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Escritos de Psicología (Internet)

versión On-line ISSN 1989-3809versión impresa ISSN 1138-2635

Escritos de Psicología vol.15 no.1 Málaga ene./jun. 2022  Epub 27-Sep-2022

https://dx.doi.org/10.24310/espsiescpsi.v15i1.14030 

Artículos Teóricos o de Revisión

Psicoterapia de personas adultas que han sufrido abuso sexual en la infancia

Psychotherapy of adults who have suffered childhood sexual abuse

Carlos Javier López-Castilla1 

1Centro Andaluz de Intervención Psicosocial (CAIP), Sevilla, España

Resumen

Este artículo trata de aportar una visión de conjunto que ayude a contextualizar y mejorar la atención psicológica a personas adultas víctimas de abuso sexual en la infancia. Para ello considera en primer lugar su frecuencia entre la población clínica en salud mental y sus implicaciones; realiza algunas reflexiones diagnósticas usando el concepto de trauma complejo; describe algunas de las terapias especialmente desarrolladas para este fenómeno destacando sus puntos en común; y termina recogiendo algunas recomendaciones y focos de atención que faciliten la comprensión y abordaje de las secuelas.

Palabras clave Abuso sexual infantil; tratamiento de adultos; trauma complejo; DESNOS; psicoterapia del abuso sexual

Abstract

This article intends to provide an overview that puts into context and improves the psychological treatment of adult survivors of sexual abuse in childhood. To this end, it describes its frequency and implications in the general population; reflects on the concept of complex trauma; describes some of the therapies created specifically for the treatment of adults who have suffered sexual abuse in childhood, summarizing their commonalities; and lastly, it gathers recommendations and relevant aspects that facilitate an understanding and approach of the consequences.

Keywords child sexual abuse; adult treatment; complex trauma; DESNOS; psychotherapy sexual abuse in adults

Introducción

Es muy infrecuente que alguien acuda a un servicio de salud mental solicitando tratamiento para su abuso sexual, pero sí llegan innumerables personas buscando alivio para el sufrimiento que acarrean sus consecuencias. Dados los avances en psicoterapia y neurobiología del trauma desarrollados en las últimas décadas, así como una más ajustada detección de casos, el presente artículo trata de aportar una visión de conjunto que ayude a contextualizar y mejorar la atención en estas situaciones. El especialista en trauma Van der Kolk (2015) recuerda en uno de sus libros que cuando comenzó a ejercer en los años 70 se estimaba que el abuso sexual intrafamiliar era un hecho anómalo, que afectaba a 1 de cada 1.100.000 de estadounidenses. Reflexionaba sobre ello que, o bien todos los casos de su país se estaban poniendo de acuerdo en ir a su consulta, o existía algún sesgo importante en esos datos. En la actualidad las cifras de abuso sexual han cambiado considerablemente. El informe “Ocultos a plena luz” (UNICEF, 2014), que recababa datos de 120 países concluía que 120 millones de niñas menores de 20 años han sido víctimas de relaciones sexuales forzadas, algo más de una de cada de diez de la población mundial. Los datos trascienden las fronteras socioeconómicas y culturales. Una encuesta nacional realizada en Suiza en 2009 concluyó que un 22% de los niños y un 8% de las niñas habían sufrido, al menos una vez en su vida, un incidente de violencia sexual que involucraba contacto físico. El estudio sobre experiencias infantiles adversas (Edwards et al., 2003) realizado con adultos atendidos en servicios de salud de EE.UU. reportó que un 21'6% había padecido abuso sexual en la infancia (ASI). Los datos eran de 25,1% y 17,5% para mujeres y hombres respectivamente. Según datos de la Unión Europea, uno de cada cinco niños son víctimas de alguna forma de violencia sexual (Council of Europe, 2020). Como recoge Pereda (2016) en una amplia revisión de estudios epidemiológicos, teniendo en cuenta esa misma fuente gubernamental, entre un 10 y un 20% de la población española ha sido víctima de ASI antes de los 13 años, datos que son confirmados en muestras universitarias y comunitarias (Pereda & Forns, 2007). Un estudio de López et al. (1994) estima que un 23% de niñas y un 15% de niños menores de 17 años en España han sufrido un caso de abuso sexual. Los últimos estudios realizados en población española aportan datos congruentes con los precedentes (Ferragut et al. 2021a; 2021b). Encontrando una prevalencia entre el 2'8% y el 18'5% según el tipo de experiencias reportada. Un estudio de Ferragut et al. (2021c) que analiza con mayor profundidad algunos aspectos recoge que la edad de mayor prevalencia en la primera experiencia de ASI que involucra contacto físico es a partir de los 6 años. No se tratan de experiencias aisladas, sino repetidas por una misma persona. El perpetrador tiene mayor probabilidad de ser un hombre, aunque la perpetradora femenina es más frecuente entre las víctimas masculinas. El rango de abusos contemplado en estos estudios es amplio y no todos coinciden con las condiciones de trauma complejo que se describen a continuación, pero dan una idea de la presencia generalizada del fenómeno y sus dimensiones.

