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Medifam

versión impresa ISSN 1131-5768

Medifam vol.13 no.4  abr. 2003

 

editorial


La coordinación sociosanitaria:
¿al fin el principio o el principio del final?

 

Un soneto me manda hacer Violante
y en la vida me he visto en tal aprieto...
(F. de Quevedo)


Debería aprender a decir que no.
¿Deberíamos aprender a decir que no? ...
No.

 

Cuando, ya hace más de quince años, comencé mi andadura profesional en el proceloso mundo de la Atención Primaria de Salud, pude experimentar (con gozo) los valores profesionales que han marcado mi visión del servicio público.

Era un momento todavía fresco de solidaridad en el que el trabajo en equipo propiciaba el disfrute, el enriquecimiento mutuo. La palabra “compromiso”: con la persona, con la comunidad, con el sistema público,... no era entendida como sinónimo de nostalgia trasnochada, tal y como ahora lo es por los autónomos y competitivos prohombres actuales. La colaboración en torno a valores compartidos ganaba la batalla (la madre de todas las batallas) a la competitividad y a la búsqueda del éxito individual. La lealtad no era sinónimo de adhesión inquebrantable a una línea jerárquica, sino garantía de apuesta reflexiva, libre y crítica por la mejora de nuestro Sistema y por el crecimiento de la ciudadanía.

Los valores propugnados desde el entonces nuevo modelo de Atención Primaria y su metodología de gestión estaban realmente enraizados con el paradigma clásico de la atención sanitaria, del oficio de cuidar la salud y, por ende, con los valores éticos consustanciales a nuestro modelo social (beneficencia, no maleficencia, justicia, autonomía). Este paradigma clásico de atención, no obstante, se enriquece con la visión actual de la necesidad de integrar la atención individual en un compromiso de trabajo multiprofesional y compartido, como elemento preciso para garantizar la efectividad en la resolución de los problemas reales de las personas en un contexto social cada vez más complejo e interdependiente.

El modelo de Atención Primaria era coherente entonces con estos valores que contribuyen a hacer crecer tanto al Sistema como a los profesionales que trabajan en él y a las personas para las cuales existe. Se promovía un modelo caracterizado por la atención integral, la promoción de la salud, la participación del ciudadano tanto en el plano individual como en el comunitario, el trabajo en equipo, la atención integrada, continuada y permanente...

En el devenir de estos cinco lustros la inercia, la inedia, la inopia... nos están deslizando suavemente, casi imperceptiblemente, hacia el fango homogeneizador y templado de la verdad única, del mejor de los mundos posibles. Nos vamos transformando en clientes acríticos de nuestro sistema nutricio de “nuevos” modelos de gestión: engullimos purés precocinados de verdades ortopédicas, preparados en cocinas que nada tienen que ver con nuestros principios (cocinas competitivas, orientadas al beneficio, que embotan el paladar de la cooperación y de la orientación al desarrollo humano). Mientras tanto el ciudadano, la persona que vive, piensa y sufre como un todo, se desdibuja ante nuestra vista y se va transformando en mero receptor-receptáculo de servicios que hemos decidido precisa consumir: nuestra función consiste en rellenar el hueco que hemos determinado que nos corresponde cubrir.

De esta manera vamos avanzando hacia la fragmentación de la atención, la desresponsabilización con la persona como tal, el encorsetamiento en fórmulas de gestión de la calidad aparentemente mágicas y polivalentes frente a problemas incardinados en personas evidentemente complejas y únicas.

En este camino, parece que gestores y profesionales vamos abandonando (¿por imposibles?, ¿ se ha realizado una apuesta institucional real?) valores como el trabajo en equipo, la corresponsabilidad y el compromiso con el Sistema, el fomento de la participación ciudadana, el abordaje integral de los problemas - la atención a las personas como tales por encima de la atención fragmentaria.

En esta nueva coyuntura, algunos de nuestros gestores –sin duda motivados por nobles ideales– pretenden incorporar al carro de la modernidad “nuevas” fórmulas de gestión: introduciendo experiencias de competencia regulada arriesgando el fomento de la colaboración y la garantía de equidad; promoviendo la incentivación individual en contraposición a los resultados del Equipo; centrándose en la financiación de actividad extraordinaria o concertada como respuesta a la ineficiencia (aparente o real, coyuntural o esencial) descuidando el análisis y la exigencia del rendimiento preciso de los recursos del Sistema.

La clave de estos nuevos modelos de gestión: calidad y libertad de elección, ¿quién podría cuestionar estos sacrosantos principios? Reflexionemos juntos.

Calidad de nuestros servicios: la diferencia entre el servicio percibido y el esperado por el cliente.

