No muchas actuaciones en Medicina han cambiado tanto a través de las últimas décadas como el tratamiento del cáncer de mama (CM). Desde la teoría de Halsted sobre la progresión de una enfermedad inicialmente local, con extensión primero loco regional y luego metastásica, hasta los estudios más recientes de biología molecular que identifican la personalidad génica de cada tumor, los avances han sido muy numerosos. Hemos abandonado la antigua clasificación TNM diseñada en origen para tumores sólidos y ha ido creciendo en importancia todo lo relativo a la dependencia hormonal y la expresión génica de cada tumor. Todo ello para afrontar en mejores condiciones su abordaje terapéutico global.
Un magnífico laboratorio biológico de investigación nos proporcionó hace casi 20 años el estudio pormenorizado de los niveles de estradiol basal de las pacientes del grupo placebo del estudio MORE1; se demostró un incremento del riesgo de cáncer de mama asociado con un aumento de los niveles séricos de estradiol que confirmaba los resultados previos sobre la dependencia hormonal de dicha neoplasia. Años atrás, con la introducción de los tratamientos quimioterápicos (QMT) en la década final del siglo pasado, la mortalidad general de la mujer por cáncer de mama se fue reduciendo en todos los países occidentales. Al tiempo, y apenas unos años más tarde, la puesta en marcha de los programas de detección precoz masivos de ámbito poblacional facilitó un incremento del diagnóstico de tumores en estadios iniciales.
En el escenario actual, las mujeres sobreviven muchos más años al CM que hace apenas veinte años, por lo que se incrementa el riesgo de diversas enfermedades crónicas, a las que antes se prestaba poca o ninguna atención por parte de los equipos oncológicos. A ello debemos añadir que los tratamientos que pretenden eliminar la influencia hormonal como la ooforectomía quirúrgica, los agonistas de GnRH y la QMT con inducción consecutiva de fallo ovárico precoz de carácter iatrogénico, pueden incrementar el riesgo de pérdida de masa ósea y de aparición de osteoporosis (OP) en las mujeres supervivientes.
Y es que no es la influencia del cáncer de mama per se lo que influye sobre el incremento del riesgo de OP. De hecho, la prevalencia de fracturas entre las pacientes diagnosticadas de cáncer de mama no tratadas y que no presentan metástasis óseas es similar a la de la población general2. En estas mujeres, la densidad mineral ósea (DMO) en columna lumbar, en cadera y en radio es similar a la que presentan las mujeres sanas; estos resultados se observan tanto en mujeres premenopáusicas como en postmenopáusicas3. Tampoco se han descrito cambios significativos de los marcadores bioquímicos de remodelado óseo (MBRO) en mujeres con CM, al menos antes de iniciar el tratamiento antitumoral4. No parece pues que la prevalencia de OP en mujeres con CM está aumentada al comienzo de la enfermedad. Al tiempo, empleando una vez más los grupos de placebo de los ensayos como laboratorios biológicos, se ha descrito que la proporción de pacientes con al menos un evento relacionado con el esqueleto es significativamente superior en el grupo de afectadas de CM que entre los pacientes oncológicos clásicamente relacionados con el daño óseo, como los afectados de mieloma múltiple o incluso cáncer de próstata5.
Así pues, definitivamente debe ser la terapia antineoplásica la que marca la diferencia en las pacientes supervivientes de CM, respecto a su riesgo óseo. Las mujeres premenopáusicas con CM que reciben irradiación ovárica también presentan una pérdida acelerada de hueso como consecuencia del cese de la actividad ovárica. En cuanto al tratamiento sistémico, tanto los fármacos citotóxicos como las terapias antihormonales, pueden facilitar el desarrollo de osteoporosis. Los primeros, los agentes citotóxicos, además de actuar sobre las células neoplásicas, pueden alterar la actividad osteoblástica y gonadal. El principal responsable de este trastorno es la ciclofosfamida, que junto con otros fármacos (metrotexato, doxorrubicina y fluoracilo), se incluye en los regímenes terapéuticos clásicos, todos ellos capaces de lesionar las células de la capa granulosa del ovario. La disfunción gonadal, que está presente en la mayoría de las mujeres al finalizar el tratamiento con este fármaco, puede persistir indefinidamente dependiendo de la edad de la paciente y de la dosis y duración del tratamiento6. Es más, sin importar la duración ni la dosis de la terapia, cuando ocurre un fallo ovárico, las pacientes desarrollan un estado de deficiencia estrogénica y un incremento subsiguiente de resorción ósea6. Este incremento de resorción causa un descenso de DMO en los primeros años tras el cese de las menstruaciones, disminuyendo la densidad ósea vertebral un 21% respecto de las mujeres de su misma edad eumenorreicas. Precisamente los efectos de QMT sobre la función gonadal parecen ser los responsables de la pérdida de masa ósea que se observa en las mujeres premenopáusicas con CM que reciben QMT y que puede llegar a superar el 5% anual.