Si estos son los datos de la población general es presumible que entre los que acuden a los servicios de salud mental este porcentaje sea mucho mayor. Los procesos de disociación y negación, frecuentemente implicados en el trauma, hacen difícil para muchos pacientes compartir con un profesional e incluso con ellos mismos la realidad del abuso. No es de extrañar que estas experiencias y sus consecuencias queden silenciadas durante una psicoterapia, produciendo una infravaloración en muchos profesionales, bien del número de pacientes atendidos víctimas de ASI, bien de la gravedad de las secuelas. Se estima que entre dos y tres cuartas partes de las víctimas no revelan la experiencia hasta llegar a la edad adulta, y entre el 28-60% no lo hacen nunca (Filipas & Ullman, 2001). Un estudio encontró que en torno a un 52% de pacientes con patologías mentales severas había padecido agresiones sexuales. (Mueser et al., 2004). Otro, realizado con población drogodependiente, halló una tasa del 57,4% (Hien & Scheier, 1996). Un 72'6% de mujeres diagnosticadas con patología dual reportó haber sido violada y un 67'1% refirió otros contactos sexuales abusivos (McHugo et al, 2005). Diversos estudios parecen revelar una alta tasa de ASI en personas diagnosticadas con Trastorno Límite de la Personalidad y una correlación con la severidad de los rasgos límite (Mosquera et al., 2011).

A la luz de las perturbadoras tasas de prevalencia, la toma en cuenta de los profesionales, pero especialmente de los pacientes, acerca del ASI y sus consecuencias, no sólo es un importante catalizador del proceso de recuperación y de otras intervenciones terapéuticas que puedan realizarse, sino un marco casi indispensable que ha de impregnar transversalmente todo el proceso.

ASI como Trauma Complejo

Las definiciones de trauma tienden a recoger la conjunción de las que se conocen como las tres “E”: evento, experiencia y efectos. El trauma supone un evento lesivo que sobrepasa la capacidad del organismo para mantener su funcionamiento en niveles óptimos y deja secuelas a largo plazo. (SAMHSA, 2012). Otras variables pueden ser consideradas: como lo que lo causa, su duración en el tiempo y el momento de la vida en el que ocurre. Es decir, una determinada vivencia no es traumática en sí misma, pudiendo afectar de formas diversas a distintas personas según la presencia y magnitud de estas variables. Se habla de trauma complejo cuando es causado intencionalmente por otra persona, es continuado en el tiempo y sucede en una etapa vulnerable del desarrollo. (Courtois, 2004)

