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Index de Enfermería

On-line version ISSN 1699-5988Print version ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.14 n.51 Granada Mar. 2005

 

MISCELANEA


DIARIO DE CAMPO

Una joven doctora narra una pequeña historia: su vivencia como acompañante del marido enfermo, que también es médico. La historia, adornada de las contradicciones correspondientes, puede resultar muy común para quienes conocen bien los ambientes hospitalarios, pero no por ello resulta menos chocante cuando es leída en un texto ajeno. Sin duda se trata de un caso emblemático de la eterna lucha entre la tecnificación excesiva y la capacidad de escuchar al otro como persona que siempre tendrá algo que decir, argumentos que es imposible que recojan los instrumentos de alta precisión.

TECHNOLOGICAL ADVANCE AND LISTENING ABILITIES

A young doctor relates a little story: her experience while accompanying her husband, also a doctor, while being ill. This story, with all its contradictions, can look familiar to those who know well hospital atmospheres, but it is nevertheless shocking when read in paper. This is the emblematic case of the ever-lasting fight between the excessive technification and the ability to listen to the other as a person who always has something to say, arguments that high-precision tools will never be able to take into consideration.

 

El avance tecnológico y la capacidad de escucha 

Teresa Concepción Medina

Médico, Centro de Salud Finca España, La Laguna, Tenerife, Islas Canarias, España

Dirección para correspondencia: orvelindo@terra.es 

 

 

La siguiente narración me sitúa como familiar (esposa) y facultativo, todo en una misma persona (yo). El objetivo de escribirla obedece a la sensación de perplejidad que produjo en mí como acompañante (familiar de un enfermo) y de reflexión como profesional de la salud.

Mi esposo, un varón joven de 35 años de edad, sedentario, constitución delgada, también facultativo y sin enfermedades previas. Ingresó en el servicio de urgencias en el hospital cercano (de referencia) por una sensación de ahogo de 15 minutos de duración, que él identificó con un trazado electrocardiográfico de arritmia (extrasístoles supraventriculares).   

El ingreso, para mí “forzado” por el diagnóstico que se aportó al entrar en dicho servicio, le llevó a estar allí durante toda una tarde (desde las 15:00 horas), rodeado de personas mayores desorientadas que esperaban atadas a una cama, el traslado que les llevaría a alguno de los dos pequeños hospitales periféricos. Mi actitud ante tal panorama era de preocupación e incomodidad, dado que no deseaba entorpecer la labor del personal que trabajaba esa tarde, que tan amablemente me permitió acompañar a mi esposo en todo momento.

Al día siguiente la larga espera terminó en un acercamiento de pocos minutos de la médica internista que se limitó a comentar algo así “Yo no veo nada… Pero, ayer cursaron una interconsulta al neumólogo, así que esperamos“. Dos horas más tarde el neumólogo, sólo mirando la historia, que se limitaba a una prueba analítica básica y el registro electrocardigráfico recogidos en el triage de la tarde anterior, decidió ingresarle por sospecha de embolismo pulmonar y así nos lo dijo.

El traslado a la planta de hospitalización se realizó al mediodía de ese jueves, portando en el brazo derecho una vía heparinizada (así le llamaron) y con la indicación de dieta sin sal y reposo absoluto, según enfermería por protocolo. Esto último incomodó y produjo en él una sensación de invalidez, preocupándole mucho el hecho de  “ir al baño“, algo que marcaría a partir de entonces su estado de ánimo (tristeza, impedido...)

El viernes (día siguiente) fue visto por la médico residente que en todo momento repetía una y otra vez su condición de especialista. Sugiriendo al finalizar su monólogo que en breve le llamarían para iniciar todas las pruebas. Sus respuestas fueron evasivas cuando cuestionábamos (él y yo) la finalidad de la dieta sin sal y el posible tratamiento. Unas tres pruebas se realizaron ese mismo día y todas negativas. Lo que ilusionó a mi esposo, que deseaba salir de allí.  

Cuando acudí la mañana siguiente le vi cabizbajo y con una expresión de sorpresa / contradicción. Tras una corta pausa y sin saludarme me dijo “el médico me ha dicho que debo hacerme una prueba ergométrica, para él es un problema del corazón.”

La semana siguiente transcurrió para ambos lentamente, sometido a reposo absoluto, con las incomodidades del “chato” y el baño matutino en manos de auxiliares femeninas, que le hacía estar retraído. Su abdomen estaba dolorido y repleto de las señales de los pinchazos que dejaban hematomas (heparina subcutánea).