La constante reducción de la mortalidad por cáncer de mama, el diagnóstico cada vez más temprano y la agresividad cada día más selectiva pero de alta intensidad en el abordaje terapéutico, ponen encima de la mesa de los clínicos implicados un nuevo reto: evitar en estas pacientes su daño óseo como un tributo que demasiadas veces, demasiadas mujeres pagan al conseguir una supervivencia que, no lo olvidemos, estamos en disposición de mejorar con una adecuada calidad de vida.
Si verificamos la influencia de la QMT sobre el riesgo de fracturas, se ha visto que es cuatro veces mayor para la fractura vertebral7. Los datos aportados por una de las ramas del estudio WHI (Women's Health Initiative), demostraron que el riesgo de presentar fractura clínica vertebral o de muñeca se incrementa en un 30% en las mujeres postmenopáusicas que han sobrevivido a CM, mientras que no parece que la incidencia de fractura de cadera aumente de forma significativa8. Otros autores también comprobaron resultados no concluyentes para la fractura de cadera9.
El verdadero caballo de batalla en las dos últimas décadas pasa por el empleo de las terapias antihormonales, universales en pacientes con CM con receptores hormonales (RH) positivos. Es conocido que la enzima aromatasa es la encargada de la conversión periférica de androstendiona y testosterona a estrona y estradiol. Está presente en el tejido tumoral mamario, grasa, músculo y cerebro. La acción biológica de los inhibidores de la aromatasa (IA) consiste en bloquear la aromatasa, inhibiendo la 19 isoenzima citocromo P450, responsable de la conversión periférica de andrógenos a estrógenos. Los estrógenos mantienen la masa ósea y el tratamiento con IA conlleva una rápida pérdida del hueso por deficiencia estrogénica. Dado que la principal fuente de estrógenos en la postmenopausia es la extraovárica, la supresión de estrógenos circulantes es profunda en estas pacientes –aproximadamente del 95‐98%– y de ello se deduce que su indicación se limite a pacientes postmenopáusicas. Los inhibidores de aromatasa de tercera generación se dividen en dos grupos: inactivadores esteroideos o tipo I e inhibidores no esteroideos o tipo II. El exemestano, inhibidor esteroideo y análogo de andostrendiona, liga irreversiblemente la enzima aromatasa, mientras que letrozol y anastrozol, inhibidores tipo II, ligan de forma reversible dicha enzima. Diversos estudios en animales in vivo sugieren que exemestano (esteroideo) puede ser menos perjudicial para la salud ósea que los inhibidores no esteroideos, quizá por estar estructuralmente relacionado con androstendiona y tener afinidad por el receptor androgénico. Su principal metabolito en humanos y ratas, el 17‐hidroxiexemestano, es también androgénico y se une fuertemente al receptor. Por el contrario, los no esteroideos, no tienen efectos androgénicos demostrados10.
Pues bien, todos los ensayos clínicos han demostrado que su empleo siempre mejora el periodo de supervivencia libre de enfermedad, y que reduce al tiempo el riesgo de CM contralateral (recordemos que la existencia de un CM es el factor de riesgo fundamental para el desarrollo de un segundo CM en la misma mujer).
Sin embargo, los IA son capaces de reducir significativamente la DMO de las pacientes tratadas. En un subestudio del ensayo de cinco años Arimidex, tamoxifeno (TAM), solo o en combinación (ATAC), se observó que las mujeres postmenopáusicas con CM y terapia con anastrozol tuvieron una mayor pérdida ósea en columna lumbar (CL) y cadera total (CT), del 6 y 7,2%, respectivamente, en comparación con las asignadas a TAM (aumento de 2,8 y 0,74%, respectivamente)11. En un subestudio (206 pacientes evaluables) del Intergroup Exemestane Study (IES), en el que las mujeres postmenopáusicas que habían tomado TAM durante dos o tres años fueron asignadas aleatoriamente para cambiar a exemestano o continuar con TAM, se comprobó que las que cambiaron a exemestano experimentaron una mayor disminución en DMO en CL (2,7%) y cadera (1,4%) después de seis meses, en comparación con aquellas que permanecieron con TAM (sin cambios en ninguno de los lugares)12. La pérdida ósea se desaceleró en los 18 meses restantes del estudio, disminuyendo un 1 y 0,8% adicional en CL y CT, respectivamente, en sujetos asignados a exemestano.
