1. Introducción
Vida y muerte son dos expresiones antagónicas a la vez que equivalentes, puesto que no existe la una sin la otra y ambas reflejan la existencia del ser humano. Ante ello, el Estado, institución dentro de la que la persona desarrolla su personalidad, se instituye como garante de los aspectos físicos, psíquicos y emocionales característicos y definitorios del ser humano. En consecuencia, se reconoce, se garantiza y se promueve el derecho a la vida, junto con el desarrollo de las cotas más altas de la personalidad y la integridad física y moral del individuo, sobre las directrices o principios vitales de cada cual.
El ser humano goza de libertad como máxima para el desarrollo de la vida, configurada como el elemento vehicular y transversal que rige la existencia, que permite realizar todo lo deseado hasta el límite del perjuicio ajeno. De ahí, el clásico principio "mis derechos llegan hasta donde comienzan los derechos de otro", que implica que la libertad tiene, por principio, la naturaleza; por regla, la justicia; por salvaguarda la ley y sus límites morales se contienen en el principio de "no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti".1
Pero ¿qué ocurre cuando esa libertad se extiende a aquellos momentos en los que están alteradas nuestras capacidades mentales y queremos seguir decidiendo qué hacer o cómo sobrellevar esos episodios de crisis? Surgen, entonces, las cuestiones éticas (bioéticas para el ámbito sanitario), las cuales básicamente enfrentan la voluntad de la persona a morir o vivir de una determinada manera, con el ámbito jurídico, donde se cuestiona la capacidad o la ausencia de la misma para ejercer la toma de esas decisiones y con el ámbito sanitario, históricamente caracterizado por un paternalismo médico que anulaba las decisiones y creencias del paciente sobre cómo sobrellevar su enfermedad/episodios de crisis o cómo afrontar sus últimos estadios de vida.
En consecuencia, es importante tener en cuenta que las sociedades y las normas que marcan la convivencia en la misma cambian según evolucionan los individuos que la conforman, de forma que las aspiraciones morales, éticas y jurídicas que garantizan la convivencia en una sociedad democrática, social y de derecho deben flexibilizarse y adaptarse a los nuevos retos. Igualmente, gracias a los avances tecnológicos en el área de la biomedicina, surgen nuevas situaciones de conflicto y nuevos retos en la regulación de las actuaciones sanitarias, puesto que el paternalismo médico de antaño intocable se torna hoy en día inservible ante nuevos modelos asistenciales que recogen e implementan la denominada autonomía del paciente, como baluarte de la libertad para decidir cómo vivir la vida o cómo afrontar el proceso de enfermedad.
Un instrumento que ayuda a garantizar el respeto de la voluntad de las personas y los derechos que le son propios, por la toma de decisiones de terceras personas, es el Documento de Voluntades Anticipadas (DVA), configurado como aquel instrumento con el que la persona puede determinar los aspectos legales, técnicos y médico-sanitarios a aplicar para aquellos momentos en los que no pueda decidir por sí mismo y sea necesario intervenir en beneficio de su vida. De esta forma, se respeta la voluntad del sujeto, quien ha elegido, según sus principios y creencias vitales, los tratamientos y las acciones futuras a realizar para cuando él se vea impedido a ello. En consecuencia, en bioética existen dos conceptos de importancia relevante: por un lado, el de la dignidad de las personas o, lo que viene a decir, que todo ser humano merece básicamente igual respeto o consideración y, por otro, el reconocimiento de que las personas son intelectual y moralmente autónomas.2
La legislación sobre el tema es amplia, tanto a nivel europeo como americano3, pero desafortunadamente, los estudios precedentes4 demuestran el escaso uso e implementación de este instrumento como salvaguarda de los derechos de los pacientes, especialmente en áreas tan complejas como el de la salud mental o las enfermedades crónicas degenerativas. A pesar de que la relación con el paciente se ha transformado y la actitud paternalista de los profesionales sanitarios ha ido desapareciendo5, ¿por qué sigue siendo un instrumento que al final deviene ineficaz por desuso, desconocimiento o desinformación? E incluso aquellos pacientes que sí usan el DVA, ¿por qué tienen la sensación de que el personal sanitario tiene la última palabra? 6
2. Retrospectiva y evolución histórico-normativa desde el modelo médico hegemónico a la autonomía del paciente
