionales de dicha reinterpretación, que inevitablemente vendrá ligada a una reinterpretación de muchos de los fenómenos que nos rodean, desde el social hasta el natural, será lo que pongamos sobre la mesa a continuación para concluir con nuestro texto.

¿Qué hace que alguien, desde un punto de vista existencial, o desde el punto de vista de la primera persona, pueda ser ese alguien y no cualquier otro? ¿Desde dónde se configura, si se quiere, cierto concepto de persona que probablemente sea más moral que metafísico? Hay un hecho insoslayable de nuestra condición que se puede apreciar en primera instancia en nuestras actitudes cotidianas, aunque después se pueda explotar también cuidadosóficamente y tenga consecuencia en muchos ámbitos: a saber, que el ser humano es un ser que es capaz de decir “yo te ayudo” (la posibilidad del cuidar-te). Y es que nadie se puede, en un sentido amplio, comprometerse por nosotros. Puede que lo que esa persona esté diciendo no sea novedoso, o puede que al decirlo esté imitando a otras personas sin que ella lo sepa, o que vaya a emplear medios que no son originales para entregar su ayuda a otra persona; pero donde se configura su subjetividad irremplazable en primera persona es en que ella y solo ella es capaz de comprometerse en ese ayudar (de ahí el valor del cuidado humano). Desde un punto de vista teórico, igualmente, no podemos entender las creencias que alguien formula o explicita sin atribuírselas a ese alguien que se está comprometiendo con ellas. No podemos, ligándolo con nuestras actitudes hacia la mente de los otros, entender los estados mentales si no es como estados de un como yo. Quizá este sea, como dice el profesor Jesús Vega, el único rasgo de la concepción cartesiana de la mente que haya que recuperar 36: incluso aunque asumamos que no hay ningún tipo de prioridad en primera persona del conocimiento de nuestros estados mentales frente al conocimiento que otros puedan tener de nuestros estados mentales 37; incluso, por supuesto, aunque asumamos que no hay un yo sustancial que unifique todo nuestro complejo psicológico; no podemos renunciar a la atribución de los estados mentales a un agente o, con otras palabras, a corporeizar los estados mentales. Ello no implica, como es obvio, la asunción de un yo en el sentido fuerte y cartesiano del término; por el contrario, a lo que apunta es a un mínimo nivel de atestiguación del sí contraria a la disolución del sujeto de Nietzsche al que ya apuntó Martin Heidegger en Ser y tiempo38, pero también Ortega con su formulación del yo como “yo soy yo-y-mis-circunstancias” 39, y que luego desarrollará con más lucidez, concreción y claridad Paul Ricoeur en una de sus últimas obras, Sí mismo como otro40. Nadie, en definitiva, y cómo decíamos, puede comprometerse por nosotros, de la misma manera que nadie, en el sentido heideggeriano, puede morir por nosotros. De ahí que desde el inicio del pensamiento occidental se haya dicho que la filosofía no es otra cosa que un aprender a morir (indesligable de un aprender a vivir o de un arte de la existencia). El cuidado de sí (el ejercitamiento en esta dimensión de nuestra relación práctica y comprometida con el mundo y, más en concreto, un entrenamiento en una imagen de nosotros como seres finitos e inter- y eco- dependientes) es, ya no solo indesligable del cuidado de los demás, sino una condición necesaria para efectuarlo o llevarlo a cabo. Y el hecho de que no seamos seres sustanciales, de que seamos existencia, primariamente relación práctica, seres de ocupación (sin desdeñar nunca la reflexión o la pre-ocupación), de que no se es sujeto sino que se deviene sujeto a través de procesos de subjetivación, es lo que apunta a la pertinencia de los ejercicios espirituales 3 y/o las tecnologías del yo 41.

