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Revista de Bioética y Derecho

versión On-line ISSN 1886-5887

Rev. Bioética y Derecho  no.25 Barcelona may. 2012

https://dx.doi.org/10.4321/S1886-58872012000200005 

ARTÍCULO

 

Hay bioética más allá de la autonomía

There is bioethics beyond autonomy

 

 

Ángel Puyol

Profesor de Ética en la Universitat Autònoma de Barcelona.
angel.puyol@uab.cat

 

 


RESUMEN

La historia de la bioética desde mediados del siglo XX ha supuesto una constante reivindicación del principio de autonomía del enfermo. Esta trayectoria ha engrandecido a la bioética como disciplina y la ha adaptado a las exigencias de una sociedad comprometida con las libertades individuales. Sin embargo, este firme y deseable compromiso con la autonomía del enfermo también ha dificultado que la bioética tome en consideración, con el mismo rigor e interés, todos aquellos temas y problemas éticos relacionados con la salud y la vida que no se pueden abordar correctamente con una mayor protección de la autonomía. En la bioética del futuro, presidida por los desafíos de la potenciación genética y las desigualdades extremas de salud, habrá que reivindicar con mayor fuerza que hasta ahora los valores y principios de la beneficencia y la justicia.

Palabras clave: autonomía, justicia, bioética del futuro, ética de la salud pública.


ABSTRACT

The history of bioethics since the mid-twentieth century has been a constant claim of the principle of autonomy of the patient. This path has enlarged the field of bioethics as a discipline and has adapted it to the demands of a society committed to individual freedoms. However, this strong and desirable commitment to autonomy has also made it difficult for bioethics consider, with the same rigor and interest, all those issues and ethical issues related to health and life can not be addressed properly with greater protection of autonomy. In bioethics of the future, chaired by the challenges of genetic enhancement and extreme inequalities of health, we must assert more strongly than now the values and principles of beneficence and justice.

Key words: autonomy, justice, future's bioethics, public health ethics.


 

Introducción

La bioética es una disciplina joven en los círculos académicos: apenas tiene medio siglo. No es que antes no hubiese problemas bioéticos. Tenemos escritos de ética médica al menos desde la época de Hipócrates, en el siglo V a.c.. Al célebre médico o a alguno de sus discípulos se les atribuye el famoso Juramento hipocrático, un documento pionero que hasta hace muy poco todavía era la base de la ética clínica en la medicina moderna. Pero la bioética como disciplina, es decir, como cuerpo autónomo de conocimiento, con la suficiente categoría como para dar su nombre a asignaturas, cátedras universitarias y revistas científicas como en la que se publica este artículo, tiene su origen en el año 1971 con la aparición del libro de Van Rensselaer Potter, Bioethics: A Bridge to the Future. El oncólogo estadounidense acuñó un concepto que ha hecho fortuna y que hoy identifica a cualquier problema ético relacionado con la vida.

A pesar de que el término bioética abarca una gran variedad de temas y problemas éticos (que incluye la ética medioambiental, los derechos de los animales o la ética de los alimentos, por ejemplo), su vinculación histórica con la medicina todavía lo condiciona y mucho. De eso voy a hablar en este artículo: del sesgo tradicional de la bioética hacia los intereses de la ética médica (y, más concretamente, de la ética clínica), y de los inconvenientes de dicha vinculación para el futuro de la bioética.

 

El triunfo de la autonomía

Es muy difícil establecer consensos en ética. Aunque no deja de ser una aspiración deseada por muchos, no hay algo así como una ética universalmente aceptada. Sin embargo, desde la aparición del Informe Belmont en 1978 muy pocos discuten que la bioética se articula alrededor de cuatro principios básicos: la autonomía, la beneficencia, la ausencia de maleficencia y la justicia. Como cabe esperar, el consenso acaba aquí y los disensos que inundan los debates bioéticos en la actualidad son tantos como las interpretaciones que podemos dar a esos principios y al modo en que deberíamos abordar los conflictos que surgen entre ellos.

Sin embargo, el reconocimiento de esos cuatro principios y de su aparente igual importancia no ha evitado que la historia reciente de la bioética esté presidida por una enorme preponderancia de todo lo que tiene que ver con el principio de autonomía, como enseguida mostraré. Naturalmente, la defensa de la autonomía del enfermo es una gran conquista de la ética médica, probablemente el motor que más y mejor ha impulsado la reflexión moral en el campo de la medicina en los últimos años. Dicho principio ha contribuido a que los profesionales de la medicina no utilicen ni manipulen ni invadan el cuerpo de los enfermos sin el permiso de estos, a que se respete la libertad de los individuos para aceptar un tratamiento médico que no creen necesitar y a que no se les obligue a formar parte de un experimento ni siquiera en nombre del mayor beneficio para la humanidad.

