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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.38 n.134 Madrid Jul./Dec. 2018  Epub Feb 01, 2021

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352018000200010 

Dossier: Salud Mental y Ciudadanía

Locura, salud mental y ciudadanía: del individualismo posesivo al neoliberalismo*

Madness, mental health and citizenship: from possessive individualism to neoliberalism

Harry Oosterhuis1 

1Departamento de Historia, Facultad de Arte y Ciencias Sociales, Universidad de Maastricht, Países Bajos

Resumen:

Desde que apareció como rama de la medicina en la estela de la ilustración y la Revolución Francesa, la psiquiatría ha experimentado importantes transformaciones en el marco de diferentes cambios socioeconómicos y políticos ocurridos en las sociedades occidentales. En este contexto más amplio, puede observarse una tensión recurrente entre el interés del individuo y el del cuerpo social en su conjunto. Esta fricción está íntimamente relacionada con una serie de dinámicas contrapuestas que han marcado el desarrollo de la psiquiatría y la atención a la salud mental: humanización versus disciplina, emancipación versus coerción, inclusión versus exclusión y ciudadanía democrática versus sometimiento político. Este artículo aporta un análisis conceptual y una panorámica histórica de las ambivalentes relaciones entre la psiquiatría y la atención a la salud mental, por un lado, y la política, más en concreto, el desarrollo de la noción moderna de ciudadanía, por otro.

Palabras clave: locura; salud mental; ciudadanía; política; individualismo; liberalismo

Abstract:

Since its emergence as a branch of medicine in the wake of the Enlightenment and French Revolution, psychiatry has experienced significant transformations against the background of different socio-economic and political changes In Western societies. In this wider context we see a recurring tension between the interest of the individual and that of the social body as a whole. This friction is closely related to opposing dynamics in psychiatry and mental health care: humanisation versus disciplining, emancipation versus coercion, inclusion versus exclusion, and democratic citizenship versus political subjection. This article provides a conceptual analysis and an historical overview on the ambivalent relations between on the one hand psychiatry and mental health care and on the other politics, and, more particularly, the development of the modern understanding of citizenship.

Key words: madness; mental health; citizenship; politics; individualism; liberalism

Introducción

En los dos últimos siglos, la atención a las personas con una enfermedad mental o problemas nerviosos más o menos graves ha pasado por cuatro fases de reforma y expansión: (1) la aparición de los manicomios y la psiquiatría como especialidad médica desde aproximadamente 1800; (2) la expansión del área de la psiquiatría, desde finales del siglo XIX en adelante, ampliándose a través de otras instituciones (hospitales, sanatorios, clínicas universitarias y consultas privadas) y hacia ámbitos eugenésicos y de higiene social; (3) la aparición y proliferación de otros dispositivos de salud mental ambulatorios desde principios del siglo XX; y (4) la desinstitucionalización, el paso de la hospitalización de los pacientes psiquiátricos a la atención comunitaria, desde los años 60 y 70.

Una dinámica fundamental en la constante expansión del campo de la psiquiatría y la salud mental fue la alternancia recurrente entre el pesimismo y el optimismo terapéutico. Una y otra vez, los psiquiatras y otros profesionales de la salud mental afirmaban que los medios existentes para proporcionar la atención y el tratamiento adecuados a los pacientes eran insuficientes. Había que buscar medios alternativos donde los esfuerzos previos habían fracasado. Así fueron apareciendo nuevos servicios que fueron ampliando el campo de acción de la psiquiatría y nuevos grupos de pacientes a los que atender, con lo que, una y otra vez, se fueron estableciendo distinciones entre aquellos que se consideraban tratables y aquellos que tenían pocas probabilidades de curarse o ninguna.

No hay una correlación clara entre la frecuencia del sufrimiento mental en la población general y el grado en que los individuos hacen uso de la atención profesional. Probablemente, los factores sociopolíticos y culturales han tenido una mayor influencia en la oferta y demanda de estos servicios que la incidencia real de problemas mentales. Aparte de un núcleo de pacientes con trastornos mentales graves, cuyo tamaño relativo en la población se ha mantenido bastante estable a lo largo del tiempo, la definición, experiencia y el enfoque para abordar los problemas mentales es variable. La tristeza es de todas las épocas, pero su conceptualización como problema de salud mental ha estado muy determinada por la disponibilidad de servicios de atención especializados, con opciones de tratamiento específicas, y por el discurso médico y psicológico utilizado por los profesionales de la salud. De este modo, a lo largo del tiempo se han ido identificando una multitud de problemas mentales tácitos que han pasado a considerarse problemas que requieren atención y tratamiento.

La creciente oferta de expertos médicos y psicológicos fomentó la demanda de atención y tratamiento. Sin embargo, para explicar la expansión del campo de la psiquiatría y la salud mental, junto a este factor de impulso, deberían también tenerse en cuenta otros factores externos disuasorios, aunque su magnitud y forma variaron sustancialmente en los distintos países. En la sociedad moderna, las personas empezaron a depender cada vez más del conocimiento científico y la opinión de los expertos como elementos fundamentales de la organización de la vida personal y social. El creciente nivel educativo, el aumento de las comunicaciones y la creencia en el control sobre la vida y la muerte han jugado un importante papel en este proceso. La modernidad implica que la aflicción y los defectos dejen de ser un destino inevitable, la voluntad de Dios o simple mala suerte. Las expectativas, cada vez mayores, sobre la capacidad de abordar las imperfecciones, de mejorar la vida y construir el propio yo a través del libre albedrío han ampliado la demanda de servicios profesionales. Los regímenes políticos modernos, liberal-democráticos, fascistas o comunistas, han otorgado a los profesionales un papel importante en la organización de la vida social y la gestión de la (a)normalidad.

Las transformaciones de la psiquiatría y la atención a la salud mental tuvieron lugar en el marco de profundas transformaciones socioeconómicas y políticas en las sociedades occidentales. En este contexto más amplio, puede observarse una tensión recurrente entre el interés del individuo y el del cuerpo social en su conjunto. Esta fricción está íntimamente relacionada con una serie de dinámicas contrapuestas que han marcado el desarrollo de la psiquiatría y la salud mental: humanización versus disciplina, emancipación versus coerción, inclusión versus exclusión y ciudadanía democrática versus sometimiento político. Este artículo trata de las ambivalentes relaciones entre la psiquiatría y la atención a la salud mental, por un lado, y la política, más en concreto, el desarrollo de la noción de ciudadanía1, por otro. Los psiquiatras y otros profesionales de la salud mental jugaron un importante papel a la hora de definir las normas, los requisitos y los ideales en relación a la ciudadanía. Al expresar sus puntos de vista sobre las capacidades y posibilidades de los individuos, estaban articulando los criterios mentales necesarios para otorgar (o no) a alguien el estatus de ciudadano.

La relevancia de la salud mental para la ciudadanía

La ciudadanía, como la salud, es un concepto complejo y discutido, con varias capas históricas y una amplia gama de significados y dimensiones asociados, que se utiliza en un sentido descriptivo además de en uno normativo. En el mundo moderno, la ciudadanía es, por lo general, lo que agrupa a los individuos en una comunidad política —en particular, una nación— y lo que mantiene ese sentido de pertenencia sobre la base de un pasado y un futuro compartidos, duradero y significativo para sus partícipes. A diferencia de las relaciones sociopolíticas tradicionales de subordinación y dependencia, la ciudadanía presupone algún tipo de equilibrio entre el compromiso público y la autodeterminación individual. La ciudadanía democrática, como estatus que otorga unos derechos, incluye los derechos humanos universales, pero, al mismo tiempo, es localista, ya que depende de la pertenencia a una comunidad nacional. Definida y garantizada en el marco político y legal del Estado, la ciudadanía, que implica tanto dominación como atribución de poder, está inevitablemente inmersa en una dinámica de inclusión y exclusión.

La ciudadanía tiene una dimensión formal, político-legal, y otra informal, o sociocultural. La primera se refiere a los derechos recíprocos legales, políticos y sociales, y a los privilegios otorgados y garantizados por el Estado, además de a las responsabilidades y obligaciones del individuo para con el Estado y la sociedad civil. La ciudadanía legal, la política y la social se hicieron realidad entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XX, y lo hicieron en tres etapas, en paralelo a la formación del Estado liberal-constitucional, la democracia parlamentaria basada en el sufragio universal y el estado de bienestar. Al menos, ese ha sido el patrón en el noroeste de Europa, aunque el momento, la secuencia y la forma concreta en que se llevaron a cabo las distintas etapas fue diferente en otros lugares. En los Estados Unidos, por ejemplo, apenas se ha alcanzado la ciudadanía social (lo que explica que la controversia sobre la cobertura sanitaria pública continúe); mientras que en Alemania, y más tarde en la Europa del Este bajo el régimen comunista, la aparición de la ciudadanía social precedió, en lugar de seguir, a la total implementación de la ciudadanía política. En la mayor parte de países mediterráneos, la ciudadanía democrática solo se consiguió a partir de los años setenta.

La segunda dimensión de la ciudadanía, más práctica y cotidiana, que implica ciertas actitudes y comportamientos adquiridos a través de la socialización, se refiere a cómo se espera que actúen las personas como miembros de la comunidad comprometidos y competentes. Se refiere a la forma en que se adoptan y cómo se dota de un sentido concreto a los derechos, obligaciones y contribuciones, y a la manera en que se cumplen los requisitos para un funcionamiento adecuado en la sociedad, por ejemplo, en todo lo que respecta a: obedecer la ley, votar, pagar impuestos, la autonomía, el trabajo, la productividad, la crianza de los hijos, la educación, la formación profesional, el comportamiento público apropiado, la participación social, la salud, la higiene… La realidad de la ciudadanía tomó forma no solo en términos de derechos y obligaciones legales y políticos, sino también en relación a los recursos materiales, sociales, psicológicos y morales de los que pueden disponer los individuos para desarrollarse y poder actuar de acuerdo a dichos derechos y obligaciones. En el marco de la democracia avanzada (social), valores como la ecuanimidad, la justicia social y distributiva, la tolerancia a la diferencia, la libre determinación y la emancipación se convirtieron en los elementos que definen la buena ciudadanía.