Conocemos el arte de la “presentación”; ¿quién –como cliente– no ha sido engañado ante la apariencia de un producto, de un servicio aparentemente perfecto, que, en realidad se deshace entre nuestras manos al poco de adquirirlo o, simplemente, no cumple la función que se le suponía? A veces las luces, los impecables uniformes, las sonrisas “profesionales”, nos deslumbran como clientes y nos impiden apreciar el núcleo duro del servicio, su efectividad, su utilidad para capacitarnos, para hacernos crecer (crecimiento que no pocas veces implica la incomodidad de la decisión difícil, de la crisis y el cuestionamiento).

También sabemos del arte de modificar las expectativas, de la ciencia de creación de mercado, de generar necesidades en función de lo que interesa “vender” en cada momento... Su existencia y efectividad justifican no pocos puestos de trabajo directivos y sí muchos millones de inversión para cualquier empresa que pretenda “sobrevivir” en el competitivo mundo del libre mercado.

Pretender que, no ya el ciudadano, sino el propio sistema público, se puede mover bajo los estándares del modelo antes mencionado es cuando menos un ejercicio de ilusionismo –si no de auténtico y malintencionado encantamiento–. Somos reos de un modelo conceptual y metodológico de la calidad creado y diseñado a imagen y semejanza de organizaciones centradas en la competitividad, en la obtención de beneficio económico, en la “satisfacción” de un cliente acrítico, encandilado por los cantos de sirena del marketing y cuya participación se limita a señalar infantilmente lo que “le gusta” (de entre lo que, disfrazado de oropel, se le presenta).

Sería un ejercicio de irresponsabilidad entonces asumir miméticamente los modos, métodos y estándares de calidad del mundo empresarial en una organización como la nuestra, orientada al desarrollo humano, a la colaboración y la complementariedad en un sistema único, al beneficio en términos de bienestar, que pretende promover la participación como un ejercicio de ciudadanía activo y responsable. Todo ello no quiere decir que se abomine de la metodología, de las herramientas de gestión de la calidad, sino que éstas deben usarse como tales, como herramientas al servicio de las metas de la organización (y por tanto adecuándolas, fragmentándolas, moldeándolas cuanto sea preciso) y no como el fin en sí mismo, como elemento de culto (adorando, en definitiva, no ya al becerro de oro, sino al oro del becerro).

El panorama antes comentado de iniciativas gestoras experimentales fugaces y nunca suficientemente evaluadas, junto con la “compra” en el mercado exterior de soluciones “a medida” para nuestros problemas y la situación de descapitalización y sobrecarga asistencial que parecen no abordarse nunca con el ímpetu suficiente, nos conducen a una Atención Primaria en la que el desconcierto y el desánimo pueden convertirse en la norma más que en la excepción.

Ante esta situación deberíamos plantearnos si la reforma del (ya no tan) nuevo modelo de la Atención Primaria, propuesto por la Organización Mundial de la Salud, de sus fórmulas de gestión (apoyadas en los valores asumidos desde tiempos inmemoriables por los profesionales en su relación con los ciudadanos), debe girar en torno a “nuevas” fórmulas de gestión esencialmente incoherentes con la orientación inicial y con los valores en los que se sustenta.

Quizás la reforma auténticamente necesaria sea la implantación efectiva del modelo. Un modelo que, a pesar de las dificultades comentadas y los ejercicios de desorientación más o menos bienintencionados (cuando no de genuina desidia) que últimamente está sufriendo, se muestra capaz de alcanzar las máximas cotas de eficiencia, de equidad y de justicia social; aspectos éstos –por cierto– de los que ninguno de los sistemas liberales inspiradores de las mencionadas “nuevas fórmulas” puede presumir.

Esta implantación efectiva, además de garantizar los requisitos estructurales imprescindibles (fundamentalmente, actuar sobre el cáncer de la sobrecarga asistencial), precisa avanzar en el camino contrario al individualismo asistencial. Vivimos una realidad social cada vez más compleja e interdependiente, en la que el abordaje efectivo de los problemas de salud de las personas exige la concordancia de una visión sistémica (auténticamente biopsicosocial) compartida en equipo, junto con una participación profesionalizada, claramente definida en su contenido y modos de hacer, consensuada en el equipo y con la persona que recibe nuestros servicios. La prestación de servicios a una persona (o familia, o grupo social) exclusivamente “médicos”, de “enfermería” o de “soporte social” de forma aislada, sin un plan consensuado común, está abocada al fracaso en la resolución de sus problemas reales. De poco servirá, por ejemplo, ante una persona con diabetes el actuar de forma aislada y exclusiva sobre el ajuste medicamentoso, o sobre su educación higiénicodietética, o sobre su integración sociolaboral; sólo la actuación coordinada y sinérgica, adecuadamente planificada y consensuada con la persona, podrá garantizar el éxito (dar soluciones reales a los problemas reales).