¿Es, entonces, cuidar de alguien en un momento determinado una impertinencia, como pudiere hacer una enfermera o cualquier persona, si eso no va a repercutir en un verdadero cambio social a gran escala; si, desde un punto de vista global, casi se puede considerar un ejercicio absurdo? ¿O comprometerse con líneas políticas que uno cree procedente en su presente para un cambio, cómo por ejemplo, con el ecologismo, si sabemos que el capitalismo se ha disfrazado de verde y casi es inevitable que nuestro discurso se confunda con la sosteniblablá a la que antes hemos aludido? ¿O, desde una perspectiva más académica, seguir preocupados por la (bio)ética en un mundo en el que ésta prolifera y claramente sirve para perpetuar y mantener el statu quo? Si creemos en la dicotomía antes presentada entre determinación objetiva y libertad, en que una excluye necesariamente a la otra, entonces, como antes, la respuesta es “no”. Sin embargo, si asumimos la dimensión del compromiso que también anteriormente hemos desarrollado, podemos decir que esa asunción de posibilidades finitas se está dando de una forma comprometida y por lo tanto, en cierta medida, auténtica (en el sentido único y exclusivo de que en ella se está configurando cierta mismidad o insustitubilidad del sujeto). Aunque ello, no obstante, no sea suficiente, y es desde aquí desde donde podemos comprender por qué el conocimiento es igualmente de importante.

Lo importante, pues, no es solo que un sujeto asuma ciertas posibilidades como propias y se comprometa con ellas, sino que ese comprometerse, como en los estoicos, tenga siempre un horizonte universalista o goce del punto de vista de la totalidad. Al ecologista que recicla, a los participantes de las ONGs, a algunos militantes políticos socialdemócratas, a las enfermeras que ayudan al otro en su desempeño profesional, no vale con desacreditarlas, ni vale con mostrarles que, si eso, sus intentos de parchear el sistema en el que viven son completamente quiméricos al interior de este capitalismo emocional que tecnorracionaliza la sensiblería, la solidaridad y los valors humanistas (humanitaristas, que dirían algunos); no hay que decirles, por lo tanto, que nuestro mundo-Matrix ya ha predicho con anterioridad que vaya a haber sujetos meapilas preocupados por los otros, ¡no!. O por lo menos no solo: por lo que hay que trabajar es por una teoría que esté a la altura de las circunstancias de nuestro presente y que adopte el punto de vista de la totalidad, en un sentido muy concreto: a saber, la interrelación de cuestiones que en el imaginario social aparecen como separadas. Por lo que se apuesta, entonces, tras lo expuesto, es por una amplitud de miras que oriente al compromiso a un fin mayor que las tareas individuales y parciales a las que va dirigido, lo cual no conlleva un desdeño de las mismas, sino una resituación. A lo que todo esto apunta, en última instancia, es a la ruptura con el binomio ética-política; a no caer en las redes de las consideraciones personales y los actos individuales, a la vez que no se cae en el desdeño de lo ético por parte de perspectivas sociologistas. Aliviar, en la medida de nuestras posibilidades, el dolor presente, es una tarea sin duda encomiable, pero no es suficiente: nuestro compromiso ha de tener como horizonte también una perspectiva extramuros. No es necesario decir que, por supuesto, para adoptar esta perspectiva es necesario una buena teoría que dé cuenta de esas dinámicas en las que estamos inscritos, así como de cómo podríamos desactivarlas, lo cual se dirige a la deconstrucción de, como anticipamos, la famosa dicotomía entre hecho y valor. De ahí la procedencia de una enfermería comunitaria (la cual trasciende de su condición profesional pero bebe de sus principios), que atienda a su “objeto” de trabajo, la persona, entendiéndolo desde la perspectiva de la totalidad; así como de una perspectiva política de la enfermería que entienda que el cuidado y la salud de las personas depende, en última instancia, de un complejo social mucho mayor.

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Recibido: 02 de Septiembre de 2018; Aprobado: 29 de Octubre de 2018

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