Por otra parte, no es casualidad que el principio de autonomía haya sido el último en ser incorporado a la bioética, ya que la autonomía del enfermo tiene que ver con la libertad individual y este es un concepto moderno, impensable para los antiguos y al alcance de muy pocos hasta fechas recientes. Una bioética adaptada a los tiempos actuales no solo debe proteger la autonomía de los enfermos para rechazar los tratamientos que no desean, sino que también debe fomentarla en aquellos enfermos que la tienen disminuida por su estado precario de salud o por otras circunstancias. No hay excusas ya para no reconocer la bondad del principio de autonomía del enfermo.

Sin embargo, creo que la bioética está pagando un alto precio por haber hecho de la defensa de la autonomía prácticamente su razón de ser. Ese precio tiene que ver con haber promovido una visión estrecha de la bioética a la que le cuesta ver que parte sus intereses, probablemente sus mejores intereses a partir de ahora, deben ir en realidad más allá del principio de autonomía entendida como la protección del paciente que se niega a recibir un determinado tratamiento. A mi entender, el principal reto de la medicina hoy día consiste en hacer llegar sus beneficios a todo el mundo en condiciones de equidad y sin causar más daño del que se quiere evitar. Es decir, sin olvidar la indispensable protección de la autonomía del enfermo, los principios de beneficencia, justicia y ausencia de maleficencia deben reivindicarse, ahora más que nunca, como los principios que deben liderar el futuro de la bioética. Digo ahora más que nunca porque estoy convencido de que los problemas bioéticos más destacados y urgentes del presente y del futuro son los que nos enfrentan, por un lado, a las posibilidades de mejora (enhancement) biológica del ser humano y, por otro y sobre todo, a las cada vez más escandalosas desigualdades de salud. Es evidente que vivimos en un mundo tremendamente globalizado, biotecnificado y socio-económicamente desigual, y que esta realidad tiene enormes consecuencias en la salud de la gente.

Sin duda, este es el horizonte más importante que la bioética tiene por delante. Pensemos, por ejemplo, en las posibilidades de mejorar las condiciones naturales del ser humano que ofrece la biotecnología, y no me refiero solo a la eugenesia y a la selección de los mejores niños (o beneficencia procreativa), sino también al uso de drogas para aumentar el rendimiento deportivo, intelectual y hasta afectivo[1] de las personas. Y en relación con la justicia social, baste citar datos tan escalofriantes como el hecho de que 2.600 millones de personas carecen en el mundo de servicios sanitarios básicos, que 2.000 millones no tienen acceso a medicamentos esenciales, que 18 millones de personas mueren al año prematuramente debido a la pobreza (casi un tercio de todas las defunciones humanas)[2], que la esperanza de vida de un español o un sueco puede llegar a ser 40 años mayor que la de un subsahariano, o que 11 millones de niños mueren cada año en el mundo por enfermedades tratables con éxito como la diarrea o la malaria.[3]

Uno de los problemas a los que se enfrenta la bioética ante este inmenso reto es teórico, y es que la justicia social y la beneficencia exigen cierto paternalismo, algo difícil de casar con una concepción de la autonomía centrada en la defensa de la libertad individual y el consentimiento hasta el punto de que, en ocasiones, la autonomía se ha convertido más en una ideología[4] que en un principio ético, es decir, en una creencia cuya bondad se da siempre por supuesta, una creencia según la cual el consentimiento informado es el pilar básico e incuestionable de toda la bioética.

Claro está que el consentimiento del enfermo es fundamental en cualquier práctica médica (no hace falta añadir que sea informado, puesto que todo consentimiento es, por definición, informado o, de lo contrario, no lo es), pero las prácticas médicas que tienen que ver con la mejora de las capacidades naturales del ser humano, con la manipulación genética de animales y plantas y con el acceso de la población a los medicamentos esenciales no se solucionan solo con la protección de la autonomía individual, de los derechos negativos (a que no me obliguen) y del consentimiento, sino más bien con una visión adecuada del bien común, de los deberes positivos (de ayuda a los demás) y de la equidad.