Siguiendo a Courtois (2004) pueden atenderse estos tres factores por separado. Teniendo en cuenta el agente, a diferencia de desastres naturales u otros eventos impersonales, el ASI es causado por otro ser humano. Además, a mayor intencionalidad percibida, peor gravedad de las secuelas. No es lo mismo ser dañado por una negligencia inconsciente que por un acto deliberado, lo que otorga al ASI mayor severidad. Teniendo en cuenta la frecuencia, lo definitorio es que la víctima no tiene tiempo para recuperar el equilibrio emocional entre los sucesos, quedando sumida en un estado de hipervigilancia y preocupación crónica, destinando a la defensa y la supervivencia la energía que de otro modo se destinaría al aprendizaje o el juego. Y teniendo en cuenta el momento vital en el que ocurre, un niño o un adolescente poseen un nivel de madurez y recursos mucho menor de los de un adulto cuyas capacidades están consolidadas, lo que le permitiría una gestión mucho más adecuada de la experiencia. Que se produzca en una fase de crecimiento compromete el desarrollo y asentamiento de capacidades futuras, como se manifiesta en los conocidos como “efectos durmientes”, problemas conductuales o emocionales que se producen años después de los episodios de abuso. Estos efectos pueden no aparecer hasta la edad adulta (Cantón-Cortés & Cortés, 2015), como sucede en los casos de recuperación de recuerdos tras una etapa de amnesia disociativa, o ir manifestándose conforme la persona ha de enfrentar los distintos retos evolutivos (Crittenden, 2001). El grado del impacto del ASI comporta alteraciones neuronales, estructurales y funcionales en el cerebro cuyo legado traumático puede trascender varias generaciones de una misma familia mediante la consecuente alteración de las dinámicas relacionales (Ortiz-Tallo y Calvo, 2020).

El DSM III (APA, 1980) introdujo las secuelas del trauma psicológico bajo el epígrafe de Trastorno de Estrés Post Traumático. En años posteriores, varios profesionales comenzaron a notar insuficiente esta descripción para muchos de los casos. Herman (2004) propuso el término de Desorden de Estrés Postraumático Complejo. En el ámbito de la psicopatología infantil, van der Kolk (2015) propuso el término Trauma de Desarrollo. En la actualidad gran parte de la investigación en trauma se concentra alrededor del concepto de Desorden de Estrés Extremo no especificado de otra manera, DESNOS por sus siglas en inglés (Disorders of Extreme Stress, Not Otherwise Specified). Otras aproximaciones más específicas han descrito las consecuencias del ASI a través de otros conceptos integradores, como la propuesta de Síndrome de Acomodación al ASI de Summit (1983) o el Trauma con Traición elaborado por Freyd (2003).

DESNOS

El concepto de DESNOS ofrece un marco integrador para guiar las acciones terapéuticas en situaciones de ASI, al que puede añadírsele algunas consideraciones específicas. Su diagnóstico requiere alteraciones en seis áreas de funcionamiento: (1) regulación de afecto e impulsos; (2) atención o conciencia; (3) autopercepción; (4) relaciones con otros; (5) somatización; y (6) sistemas de significado (Luxenberg et al., 2001).

En una revisión sistemática de las consecuencias neurobiológicas del abuso sexual infantil, Pereda y Gallardo-Pujol (2011) destacan una concordancia fundamental: la experiencia comporta cambios duraderos en el eje hipotalámico-hipofisiario-adrenal, lo que conlleva enormes dificultades para la regulación del afecto y la conducta. El ASI conduce al sistema nervioso en desarrollo a un proceso de adaptación que, si bien es efectivo en dicho momento para maximizar la autoprotección, se torna altamente disfuncional en entornos y etapas ulteriores. El estrés infantil continuado hipersensibiliza el sistema, incrementando el grado de vulnerabilidad a síntomas depresivos y ansiosos, produciendo irregularidades en la secreción de cortisol o una reducción del hipocampo. Algunos autores identifican la desregulación, que incluye la modulación de la ira, la autodestrucitividad, la hipersensibilidad reactiva a estímulos y la hipervigilancia, así como una constelación de mecanismos pseudoadaptativos de compensación (autolesiones, drogas, sexualidad compulsiva, problemas alimentarios), como la disfunción central del trauma psicológico (Higueras et al., 2017). La persona queda sumida en un estado crónico de hipersensibilización reactiva y alerta (Amores-Villalba & Mateos-Mateos, 2017). Otras esferas nucleares para un funcionamiento óptimo también se ven interferidas, como es el caso de la atención y la consciencia (van der Kolk & Fisler, 1995). Alteraciones que incluyen episodios disociativos transitorios, despersonalización y/o amnesia disociativa. Las disfunciones en la autopercepción incluyen sentimientos de deficiencia, culpa o irreversibilidad de las secuelas. Nos parece clarificador el matiz de Bradshaw (2015) al resumir en la expresión vergüenza tóxica el sentimiento altamente invalidante de ser intrínsecamente imperfecto e incapaz. Las relaciones sociales suponen otra área seriamente afectada, como se muestra en los fenómenos de revictimización y en una suspicacia defensiva descontextualizada (Mesa-Gresa & Moya-Albiol, 2011). Esta adquisición de vulnerabilidad puede deberse a la consolidación por defecto de un estilo evitativo de afrontamiento (Fortier et al. 2009). A menudo se presentan somatizaciones y alteraciones fisiológicas asociadas al trauma (Nijenhuis et al. 2008) que desafían la explicación e intervención médica, como molestias intestinales, dolor pélvico crónico, acidez de estómago o dolores de cabeza. Distintos estudios han propuesto la desregulación neurohormonal (alteraciones en los niveles cortisol o de los opioides endógenos) y disfunciones del sistema inmunológico como factores explicativos (Luxenberg et al., 2001). Finalmente se describen la desorientación, confusión y desesperanza producida por la adaptación al impacto traumático. Los sistemas de significado se refieren al conjunto de reglas, normas y expectativas que guían, de forma implícita o explícita, el funcionamiento de la persona en el mundo. En muchos casos estos sistemas presentan severas contradicciones y un alto grado de confusión lo que deriva en una intensa angustia psíquica. La guía que se establece sobre tales sistemas tiende a ser socialmente desadaptativa (Courtois, 2004).