En las democracias liberales, en las que la coerción por parte del Estado fue combatida en base a las libertades civiles, las normas y requisitos para la ciudadanía no eran definidos únicamente por el Estado, sino también por los profesionales que actuaban como intermediarios entre la autoridad gubernamental y los ciudadanos individuales. Al delegar la ejecución de las políticas sociales a los profesionales de la salud, más o menos independientes, dichas intervenciones desaparecieron de la arena de las disputas políticas y las controversias ideológicas. Operando a cierta distancia del Estado y la política, los profesionales aplicaban supuestamente un conocimiento científico objetivo sobre lo que se consideraba normal, sano y eficiente. En la práctica, empleaban su conocimiento especializado, neutral y tecnocrático, para abordar problemas sociales, desde la pobreza, la agitación social y los desórdenes a la delincuencia, la depravación y los problemas de salud. Las ciencias humanas hicieron que los cuerpos y las mentes de los individuos fuesen observables, medibles, cognoscibles, controlables y modificables. La conducta podía ser regulada mediante métodos sistemáticos: clasificaciones, recuentos, muestreos, encuestas sociales, pruebas, entrevistas, procedimientos de evaluación, educación, terapia, counselling, monitorización, vigilancia y disciplina. La falta de democracia inherente a tal conocimiento experto se compensaba por la ética profesional, que presuponía competencia científica, racionalidad tecnocrática y dedicación desinteresada al bien común, todo lo cual iría en servicio de la gestión justa y eficiente de la moderna sociedad de masas.

Esto es lo que Michel Foucault describió como “gubernamentalidad”: una serie de prácticas y razonamientos que interfieren en la conducta individual al tiempo que evitan la coerción ordinaria y la dominación. En los regímenes tradicionales, el ejercicio del poder era “negativo”: los gobernantes afirmaban su soberanía arrebatando las vidas y las posesiones de los individuos insubordinados. El uso moderno del poder, en cambio, era “positivo”, ya que aspiraba a mejorar la salud e idoneidad de los individuos y la calidad de la población en aras de aumentar la fuerza y productividad de la nación. De los ciudadanos individuales se esperaba que se hicieran responsables de sus vidas de acuerdo a los estándares de normalidad y anormalidad. En este contexto, los profesionales de la salud han jugado un papel crucial en el avance de cierta forma de ciudadanía mediante la cual las elecciones personales se alinean con los fines del gobierno.

La articulación de la dimensión psicológica de la ciudadanía democrática por parte de estos profesionales formaba parte de un cambio histórico más general que iba de arriba abajo y pasaba del control social externo a una regulación de la conducta más interna y motivada por el propio individuo. En los sistemas de dominación política tradicionales, que sometían a las personas mediante la coerción y el uso de la fuerza, tanto si lo aceptaban como si no, la mentalidad del individuo tenía una importancia menor. Hasta finales del siglo XIX, la ciudadanía dependía de atributos formales excluyentes que, en gran medida, venían dados: el sexo (masculino), la posición social, el nivel educativo, la posesión de unas propiedades considerables y el cumplimiento de las obligaciones fiscales. En el siglo XX, el sufragio universal y el estado de bienestar hicieron que la ciudadanía se ampliase a prácticamente todos los adultos. Ahora el tema central no era tanto quién era ciudadano (de acuerdo a cualidades externas evidentes por sí mismas), sino ¿qué es lo que hace a alguien ciudadano? Esta última cuestión se refería en concreto a la motivación interna y a la capacidad del individuo para utilizar sus libertades de una forma considerada y responsable. La necesidad de internalizar ciertos valores y esquemas de conducta aumentaba a medida que la sociedad se democratizaba. La ciudadanía democrática presupone un compromiso público sobre la base del consentimiento individual y el buen gobierno personal. Por otro lado, la dinámica social de las sociedades democráticas requiere de un considerable grado de autoconciencia y comprensión psicológica de las actitudes de los demás. Esta capacidad de introspección surgió en paralelo a la creciente presión sobre las personas, a las que se demandaba que expusieran su yo íntimo para ser escrutado por los demás y explicasen sus necesidades y motivaciones. La interpretación psicológica de uno mismo y de las motivaciones y comportamientos de los demás se remonta a finales del siglo XVIII, pero hasta bien entrado el siglo XX se restringía en gran medida a los círculos intelectuales y burgueses, a los habitantes de las ciudades bien educados y a los profesionales de la salud mental. No fue hasta los años 60 y 70, con el desarrollo económico, social y político que hizo posible el avance definitivo de la individualización, cuando este hábito psicológico centrado en la expresión personal se extendió gradualmente entre la población de las sociedades occidentales. La jerga psicológica y emocional es bastante común hoy en día y se ha infiltrado (y, yo añadiría, enredado) en la política democrática. Esta “psicologización” también implica que las interacciones sociales y las tensiones entre las personas tengan su correlato en el mundo interior, lo que da lugar a presiones y dificultades mentales adicionales.

El individualismo posesivo y la ética liberal, burguesa y capitalista

La relevancia política del mens sana in corpore sano se remonta a la antigüedad clásica. Sin embargo, el momento fundacional del vínculo moderno entre salud y ciudadanía se encuentra en la noción liberal-capitalista de individualismo posesivo, que fue introducida por Thomas Hobbes en su Leviatán (1651) y elaborada por John Locke en Dos tratados sobre el gobierno civil (1689). La concepción materialista del hombre de Hobbes, y la empírica de Locke, como ser motivado fundamentalmente por sentimientos “naturales” de placer y dolor, sentó las bases de la moralidad, y la justificación del orden sociopolítico, en el terreno concreto de las sensaciones en lugar de en el de los valores religiosos sobrenaturales. Su axioma de que la vida es valiosa en sí misma y no puede ser arrebatada implica que la seguridad física es la necesidad más básica del hombre. La afirmación fundacional de su teoría del contrato social es que los individuos, como propietarios supremos de sus cuerpos, poseen el derecho natural inherente a preservar sus vidas y oponerse al dolor y la muerte.

El argumento de Locke sobre la crucial importancia del autogobierno del individuo y el Estado constitucional como protector de los derechos vitales se basaba en su idea de individualismo posesivo. En su opinión, no solo la propiedad del cuerpo de cada uno, sino también la de la tierra cultivada y los bienes materiales eran tales derechos, ya que lo que surge del cuerpo y lo que este produce mediante el trabajo es la legítima propiedad de la persona que lo posee. Del mismo modo, para Locke, los individuos son los legítimos propietarios de sus pensamientos, recuerdos, sentimientos, actos, experiencias, talentos y capacidades. Esto le lleva a asumir la continuidad de la conciencia personal, que hace posible que el individuo se experimente como el mismo ser en diferentes tiempos, lugares y contextos sociales —en otras palabras, que tenga una identidad personal independiente de su posición social y del destino moral de su alma—. Y la identidad, que es esencial para reconocer como propios todos los pensamientos y acciones a lo largo del tiempo, y para reflexionar y emitir juicios, hace que uno deba responsabilizarse personalmente de ellos. De esta forma, Locke articuló la noción secular moderna de la persona como ser autorreflexivo, responsable y autosuficiente. Tales individuos dueños de sí mismos deberían ser libres para decidir qué hacer con lo que es naturalmente suyo, sin deberle nada a la sociedad —al menos en la medida en que lo que hagan no impida a otros ejercer la misma libertad—. El Estado debería defender la ley natural de que “nadie debería dañar la vida, salud, libertad o posesiones de otro”; pero, por lo demás, debería abstenerse de interferir en los proyectos y el desarrollo de los ciudadanos. En el liberalismo protector clásico, tal y como fue articulado por Locke, el marco legal del Estado constitucional es fundamental para garantizar que los ciudadanos varones y dueños de propiedades puedan llevar vidas seguras y ordenadas, y perseguir sus intereses en el mercado libre.

Para nosotros hoy, en tanto creemos en los valores liberal-democráticos, el individualismo posesivo de Locke, que implica el derecho de autogobierno sobre nuestros cuerpos y mentes, puede resultar evidente, pero en contextos tradicionales, autoritarios y totalitarios, se carecía (y se carece) de este principio fundamental. En el cristianismo, el cuerpo y la mente, en última instancia, pertenecen a Dios (y, por tanto, sus representantes en la tierra, el clero, tienen cierto poder al respecto). En las relaciones sociales jerárquicas tradicionales, los superiores (padres, esposos, propietarios, príncipes) disponen de los cuerpos de los inferiores (niños, mujeres, criados, siervos, esclavos, otros grupos étnicos). Y en los regímenes totalitarios (fascistas o comunistas), el cuerpo puede ser reclamado por el Estado, a menudo en el nombre del “pueblo” o “el proletariado”, y las mentes son manipuladas con frecuencia. Incluso en las democracias, el Estado, en determinadas situaciones, puede hacerse con el control del destino de los cuerpos de los ciudadanos —por ejemplo, los de los reclutas en tiempo de guerra o los de los convictos condenados a pena de muerte—. Además, los cuerpos y mentes de los pacientes hospitalizados, por enfermedades del cuerpo o mentales, están sometidos al régimen médico.