 

La identificación de la bioética con la ética clínica

La preponderancia de la autonomía en el campo de la bioética se puede explicar por una triple reducción: a) la identificación de la bioética con la ética clínica, b) la identificación de la ética clínica con el principio de autonomía, y c) la identificación de la autonomía con el consentimiento.

No cabe duda de que la mayor parte de la producción bioética de los últimos años obedece a los problemas éticos que surgen en el ámbito de la ética clínica. El mismo Informe Belmont se elaboró a partir de las dudas que expresaron los poderes legislativo y judicial para dilucidar los derechos de los enfermos en los hospitales y las consultas profesionales de los médicos. Los casos bioéticos pioneros y más famosos recogidos en la literatura académica también pertenecen a la ética clínica, como el caso de Karen Ann Quinlan en Estados Unidos[5] o el de Ramon Sanpedro en España. La mayoría de las revistas académicas más prestigiosas en el ámbito de la bioética tratan temas casi exclusivamente de la ética clínica (como Journal of Medical Ethics o The Hastings Center Report) o, si tienen una orientación más abierta, domina el número de artículos dedicados al principio de autonomía (como ocurre en Bioethics). Los manuales de bioética más conocidos y usados en el mundo hacen del principio de autonomía el eje de todas las reflexiones éticas (T. Beauchamp y J. Childress, Principios de ética médica; A. Jonsen, M. Siegler y W. Winslade, Ética clínica). Y, a nivel legislativo, han proliferado en todas partes leyes que protegen la autonomía del enfermo[6].

No obstante, esa ingente producción bioética en ética clínica contrasta con el hecho indiscutible de que los temas de la bioética ni se reducen ni se agotan en ella. Temas y problemas como la potenciación genética, la ética de la salud pública, la ética de la biología sintética, los biobancos, la neuroética, la telemedicina, la ética de las organizaciones sanitarias, la justicia global en salud, la ética animal, la ética del medio ambiente o la ética de los alimentos, son cuestiones que se están abriendo camino con cierta urgencia ante los avances de la biotecnología y los nuevos retos sociales de la medicina. Y lo cierto es que esas cuestiones no están ganando terreno únicamente por su novedad o, en algunos casos, su espectacularidad (como ocurre con la potenciación o mejora de las capacidades del ser humano) sino sobre todo por los peligros sociales y para la salud que a menudo les acompañan y por la posibilidad de transformación del mundo tal como lo conocemos, además de por la injustificable injusticia que supone que millones de personas se mueran en el mundo por culpa de una desatención médica básica.

 

La identificación de la ética clínica con el principio de autonomía

Dentro de la ética clínica se produce una segunda reducción: la identificación de la ética médica con la reivindicación del principio de autonomía. Esta identificación comporta también que los problemas que interesan a la ética clínica sean sobre todo aquellos en los que es más evidente que la autonomía está en juego. Cuestiones como la asistencia al final de la vida, el rechazo de tratamiento, la limitación del esfuerzo terapéutico, la interrupción voluntaria del embarazo o la confidencialidad inundan los debates bioéticos tanto en la academia como en la opinión pública. A los comités de ética asistencial y los comités de ética de la investigación que por ley existen en los hospitales de nuestro país difícilmente llegan casos, planteados por los profesionales de los centros, que no tengan que ver de un modo u otro con la interpretación y aplicación del principio de autonomía del enfermo. Es como si la defensa de la autonomía del enfermo fuese, en realidad, si no el único sí el principal fin de la ética médica. Ese enfoque autonomista de la ética clínica suele pasar por alto los conflictos morales que sobrepasan el ámbito de la autonomía o que no se pueden resolver sin poner en tela de juicio el mismo principio de autonomía. Para aclarar esta idea, voy a mostrar tres ámbitos de la salud en los que el respeto a la autonomía no es de antemano la solución idónea, razón que explica seguramente por qué la bioética no les dedica la atención que merecen.

El bien individual que quiere proteger el principio de autonomía a veces solo se puede obtener a través de la protección de un bien público o colectivo que pone en jaque a la propia autonomía individual. Pensemos, por ejemplo, en las medidas de salud pública como las vacunaciones masivas, las cuarentenas o la declaración obligatoria de enfermedades para realizar determinados trabajos con riesgo para terceras personas (pilotos, conductores de maquinaria pesada,...). Esas medidas coartan la libertad de unos individuos, pero son necesarias y buenas para proteger la libertad de muchos otros. Pero para justificarlas necesitamos algo más que el principio de autonomía del enfermo: necesitamos una concepción del bien público que incluya la defensa de la libertad individual, pero que no se reduzca a ella. Voy a poner dos ejemplos concretos: la regulación de los alimentos con exceso de grasa (la llamada despectivamente comida basura o fast food) y la vacunación contra la gripe por parte de los profesionales de la salud en los grandes hospitales.