Consideraciones específicas en el trauma por ASI

Más allá de la constelación recogida bajo el epígrafe de DESNOS, se describen a continuación algunas otras características compartidas en el caso más específico del trauma complejo por ASI. En primer lugar, al contrario que en otros traumas relacionales, en la mayoría de los casos el abuso sucede sin violencia, a través de la sugestión, la seducción y/o el engaño. Si sufrimos un asalto en la calle o un ataque repentino la diferencia entre un agresor y una víctima es diáfana y marcada. No sucede lo mismo en los ASI. Ya Alice Miller (2006) reflexionaba sobre ello cuando afirmaba que los presos de un campo de concentración son libres internamente de odiar a sus perseguidores, diferenciándose de ellos, lo que les evitaba entregar su yo, hecho difícil el en el niño que se encuentran frente a un torturador al que ama. Las personas abusadas han sido manipuladas a veces incluso para desear que el abuso suceda. En ocasiones, la diferencia entre un padre abusador y un padre atento y cariñoso puede ser solo el añadido del acto sexual, el traspaso de una frontera que pervierte todo lo demás: las caricias, los juegos, la conversación, etc. “Sí, eso pasaba, pero es que a mí me gustaba”, o “yo le buscaba” son frases que pronuncian las víctimas años después de lo ocurrido. Estudios sobre el procesamiento de la experiencia muestran a la vergüenza como emoción básica que inhibe vías de mejora y adaptación tras la victimización (Plaza et al., 2014). En un trabajo clásico, Finkelhor et al. (1985) describieron cuatro dinámicas fundamentales como el corazón de lesión psicológica producida por el ASI: 1) la traición como núcleo de una falta de confianza que se manifiesta con crudeza en la intimidad, bien como dependencia, bien como hostilidad; 2) la estigmatización que incluye sentimientos autoculpabilizadores, de deficiencia y aislamiento 3) la impotencia como un sentimiento básico de incapacidad y falta de confianza en los propios recursos para hacer frente a los desafíos de la vida y 4) la sexualización traumática.

Obviamente, el carácter sexual del abuso tenderá a repercutir en esta esfera vital. Money (1986), que acuñó la expresión “mapas del amor” para describir las representaciones internas, con componentes cognoscitivos y fisiológicos, que usamos para orientar nuestro comportamiento sexual, afirmaba que estos quedaban vandalizados por la experiencia del abuso. Especulaba que la exposición o participación forzada en experiencias que exceden el nivel madurativo podía generar parafilias o hiposexualidad especialmente si se producía alrededor de los 5 y los 8 años. Además, muchas personas han sentido placer al ser estimuladas durante el abuso, lo que se añade a la enorme ceremonia de la confusión emocional descrita anteriormente. Muchas víctimas manifiestan una conceptualización distorsionada de las relaciones sexuales (Plaza et al., 2014), con las consecuentes dificultades para orientarse en el baile relacional, gestionar y dotar de sentido su propio mundo de deseos y sensaciones y hacer frente a los distintos retos madurativos en este ámbito. La sexualidad es una de las parcelas más íntimas del trabajo terapéutico Si bien algunos pacientes pueden hablar pronto acerca de ello, para otros supone entrar en el corazón del trauma, el asco y la vergüenza más nuclear, y necesitan un largo recorrido antes de confiar lo suficiente como para aventurarse a compartirlo.