El carácter radical e innovador del individualismo posesivo de Locke no debe menospreciarse, pero eso no implica que estuviera a favor del igualitarismo democrático. En la percepción liberal clásica, no todos los individuos pueden considerarse dueños de sí mismos y titulares de derechos, y, por tanto, ciudadanos plenos. La autonomía y la autosuficiencia requieren, en esencia, de independencia de las voluntades de otros. Dicha independencia es entendida como una función de la propiedad y las posesiones. Llama la atención que la condición previa para la ciudadanía se definiera en esos términos y que estos activos se relacionasen con el requisito de un cuerpo intacto y una mente en buen estado. La ciudadanía plena basada en un cuerpo y una mente competentes se asociaba a la capacidad para desbancar a la irracionalidad e imponer la voluntad y el control sobre los impulsos y pasiones potencialmente disruptivos de cada uno, así como sobre los otros dependientes. Hasta bien entrado el siglo XX, la ciudadanía plena solo se otorgaba a los propietarios varones, adultos e independientes, y le era negada a otros grupos, además de por la categoría económica de la clase social, por criterios naturales: el sexo, la etnia, la raza, la edad y la lucidez mental. Las mujeres, los no nativos, los jornaleros, los pobres, los menores, los delincuentes convictos, los discapacitados, locos o disminuidos eran excluidos porque se suponía que sus cuerpos —en particular, su cerebro y sistema nervioso— eran inadecuados. Su incapacidad de llevar una vida independiente y organizada racionalmente, y, por tanto, de adquirir y gestionar propiedades, residía en una desigualdad natural inevitable que se anteponía al ideal liberal formal de la igualdad de oportunidades. El liberalismo clásico daba por sentada la desigual distribución de la propiedad en el capitalismo, así como la subordinación de las mujeres y otros colectivos, basándose en la creencia en la existencia de diferentes categorías biomédicas de personas.

La posesión y gestión de un cuerpo y una mente en buen estado eran ingredientes esenciales de la autodefinición de la naciente burguesía, de su orden moral, secularizado y naturalizado, y de su actitud orientada hacia el progreso. La salud y la higiene encarnaban su autoafirmación contra la aristocracia frívola y derrochona, por un lado, y frente a las imprudentes clases bajas, que carecían de toda motivación para mejorar su existencia, por otro. Se suponía que ellos no eran capaces ni tenían la voluntad de invertir en un cuerpo y una mente sanos. El significado más amplio del término “salud”, tal y como tomó forma en el pensamiento ilustrado, se ligaba a las cualidades centrales de la clase media: independencia, autonomía, autocontrol, responsabilidad, sobriedad, moderación, higiene y pureza moral, regularidad, orden, fuerza de voluntad, capacidad de previsión, utilidad, logro, ahorro e inversión. Desde el siglo XVIII, cada vez más aspectos de la vida (como la reproducción, la sexualidad, la vida familiar, las cuestiones educativas, las condiciones de la vivienda, los trastornos mentales y del comportamiento, las adicciones, los delitos, la productividad económica, las relaciones laborales, el estilo de vida, los hábitos o la dieta) empezaron a valorarse en términos de salud. Así, la salud y la enfermedad se convertirían gradual y crecientemente en objeto de la política moderna.

Bajo el influjo del optimismo de la Ilustración sobre el progreso de la ciencia y la tecnología, y la visión de una organización de la sociedad racional y eficiente, la salud y la enfermedad, incluyendo la locura, empezaron a conceptualizarse explícitamente como una cuestión pública y política. Las revoluciones políticas que tuvieron lugar entre 1770 y 1848, gracias a las cuales un creciente número de sujetos pasivos que vivían bajo regímenes autoritarios se convirtieron en ciudadanos con derechos y obligaciones, estimularon la visión democrática de la salud y la enfermedad, incorporando la promesa de la inclusión y el igualitarismo a las inclinaciones excluyentes del liberalismo clásico. De hecho, Locke ya había dado pie a esa esperanza cuando incluyó la salud entre los derechos básicos naturales, sugiriendo así su incorporación a la ciudadanía. Ahora también lo ponían de manifiesto los revolucionarios franceses y americanos, los pensadores sociopolíticos influyentes, como los Ideólogos franceses (incluyendo a Philippe Pinel, uno de los padres fundadores de la psiquiatría), y los pensadores utilitaristas ingleses. Los programas públicos de salud y prevención de enfermedades, incluyendo un nuevo enfoque terapéutico de la locura, que se debatieron durante la Revolución Francesa hacían mención a los derechos y obligaciones de los ciudadanos. La idea básica era que la salud de la nación dependía en última instancia de la capacidad del Estado de proteger a los ciudadanos de las infecciones y situaciones de insalubridad, así como de la responsabilidad y motivación de los ciudadanos, que debían someterse a los exámenes médicos, seguir las órdenes de los doctores, practicar la moderación, cuidar la higiene, llevar a cabo medidas preventivas, como las vacunas, y hacer un uso comedido de los recursos públicos.

No solo en Francia, sino también en América e Inglaterra, algunos pensadores liberales creían que la materialización de las libertades civiles requería de una buena salud, lo que debería conseguirse no solo a través de la caridad y la filantropía, sino más bien a través del gobierno constitucional y democrático. Esta idea fue también defendida por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham. Este comparó la finalidad de la medicina curativa y preventiva con la de la legislación y la administración de justicia, que velan por la armonía del cuerpo social y contrarrestan el delito. Ambas tenían, en esencia, la misma finalidad: combatir el dolor y promover la mayor felicidad para el mayor número de personas. Para Bentham, una política sanitaria no era solo indispensable para la eficiencia y el progreso socioeconómico, sino que era además un logro democrático, ya que suponía un avance en cuanto a la igualdad de oportunidades. Tal forma de pensar supuso un punto de referencia significativo para el vínculo entre la salud, mental y física, y la ciudadanía democrática, que, a la postre, se materializaría a lo largo de los siglos XIX y XX.

No obstante, este desarrollo histórico no tuvo lugar sin complicaciones ni contradicciones. Desde los inicios del pensamiento liberal y la materialización gradual, a lo largo de los siglos XIX y XX, de los regímenes políticos más o menos democráticos, la salud y la ciudadanía han estado vinculadas de forma bidireccional, siendo la una un espejo de la otra. Por una parte, una salud intacta, un cuerpo competente y una mente sana, era considerada requisito indispensable para la ciudadanía plena. Por otro, la ciudadanía se convirtió en el requisito previo del derecho (y quizá también la obligación) a la salud, al acceso a los medios para mantenerla y restaurarla. Esta relación bidireccional implicaba un continuo tira y afloja entre derechos y obligaciones, así como entre la inclusión de los buenos (y plenos) ciudadanos y la exclusión de los ciudadanos imposibles, fallidos, marginales, subciudadanos o no ciudadanos. Todo ello conllevaba una tensión entre la voluntad, la autodeterminación, la aceptación, la liberación, el empoderamiento y la integración social, por un lado, y la regulación, el control, la coerción y la exclusión social, por otro.

La psiquiatría en el liberalismo clásico: los locos como no ciudadanos

La psiquiatría apareció como rama de la medicina íntimamente relacionada con el cuidado de los pacientes en los asilos para locos en la estela de la Ilustración y la Revolución Francesa. La idea subyacente era que la locura ya no debería entenderse en términos morales o religiosos —como un castigo de Dios por los pecados cometidos o como una influencia demoniaca—, sino como una enfermedad que podía y debía ser tratada. La visión empirista del hombre de Locke inspiró en gran medida los nuevos métodos para tratar de devolver la razón a los locos: controlar sus condiciones de vida, apartándolos de la sociedad e institucionalizándolos; someterlos a un régimen médico-educativo (‘terapia moral’) y sustituir el uso de la fuerza y las restricciones por un enfoque compasivo y paciente. Aunque los médicos de los manicomios, o “alienistas”, como también se les llamaba, afirmaban que los manicomios eran hospitales; en la práctica, estas instituciones funcionaban principalmente como hospicios a gran escala y estaban con frecuencia saturados de pacientes crónicos e incurables. Allí no había solo personas con una enfermedad mental, sino también personas con discapacidades físicas o intelectuales, demencias o alteraciones neurológicas, como epilepsia o parálisis. Aparte de sus síntomas, las principales razones de su institucionalización eran su total dependencia del cuidado de otros y su conducta perturbadora o peligrosa. En aquella época, la institucionalización estaba muy relacionada con la beneficencia y unos procedimientos jurídicos de ingreso que implicaban que los pacientes fuesen privados de su libertad y competencia legal. Los manicomios estaban apartados del resto de la sociedad y tenían mala fama entre la población general debido a las noticias que se difundían sobre las atrocidades cometidas sobre los pacientes y su hospitalización en contra de su voluntad.

Hasta bien entrado el siglo XX, la psiquiatría institucional cumplía dos funciones básicas: el cuidado, que podría ser en beneficio de los pacientes y sus familiares, y el mantenimiento del orden público, que implicaba liberar a la sociedad de la molestia y el peligro de la locura. Sobre los criterios médicos prevalecían con frecuencia las consideraciones sociopolíticas y financieras. Pero bien avanzado el siglo XX, la principal función de las instituciones mentales cambió: del hospicio y el cuidado se pasó al tratamiento y la cura de los pacientes. Hasta mediados del siglo XX, o más tarde, el marco legal-administrativo del sistema manicomial varió en función de los distintos regímenes políticos nacionales. Desde aproximadamente 1840, varios países europeos y diversos estados americanos promulgaron leyes y procedimientos administrativos que regulaban la institucionalización de los locos en base a un diagnóstico médico o la consideración de la seguridad pública. La supervisión del Estado debía proteger a los pacientes de los abusos y a los ciudadanos que no estaban locos del ingreso forzoso.