¿Se deben prohibir las grasas más dañinas para la salud en la comida que se prepara en bares y restaurantes? Está claro que si priorizamos la libertad individual, la respuesta es negativa. La libertad de vender y de consumir no debería coartarse en una sociedad que magnifica la libertad del individuo. El vendedor es libre de ofertar el producto que quiera (sin publicidad engañosa) y el comprador de adquirirlo o no. Pero si asumimos el encargo de proteger la salud de la población, incluso contra la conducta temeraria de algunas personas, la respuesta cambia. No se trata solamente de que la información que ofrecen los bares y restaurantes sobre la comida que venden sea veraz o de que la ciudadanía tenga una formación alimenticia adecuada (ambas medidas podrían ser insuficientes para disminuir los problemas de salud asociados a la cultura de la comida basura). De lo que se trata es de si debemos proteger a la gente de un entorno culinario poco saludable, incluso a pesar de las preferencias de los individuos mostradas al acudir libremente a determinados establecimientos de restauración. Si la falta de prohibición de ese tipo de comida conduce a un aumento considerable de la obesidad y de otros problemas serios de salud, ¿debemos concluir, como proponen los defensores a ultranza de la libertad individual, que los obesos eligen autónomamente ser obsesos? Es cierto que hay una cierta contradicción entre el deseo de comer alimentos poco saludables -pero que sin duda proporcionan otro tipo de beneficios-, y el deseo de que lo que comemos no perjudique seriamente la salud. Esa contradicción no justifica la falta total de regulación de un bien común como es la salud pública, pero para lograr esa regulación debemos considerar otros bienes morales tan valiosos al menos como la libertad de los consumidores.

El ejemplo de la vacunación de los profesionales de los grandes hospitales contra la gripe estacional es de otra índole. Todos los años, al inicio del otoño, se pone en marcha la campaña de vacunación contra la gripe, especialmente dirigida a los enfermos crónicos y a los profesionales con una función social básica como la protección de la salud. El objetivo de la campaña es evitar que el virus de la gripe acabe dañando a las personas más vulnerables. Muchos médicos siguen la recomendación pensando que la vacuna también les protegerá a ellos al estar en contacto directo y diario con los enfermos, pero otros no se vacunan. Estos últimos no lo hacen porque, en general, piensan que la vacuna contra la gripe no siempre es eficaz (cosa que es verdad), que las molestias de la gripe en caso de contagio no suelen ser graves en personas sanas (cosa que también es verdad) y que hay una probabilidad de que la vacuna provoque una reacción adversa severa (también es cierto, aunque la probabilidad es muy pequeña: uno o dos casos entre un millón[7]). Teniendo en cuenta las tres circunstancias, hay que reconocer que no vacunarse puede ser una elección racional para un individuo que solo tiene presente su propio interés.

El problema de esa argumentación es que no tiene en cuenta el mal que esa conducta causa a los demás (concretamente, a los enfermos más vulnerables del hospital), puesto que el profesional es también un transmisor del virus. Si tenemos en cuenta que el objetivo de la vacunación no es proteger a la población sana, sino sobre todo a la población vulnerable a los riesgos de la gripe, la conducta poco solidaria de los profesionales que no se vacunan pone en riesgo la salud de los enfermos que deberían proteger. Además, para que la vacunación de los profesionales de un hospital logre el efecto deseado de prevención de la epidemia en el interior del recinto se debería vacunar al menos un 80% de los profesionales, de modo que, si no se llega a esa cifra, el esfuerzo de los que sí se vacunan es inútil en relación a ese objetivo.

¿Se debería entonces obligar a los profesionales de los hospitales a vacunarse? Si deseamos respetar el principio de autonomía, la respuesta es que no. ¿Hay valores morales más importantes que la autonomía en este caso? Seguramente, hay valores y fines morales tan importantes como la autonomía. En cualquier caso, lo que quiero resaltar aquí es que la sola autonomía o la preponderancia de los enfoques autonomistas no nos permiten dilucidar el tipo de bien moral que está realmente en juego en el caso de la recomendación de una vacuna. Otros valores y bienes, como la solidaridad, la salud pública, el interés común e incluso la autonomía de terceros afectados por las decisiones autónomas de determinadas personas, también deberían contar. La salud pública nos enseña que, a veces, la protección de la salud de una persona se logra únicamente a través de la protección de la salud de la población y, para ello, la inercia habitual de proteger por encima de todo el principio de autonomía puede resultar un inconveniente en vez de una ayuda.