En las últimas décadas, se ha producido una evolución en el ámbito sanitario desde el modelo tradicional hegemónico (caracterizado de paternalista), hasta el modelo actual, basado en la afirmación del valor de la autonomía individual y sustentado sobre el consentimiento informado. Así, en la concepción tradicional el punto de partida de las argumentaciones justificantes era la naturaleza, las obligaciones y las prerrogativas de la profesión sanitaria y en la concepción actual el prius son los derechos del paciente7. En consecuencia, cabe tener en cuenta que el mínimo ético común que presupone la bioética debe conectar directamente con la idea de los derechos humanos e, indirectamente, con el derecho de las democracias que han incorporado tales derechos en sus constituciones8, de forma que la libertad de actuación del personal sanitario debe cohonestarse con la autonomía del paciente, tras proclamarse ésta como el principio vehicular de la relación entre ambos, resultando que el criterio técnico-científico del personal sanitario no pueda ya imponerse sobre la voluntad del paciente.9
A) El modelo hegemónico-paternalista y su justificación histórica
El término "paternalismo médico" (o modelo hegemónico-paternalista) ha sido definido por infinidad de autores, desde muy diversas perspectivas, como justificante de la acción sanitaria sobre la elección personal del paciente. Con carácter general, y siguiendo a Dworkin10, podemos definir esta actuación como la interferencia en la libertad de acción de una persona, justificada por razones que se refieren exclusivamente al bienestar, al bien, la felicidad, las necesidades, los intereses o los valores de la persona coaccionada, visto esto desde la perspectiva del médico.
Tradicionalmente, bien por convicción, por respeto a la figura del profesional sanitario o por total desconocimiento, se ha confiado en que la decisión que el personal sanitario pudiera tomar era la más adecuada para la situación clínica concreta, pues ellos eran quienes tenían la información sobre la misma y quienes poseían los conocimientos adecuados para su correcta interpretación, ya que sus decisiones clínicas tenían como objetivo garantizar las necesidades básicas del paciente. Ello, junto al clásico principio de beneficencia11 ha servido como justificación para mantener el paternalismo médico, puesto que como mencionan Buchanan y Brock12, el nivel de capacidad que es exigible para tomar una decisión en particular debe ajustarse a las consecuencias de actuar conforme a esa decisión.
Este modelo hegemónico-paternalista clásico es aún más visible cuando hablamos de personas cuya capacidad jurídica se cuestiona, por encontrarse en situaciones de crisis o de alteración cognitiva, ya que estos pacientes no son conscientes de lo que ocurre a su alrededor, ni capaces de comprender la decisión a tomar13. Sin embargo, como bien dice Alemany14, una medida paternalista sólo estará justificada si la misma es aceptable, tanto para el individuo en concreto al que se quiere beneficiar, como para la generalidad de la sociedad que podría verse afectada por este tipo de medida. De ahí que hoy se haya superado este modelo hegemónico-paternalista, de forma general, aunque con algunos resquicios cuando nos centramos en personas con trastornos mentales graves.
B) Hacia el respeto de los derechos y la autonomía del paciente como nuevo paradigma sanitario basado en un modelo asistencial centrado en el paciente
En la sociedad moderna se asiste a una nueva visión que tiene como propósito reconocer al paciente desde el principio de la libertad y revestirlo de unos derechos que buscan mantener dicha decisión15. Como recuerda el Relator Especial, en su informe sobre el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental16, a lo largo de nuestra vida, todos necesitamos un entorno que favorezca nuestra salud, configurado como un derecho básico por conexión con otros derechos así reconocidos en la legislación internacional, tal y como nos recuerdan reiteradamente diversos tribunales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos17 o los tribunales constitucionales de los diversos estados18. Por tanto, es necesario, no sólo como pacientes, sino también como personas, tener aquellos instrumentos que eficazmente van a salvaguardar la vida o, al menos, la calidad de vida durante los procesos de enfermedad, sin menoscabar los derechos, los principios morales y la integridad física o psíquica de las personas con tratamientos no deseados.