En el trabajo terapéutico con ASI suele aparecer una emoción visceral distintiva respecto a otros traumas relacionales: el asco. Este aspecto no suele recibir tanta atención en la literatura especializada. Las narraciones de las víctimas tienden a incluir rechazo por su cuerpo, sentimientos de asco y vergüenza (Losada, 2011). El asco es una de las emociones en las que las sensaciones fisiológicas desagradables son más prominentes (náuseas y salivación fundamentalmente) y la mayoría de sus reacciones se generan por condicionamiento interoceptivo. Su función adaptativa se asocia a las estrategias de huida y evitación, con especial preponderancia de los estímulos olfativos y gustativos, aunque pueda luego generalizarse a cualquier otra modalidad perceptiva o situación (Piqueras et al., 2009). Diversos autores han estudiado como de la base protectora de alimentos en mal estado y la evitación de agentes patógenos, puede alcanzar mayores cotas de complejidad y elaboración incluyendo esferas relacionales e incluso morales, para lo que podría usarse el término repugnancia (León, 2013). Por ejemplo, una mujer recuerda la trama narrativa de los hechos traumáticos, pero a través del trabajo terapéutico va conectando con capas más profundas, emocionales y corporales de sus recuerdos. Lo que sucede entonces es que siente un terrible asco, incluso arcadas, al rememorar recuerdos hasta entonces desprovistos de contenido emocional y profundidad experiencial. Ese asco se acentúa y generaliza en las semanas posteriores al olor y al tacto de determinadas partes del cuerpo de algunos hombres. Otra mujer describe que no puede hablar de sexo con sus amigos porque percibe, que debajo de una mirada amistosa, existe otra interesada y sucia. Cuando se acerca en el presente y describe lo que esto le hace sentir no hay ninguna emoción social compleja, sino un asco visceral. Si permanece en contacto con ese asco puede llegar a sentir de forma literal repulsión física en forma de náuseas. A nuestro parecer, el asco puede ser un indicador terapéuticamente útil del nivel de contacto experiencial del paciente con el trauma, así como del nivel de integración de las distintas memorias.

Terapias psicológicas para adultos que han sufrido ASI

Existen multitud de terapias específicas para la atención de las secuelas psicotraumáticas. Sin embargo, la única diferencia entre una terapia especialmente focalizada en el trauma y una perspectiva tradicional es que la experiencia traumática nunca es percibida como irrelevante para la comprensión y el tratamiento de los problemas conductuales o mentales. (Courtois & Ford, 2016) Muchas de las víctimas de ASI tienen un largo recorrido por los dispositivos de salud mental, allí pueden recibir distintos diagnósticos, a veces superpuestos, como trastorno límite de la personalidad, trastorno de pánico, depresión, adicción a sustancias, trastornos disociativos, somatomorfos, etc. Puede parecer absurdo que las víctimas de un accidente de tráfico, un desastre natural o un conflicto bélico acudan a un profesional buscando ayuda para sus consecuencias y nunca se mencione durante el tratamiento dichas experiencias. Posible sintomatología derivada del trauma como dependencia al alcohol, episodios de angustia, insomnio o retraimiento social, serían despojadas de historia y contexto, lo que dificultaría la autocomprensión, el acompañamiento y la recuperación de la persona. De no incluir el evento traumático como un eje explicativo de la situación y las dificultades actuales, emociones como la vergüenza, la rabia o la culpa quedarían desatendidas sumiendo al superviviente en mayores grados de confusión y autocuestionamiento. Sin embargo, esta situación es vivida por muchas personas que han sufrido ASI. Llegan a los servicios de salud mental y reciben ayuda mientras el dolor del trauma permanece invisible, no es mencionado ni tenido en cuenta durante el tratamiento, o bien es descrito como irrelevante, anecdótico o demasiado remoto. Más allá del enfoque terapéutico concreto, la intervención eficaz ha de dar un lugar a la experiencia del ASI. De este modo la persona puede integrar y significar el caos emocional en una comprensión coherente y acompañar con mayor autocuidado su propio proceso. Y en lo que respecta al profesional, incluir el trauma le ayuda medir y comprender los delicados ritmos que implica su recuperación, en los que la desregulación afectiva, la desorganización, la disociación o la hipersensibilidad reactiva en las relaciones, entre las que se incluye la terapéutica, pueden inundar a la persona hasta el punto de perjudicar o interrumpir el proceso de ayuda.