La hospitalización implicaba que los derechos civiles de los locos se suspendieran durante un periodo de tiempo más o menos prolongado. El diagnóstico médico de locura, que implica una carencia fundamental de razón y autocontrol, legitimaba la supresión de los derechos civiles y la competencia legal —en la práctica, relegando a los locos a la posición de no ciudadanos— en la sociedad liberal. Se suponía que la pérdida de la ciudadanía era compensada por el cuidado humanitario y un tratamiento médico adecuado. Además, la recuperación implicaría recobrar la ciudadanía. Sin embargo, esta promesa médica apenas se sustentaba en garantías legales y no era infrecuente —especialmente, en los regímenes políticos autoritarios y totalitarios, pero también en las democracias liberales— que los objetivos humanitarios y terapéuticos salieran perdiendo frente a la prioridad de mantener el orden social y la contención de gastos —sobre todo, teniendo en cuenta que la mayoría de la población de los manicomios era de clase baja—.

La institucionalización de los locos confirmaba la norma liberal implícita de que la plena ciudadanía requería de individuos razonables y dueños de sí mismos que fueran capaces de ocuparse de sus derechos e intereses. En la práctica, solo una minoría de varones de clase media y alta, bien educados, dueños de propiedades, que contribuían con sus impuestos cumplían por completo estos criterios. Esta élite estaba capacitada para votar o ser elegida para un cargo político, mientras las masas eran excluidas de la participación política y el Estado liberal constitucional solo concedía igualdad formal legal a todos los adultos varones. En las últimas décadas del siglo XIX, sin embargo, esta restricción de la ciudadanía democrática estaba cada vez más en entredicho. En parte como consecuencia de la industrialización, la creciente movilidad geográfica y social, y la aparición de la política de masas y la sociedad civil, la clase trabajadora, las mujeres y otros grupos menos favorecidos comenzaron a hacerse oír. Estos nuevos solicitantes de la ciudadanía iban a socavar este bastión de la masculinidad y la propiedad y su estatus establecido.

Reacciones defensivas e integradoras a la democracia de masas

El período comprendido entre 1870 y 1920 asistió a la ampliación del derecho al voto que dio lugar al sufragio universal. Para las élites liberales burguesas, un asunto de vital importancia era si todos los individuos tenían las cualidades racionales y morales necesarias para cumplir los requisitos prácticos de la ciudadanía plena. En general, su respuesta tuvo una doble cara: una defensiva (y pesimista) y otra más integradora (y optimista), lo que reflejaba la ambivalencia de la visión del hombre propia de la Ilustración. Las explicaciones naturalistas del carácter del hombre tendían a asumir que muchos seres humanos, si no la mayoría, estaban dominados por fuerzas irracionales que escapaban a su control, bien a causa de la herencia, los instintos y los reflejos firmemente arraigados, bien por el ambiente social y físico. Definir la subjetividad humana en términos de autonomía, libertad y desarrollo personal responsable, por otra parte, suponía que la razón era la esencia de la naturaleza humana común, como defendía el voluntarismo filosófico, y dejaba la puerta abierta a la posibilidad de mejora a través de reformas sociales y la educación.

Las reacciones defensivas entre las élites burguesas fueron alentadas por una preocupación creciente por los perturbadores efectos de la modernización social y la sociedad de masas. Muchas personas en los escalones más altos de la sociedad temían las consecuencias de la llegada inevitable del sufragio universal y la emancipación de los grupos menos favorecidos. La irracionalidad y el primitivismo que veían encarnados en los más pobres y un número cada vez mayor de inadaptados (delincuentes habituales, alcohólicos, vagabundos, asociales, pervertidos, neurópatas, disminuidos y locos) socavaban la estabilidad y el orden social, por no hablar de su posición de liderazgo. Asociaban la pobreza persistente y un alud de desviaciones con defectos del cerebro y el sistema nervioso, innatos o adquiridos, causados por anomalías del desarrollo o el estrés de la modernización, lo que, según ellos, indicaba una regresión hacia el primitivismo (atavismo) o una digresión del progreso evolutivo y sociocultural normativo. Para finales del siglo XIX, la preocupación por la degeneración y una enfermedad mental “masiva” que pudiese afectar a la fuerza y “eficiencia” de la nación se convirtió en una obsesión en muchos países. Las rivalidades nacionales se enmarcaban en términos darwinianos de batallas demográficas por la supervivencia de los más fuertes. En algunos países, como Francia e Italia, también era motivo de preocupación que los grupos de población subdesarrollados, que no marchaban al ritmo de los tiempos, obstaculizaran la unificación e integración nacional.

Muchos liberales creían que a la hora de democratizar la sociedad de masas había otras prioridades que la libertad individual y la igualdad de oportunidades. Especialmente cuando abordaban la desviación y la miseria, recalcaban la necesidad de proteger la buena salud y cohesión de la sociedad nacional. Se comparaba la sociedad con un organismo vivo en el que las partes, los individuos, como los órganos del cuerpo, se subordinaban al buen funcionamiento del todo. Los problemas sociales y los comportamientos desviados podían ser categorizados como patologías. El cuerpo político que se estaba desarrollando tenía la necesidad de una supervisión efectiva (que se llevaba a la práctica mediante grupos de voluntarios apoyados por el Estado y expertos científicos), igual que la salud del cuerpo y la mente del individuo requería de vigilancia continua. Tal retórica biomédica subrayaba la creencia de que las diferencias entre clases, razas, sexos, y entre lo normal y lo anormal, tenían sus raíces en la naturaleza; justificando así las desigualdades sociales y políticas del orden liberal burgués establecido. El conocimiento biomédico sobre la anormalidad se utilizaba como medio no político y positivista para establecer los estándares selectivos para la ciudadanía. Aquellos que se creía estaban dominados por los (bajos) instintos y los impulsos físicos primitivos eran exactamente lo contrario de los sujetos políticos racionales, pues carecían de la guía de la voluntad mediante la introspección racional y el autocontrol. Por eso solían ser considerados como ciudadanos imposibles o inferiores, que, o bien tenían que ser apartados de la sociedad, o bien debían “alcanzar” la normalidad a través de sanciones, control y disciplina.

El enfoque integrador, por el otro lado, era bastante reformista y tenía como objetivo la integración social. Los liberales de mentalidad reformista, junto con los líderes socialdemócratas y cristiano-demócratas, estaban convencidos de la necesidad de hacer frente a la “cuestión social” ampliando el rol de apoyo del Estado en la sociedad. Si el liberalismo clásico daba prioridad a la iniciativa privada y a la independencia sobre la intervención estatal en nombre del bien colectivo, los socioliberales reconocían que las oportunidades individuales de desarrollo personal no solo dependían del talento y la fuerza de voluntad, sino también de las circunstancias económicas y sociales, y de los avatares de la vida. Los servicios sociales colectivos se consideraban necesarios para proteger a los menos favorecidos de la adversidad y ofrecerles algún tipo de apoyo estructural. No solo era importante resolver las injusticias y los problemas sociales, como la pobreza, la enfermedad, el atraso o la explotación; era igualmente importante que aquellos que se habían quedado atrás pudieran también mejorar su posición social y acceder a una vida productiva y acorde a la moral. Cuando los gobernantes y las élites sociales tuvieron que hacer frente a la ampliación del electorado, se hizo difícil ignorar las necesidades de estas capas más amplias de la población. Como consecuencia de la extensión del sufragio, la emancipación política de la clase trabajadora y los sacrificios de millones de soldados en la Primera Guerra Mundial, en la mayor parte de países occidentales, el Estado, bien a través de la intervención directa y la financiación, bien indirectamente a través de acuerdos corporativos, fue asumiendo una creciente responsabilidad sobre la seguridad social. Las viejas prácticas de ayuda benéfica a los pobres se transformaron en planes de seguros sociales que cubrían la enfermedad, la discapacidad, la tercera edad y el desempleo. Las prestaciones sanitarias colectivas, que serían hechas realidad por gobiernos de diferentes colores políticos, eran un ingrediente esencial para garantizar dichas coberturas. El acceso igualitario a una atención sanitaria básica empezó a entenderse como una cuestión de derechos civiles.

El enfoque meliorista2 no solo ponía el foco en las privaciones socioeconómicas, sino que también tenía como objetivo la integración de la clase trabajadora en la nación política. Mientras la democratización de la sociedad avanzaba, se consideraba crucial elevar moralmente a los estratos más pobres e inculcar en ellos un sentido cívico de la responsabilidad y la decencia sobre la base de los valores de la clase media, lo que los convertiría en individuos con derecho a la ciudadanía democrática. El sentido del orden y las obligaciones, la responsabilidad social, la importancia del trabajo y la productividad, y los valores familiares serían la piedra angular del ideal de la ciudadanía de la clase media democrática. Además de los políticos, los reformadores sociales y renovadores de la moral, los partidarios de este activismo sociomoral se encontraban sobre todo en los grupos profesionales que estaban adquiriendo mayor importancia y conciencia de sí mismos: médicos, profesores, líderes juveniles, trabajadores sociales y, más tarde, los profesionales de la salud mental.

Sobre este telón de fondo de reacciones a la modernización sociopolítica — defensivas, por un lado, e integradoras, por otro— los psiquiatras empezaron a ampliar su campo profesional fuera de los límites del manicomio. Compartiendo valores liberales y una orientación positivista, muchos de ellos creían que la psiquiatría podía abordar problemas sociales y contribuir al progreso de la sociedad. Esta aspiración seguía el ejemplo de la medicina preventiva y la reforma sanitaria, que, desde mediados del siglo XIX, abordaba los perturbadores efectos de la industrialización y la urbanización en la salud de la población. La limpieza urbana, las infraestructuras y los medios sanitarios debían combatir las enfermedades endémicas y contagiosas, mejorando las condiciones ambientales de la salud y la prevención de las enfermedades. Pero se trataba de algo más que un proyecto médico dirigido a combatir las condiciones de vida insanas: a medio camino entre lo voluntario y lo coercitivo, el movimiento de reforma sanitaria (una amplia coalición de médicos, filántropos y reformadores sociales) también definió lo que se consideraba normal y moral en relación al orden social y al bien público. La salud pública incluía el interés didáctico-moral más general de supervisar y “civilizar” a las clases inferiores, para conseguir así que la vida de las clases medias fuese menos peligrosa. Desde finales del siglo XIX, se hicieron nuevos esfuerzos de mejora de las condiciones de vida de las clases más bajas para abordar la “cuestión social”. Aumentando el activismo social, bien fuese mediante la sociedad civil o mediante gobiernos (locales), este movimiento acometió una amplia gama de problemas, como la pobreza crónica, el desempleo, las malas condiciones de las viviendas, los niños desatendidos, el alcoholismo o la prostitución.