El segundo ámbito de la salud en que el respeto a la autonomía genera muchos problemas es el uso de la tecnología genética. ¿Hay que permitir a los ciudadanos que utilicen la tecnología de mejora genética para ellos o para sus hijos sin ningún tipo de restricción? Los avances en genética permiten ya el aumento de las capacidades naturales mediante el uso de fármacos u otras intervenciones biológicas, unos avances que, sin duda alguna, irán en aumento. Pensemos, por ejemplo, en la selección de los mejores niños, el uso de drogas para aumentar el rendimiento deportivo o solucionar problemas afectivos de pareja, la aplicación de la biomedicina para lograr una mejora cognitiva o, directamente, la mejora genética humana. Existen diferentes argumentos morales para oponerse a estas mejoras, argumentos de tipo deontológico (no tenemos derecho a modificar la naturaleza dada) y de tipo consecuencialista (los efectos individuales y sobre todo sociales de estas prácticas podrían ser peligrosos o, como mínimo, socialmente perjudiciales tomado todo en cuenta). Hay incluso argumentos basados en la justicia social que desaconsejan el uso de esta tecnología solo para unos cuantos (los que lo puedan pagar) por miedo a que produzcan una sociedad dividida entre mejorados y no mejorados. Pero todos estos argumentos van en contra delprincipio de autonomía. El deseo de respetar la autonomía parece decantarse claramente por la eugenesia liberal, es decir, por dar libertad a los individuos para que utilicen los recursos que les ofrece la tecnología genética con el fin de mejorarse a sí mismos o sus hijos. Según los defensores de la eugenesia liberal, la utilización de la tecnología genética no difiere, en esencia, de lo que unos buenos padres buscan con la educación de sus hijos: la mejora de las potencialidades y capacidades de estos.

Así pues, si priorizamos el principio de autonomía en el análisis bioético nos quedamos huérfanos de argumentos morales para prohibir o regular el acceso a las tecnologías genéticas de mejora humana. En una sociedad moralmente plural en la que no es fácil conseguir acuerdos morales sobre lo que debe ser el bien común, en la que los padres parecen tener toda la autoridad moral para decidir lo que es bueno para sus hijos, la defensa de la autonomía ahoga cualquier intento por limitar el acceso a todo tipo de posibilidades médicas que no dañen directamente a terceros. Al fin y al cabo, es muy difícil negar la educación superior o extraordinaria a un individuo solo porque otro no tiene acceso a ella. La justicia exige que ambos tengan las mismas oportunidades educativas para alcanzar el máximo nivel que se puede ofrecer, pero no una nivelación por abajo (levelling down) de esas oportunidades.

Aún un tercer ámbito sanitario en el que la protección de la autonomía afecta sensiblemente a la equidad. Imaginemos que un Testigo de Jehová rechaza un tratamiento de transfusión sanguínea y que el segundo tratamiento eficaz disponible es mucho más caro, tanto que disminuirá el acceso de otros enfermos al conjunto de los recursos. En este ejemplo, el respeto a la autonomía del enfermo tiene efectos negativos en la distribución justa de los recursos limitados. Esto no significa que haya que perjudicar el derecho a la autonomía o que haya que negarle al enfermo el segundo tratamiento eficaz por su elevado coste, pero sin duda alguna nos obliga a repensar la prioridad poco crítica que la bioética contemporánea ha otorgado a la autonomía en la ética médica.

 

La identificación de la autonomía con el consentimiento

La tercera reducción se produce cuando se confunde o equipara la defensa de la autonomía con el consentimiento, sobre todo en ética clínica. Ya ha quedado dicho que una práctica rechazable de algunos profesionales de la salud consiste en utilizar los documentos de consentimiento informado no para certificar que el enfermo ha recibido la información pertinente para su caso, que la ha entendido correctamente y que asume, sin ningún tipo de coacción, las consecuencias razonables del tratamiento que el médico le ha propuesto, sino como un modo de protegerse legalmente ante eventuales denuncias por parte de los enfermos. Esa perversión de la finalidad del consentimiento provoca las escenas habituales de hacer firmar a los enfermos papeles con una excesiva y hasta grotesca letra pequeña, como si de un contrato-trampa se tratase, o de hacerlos firmar sin mayores explicaciones de qué se firma y por qué, e incluso de utilizar en ocasiones el preoperatorio para cumplir el trámite de la firma.