La prueba llamada ergométrica, realizada siete días después de haberla indicado el especialista en pulmón, consistía en ir pedaleando sobre una bicicleta estática, con el torso desnudo, con un manguito para tomar la tensión arterial colocado en el brazo, cuatro largos cables de distinto color con los extremos adheridos, tres en el pecho y uno en el centro de la espalda, la nariz cerrada con una pinza y en la boca un tubo cilíndrico transparente conectado a una manguera que iba a un monitor. En estas condiciones, con los cables que se enredaban en los pedales, respirando por la boca en una habitación calurosa, debía pedalear sin superar los 180 latidos por minuto, mientras se controlaba la tensión arterial, ritmo cardíaco y función respiratoria. La extenuación llegó cuando se le imprimió, a través de un botón mayor resistencia a los pedales, llegando al punto que se desplomó y cayó del aparato.

Con el paso de los días y tras una prueba ergométrica normal, pero con un registro cardíaco dudoso, mi marido pasó a manos de los cardiólogos. Su estado pasó a ser de resignación y posteriormente de pasotismo. Me solicitó y casi obligó a traer sus pijamas, libros de lectura, discman y CDs y viandas de comida casera. A escondidas del personal de la planta iba al cuarto de baño saltando por alto el reposo absoluto que él mismo cuestionaba de forma continua, constante y hasta machacona. Teníamos la impresión tanto mi esposo como yo que el personal de enfermería sabía que no cumplía sus indicaciones (reposo y dieta), pero nunca hicieron comentarios e incluso diría que lo aprobaban sin reconocerlo.

El cardiólogo repitió en dos ocasiones la prueba de esfuerzo, que siempre terminaba con mi esposo por los suelos y con resultados llamados “poco concluyentes“.

Para animarle llevaba a escondidas a nuestro bebé de cinco meses. Usaba mi bata y subía por los ascensores del hospital destinados al personal. La veía de forma furtiva en una salita de espera cercana a la planta, utilizada por las mañanas para la espera de familiares de personas operadas en los quirófanos de cirugía menor y que por las tardes se encontraba vacía. Aprovechábamos la hora de la merienda para así salir de la habitación sin que nadie supuestamente se diera cuenta.

Las dos largas semanas del ingreso acabaron con un alta hospitalaria sin diagnóstico y la solicitud de una prueba para estudiar una imagen vista en riñón derecho, que aunque el radiólogo aseguró que era algo sin importancia, el cardiólogo confesaba que esta prueba no aportaría nada pero, tras citar varios estudios médicos, aconsejaba su realización.

Lo anecdótico de los últimos días fue descubrir, gracias a un estudiante de medicina, que en la historia no figuraba nada de la tan ansiada anamnesis, ni tan siquiera una exploración física mínima. El estudiante procedió a preguntar sobre los motivos que le llevaron hace 15 días a acudir a urgencias, y fue entonces cuando él, yo y este estudiante comprendimos el significado del escuchar al otro, escucharse a si mismo y reflexionar.

El estrés laboral en los últimos meses y el café, tomado en exceso (cinco tazas en una mañana), utilizado como vía de escape a lo largo de la jornada de trabajo, pudieron justificar las molestias percibidas en el pecho. Molestias que se convirtieron en 15 días de un ingreso donde los primeros siete días era un “pulmón” y los otros restantes un “corazón”. Y donde el tirón muscular de unos ejercicios realizados de mala manera confundieron aún más el cuadro inicial.

El avance tecnológico, los estudios-protocolos se impusieron a la razón, sentido común y la lógica. Sumergieron a una familia en problemas laborales (yo agoté todos los días de permiso y hasta inventé una baja laboral), familiares (nuestro bebé vivía entre los cuidados de sus abuelos, tías, etc) y de salud (mi esposo entristeció, adelgazó cuatro kilos). Una persona, un estudiante poco “contaminado” diagnosticó en minutos, lo que 15 días de pruebas cruentas, costosas y especialistas cualificados no hicieron.

En el informe de alta se recoge y, resumo “varón de 35 años con dolor precordial y asfixia, que se agrava tras un dolor en la pierna derecha… A la exploración física… Todo normal… Y las pruebas complementarias: Analítica básica, pruebas tiroideas, EKG, Gammagrafía, ventilación-perfusión, eco-doppler de miembros inferiores, ecocardiografía, prueba ergométrica y prueba de esfuerzo normales… Juicio Diagnóstico: Dolor precordial sin especificar… Tratamiento: vida normal. Lexatin 1,5mg cada 12 horas… Y el día… para TAc Abdominal. Firmado: cardiólogo…”

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