En las últimas décadas del siglo XIX, las dudas, si no la desesperanza, sobre los efectos terapéuticos de la hospitalización en manicomios cerrados hicieron que aumentase el esfuerzo de los psiquiatras para prevenir trastornos mentales graves mediante el tratamiento de dolencias psicosomáticas y nerviosas más leves, y mediante la detección de inadaptados sociales con problemas mentales para la adopción temprana de las medidas apropiadas. Así, el foco de la psiquiatría se amplió al grueso de la sociedad, incluyendo nuevas categorías de pacientes. Bajo el estandarte de la salud pública, la higiene social y mental, la antropología criminal y la eugenesia, los psiquiatras se declararon expertos en varias condiciones y conductas incómodas, como la idiocia, la delincuencia habitual y la juvenil, el alcoholismo y otras adicciones, las desviaciones sexuales, la prostitución, la mendicidad, la pobreza crónica, el suicidio, las carencias educativas, las actitudes antisociales y molestas, el trauma de guerra y, en general, cualquier dificultad para seguir el ritmo de la sociedad industrializada y urbana, caracterizada por un estilo de vida cada vez más vertiginoso y complejo. Las viejas y las nuevas etiquetas diagnósticas, que abarcaban todo el rango patológico situado en esa zona gris comprendida entre la normalidad y la locura, como la locura moral, la psicopatía, varias formas de perversión y monomanía, los déficit degenerativos, la neurastenia, la histeria o los trastornos neurológicos, ampliaron considerablemente la definición de enfermedad mental. Además de las causas biológicas hereditarias de los trastornos nerviosos y mentales, los psiquiatras atribuían su propagación a influencias socioculturales perniciosas, concretamente, al estrés de la sociedad moderna, que, según ellos, agotaba la energía nerviosa y el vigor mental del individuo.

Las mismas reacciones, tanto defensivas como integradoras, al ascenso de la democracia de masas también se produjeron ante la expansión del campo de la psiquiatría al resto de la sociedad. El efecto excluyente que caracterizaba la relación negativa de la psiquiatría manicomial con la ciudadanía liberal democrática continuó en gran medida en el enfoque de higiene social y eugenésico de la psiquiatría de finales del siglo XIX y principios del XX. Estos enfoques consideraban a una amplia variedad de inadaptados mentales y sociales como ciudadanos inferiores o fallidos.

La expansión higiénica del campo de la psiquiatría se apoyaba en la teoría de la degeneración, el darwinismo social, la eugenesia y las doctrinas raciales. Las dicotomías y jerarquías médicas y evolutivas (sano versus enfermo, normal versus anormal y desarrollado versus subdesarrollado) establecían un criterio científico para identificar las amenazas contra el orden liberal burgués y para determinar la inclusión o exclusión de un individuo en la sociedad moderna. Ahora la capacidad física y mental para la ciudadanía de los inadaptados sociales con problemas mentales se cuestionaba más explícitamente que antes: muchos de ellos se empezaron a ver como subciudadanos inadecuados. Al igual que otros médicos, los psiquiatras estaban inmersos en una política de salud coercitiva, de arriba abajo, cuyo foco era la calidad de la población en masa en aras de la vitalidad y supervivencia nacional. En un contexto así, la profesionalidad médica, basada en una autoridad de experto exclusiva, estaba reñida con la ciudadanía democrática, ya que tendía a violar el umbral formal liberal de los derechos y libertades del individuo. Dicha tendencia, que sustituye al individualismo posesivo liberal por el étatisme3 posesivo excluyente, se dio en varios países, aunque en diferentes grados, en particular en los países bajo un gobierno totalitario. El rol activo de los médicos, incluyendo muchos psiquiatras, en programas de eugenesia y eutanasia a gran escala, junto a los experimentos médicos en la Alemania nazi, es el ejemplo más extremo de la afinidad entre el conocimiento biomédico especializado y la meta “biocrática” de purgar la sociedad de aquellos individuos considerados como defectuosos, no aptos, peligrosos o una carga para la sociedad, incluyendo los pacientes psiquiátricos y los discapacitados.

En la misma época, surgió una relación más positiva e inclusiva entre la psiquiatría y el nuevo, y más amplio, campo de la atención a la salud mental, por un lado, y la ciudadanía, por otro. Los individuos con problemas mentales y socialmente desfavorecidos empezaron a ser vistos como ciudadanos potenciales que tenían derecho a ser ayudados para desarrollar las capacidades mentales y conductuales que les capacitarían para la plena ciudadanía.

La atención a la salud mental: ciudadanos potenciales y emancipados

A finales del siglo XIX y principios del XX, aparecieron nuevas instituciones psiquiátricas como alternativas a los manicomios: los sanatorios y hospitales para personas con enfermedades nerviosas y psicosomáticas; las salas de psiquiatría y neurología para pacientes agudos en los hospitales generales; las consultas ambulatorias o las clínicas privadas de psiquiatras y neurólogos. Estos dispositivos atendían sobre todo a pacientes de clase media y alta en base a fundamentos médicos, sin necesidad de un ingreso involuntario que implicase la pérdida del estatus de ciudadano. De este modo, los profesionales de la psiquiatría ascendieron a la categoría de doctores, dejando atrás el lugar que ocupaban antes como guardianes en instituciones apartadas. La idea de que las turbulencias de la vida moderna podían estresar a las personas de todos los estratos de la población, incluyendo a los ciudadanos respetables, promovió una visión más comprensiva de los enfermos de los nervios. Asimismo, se estableció la distinción entre los inadaptados severos que suponían una amenaza y los susceptibles de mejora. La asociación de la psiquiatría con la neurología, el psicoanálisis y los tratamientos psicoterapéuticos (incluyendo la hipnosis y la sugestión) reflejaba un interés general en “los nervios” como el vínculo vital pero vulnerable entre la mente y el cuerpo, y en “lo nervioso”, en el sentido de inquieto, irritable, estresado y agotado. Los innovadores tratamientos psicodinámicos y psicosociales se promovieron también en el campo de la psiquiatría militar para tratar la neurosis de guerra y otros traumas durante la Primera y Segunda Guerra Mundial.

En la primera mitad del siglo XX, la psiquiatría institucional experimentó una transformación gradual, pasando de los manicomios más o menos cerrados (en los que los pacientes eran ingresados única o principalmente de forma involuntaria con un certificado legal4, y, con frecuencia, por razones sociales y no médicas) a hospitales psiquiátricos más abiertos, con pacientes ingresados y dados de alta en base a criterios médicos. Las enmiendas en la legislación referente a la locura se adaptaron al cambio de prioridades, pasando de procedimientos legales relacionados con el mantenimiento de la ley y el orden al ingreso voluntario y el derecho de los pacientes a recibir una atención y tratamiento adecuados. Además, la población de las instituciones mentales empezó a ser diferenciada y segregada en base a criterios médicos: los discapacitados psíquicos y los pacientes psicogeriátricos, por ejemplo, fueron trasladados a dispositivos de atención especializada, dejando en las instituciones mentales a aquellos con trastornos mentales “puros”, que estaban separados en pabellones para casos crónicos y agudos. También cambió la manera en que los hospitales psiquiátricos eran financiados y administrados. Hasta bien entrado el siglo XX, dependían sobre todo de la caridad, pero después los seguros médicos colectivos y los planes de la seguridad social se fueron haciendo cargo para garantizar una financiación más adecuada y una mejor calidad de la atención. En la segunda mitad del siglo XX, los pacientes empezaron a recibir tratamiento, en lugar de recibir solo un refugio. Además, la prescripción de nuevos fármacos antipsicóticos amplió las oportunidades de tratamiento psicoterapéutico y sociopsiquiátrico, y acortó la duración media de los periodos de hospitalización de los pacientes.

Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, se sentaron las bases para la expansión y una mayor diversificación del área de la psiquiatría. El desarrollo del movimiento de higiene mental y la atención a la salud mental fuera del ámbito de los manicomios amplió su radio de acción a una variedad de problemas psicosociales. Esto supuso la implicación en el tratamiento de profesionales no médicos, como trabajadores sociales, enfermeras, psicólogos, psicoanalistas, pedagogos y criminólogos. Por el otro lado, el espectro de pacientes y clientes era cada vez más amplio. Así, una variedad de dispositivos de salud mental ambulatoria fue surgiendo: servicios pre y post-trata-miento; talleres tutelados para los enfermos mentales y disminuidos no hospitalizados; centros de asesoramiento para niños problemáticos (como las clínicas de orientación infantil) y para adultos con problemas psicológicos leves, alteraciones del comportamiento o dificultades en el terreno laboral, familiar, matrimonial, sexual o problemas de alcoholismo. El fomento del apoyo social y los enfoques didáctico-moral, psicosocial y psicoterapéutico fueron ganando terreno al tratamiento médico en este sector.

El razonamiento subyacente de los psicohigienistas, o higienistas mentales, se asentaba en la preocupación por la relación entre los peligros de la modernidad y el estrés personal. Muchas personas tendrían problemas para seguir el ritmo de los rápidos avances tecnológicos y el estilo de vida frenético de la sociedad urbana industrializada. A medida que la democratización social y política avanzaba, parecía esencial mejorar su resiliencia mental. Los higienistas mentales creían en la posibilidad de reformar y rehabilitar a los seres humanos, y pensaban que era posible mejorar su funcionamiento en la sociedad moderna. Su objetivo tácito era una sociedad de masas ordenada que estuviera basada en la adaptación del individuo a las normas y valores de la clase media.