Por otra parte, la validez de un consentimiento puede ponerse en duda en casos difíciles, como ocurre con muchos enfermos mentales, los menores de edad o el caso paradójico de las personas que, sin padecer ningún trastorno cognitivo ni ser mentalmente inmaduras, no podemos asegurar, sin embargo, que sus preferencias declaradas corresponden a una autonomía real. Voy a detenerme en este último caso.

A veces, la mejor protección de la voluntad de los enfermos no se logra con la aceptación sin más de sus preferencias declaradas. Pero no porque estas no se deban tener en cuenta (como defiende el paternalismo médico más rancio y contrario a la autonomía, que considera que los enfermos, debido a su estado de salud y a su falta de conocimientos suficientes sobre los asuntos médicos que les conciernen, no son los mejores intérpretes de sus mejores intereses), sino porque hay que proteger a los enfermos de las presiones que reciben de terceros para aceptar o rechazar determinados tratamientos, unas presiones -o coacciones encubiertas- que fácilmente pasan desapercibidas a un defensor de la autonomía que ha renunciado a un paternalismo razonable en nombre del sagrado derecho a la autonomía.

Las presiones externas pueden provenir del entorno del enfermo, de la sociedad en general o de los propios profesionales que lo atienden cuando, por ejemplo, tienen un fuerte interés en que el enfermo acepte su inclusión en un ensayo clínico o un interés perverso en que firme el documento de consentimiento informado que protegerá a los profesionales de posibles denuncias. Las preferencias declaradas de los enfermos, sobre todo de los más vulnerables socialmente (adolescentes, ancianos, mujeres atrapadas en un entorno muy machista, personas con falta de estudios, pobres, marginados, inmigrantes, etc.) no siempre reflejan sus verdaderas preferencias, las que tendrían de no encontrarse en una situación de indefensión social, una indefensión añadida a la vulnerabilidad natural o propia de la enfermedad. En los casos más graves, cuando la vulnerabilidad está incardinada en la identidad de los individuos, estos no son conscientes -porque no pueden serlo- de sus voluntades reales. La existencia de este tipo de preferencias adaptativas está bien recogida en la literatura científica y filosófica[8] y tiene la característica peculiar de tratarse de preferencias que los individuos se forman racionalmente para adaptar sus deseos a las opciones reales que les ofrece su entorno. En ocasiones, las preferencias adaptativas tienen un papel positivo para las personas. Por ejemplo, cuando alguien ha perdido la movilidad en las piernas es bueno hasta cierto punto que deje de desear hacer las actividades que exigen una movilidad plena de las extremidades inferiores. La ética estoica siempre ha insistido en la idea de que la libertad consiste en liberarse de los deseos absurdos o irreales.

El problema es que ese mecanismo cognitivo natural en el ser humano también se utiliza en otras situaciones menos deseables. Por ejemplo, un paciente que cree que debe contentar a su médico para que todo le vaya bien o que no se plantea llevar la contraria a su marido en un entorno machista no está en condiciones de expresar una preferencia verdaderamente autónoma sobre los tratamientos médicos que se le ofrecen. Se podrá replicar que una defensa concienzuda de la autonomía de los individuos debería poder detectar esas indefensiones y actuar para corregirlas. Pero la protección ideal de la autonomía dista mucho de ser la práctica real a la que se enfrentan todos los días enfermos y profesionales. Por esa razón, la defensa de la autonomía debe ir acompañada de un paternalismo razonable que tenga como fin la promoción de la autonomía real de las personas más vulnerables. Ese tipo de paternalismo no solo no contradice el principio de autonomía, sino que resulta ser una de sus condiciones. Lo difícil, no obstante, es saber discernir cuándo el paternalismo sirve a la autonomía y cuándo únicamente a los intereses de quien lo ejerce. Pero este es un problema bioético que no se resuelve ni ignorándolo ni reduciéndolo a una defensa incondicional de las preferencias declaradas de los enfermos socialmente más vulnerables.