Debemos pues trascender del trabajo individual al de equipo. Esto, evidentemente, no es nuevo. Lo que sí lo es, en nuestro contexto, es la necesidad de ampliar este equipo fuera de los muros del Centro de Salud.

De todos es conocido que la Atención Primaria de Salud comparte territorio y objetivo con la Atención Primaria de Servicios Sociales: trabajan en la comunidad y con las personas que conviven en ella. Lo que aún no es cierto, al menos de forma generalizada y normativa, es que compartan su metodología de trabajo, confluyendo de forma consciente hacia objetivos compartidos.

La razón de ser de la coordinación sociosanitaria es esencialmente ésta. Se pretende ampliar el abordaje en equipo multidisciplinar mediante la integración funcional de servicios sanitarios y sociales sobre aquellas personas que así lo precisen.

Para ello la coordinación sociosanitaria se basa en dos principios: la necesidad de compartir una visión integral y el compromiso de aportar profesionalizadamente los servicios precisos para la resolución de los problemas de las personas por parte de todos los intervinientes; se trata, en definitiva, de avanzar desde el “esto no es mío” hacia el “yo puedo aportar esto a”.

Por tanto la coordinación sociosanitaria puede ser entendida como un proceso en el que una persona (o una familia, o un grupo social) parte de una situación de déficit de salud en su concepto más amplio (entendida como la capacidad de adaptación y desarrollo en su medio derivada de la óptima situación de bienestar biopsicosocial), precisando para subsanar ese déficit el concurso de servicios sociales y sanitarios coincidentes o consecuentes.

Para que este proceso se dé es preciso que algún profesional (desde el ámbito sanitario o social) capte la situación de necesidad de servicios sociales y sanitarios, promoviendo el contacto (actividad de captación). Seguidamente ha de realizarse una valoración multiprofesional de la situación, identificando los problemas existentes y estableciendo un plan de intervención compartido y consensuado con la persona (actividades de valoración y establecimiento de plan conjunto). A partir de aquí cada profesional aporta al plan definido lo que sabe hacer, la prestación de su servicio, estableciéndose procedimientos de contacto y evaluación conjunta a fin de comprobar la efectividad global de las intervenciones, verificando el alcance de los objetivos propuestos o replanteando las actividades si estos objetivos no se alcanzaran de forma satisfactoria.

De igual modo que se propone la coordinación sociosanitaria en la atención particularizada en cada persona (la “gestión del caso”), sustentada en equipos funcionales multiprofesionales se pretende que esta visión compartida y esta metodología de trabajo común se extienda tanto en el ámbito de grupos de trabajo expertos como en el ámbito directivo-gestor.

Para ello es preciso establecer estructuras estables de coordinación sociosanitaria, entendidas como grupos de trabajo multidisciplinares, tal y como hemos comentado, desde el nivel operativo al planificador y con un reflejo en el nivel directivo de cada nivel.

De este modo, en definitiva no estamos hablando sólo de retomar y ampliar un modo de prestar servicios; se propone además un nuevo modelo planificador-gestor. En él, desde un punto de vista matricial, se suma al paradigma de la planificación y la gestión verticales y sectorizadas, necesarias para garantizar la universalidad de los servicios, la necesidad de planificar e integrar la gestión también horizontalmente, en cada nivel interadministrativo (normativo, estratégico, táctico, operativo). Así se podrá garantizar, además, la eficiencia en la resolución integrada de los problemas concretos de las personas (entendidas y atendidas como un todo).

Por tanto, sin rehuir la metodología al uso en calidad, desde el modelo de coordinación sociosanitaria se pretende reorientar tanto el Sistema de Salud como el de Servicios Sociales hacia la complementariedad y no a la competencia, al gusto por el trabajo en equipo (ampliando la concepción tradicional de éste), hacia la integración de actuaciones desde el nivel planificador –normativo hasta el estrictamente operativo– prestador de servicios, hacia la participación ciudadana en todos los niveles antes mencionados. En definitiva, hacia la orientación al compromiso compartido institucionalmente en la aportación de soluciones reales a los problemas reales de los ciudadanos.

Proponemos en fin, desde la perspectiva de la coordinación sociosanitaria, que lo que desde algunos ámbitos se pueda estar barruntando como el principio del final del sistema público de derechos universales se transforme en un nuevo impulso para retomar y ampliar por fin el principio que le ha hecho crecer: el compromiso con la solidaridad y la ayuda mutua.

 

F. IGEA ARISQUETA
Médico de Familia. Valladolid

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