Como menciona Álvarez19, es útil, para entender por qué una persona piensa lo que piensa, actúa como actúa o valora lo que valora, no desarraigar sus acciones, ideas o valores del contexto que los hace posibles y de las circunstancias que configuran sus modos o estilos de vida. Ello es lo que desde la época griega ya se reconocía como la autonomía personal (autos-sí mismo y nomos-ley), generada sobre el prisma de la libertad antes aludida y que viene a reconocer la capacidad de todas las personas a elegir libremente. Así lo comparte Díaz20 al mencionar que la autonomía es el ejercicio práctico del mayor don que puede poseer un ser humano: la libertad; para pensar, para dudar, para disentir, para entender y comprender, para crear y construir, para actuar, para ser uno mismo, pero con un pequeño detalle: en relación con los demás, quienes también tienen libertad y son sujetos de derechos. Por ello, compartimos las palabras de Singer al entender que la autonomía es la capacidad de elegir, de tomar las propias decisiones y de actuar de acuerdo con ellas21, usando esa libertad de forma racional y responsable, como entendía Kant.
Trasladado al ámbito sanitario, ello se ejemplifica en el respeto por los derechos de los pacientes en el momento de la autodeterminación. Es decir, en la libertad de elección que todo paciente, con capacidad jurídica para ello, puede realizar en cualquier momento de su vida, dejándolo incluido en su historia clínica a través del DVA, como un elemento más de la planificación sanitaria. Como comenta Gracia22 en bioética tiene un sentido más concreto y se identifica con la capacidad de tomar decisiones y de gestionar el propio cuerpo y, por tanto, la vida y la muerte de los seres humanos.
Gracias a las acciones internacionales, tales como el Código Nuremberg, la Declaración de Helsinki, los Protocolos de CIOMS o el Informe Belmont, el respeto de la autonomía del paciente se torna relevante, pues como nos dice el Grupo de Opinión del Observatorio de Bioética y Derecho, de la Universidad de Barcelona23 el respeto a la libertad y a los derechos de los pacientes adquiere una especial relevancia en el marco de las relaciones asistenciales, ámbito en el que la autonomía del paciente constituye un elemento central. Gracias a lo cual, varios paradigmas de los sistemas de atención de la salud están cambiando actualmente para ayudar a lograr el "objetivo cuádruple":
La experiencia de la atención;
La medida mejorar los resultados de los pacientes;
Minimizar los costos, y
Mejorar las experiencias de los proveedores de atención24, generando modelos de atención/asistencia integral25, sustentados sobre el paciente y el respeto por sus derechos, los cuales le otorgan la libertad de decidir el tratamiento sanitario a seguir, los cuidados paliativos a implementar o los diversos aspectos que rodean una situación clínica determinada.
3. El Documento de Voluntades Anticipadas como instrumento de garantía de los derechos del paciente, especialmente en salud mental
El uso y la aparición regulada del documento de voluntades anticipadas es relativamente reciente, pues surgió en 1967 cuando la Euthanasia Society of America sugirió la idea de tener en cuenta las voluntades de los pacientes. En 1969, el abogado americano Louis Kutner formuló un primer modelo, erróneamente denominado testamento vital, pues terminológica y jurídicamente, no cabe la utilización del término testamento para acciones "vivas", dícese, para regular acciones futuras de una persona viva26. Pero tras el caso Karen Ann Quinlan, en 1796, se promulgó la Natural Death Act, abriéndose el debate sobre las decisiones que rodean los episodios finales de la vida. Eco de ello se hizo el Consejo de Europa, cuando promulgó la Recomendación 613/1976, de 29 de enero, sobre los derechos de los enfermos y moribundos, al proclamar que "los enfermos terminales desean, sobre todo, morir en paz, en compañía de sus familiares y amigos". Pero, el punto de inflexión en la regulación y conocimiento de las voluntades anticipadas lo marcó, en 1999, la Ley de Autodeterminación del Paciente, momento en el que la autonomía del paciente sufrió una expansión notoria, proyectada en el uso del DVA.
A nivel internacional, el Convenio para la protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina recoge claramente en su artículo 9 una definición unánime de las voluntades anticipadas: "serán tomados en consideración los deseos expresados anteriormente con respecto a una intervención médica por un paciente que, en el momento de la intervención, no se encuentre en situación de expresar su voluntad". Es más, el informe explicativo del mismo, en su punto 60, menciona que este artículo está diseñado para los casos en que las personas sin capacidad de entender en el momento actual, hayan expresado su consentimiento (asentimiento o rechazo) con anterioridad y en relación a situaciones previsibles donde no estén en condiciones de expresar su voluntad al respecto. En consecuencia, deja claro el ámbito de actuación del DVA, con la salvedad, de no hacerlas depender de la capacidad jurídica de las personas, puesto que menciona "con capacidad de entender", puntualización que ha conllevado múltiples debates sobre la eficacia y validez de dichos documentos, según la persona otorgante.