Lejos de ser exhaustivos, se mencionan ahora un conjunto de terapias especialmente focalizadas en adultos que han padecido ASI. Horowitz , desde el espectro psicodinámico, propone un modelo de intervención sistematizado en 12 sesiones (2001). Con un enfoque cognitivo-conductual se encuentra el Entrenamiento de habilidades en Regulación Afectiva e Interpersonal con Exposición Prolongada Modificada (STAIR / MPE), (Levitt y Cloitre, 2005). El ASC (Attachment, Self-Regulation, and Competence), es un modelo que consta de entre de 12 a 52 sesiones destinado a niños y jóvenes de 2 a 21 años (NCTSN, 2012). En una perspectiva grupal, se encuentran el TREM, Trauma Recovery and Empowerment (Harris, 1998) de una duración entre los 6 meses y un año; también el Trauma Recovery Group, desarrollado en Cambridge tomando como referencia el trabajo sobre trauma de Judith Hermann (Mendelsohn et al., 2001); el WRAP, Women Recovering from Abuse Program desarrollado en Toronto (Duarte et al., 2007); el TCGP, Trauma-Centered Group Psychotherapy, también para mujeres, con una fuerte impronta psicoeducativa y estructurado en 16 sesiones semanales (Lubin & Johnson , 2008); y un programa de orientación biosistémica desarrollado en Italia que es una adaptación del CIDS (Critical Incident Stress Debriefing) de Jeffrey Mitchell para la intervención grupal en crisis (Stupiggia, 2010). Aunque no especialmente diseñadas para personas adultas que han sufrido ASI como las terapias anteriores, en las últimas décadas se han sistematizado intervenciones y mapas explicativos del trauma, como es el caso de la Terapia EMDR, que son eficazmente adaptadas a dicha realidad (González & Mosquera, 2009).

La mayoría de los modelos específicos de atención al trauma tienden a recoger una visión de tres fases en el tratamiento (Mendelsohn, 2001; Courtois & Ford, 2016). Una primera destinada a estabilizar y dotar de seguridad a la persona, una segunda al procesamiento e integración de la experiencia traumática y una tercera a la reconexión social. La primera fase comienza por cimentar una alianza segura con el terapeuta y/o el grupo. En esta fase se atienden aspectos como los mecanismos desadaptativos de regulación afectiva consecuencia del trauma, caso de las conductas compulsivas y autodestructivas, que pueden incluir adicciones, atracones, autolesiones, promiscuidad, etc. En muchas ocasiones también se hace necesario atender aspectos socio-económicos antes de continuar, coordinándose la ayuda con otros dispositivos, ya que la persona sigue expuesta cotidianamente a condiciones traumáticas. Sólo una vez la persona alcanza suficiente seguridad y solidez se pasa a la siguiente fase, en la que se va a abordar la experiencia traumática. En ella se tratan de integrar las distintas memorias que han quedado escindidas, así como los aspectos corporales, afectivos, cognitivos y volitivos que han podido quedar disociados o compartimentalizados (Hill, 2018). Esta etapa promueve incluir la experiencia traumática en el continuo biográfico y experiencial sin ser abrumado por ello. A partir de ahí el foco terapéutico se pone en la manera de desenvolverse en el baile relacional, manteniendo un equilibrio entre el respeto a su propia autonomía, la negociación de límites y el acceso a la intimidad (Holmes, 2009). Podrían esquematizarse estas tres fases como sigue: estabilización y seguridad (enfocada en la autorregulación afectiva); procesamiento de la experiencia traumática (enfocada en la integración); apertura a las relaciones (enfocada en las relaciones sociales y el posicionamiento existencial). Obviamente estas fases son orientativas y flexibles y en muchas ocasiones simultáneas durante el transcurso de la terapia. Los logros asociados a cada una de ellas se retroalimentan tanto para lo positivo como lo negativo. Por ejemplo, una mayor integración de las memorias conlleva una mayor capacidad de autorregulación, lo que facilita la apertura relacional. Sin embargo, el orden de las fases continúa siendo importante. Uno de los puntos clave es respetar la fase de estabilización antes de abordar la integración de las memorias asociadas al trauma. Otras terapias de orden expresivo pueden movilizar estas memorias antes de que la persona sea capaz de procesarlas adecuadamente, lo que puede ser retraumatizante (Stupiggia, 2010). Tanto ignorar el trauma como precipitar apresuradamente su presencia puede dificultar gravemente el proceso.