En otras ocasiones, la validez del consentimiento no justifica por sí mismo la protección de la autonomía del enfermo. Por ejemplo, imaginemos a un enfermo que da su consentimiento a participar en un ensayo clínico. Se trata de un individuo mentalmente competente, que no ha recibido ningún tipo de coacción y que ha sido informado con corrección y entiende perfectamente en qué consiste el ensayo clínico y las consecuencias previsibles de formar parte de él. El respeto a su autonomía no acaba aquí, con la firma del consentimiento. No hay que olvidar que el experimento clínico podría dañar seriamente su salud. Aunque el consentimiento sea válido, es anterior al ensayo en sí. La principal amenaza para el enfermo no es que no se haya obtenido su consentimiento, sino que el experimento le dañe injustificadamente. Así pues, el objetivo de un comité de ética de la investigación no es únicamente validar la obtención del consentimiento informado, sino sobre todo velar porque el diseño y las condiciones de la investigación y la competencia de los investigadores sean adecuados y que la ejecución del ensayo responda a las previsiones. No se trata solo de informar bien al sujeto de la experimentación y de comprobar que el consentimiento se ha obtenido correctamente, sino también de protegerlo de posibles daños injustificados.

Pongamos ahora el caso de los donantes de órganos. Si solo nos importase o priorizásemos sin sentido crítico el respeto a la autonomía, habría que permitir el libre comercio de órganos. Pero no lo hacemos ni lo queremos hacer, y la razón es que pensamos que la libertad personal, al menos en estos casos, tiene límites morales. Permitimos la donación solidaria de órganos (de una madre a un hijo, por ejemplo) porque creemos que ese acto expresa un valor positivo importante, pero prohibimos el intercambio de órganos por dinero o favores interesados porque pensamos que eso degrada el valor de la vida humana y convierte a las personas en simples depósitos de órganos al servicio de otras personas. Sancionamos el comercio de órganos (y de sangre, semen, óvulos, etc....) porque estamos convencidos de que los seres humanos tenemos dignidad y, por tanto, no somos un instrumento al servicio de los intereses de los demás. Este es, precisamente, el valor moral de la dignidad y la autonomía kantianas[9]. Si permitimos la donación solidaria, en cambio, es porque entendemos que ahí no hay un mero uso instrumental del cuerpo, sino sobre todo la voluntad generosa de ayudar al prójimo.

Por otro lado, al prohibir el mercado de órganos también deseamos proteger a los donantes de la explotación y la extorsión. Es injusto que las personas con menos recursos económicos se vean obligadas a vender sus órganos por dinero. Aunque esas personas puedan pensar que esa compraventa les beneficia (si no tienen alternativas a su precariedad económica), nos negamos a legitimar la injusticia que supone que los pobres -porque son pobres- vendan partes de su cuerpo a los ricos, ya que eso es una explotación y como tal una inmoralidad. Y eso a pesar de que las partes consientan. En un sentido moral profundo, no pensamos que permitir el libre comercio de órganos respete la autonomía de las personas, sino que más bien creemos que la degrada, con independencia de si hay consentimiento.

La justicia social puede estar detrás incluso de la defensa de la autonomía en un grado mayor que el consentimiento. Así, es una obviedad que la falta de acceso (o de un acceso equitativo) a la atención sanitaria de calidad disminuye las opciones (y, por tanto, la libertad) de los enfermos de aceptar o rechazar todos los tratamientos que podrían tener disponibles para hacer frente a la enfermedad. Nada puede elegir quien no tiene opciones ante sí, y si nos importa la autonomía nos debería importar la de todos los enfermos por igual, de modo que la desigualdad de acceso a los tratamientos posibles implica también una desigualdad en la libertad o autonomía de los enfermos.

Por otra parte, la moderna epidemiología social nos dice que las desigualdades de salud están estrechamente relacionadas con la desigualdad social y económica[10]. De hecho, la principal causa de la desigualdad de salud no son las condiciones biológicas al nacer ni los estilos de vida voluntarios, sino la desigualdad socioeconómica. Los pobres viven menos años y con una calidad de vida peor que los ricos, y esa desigualdad de salud se puede constatar en todos los gradientes socioeconómicos, de modo que a más estatus social y económico mayor esperanza y calidad de vida[11]. En este sentido, no podemos decir que los individuos que viven menos años o con una calidad de vida más precaria por razones sociales han elegido libremente o han dado su consentimiento a esa situación. Además, podemos afirmar que vivir menos años y con peor calidad de vida disminuye la libertad y la autonomía de las personas. Por tanto, una mayor justicia social, una disminución de las desigualdades sociales y materiales, contribuye a un aumento de la libertad y la autonomía de las personas. Pero, una vez más, esto es algo que no se aprecia bien si nos centramos únicamente en la libertad de rechazar tratamientos y en el consentimiento. La ética clínica debería preocuparse por los temas de justicia social incluso si tiene en el punto de mira una mejor y mayor defensa de la autonomía de los enfermos.