De forma paralela, en el ámbito de la Salud Mental, el Convenio sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, establece un nuevo marco para el reconocimiento de los derechos humanos en el ámbito de la salud mental e introduce la regulación del DVA como un instrumento para tratar de garantizar la libertad en la toma de decisiones propias, sin distinguir entre capacidad de obrar y capacidad jurídica del enfermo mental (art.12), planteando a su vez que todas las personas son capaces de ejercer sus derechos27. Si bien es cierto que, a pesar de tener una regulación internacional clara, en el ámbito de la salud mental es aún más difícil la utilización del DVA, tanto por parte de los pacientes como de los profesionales sanitarios, especialmente debido a la falta de formación del personal sanitario28 y la desinformación de los pacientes, junto con la siempre peliaguda situación legal de tenencia o ausencia de la capacidad jurídica necesaria para ello, puesto que, como mencionan Larrea y Cuesta29 ante una situación de incapacidad, la toma de decisiones suele recaer en los familiares conjuntamente con el personal sanitario, quedando el juez siempre como garante, volviendo a posiciones hegemónicas clásicas. Pues en el ámbito de las enfermedades mentales entran en juego aspectos y dilemas éticos, clínicos y legales con mayor frecuencia, razón que dificulta el uso del DVA.
En consecuencia, como menciona Gail30, nos encontramos con la "ventana de los derechos", según la cual, si se interviene antes de tiempo retrocederemos a aptitudes y acciones paternalistas, según las cuales el personal sanitario actúa "por el bien" del paciente, tomando así las consideraciones sobre el tratamiento y las pautas clínicas a seguir, anulando los derechos del/a paciente, pero si se interviene más tardíamente, con toda probabilidad produciría un resultado médicamente negligente. Ello hace que nos preguntemos, si en situaciones clínicas concretas (enfermedades en estados finales) se consideran las voluntades anticipadas, ¿por qué no es igualmente válida dicha voluntad para una persona capaz en el momento de otorgar un DVA, pero que quizás con posterioridad, pueda sufrir un trastorno bipolar y desee planificar aquellos momentos transitorios de no lucidez?
Hasta ahora, los profesionales sanitarios, ante una situación clínica incapacitante y el rechazo del paciente a un tratamiento beneficente, lo suelen afrontar de forma paternalista, basándose en la pérdida transitoria de capacidad, con la esperanza de que al recuperar la capacidad el paciente estará de acuerdo con el procedimiento involuntario aplicado31. Pero, como nos recuerda Seoane32, hay que buscar una relación que no se limite a respetar exclusivamente la autonomía del paciente ni se limite a ser beneficiente y no maleficiente, sino una relación que a través del diálogo y desde una mayor horizontalidad en la relación, contemple e integre los cuatro principios siguientes: la autonomía, la beneficiencia, la no maleficiencia y la justicia. Pues ya no se acepta el paternalismo, pero tampoco el extremo autonomista donde sólo se dé información al paciente, sin generar diálogo, confianza, transferencia emocional o comodidad para una correcta elección sobre una información completa y adecuada de la situación, salvaguardando así también la libertad profesional del personal sanitario, basada en garantizar una asistencia sanitaria integral centrada en el paciente y de la máxima calidad.