Focos terapéuticos

En expresión de Hunter (1990), para que el ASI pueda hacerse accesible al trabajo terapéutico es usual que se pase antes por procesos de Negación (“nada ha sucedido”) y Negociación (“algo ha sucedido, pero…”). Una vez el trauma y sus consecuencias son asimilados como una realidad biográfica las personas tienden a reaccionar con rabia hacia el abuso y sus perpetradores y un intenso duelo por lo vivido y sus efectos. Rabia y duelo se convertirán entonces en dos aspectos esenciales que atravesar hacia la recuperación.

Las características del ASI conllevan que no sean infrecuentes los casos de amnesia disociativa y recuperación de recuerdos traumáticos en la edad adulta, con la reactivación de gran parte de la sintomatología (Albach et al., 1996; Freyd, 1994). En muchos casos puede hablarse de un doble trauma, el infringido por el abuso y el infringido por la recuperación a veces sorpresiva de los recuerdos, con toda la confusión y duda que conlleva su asimilación. En otras ocasiones, aunque los hechos son explícitamente recordados no se asociaron con una vivencia traumática. “Abusaron de mí, pero no me afectó”. Otro grado de negación más atenuado, que podría incluirse en el proceso de negociación, es el de minusvalorar las consecuencias. La persona admite lo vivido, pero negocia con su propia historia la gravedad de los hechos y secuelas. Conforme la persona conecta con la realidad y sus consecuencias otras emociones y procesos asociados tienden a aparecer.

Aunque no exhaustivamente, la rabia juega un importante papel. Después de todo, la agresividad está implicada en ámbitos nucleares de nuestro desarrollo que se ven profundamente afectados por la experiencia del abuso, como es el caso de la territorialidad o marcación y disposición de límites frente a los otros, la frustración de necesidades y los procesos de diferenciación familiar que conducen al logro de la autonomía adulta (Storr, 2004). Parte del viaje terapéutico radica en procesar y dirigir esa rabia de forma que esté disponible para el crecimiento y la maduración de la persona, para la correcta defensa de sus límites emocionales y corporales y para la consecución de metas. Dentro del trabajo terapéutico general sobre la autorregulación afectiva, como con otras emociones, se trata de mantener la rabia en los márgenes de la denominada ventana de tolerancia, es decir, en un nivel de activación manejable para la persona, que no la empuje a la desorganización (Ogden & Minton, 2009). Al inicio de la terapia, gran parte de la rabia suele dirigirse hacia uno mismo, dada la distorsión de inadecuación y los sentimientos autoculpabilizadores, o bien se dispara sobre su entorno, especialmente en familiares u otros allegados. Tanto la autodestructividad como la descarga externa de ira generan un intenso malestar en el presente. Parte del trabajo es lidiar con las consecuencias actuales, ayudando a dirigir la rabia hacia sus detonantes genuinos en el primer caso y a reparar las relaciones dañadas en el segundo. Conforme el trauma es integrado la persona puede dirigirla también hacia el agresor y la vulneración de límites experimentada en el pasado. Poco a poco, se torna más capaz de invertir esa energía productivamente, ampliando con ello su horizonte de posibilidades vitales.