En las mujeres premenopáusicas, en quienes la fuente principal de estrógenos son los ovarios, los IA por sí solos no son efectivos. Sin embargo, en combinación con agonistas de la hormona liberadora de gonadotropina (GnRH), goserelina, los IA causan más pérdida ósea que TAM. En el ensayo austriaco del Grupo Austríaco de Estudio de Cáncer de Mama y Colorrectal (Austrian Breast and Colorectal Cancer Study Group, ABCSG)13, las mujeres premenopáusicas fueron asignadas aleatoriamente a TAM más goserelina versus anastrozol más goserelina. La mitad de cada grupo recibió ácido zoledrónico (ZOL). Se produjo una pérdida ósea significativa en el subconjunto de pacientes que no recibieron ZOL (reducciones de 17,3 y 11,6% en pacientes que recibieron anastrozol‐goserelina y TAM‐goserelina, respectivamente).
Sobre los MBRO, en varios de los ensayos descritos anteriormente, tanto los de resorción ósea (n‐telopéptido urinario y telopéptido C sérico [CTX]) como los de formación (fosfatasa alcalina específica de hueso sérico [BALP], propéptido tipo N‐terminal 1 procolágeno [P1NP]) aumentaron significativamente con el tratamiento con IA11‐13.
Sea como fuere, el daño óseo más importante en pacientes con CM en tratamiento con IA es el incremento del riesgo relativo (RR) de fracturas; se ha demostrado que estas aparecen en pacientes de tramos de edad muy anteriores a lo observado en población general, ya desde los 50 años, involucrando fracturas de cadera incluso14. Comparativamente con TAM, todos los IA incrementaron significativamente el RR de fracturas: anastrazol un 43% por encima de TAM en un estudio15 y 100% en otro16; letrozol un 48% en un estudio17, 15% en otro18; exemestano un 45%19.
En este mismo número se publican los primeros resultados de una numerosa cohorte de nuestro país de pacientes con CM tratadas con IA y se verifican estos extremos de riesgo óseo20. En esa cohorte de casi 1.000 pacientes seguidas consecutivamente hasta por cinco años –y uno tras la finalización de su terapia–, los autores observaron que el principal factor de riesgo detectado para fractura incidente en pacientes tratadas con IA es el diagnóstico de osteopenia u osteoporosis. En sus manos el cálculo de la herramienta FRAX® y la determinación de los niveles de β‐CTX resultaron herramientas útiles para identificar a pacientes de alto riesgo.
Efectivamente, una completa evaluación del metabolismo mineral (con medida de la DMO, RX de CL y de columna torácica, así como MBRO y cuantificación de 25 OH vitamina D, al menos) debe formar parte inequívocamente del estudio diagnóstico de cualquier CM en paciente pre o postmenopaúsica. El riesgo óseo inherente a las terapias antineoplásicas que se emplearán como parte de la asistencia sanitaria tras la cirugía inicial, ya sea QMT o con diversas terapias antihormonales, particularmente con IA, se actualiza con frecuencia en pérdida muy notable de DMO en todas las localizaciones con incremento del RR de fracturas en edades a veces hasta diez o veinte años anteriores a lo que cabría esperar del desarrollo habitual de la osteoporosis.
La constante reducción de la mortalidad por CM, el diagnóstico cada vez más temprano y la agresividad cada día más selectiva pero de alta intensidad en el abordaje terapéutico, ponen encima de la mesa de los clínicos implicados un nuevo reto: evitar en estas pacientes su daño óseo como un tributo que demasiadas veces, demasiadas mujeres pagan al conseguir una supervivencia que, no lo olvidemos, estamos en disposición de mejorar con una adecuada calidad de vida. En ese empeño, la atención multidisciplinaria que englobe al ginecólogo con el oncólogo y a los especialistas en metabolismo óseo (endocrinólogos, reumatólogos, internistas...) de acuerdo con la idiosincrasia de cada lugar, es un objetivo que todos los centros que atienden CM deben plantearse más pronto que tarde. Es el reto que entre todos debemos enfrentar.