Mientras el enfoque de la higiene social, íntimamente relacionado con el darwinismo social, la eugenesia y la higiene racial, implicaba violaciones drásticas de los derechos civiles y la exclusión, el de la higiene mental se vinculaba a los intereses y aspiraciones de los grupos más desfavorecidos. La atención a la salud mental se basaba cada vez más en el acuerdo o cooperación de sus clientes para mejorar sus condiciones de vida. Aunque se aplicaban varios grados de coerción y tutelaje, los profesionales recurrían cada vez más al apoyo social, el consejo, la educación y la orientación para fomentar hábitos y actitudes que conducían no solo a la adaptación e integración social, sino también a la responsabilidad personal y el autocontrol como la base de una ciudadanía democrática fuerte.

Apoyada por el estado de bienestar, la atención a la salud mental se expandió después de la Segunda Guerra Mundial. Los higienistas mentales todavía señalaban los aspectos negativos de la modernidad, pero al mismo tiempo mostraban una gran confianza en las ciencias humanas y el modelo psicodinámico, además de poseer un gran sentido humanitario. En el congreso internacional de la Federación Mundial de la Salud Mental que tuvo lugar en Londres en 1948, se declaró que, además de la prevención y el tratamiento de los problemas mentales, también debería estar garantizada la salud y el máximo bienestar de todos los ciudadanos. Este punto de vista se hacía eco de la definición de salud de la Organización Mundial de la Salud: “Estado de completo bienestar físico, mental y social, y no meramente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Y estaba también en la misma línea que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por las Naciones Unidas en 1948, que reza: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, incluyendo […] la asistencia médica necesaria”. Esta meta más amplia de la salud mental estaba ligada a la prevención de la guerra y el totalitarismo, y a una gestión cuidadosa de la modernización socioeconómica en curso. Para los profesionales de la salud mental, la sociedad podía mejorarse reformando la mente de las personas con la ayuda de las ciencias del comportamiento y los métodos psicosociales y psicodinámicos. En la práctica, su tarea era ocuparse de los problemas de los individuos y remediar sus deficiencias, imperfecciones de personalidad, defectos conductuales, trastornos del desarrollo, conflictos inconscientes y dificultades relacionales. El objetivo más amplio era fortalecer la resiliencia moral y mental de las personas para acometer los desafíos de la modernidad y cumplir los requisitos de la ciudadanía democrática responsable. En última instancia, el moldeado de ciudadanos introspectivos, adaptados y constructivos contribuiría a la estabilidad social y política.

Mientras que en los años 50 el ideal psicohigiénico de la formación de la personalidad enfatizaba la autorregulación adaptativa basada en la internalización de las normas sociales y el sentido del deber; a partir de los 60, los ideales de liberación y desarrollo personal sentaron las bases de un individualismo más asertivo y orientado a la emancipación. Se cuestionaron, y politizaron, las relaciones de poder desiguales en varias instituciones sociales y también en la esfera privada (las feministas declararon que lo personal era político); mientras que cuestiones sensibles, como la sexualidad, la anticoncepción, el aborto y también el sufrimiento y la enfermedad mental, saltaron a la palestra del debate público. Los trabajadores de la salud mental progresistas simpatizaban con los movimientos de protesta y la antipsiquiatría de los 60, y subrayaban la necesidad de liberar a las personas de las convenciones fijas, las estructuras sociales opresivas y los poderes institucionales coercitivos, como los de la psiquiatría médica. Mientras la psiquiatría institucional y médica se ponía a la defensiva, en muchos países con un estado de bienestar desarrollado, los servicios psicosociales aumentaron en tamaño y número. Una perspectiva psicológica y varias terapias basadas en la cura por la palabra marcaron el rumbo en estos dispositivos. Estas terapias se dirigían a clientes con cierta capacidad de introspección y habilidades verbales y de comunicación. En la llamada “década del yo” de los 70, se disparó el interés en el descubrimiento de uno mismo, la expresión emocional y el crecimiento personal. La atención a la salud mental —en particular, la psicoterapia— jugó un papel principal en la psicologización tanto de la vida personal como de la pública. El sector de la salud mental y el bienestar declaró nuevos valores públicos como una alternativa más abierta de miras al orden tradicional burgués y moral religioso.

La salud mental encajaba bien con una ampliación más conciliadora e inclusiva de los derechos que constituían la ciudadanía social en el creciente estado de bienestar. Las constituciones liberales habían otorgado a las personas derechos civiles básicos, la introducción del sufragio universal en torno a la Primera Guerra Mundial había hecho realidad los derechos políticos y el estado del bienestar de la posguerra había garantizado que se materializasen. El siguiente paso en este proceso en marcha de democratización era asentar estas necesidades inmateriales para lograr el desarrollo óptimo y el bienestar de todas las personas. Todo ello se basaba en la visión optimista de que los ciudadanos independientes y motivados garantizarían una sociedad abierta, igualitaria y democrática. Esto implicaba empoderar a los grupos más desfavorecidos: las mujeres, los jóvenes, las minorías étnicas, los homosexuales, los discapacitados y los enfermos, físicos y mentales. En este contexto, la psiquiatría saltó a la palestra del debate público, a menudo con fuertes matices políticos.

La creencia de que el estado de bienestar en general, y la salud mental ambulatoria y el trabajo social en particular, supondrían un avance en el potencial igualitario e integrador de la ciudadanía sociodemocrática inspiró reformas de la psiquiatría institucional más o menos radicales. La política de desinstitucionalización, implementada en la mayor parte de países occidentales desde mediados de los años 60 (aunque su forma, escala y momento variaron sustancialmente en cada país), estimuló el papel de la atención extramanicomial y la psiquiatría comunitaria. La desinstitucionalización, cuyo objetivo era la integración social de los pacientes psiquiátricos, era alentada por los grandes ideales y también por consideraciones prácticas.

Ya en los años 50, la introducción de las drogas psicotrópicas y otras terapias más o menos exitosas, que hacían que el comportamiento de los pacientes fuera más manejable y sumiso, empezó a suponer un cambio en la atención psiquiátrica. Se pasó de las instituciones mentales a otros servicios, como: las salas de psiquiatría y las consultas externas de los hospitales generales, los médicos generalistas, los servicios de transición, los servicios socio-psiquiátricos, los centros comunitarios de salud mental, los dispositivos psiquiátricos móviles, los pisos tutelados o las unidades de rehabilitación y trabajo. Se pensaba que la atención psiquiátrica debía estar totalmente integrada en los sistemas nacionales de salud y bienestar (y beneficiarse de sus presupuestos, cada vez mayores), lo que también contribuiría a combatir el aislamiento social de los enfermos mentales. Los planes de ampliar las redes de salud mental tenían la finalidad de aumentar la accesibilidad de los dispositivos de atención a los enfermos mentales y, en algunos países, también a los clientes con quejas más leves.

La desinstitucionalización se hizo eco de los ideales democráticos y emancipadores, y también de las crecientes críticas a la psiquiatría institucional, que culminaron en la antipsiquiatría (en Italia, la Psichiatria Democrática), y las protestas de los pacientes que se habían organizado en grupos para defender sus intereses. La idea básica era que los enfermos mentales deberían poder participar en la sociedad tanto como fuese posible con el apoyo de los servicios públicos. Su integración social contribuiría a aumentar su autoestima y su desarrollo personal, y a contradecir los prejuicios que muchas personas tienen sobre ellos. Aunque limitados en lo que respecta a su autonomía y juicio, y dependientes en mayor o menor grado, las personas con sufrimiento mental no deberían perder sus derechos civiles. Las nuevas leyes de salud mental restringían la hospitalización forzosa involuntaria, y si esta era inevitable, ya no implicaba la pérdida total de la ciudadanía. Se reconocieron derechos concretos, por ejemplo, los relativos a los estándares de trato humanitario, la autonomía, la integridad del cuerpo y la necesidad del consentimiento informado para los tratamientos médicos.

Había (y hay) una tendencia general a evitar la hospitalización a largo plazo, siendo preferibles otras formas de tratamiento más variadas y fuera del ámbito hospitalario, aunque hubo considerables variaciones entre países en cuanto a la escala, el ritmo y la puesta en práctica de las nuevas políticas. La desinstitucionalización y el fomento de la atención comunitaria suscitaron con frecuencia altas expectativas, pero su implementación se encontró con obstáculos financieros, políticos y administrativos. En la mayor parte de países, las reformas comenzaron en los 60 y principios de los 70, en un clima de crecimiento económico que dio lugar a un aumento del gasto público y políticas de izquierda. En la consiguiente década de depresión económica y giro político a la derecha, los gobiernos recortaron prestaciones sociales y promovieron la desinstitucionalización como una forma de ahorrar costes de atención en salud mental. “Menos estado (de bienestar) y más mercado (libre)” fue el eslogan del gobierno de Margaret Thatcher y la administración Reagan. Y su ejemplo neoliberal fue seguido en menor o mayor medida en el continente europeo. En América, Reino Unido y, en particular, Italia, donde la desinstitucionalización fue mucho más drástica que en otros países, la reducción de camas en psiquiatría estuvo lejos de compensarse con otras formas de atención profesional alternativas y servicios públicos para la reinserción social. En vez de eso, se fomentó el cuidado informal por parte de voluntarios, mientras a los dispositivos de atención privatizados, incluidas las clínicas psiquiátricas y psicoterapéuticas privadas, solo podían acceder los pacientes agudos, las personas con recursos económicos y los clientes con problemas mentales leves.