Hay que superar los comportamientos clásicos con el fin de garantizar un uso adecuado del DVA, especialmente, en ámbitos más susceptibles de generar disputa, como las enfermedades mentales, ya que como exigen Pozón y Maestre33, la única finalidad no debe ser conseguir que el paciente redacte el documento para eximir al equipo médico de futuras responsabilidades, porque en este caso se reduce a un mero acto jurídico con exigencias administrativas, sino que es necesario ir más allá evitando una decisión "ciega', basada únicamente en el deseo y en las preferencias del paciente, hacia otra consensuada, con una valoración de la situación y una indicación clínica por parte de los profesionales que genere un procedimiento reflexivo mutuo. Como indica la American Psychiatry Association, es necesario generar una intención integral y colaborativa, basada en cuatro principios fundamentales34:
Por todo ello, es necesario fomentar un ámbito de diálogo y confianza entre el personal sanitario, el paciente y su entorno, pero ello sólo es posible si cada uno de estos elementos cuenta con las herramientas necesarias: el personal sanitario con la formación adecuada sobre el DVA y los pacientes y su círculo de confianza con la información completa relativa a dicho documento, las posibilidades, acciones y consecuencias del mismo, ya que, la mera existencia de códigos deontológicos, leyes y normas no aseguran que se lleve a cabo una práctica asistencial ética por parte de los profesionales sanitarios35 Por ello, la planificación anticipada de las decisiones en salud mental, tanto en el ámbito hospitalario como ambulatorio, debe constituir una herramienta para proteger los derechos de las personas, mejorar la relación clínica y adaptar la asistencia a sus preferencias y necesidades.36
En España, las políticas de regulación del DVA surgieron con la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica y se desarrollaron con el registro nacional de instrucciones previas y el correspondiente fichero automatizado de datos de carácter personal (Real Decreto 124/2007, de 2 de febrero), aunque ninguna de estas medidas contempla el uso del DVA en la salud mental. Es decir, encontramos un vacío normativo cuya consecuencia principal se refleja en el carácter no vinculante de los DVA37 que, junto con la persistencia residual del modelo hegemónico-paternalista, impiden que sea el baluarte de una adecuada atención sanitaria, a pesar de ser una herramienta que forma parte del proceso terapéutico y de cuidado, incluido en el marco más amplio de la Planificación Anticipada de Decisiones, definida ésta como el proceso que apoya a los/as pacientes a través de la comprensión y el intercambio de valores personales, objetivos de vida y preferencias sanitarias.38
En consecuencia, se aboga por un cambio de paradigma en la actuación sanitaria, donde el DVA se constituya como el elemento clave en el tratamiento respetuoso y de calidad hacia los/as pacientes, con una cultura clínica erigida sobre el prisma de los derechos humanos, teniendo como elemento vehicular el respeto de la autonomía del paciente, especialmente en el ámbito de la salud mental, pues como se recogía en el Libro Verde de la Comisión de las Comunidades Europeas39 sin salud mental no hay salud.
4. Conclusiones
Tanto a nivel nacional40 como transnacional41, los estudios muestran que la actitud de los profesionales en diversos contextos (servicios médicos de urgencias y emergencias, unidades clínicas hospitalarias y psiquiátricas, entre otros) es muy positiva hacia el uso del DVA o de cualquier otro instrumento que fomente una relación bidireccional con el paciente, en aras a garantizar sus deseos, pero que desafortunadamente no se implementa su uso en la práctica por diversas razones: falta de formación específica sobre la materia para el personal sanitario, ausencia de técnicas de comunicación adecuadas, deficiencia organizativa en la planificación, falta de información al paciente, infraestructura jurídica precaria, etc.42 A pesar de que existe regulación legal del DVA y herramientas, como el Qualityrights Tools Kit43 que permiten evaluar y mejorar la calidad del servicio y la preservación de los derechos humanos, especialmente en salud mental, es cierto que su uso en la práctica sigue estando reducido a situaciones de enfermedades terminales, accidentes irreversibles o estados vegetativos o degenerativos44, sin tener en consideración la diversidad de situaciones sanitarias en las que el paciente puede encontrarse y que requieren una asistencia sanitaria acorde con el respeto de los derechos fundamentales del ser humano, puesto que una situación clínica determinada genera derechos para el paciente y deberes para el personal sanitario que lo atiende, sobre el prisma deontológico de procurar el bien máximo en el paciente y, hasta la actualidad, desgraciadamente, llevado a cabo por el modelo hegemónico-paternalista.
En consecuencia, tomando la dignidad humana como elemento transversal y vehicular en el desarrollo de la profesión sanitaria, se debería evolucionar hacia una relación asistencial con el paciente, donde se promueva una mejor y mayor comunicación e información desde el profesional sanitario al paciente y su entorno, empleando el DVA como herramienta para la toma de decisiones de forma eficaz y eficiente.
Así lo establece la regulación internacional y la literatura científica al fomentar el debate social informado, no sólo como pacientes, sino también como ciudadanos, con el objetivo de producir un cambio de mentalidad, aumentar el la información y el conocimiento de las herramientas, que como el DVA, garantizan los derechos de los pacientes y generar un proceso meditado, reflexivo y dialogado entre las diferentes personas y profesionales que intervienen en este nuevo modelo sanitario basado en el respeto de los derechos humanos del paciente.