El duelo por lo vivido tiende a abrir y estimular la emotividad. Más allá de la parálisis, angustia o desolación que puede incrementarse en los primeros momentos, la terapia tiende a generar mayores cotas de autoconsciencia afectiva y apertura relacional. Dicho metafóricamente, la persona empieza a empatizar profundamente con el niño que fue. Desde una mayor comprensión y compasión hacia su propio sufrimiento, comienza a abrirse del mismo modo al sufrimiento de los otros.

Los distintos modelos tienden a mostrar mayor grado de complejidad o sofisticación conforme añaden un mayor número de focos a tener en cuenta. Más allá de las interdependencias y cronologías descritas entre ellos, suelen reiterarse los mismos. Una sistematización de estos aspectos es realizada por Echeburua y Gerricaechevarría (2011):

  1. elaboración cognitiva y emocional del abuso;

  2. sentimientos de culpa y vergüenza;

  3. sentimientos de estigmatización, tristeza y baja autoestima;

  4. reexperimentación emocional y evitación cognitiva;

  5. ansiedad, miedos y conductas de evitación;

  6. desconfianza en las relaciones afectivas e interpersonales;

  7. hostilidad, rabia y agresividad;

  8. alteraciones en el área sexual.

Reflexiones finales

Hay dos aspectos esenciales que contribuyen a la eficacia de la intervención en el caso de personan adultos que han sufro ASI: la atención al tempo siempre único de cada proceso y la necesidad de autocuidado y formación de los profesionales. Respecto a este último, acompañar a las personas a través de sus historias traumáticas es emocionalmente intenso y puede llegar a ser perturbador e incluso desorganizador para el propio terapeuta. No sólo las narraciones de los hechos, sino también el grado de sufrimiento que los pacientes pueden desplegar en consulta, así como los vaivenes relacionales fruto de las dificultades adquiridas para vincular, pueden ser emocionalmente turbulentos para quien acompaña. Además, no es extraño que los traumas ajenos hagan resonar en los profesionales sus propias historias traumáticas. La psicoterapia es una experiencia intersubjetiva en la que cuerpos y mentes se armonizan o desarmonizan. Es un espacio de encuentro, por lo que también puede serlo de desencuentro. La suma de estos factores puede conducir, con mayor o menor grado de consciencia, a no explicitar ni abordar el trauma durante la psicoterapia, dejando de lado, como ya ha sido mencionado, una importante vía de recuperación. Que alguien comparta su historia y la vea ignorada o distorsionada puede ser retraumatizante (Siegel, 2016). El autocuidado y la formación (Ortiz-Tallo y Calvo, 2020) juegan un papel crucial para el bienestar del terapeuta, un factor de protección frente a la traumatización vicaria que revierte positivamente en el paciente y una guía para la comprensión y el acompañamiento adecuados.

En este sentido, el profesional precisa entender que la recuperación del ASI implica procesos delicados que requieren su propio ritmo para desarrollarse, a veces aparentemente lentos o cargados de regresiones. El proceso de integración no puede empujarse desde fuera. Satir (2002) definía la labor de acompañamiento como el cuidado de una planta. Se puede proveer de abono, luz y riego, pero no se puede tirar de la planta para acelerar su crecimiento. Todo acto de presión o empuje desde fuera es un acto de violencia y no beneficia su desarrollo. Esto es especialmente cierto en el caso del ASI. No se puede empujar a la persona a ir más allá de donde puede ir desde dentro, lo contrario es vivido como amenazador y podría dañarla profundamente. Es un proceso orgánico y como tal siempre impredecible en lo que respecta a las formas específicas que adoptará. La intervención eficaz requiere que el terapeuta se sincronice respetuosamente con las necesidades actuales del paciente, ayudando y dando soporte, pero sin dictar externamente la dirección, el momento o la manera concreta del cambio.

Referencias

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Cómo citar este artículo:López-Castilla, Carlos J. (2022) Psicoterapia de Personas Adultas que han sufrido Abuso Sexual en la Infancia. Escritos de Psicología – Psychological Writings, 15(1), 40-49. https://doi.org/10.24310/espsiescpsi.v15i1.14030

Correspondencia: Carlos Javier López-Castilla. Centro Andaluz de Intervención Psicosocial. Joaquín Costa, 34. 41002 SEVILLA, España. E-mail: piedetrasdepie@gmail.com

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