El resultado fue que los pacientes psiquiátricos, que con frecuencia sufrían trastornos crónicos y severos, fueron dados de alta de los hospitales psiquiátricos sin que hubiera alternativas de tratamiento suficientes. Muchos de ellos pasaron a depender de sus familiares o fueron abandonados a su suerte. Así, la desinstitucionalización dio lugar a abandono social, pobreza y alteraciones del orden público causadas por personas mentalmente perturbadas, alcohólicos o drogodependientes que acabaron en las calles. En Estados Unidos, una buena parte de ellos se unió al cada vez más numeroso ejército de los sin techo. La desinstitucionalización no mejoró la calidad de vida de los enfermos mentales en todos los casos. Además, había una creciente preocupación por aquellos que causaban desórdenes públicos o podían llegar a ser violentos.

La atención a la salud mental en el neoliberalismo: ciudadanos empoderados y fallidos

La doble cara de la desinstitucionalización debería entenderse en el contexto de la devaluación del estado de bienestar que tiene lugar desde mediados de los ochenta. En el periodo de posguerra, el gasto en salud y beneficios sociales había ido ascendiendo continuamente en el mundo occidental, llegando a sobrepasar al crecimiento económico. Los crecientes, y finalmente inasumibles, costes eran también impulsados por algunas dinámicas inherentes a los sistemas de bienestar. Existía la tendencia a despolitizar cuestiones y áreas sociales potencialmente controvertidas (la crianza y educación de los niños, la reproducción y la sexualidad, buena parte de las alteraciones mentales y del comportamiento, las discapacidades relacionadas con el trabajo…), redefiniéndolas como problemas médicos o psicológicos y derivándolas al terreno subsidiario de los profesionales de la salud. Aunque la solidaridad colectiva da por sentado obligaciones mutuas y responsabilidad social, más bien alimentó en los ciudadanos un sentido de derechos y privilegios. Además, fomentó cada vez más expectativas y reivindicaciones sobre el alcance y las prioridades de los servicios. En consecuencia, la perdurabilidad de los servicios del estado de bienestar empezó a estar en entredicho, sobre todo en tiempos de políticas de austeridad.

Todo esto es aplicable en particular a la salud, ya que su significado substancial se ha ampliado hasta convertirse en el punto de referencia de la calidad de vida. La búsqueda de un bienestar mejorado y óptimo a través del moldeado de los estilos de vida, o “políticas de vida”, en el que intervienen una amplia variedad de políticas, organismos, servicios y productos, parece no tener fin, mientras que los medios privados y colectivos son finitos. Además, es difícil definir el derecho (civil y humano) a la salud —tal y como fue proclamado por la Organización Mundial de la Salud y las Naciones Unidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos—. A diferencia de otros derechos civiles, como la libertad de expresión, la libertad religiosa, el sufragio universal o el derecho a un juicio justo, la salud en sí misma difícilmente puede ser garantizada por leyes o políticas. La enfermedad es, en gran medida, una cuestión de la naturaleza y el destino, de diferencias biológicas inevitables entre los individuos. Un acceso igual a la sanidad puede ser viable, pero no hay criterios objetivos para delimitar su alcance y calidad, y tampoco los hay para asignar de forma justa los escasos recursos. ¿Qué tratamientos para qué pacientes deberían cubrirse mediante financiación colectiva y en qué condiciones? ¿Qué parte de nuestros ingresos e impuestos podemos y queremos gastar en atención sanitaria?

Con el auge del neoliberalismo, el colapso del comunismo en los países del Este y el retroceso de la socialdemocracia en los del Oeste, el estado de bienestar está sufriendo presiones, no solo a causa de sus costes en aumento, sino también debido a la idea de que fomenta la inactividad y el uso indebido de las prestaciones. Un aspecto preocupante de la ciudadanía está en juego: la sensación de que los privilegios han desbancado a las virtudes cívicas y las obligaciones, y que urge fomentar la independencia del individuo y la adaptación social de los grupos desfavorecidos (los desempleados, las personas de bajo nivel educativo, las minorías étnicas y religiosas, y también las personas con discapacidades físicas y mentales), si es preciso, mediante medidas coercitivas, ya que no parecen disponer de las capacidades socioculturales necesarias para prosperar en un mundo dinámico y global. Así, se empezó a considerar que la dependencia de las prestaciones sociales y la falta de integración social eran lo opuesto a la buena ciudadanía. Las políticas de desregulación y privatización hicieron que se pasara de un enfoque de bienestar “blando” a uno basado en los incentivos económicos, el rendimiento y la competitividad en el mercado. Cada vez en mayor medida, la buena ciudadanía implica independencia y autonomía basada en el talento y el esfuerzo. Respecto a la salud, se sostiene que un sistema de atención financiada colectivamente solo es sostenible si los ciudadanos se hacen más responsables de ella y llevan un estilo de vida adecuado para prevenir los problemas de salud.

El interés público en la salud se plantea cada vez más en términos de riesgos, que deben abordarse de forma individual e implicar obligaciones. Los enfoques predictivos y preventivos se centran en la detección y mapeo de los riesgos para la salud, y en el pronóstico de posibles enfermedades en la población general. Se advierte de los riesgos para la salud del tabaco, el alcohol, las drogas, el sexo “no seguro”, el estrés, las dietas poco saludables, la falta de ejercicio y la contaminación ambiental. Se insta a las personas a ser conscientes de su salud y a monitorizarla, a conocer y evitar los riesgos, a llevar estilos de vida saludables, a ser vacunados, someterse a reconocimientos médicos y actuar como usuarios de los sistemas de salud responsables. En lo que respecta al bienestar mental, toda clase de terapeutas, instructores, coaches, asesores y consejeros ofrecen sus servicios para ayudar a las personas a cumplir los requisitos relacionados con el rendimiento, los logros, la planificación profesional, la flexibilidad, las habilidades sociales y la regulación de las emociones. Parece que esta visión personalizada y psicologizada de los problemas de salud mental, que surgió en el contexto del interés por uno mismo en la “década del yo” y el ideal progresista de un estado del bienestar considerado, podría también orientarse a la norma neoliberal del individuo autónomo y emprendedor, y al modelo asociado del usuario de los servicios de salud en el mercado libre interesado en sí mismo.

La sugerencia implícita de todo esto es que los individuos reflexivos y motivados pueden, en gran medida, tener el control sobre la salud y la enfermedad como parte esencial de un esfuerzo continuo de fomentar la calidad de sus vidas. Estos ideales de autonomía e independencia del individuo son también centrales en la ética médica contemporánea, que enfatiza los derechos e integridad de los pacientes, la libre elección y el consentimiento informado. De hecho, la práctica médica actual muestra una actitud más activa de los pacientes y usuarios de servicios sanitarios, que se educan en base a la información científica, y popular, sobre la salud y la enfermedad disponible (sobre todo, online); adoptan un lenguaje profesional, se explican a sí mismos en función del conocimiento biomédico y del discurso psicológico, y lo utilizan para sus propios propósitos; valoran la información científica y pueden cuestionar la autoridad de los expertos; se organizan en grupos de apoyo y asociaciones que defienden sus intereses; y eligen a los profesionales en el mercado médico o los circuitos alternativos.

El requisito de esta actitud de autovigilancia e independencia en los usuarios de los sistemas de salud contemporáneos se amolda al marco neoliberal de la ciudadanía, caracterizado por un individualismo en gran medida “desocializado” y centrado en el interés propio. Se ha producido una revitalización y expansión del individualismo posesivo, pero, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, no para una élite de varones con propiedades, sino como la norma para todos los ciudadanos. La concepción de los individuos como autosuficientes y legítimos representantes de sus propios intereses, cuyas relaciones con los demás son principalmente contractuales, sugiere que tienen, por definición, libertad de elección y pueden dar forma óptimamente a sus vidas de manera productiva y calculadora. De los ciudadanos se espera que actúen según “su mejor voluntad”, que exploten sus recursos internos y “saquen lo mejor de sí mismos”. Tal imperativo implica habilidades psicológicas y sociales concretas, como la iniciativa propia, la capacidad de decidir, la monitorización continua, la responsabilidad y el desarrollo personal, pero también una actitud flexible, comunicativa y cooperadora. Los ciudadanos deberían actuar como propietarios y gestores de sus propias capacidades físicas y mentales —lo que insinúa que la ciudadanía plena es más que un privilegio concedido: es algo que ha de ser ganado—.

En el pasado, la socialización de las responsabilidades sobre la salud y la enfermedad a través de la reforma sanitaria, las medidas de higiene mental y los servicios de atención social había dado lugar a un equilibrio entre el individualismo posesivo y un étatism posesivo más o menos benigno e inclusivo, o, en otras palabras, entre la autonomía individual y las responsabilidades colectivas. Sin embargo, la revitalización neoliberal de un individualismo posesivo descarnado ha alterado este equilibrio. No hay nada malo en una ciudadanía activa y bien informada, y, en gran medida, así se ha materializado. Pero hay un problema si la responsabilidad individual se amplía y se toma como la norma para todas las personas cuando los medios de los que dispone cada individuo para actuar en consecuencia no están distribuidos de forma igualitaria. La libertad neoliberal carece a menudo de escudos protectores, dando pie así a la incertidumbre y al miedo, sobre todo en el caso de los más desfavorecidos. Un problema básico es que el énfasis unilateral en la autonomía y la responsabilidad del individuo está reñido con algunos aspectos éticos y políticos fundamentales de la incapacidad mental, especialmente en la época de la desinstitucionalización, la genética, la biotecnología y los psicofármacos. En el neoliberalismo, el nexo entre la salud mental y la ciudadanía ha devenido problemático en varios sentidos.