Finalmente, deseo añadir una reflexión más general sobre el valor de la autonomía y el consentimiento. En un cierto sentido, la necesidad de proteger la autonomía de los enfermos es el resultado de un fracaso, el fracaso de la confianza entre el médico y el paciente. Ese fracaso es un ejemplo de la desconfianza interpersonal que abunda en las sociedades actuales, dominadas por un excesivo individualismo y por una impersonalidad y una rivalidad social que inunda demasiados aspectos de las relaciones sociales. Las relaciones entre médicos y pacientes también se ven afectadas por esa desafección creciente: los hospitales son demasiado grandes y fríos, hay demasiados especialistas y pocos médicos que vean a los enfermos desde el principio de la enfermedad hasta el final, y todo eso junto dificulta el establecimiento de relaciones de confianza. Esa falta de confianza presiona para que seamos aún más celosos del respeto a nuestra autonomía. Naturalmente, la confianza por sí misma no garantiza que se respetará la autonomía (siglos de pacientes que confiaban plenamente en sus médicos y viceversa no dieron lugar a una ética menos paternalista hasta épocas muy recientes). Me refiero a la confianza entre iguales, con un respeto igual entre las partes, que es la que permite que no haga falta exigir la protección de la autonomía porque esta viene de suyo con la confianza mutua. Lo sorprendente es que la confianza es una condición más del respeto a la autonomía, como muy bien recuerda el modelo deliberativo de la relación clínica diseñado por los Emmanuel[12]. Así pues, se produce la siguiente paradoja: se necesita una cierta confianza entre el médico y el paciente para que la autonomía de este último se respete con más facilidad, pero si la confianza es alta ya no hace falta insistir en la necesidad de proteger la autonomía del enfermo, y mucho menos en firmar un documento legal de consentimiento.

No hay duda de que hay que proteger la autonomía de los enfermos y de que hay que esforzarse por obtener consentimientos válidos, pero no debemos idolatrar el principio de autonomía ni el poder de los consentimientos. La bioética y sus problemas son mucho más amplios y sería bueno que los defensores de la autonomía (entre los que me encuentro) tuviésemos la altura de miras suficiente para adaptar nuestras reflexiones a los retos de la bioética del futuro.

 


Notas

[1] SAVULESCU, JULIAN, ¿Decisiones peligrosas? Una bioética desafiante, Tecnos, Madrid, 2012.

[2] POGGE, THOMAS, "¿Qué es la justicia global?", Revista Latinoamericana de Filosofía, XXXIII, 2, 2012.

[3] OMS, World Statistics, 2010.

[4] DAWSON, ANGUS, "The future of bioethics: three dogmas and a cup of hemlock", Bioethics, 24 (5), 2010.

[5] WALTER J. y KLEIN, E. (eds.), The Story of Bioethics, Georgetown University Press, Washington, 2003.

[6] Solo en España, cabe destacar la Ley 21/2000 sobre los derechos de información relativos a la salud, la autonomía del paciente y la documentación clínica (en Cataluña), la Ley 41/2002 de autonomía del enfermo (en España), la Ley 3/2003 de información sanitaria y autonomía del paciente (en Extremadura) y las diversas leyes que regulan las voluntades anticipadas en comunidades como Baleares, País Vasco o Andalucía, entre otras.

[7] Esa es la probabilidad de que la actual vacuna contra la gripe provoque el Síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad paralítica grave. Aun así, se trata de un riesgo mucho menor que el de contraer un caso de gripe grave, que se puede evitar con la vacunación. Fuente: Centers for Disease Control and Prevention (una agencia del gobierno de los EE.UU.).

[8] ELSTER, JON, Uvas amargas: sobre la subversión de la racionalidad, Península, Barcelona, 1988.

[9] KANT, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid, 1981.

[10] MARMOT, M y WILKINSON, R (eds.), Social determinants of health. The solid facts , World Health Organization, Copenhague, 2003.

[11] WILKINSON, R y PICKETT, K., Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva , Tusquets, Barcelona, 2009.

[12] EMMANUEL E. y EMMANUEL L., "Cuatro modelos de la relación médico-paciente", en CRUCEIRO, A. (ed), Bioética para clínicos, Triacastela, Madrid, 1999.

 

 

Fecha de recepción: 29 marzo 2012
Fecha de aceptación: 19 abril 2012

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