¿Hasta qué punto pueden la autonomía y la independencia ser directrices adecuadas cuando las personas sufren una enfermedad física o mental? Siempre y cuando tengamos salud física y mental, solemos creer que tenemos un cuerpo y el control sobre nuestro pensamiento y comportamiento, pero la enfermedad es precisamente la experiencia que nos hace dolorosamente conscientes de que somos nuestro visceral cuerpo y que nuestros pensamientos y sentimientos, a veces erráticos, pueden sobrepasarnos. Nuestra capacidad de dominarlos y controlarlos no es ilimitada. La enfermedad, que implica sufrimiento, dolor, dependencia, ansiedad y confusión, básicamente implica un déficit, o la pérdida, parcial o total, de las capacidades esenciales del individualismo posesivo. Por tanto, los ideales emancipadores de la desinstitucionalización y la atención comunitaria no están exentos de problemas.

El énfasis en la participación e integración social de los pacientes psiquiátricos subestima la esencia de la enfermedad mental y su devastador efecto en la autonomía, no tiene en cuenta la pérdida de los patrones básicos de conducta y de interacción social que habitualmente damos por sentados. Los ideales de emancipación están fuera del alcance de aquellos que sufren trastornos psiquiátricos graves, que no pueden vivir de forma independiente, no son capaces de reivindicar sus necesidades y carecen de la capacidad de reflexionar sobre sus habilidades y limitaciones. La lucha por la participación social, incluyendo la inserción laboral, se complica por las demandas, cada vez mayores, del mercado laboral respecto a una formación adecuada, habilidades intelectuales y sociales, rendimiento, flexibilidad…, demandas que muchos pacientes no son capaces de cumplir. En especial, los pacientes psiquiátricos más frágiles necesitan seguridad, protección y una vida tranquila a cubierto de la vorágine de la sociedad. En algunos casos, incluso pueden llegar a preferir la protección y la atención que les brinda un entorno institucional seguro donde pueden llevar una vida razonablemente tranquila.

Además, la conceptualización neoliberal del paciente, o del “cliente”, como usuario que elige libremente es demasiado optimista, más aún en el caso de las personas con sufrimiento psíquico que en el de los pacientes con enfermedades somáticas. Aunque los mecanismos de mercado se han introducido en el sistema de salud, la situación de los pacientes no es como la de los consumidores en el mercado libre. Las dotaciones de los servicios de salud mental financiados colectivamente son todavía en gran medida monopolísticas, estandarizadas, sujetas a presupuestos y reguladas por el Estado, y restringen la libertad de elección de los pacientes. De hecho, el control de los gestores (de entidades públicas o privatizadas) sobre los recursos de la atención sanitaria ha aumentado. La profesionalidad, la eficiencia, la racionalización, el ajuste a los presupuestos y una remedicalización parcial de la psiquiatría —la neurobiología y la genética han hecho revivir las explicaciones deterministas— han ocupado el lugar de los ideales emancipadores de los 60 y 70.

Hay más factores estructurales que obstaculizan la autonomía y la independencia de los individuos. La consideración de la salud y la enfermedad en términos de elección y responsabilidad individual no solo resta importancia a las diferencias existentes en la constitución de los individuos, sino que además infravalora hasta qué punto los trastornos mentales pueden estar determinados por factores socioeconómicos y culturales, como la pobreza, las carencias educativas, el desempleo o la etnia. Además, el enfoque preventivo y de mejora en política de salud fomenta estándares de salud física y mental cada vez más altos, lo que incluso podría aumentar la brecha entre los más pudientes y los desfavorecidos. Si la forma física óptima y el rendimiento se convierten en algo no solo deseable, sino prácticamente obligatorio, mediante la presión social o la insistencia de las aseguradoras y las instituciones estatales, las personas que no puedan (o no quieran) cumplir con los requisitos obligatorios podrían ser estigmatizadas y consideradas como grupos de alto riesgo. En concreto, los enfermos crónicos, las personas con sufrimiento mental y los discapacitados pueden ser marginados como ciudadanos fallidos, debido a sus dificultades a la hora de cumplir las expectativas de participación social activa, en particular, las que se refieren a la productividad económica. La complejidad que implica la información digitalizada y las redes de servicio en el mercado comercial y en las instituciones administrativas y gubernamentales complica todavía más las cosas.

Mientras la seguridad social y las prestaciones sociales se recortan y los presupuestos destinados a la atención a la salud mental se reducen, el Estado y sus instituciones administrativas (en parte, privatizadas) recurren cada vez más a la recogida de datos, la evaluación, el control de riesgos y el escrutinio de los grupos con problemas. Además, el interés ha cambiado y ahora lo principal es salvaguardar la seguridad pública. En el área de la salud mental, se tiende a una mayor coerción en los servicios sociopsiquiátricos. La desinstitucionalización ha intensificado la preocupación pública por el riesgo que suponen los enfermos mentales que no son capaces de cuidar de sí mismos y vivir en sociedad, que no cooperan y se niegan al tratamiento o aquellos cuyos problemas de conducta son tan graves que pueden considerarse alteraciones del orden público o suponen un peligro para sí mismos u otras personas. Su creciente derecho a la autonomía ha entrado cada vez más en conflicto con la tolerancia social a dichas conductas en la población general y con las limitadas opciones de los dispositivos de salud mental, con frecuencia faltos de personal y justos de presupuestos. Las intervenciones de alcance comunitario no proporcionan un alivio duradero. Para bien o para mal, el tratamiento psiquiátrico de los trastornos mentales serios e incurables se centra en el modesto objetivo de aliviar el sufrimiento y controlar los síntomas disruptivos en la medida de lo posible, especialmente, a través de la medicación, para que los pacientes puedan sobrellevar su vida.

El otro legado de las políticas emancipadoras de salud mental de los años 60 y 70, la expresión de las dificultades mentales y de la vida personal en lenguaje psicológico, también da lugar a sentimientos ambivalentes. Si en ese periodo la aspiración era convertir lo personal en político, en las décadas siguientes esta lógica se invirtió: lo político se ha ido llevando cada vez más al plano de lo personal. ¿Qué implicaciones tiene para la política democrática, la sociedad civil y la ciudadanía que los asuntos públicos se discutan casi unánimemente en un lenguaje personal, psicológico y cada vez más emocional? En los 70 y los 80, dicho discurso podía ser liberador y servir para empoderar. Sin embargo, como hemos visto en la pasada década, debido a la influencia de un populismo creciente, se ha dado la vuelta a este tipo de discurso y se ha utilizado para expresar indignación y suscitar división. En cierta medida, la personalización del sufrimiento mental y la tendencia a la introspección psicológica de los 70 y los 80 han sentado las bases de las políticas de identidad polarizadas y las guerras culturales que hoy dividen a las sociedades occidentales más que nunca. La retórica política dominante desvía la atención de los intereses sociopolíticos cruciales, como la creciente desigualdad de oportunidades, la dispar distribución de la riqueza y los ingresos. Tanto la cultura terapéutica de la búsqueda del yo de los 70 como la celebración neoliberal de la autonomía del individuo han acabado por sacar el análisis sociológico crítico e informado fuera del debate público.

Conclusión

Este artículo esboza cómo el desarrollo de la psiquiatría moderna y la atención a la salud mental estuvo íntimamente relacionado con la aparición y extensión del concepto de ciudadanía. El origen de esta relación, ligado al principio liberal del individualismo posesivo, fue ambivalente. Por eso, aunque la relación entre la salud mental y la ciudadanía fue de facilitación mutua, también fue de antagonismo, entrando a menudo en juego elementos contrapuestos: inclusión versus exclusión, igualdad versus desigualdad, liberación versus represión y derechos versus obligaciones. La expansión y socialización de la atención a la salud mental y la ampliación del campo de la psiquiatría durante los dos siglos pasados no debería verse solo como una medicalización coherente e inevitable, o como una imposición del “biopoder”, por utilizar un término de Foucault bien conocido. Las implicaciones sociopolíticas de la salud y la enfermedad mental han variado dependiendo de las distintas relaciones y tensiones entre el Estado, los profesionales médicos y los ciudadanos, unas veces más pasivos y otras más activos. El reduccionismo biomédico en psiquiatría tiende a socavar, en vez de a mejorar, la ciudadanía democrática; por el contrario, en el movimiento de la higiene mental y los enfoques sociales y psicológicos, la salud mental y la ciudadanía democrática se refuerzan mutuamente. No obstante, a día de hoy la enfermedad mental grave y la ciudadanía plena siguen siendo difíciles de reconciliar.

*Traducción del inglés de Rebeca García Nieto

1Este artículo se basa en algunos capítulos de tres libros en que he sido coautor o coeditor: Gijswijt-Hofstra M, Oosterhuis H, Vijselaar J, Freeman H (Eds.) Psychiatric cultures compared. Psychiatry and mental health care in the twentieth century: Comparisons and approaches. Amsterdam: Amsterdam University Press, 2005 (Introducción y capítulo 10); Oosterhuis H, Gijswijt-Hofstra M. Verward van geest en ander ongerief: Psychiatrie en geestelijke gezondheidszorg in Nederland (1870-2005), 3 volúmenes. Houten: Nederlands Tijdschrift voor Geneeskunde/Bohn Stafleu Van Lochum, 2008; Huisman F, Oosterhuis H (Eds.). Health and citizenship: political cultures of health in modern Europe. London y Brookfield: Pickering & Chatto, 2014; London y New York: Routledge, 2016 (Introducción y capítulo 7).

2El meliorismo defiende que el mundo es mejorable y es el hombre el que puede perfeccionarlo a través del progreso. En filosofía, destacan las aportaciones de William James o John Dewey. (N. de la T).

3El estatismo defiende que el Estado debería controlar la política social o económica, o ambas, en mayor o menor medida. (N. de la T).

4El estatismo defiende que el Estado debería controlar la política social o económica, o ambas, en mayor o menor medida. (N. de la T.).

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Recibido: 22 de Enero de 2018; Aprobado: 26 de Julio de 2018

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