Las caídas en las personas mayores representan uno de los principales problemas de salud pública, tanto por su prevalencia como por sus consecuencias, siendo una de las más graves la fractura de fémur. La prevalencia anual de caídas en población mayor de 65 años oscila entre el 28 y el 35%, y frecuentemente estas caídas son de repetición1. Los factores responsables de una caída se dividen en intrínsecos (relacionados con el propio paciente) y extrínsecos (derivados de la actividad o del entorno), siendo la etiología en la mayoría de ocasiones multifactorial1. Al valorar los factores intrínsecos de una caída, debemos tener en cuenta las alteraciones fisiológicas relacionadas con la edad (entre ellas la presencia de alteraciones nutricionales, sarcopenia y fragilidad), las enfermedades agudas y crónicas presentes y la prescripción de determinados fármacos1. Por ello, ante una caída, es imprescindible el abordaje integral del adulto mediante una valoración geriátrica global que incluya la completa evaluación de la marcha y el equilibrio.
Previamente hemos nombrado el término fragilidad, el cual erróneamente se equipara como sinónimo de discapacidad y de comorbilidad. Sin embargo, la fragilidad es una situación potencialmente reversible en la que se presenta una disminución progresiva de la capacidad de reserva fisiológica y de la capacidad de adaptación de la homeostasis del organismo (homeostenosis) que se produce especialmente con el envejecimiento no fisiológico. La fragilidad, como entidad clínica, está influenciada por factores genéticos (individuales) y es acelerada por enfermedades agudas y crónicas, hábitos tóxicos, desuso y condicionantes sociales y asistenciales. Actualmente existen dos líneas fundamentales de abordaje de la fragilidad: una funcional y restrictiva, propuesta desde el fenotipo de Linda Fried, según la cual la fragilidad sería un estado previo a la discapacidad pero diferente de ella que se valora mediante cinco componentes (pérdida de peso, cansancio, debilidad, enlentecimiento psicomotriz e hipoactividad); y otra con una concepción más amplia pero menos definida en cuanto a una diferenciación menos nítida de fragilidad y discapacidad, y en la que la fragilidad sería la consecuencia de un acúmulo de déficits (índices acumulativos de fragilidad de Rockwood). Entre estas dos posturas, existe una importante multitud de opciones intermedias2.
Asimismo, es posible encontrar una interacción, y solapamiento, entre la presencia de fragilidad y de sarcopenia. Con la edad, a partir de los treinta años, se produce una pérdida progresiva de la masa y la fuerza del músculo esquelético3. Para avanzar en su conocimiento, en el año 2010 el Grupo Europeo de Trabajo sobre la Sarcopenia en Personas de Edad Avanzada publicó un documento en el que se exponía una definición clínica práctica y unos criterios diagnósticos de consenso de la sarcopenia relacionada con la edad. Así el diagnóstico de sarcopenia se basa en la confirmación de una masa muscular baja (criterio 1) más uno de los siguientes: baja fuerza muscular (criterio 2) o bajo rendimiento físico (criterio 3). Este grupo ha realizado una actualización de su consenso en la que se otorga una mayor atención a la fuerza muscular como dato clave en sarcopenia (relegando la medición de la masa muscular a un punto de investigación más que de uso en práctica clínica), modifica el algoritmo diagnóstico y establecen claros puntos de corte para el diagnóstico. Además, se recomienda el uso del cuestionario SARC-F como herramienta de cribado3. Actualmente se está realzando la importancia de la osteosarcopenia como fenotipo fruto de la combinación de sarcopenia y baja densidad mineral ósea, y que se asociaría un mayor riesgo de caídas y fracturas4.
Por todo ello siempre son bienvenidos estudios como el de Rodriguez-García y cols.5 que evalúen factores de riesgo, como la fragilidad y sarcopenia sobre el riesgo de caídas y de fracturas osteoporóticas en el mundo real. Los autores evalúan aleatoriamente 624 habitantes (308 hombres y 316 mujeres) mayores de 50 años (edad media de 65 años, con un largo periodo de seguimiento de 8 años –alto porcentaje de seguimiento al final del estudio–) y calculan la incidencia de caídas y fracturas osteoporóticas no vertebrales. En la evaluación basal se midió la fuerza de agarre en manos y se cumplimentó un cuestionario con variables clínicas, factores de riesgo relacionados con la osteoporosis y cuestiones relativas a la dificultad o incapacidad para realizar actividades cotidianas. Se reportaron caídas en el 44,9% de las mujeres y el 23,5% de los hombres y fracturas no vertebrales en el 13,2% de las mujeres y el 2% de los hombres. La incidencia de caídas aumentó con la edad y fueron más comunes en las mujeres1. La fuerza de agarre en manos no se asoció con la incidencia de caídas ni de fracturas. Sin embargo, la imposibilidad o dificultad de: “estar sentado más de 1 hora en silla dura”, “quitarse los calcetines o las medias” o de “inclinarse desde una silla para coger un objeto del suelo” se asociaron con la presencia de caídas. Además, la imposibilidad o dificultad de “llevar durante 10 metros un objeto de 10 kilos” y “levantar una caja con 6 botellas y ponerlas sobre una mesa” se asoció con fractura. Los autores concluyen que existe asociación entre la dificultad o incapacidad para realizar las actividades cotidianas y la presencia de fracturas y entre las actividades relacionadas con la capacidad funcional y la presencia de caídas.
El estudio tiene fortaleza (largo seguimiento, pocas pérdidas) y alguna debilidad que los autores reconocen (especialmente el curso dinámico tanto de la fragilidad como de la sarcopenia en el tiempo) y otras que comentaremos, probablemente derivadas de que el protocolo inicial del estudio no se diseñó específicamente para responder a la pregunta del título del artículo, sino para conocer la prevalencia de fractura vertebral a nivel europeo. Así, probablemente, habría sido más recomendable utilizar herramientas para diagnosticar la presencia o no de fragilidad o sarcopenia más consensuadas. El artículo tampoco define qué se consideró caída ni quién la refería (participante, cuidador, ¿ambos?) ni si existían factores extrínsecos asociados. También es importante reflexionar, en el momento de analizar los resultados del estudio, sobre la importancia de una mayor edad de los participantes (por ejemplo, 75 años) en los resultados obtenidos: mayor número de caídas, peores resultados de las evaluaciones realizadas y una mayor posibilidad de encontrar asociaciones.
La realidad, positiva, nos informa de que cada vez es mayor el número de personas de edad avanzada que están siendo evaluadas por especialidades diferentes a la Geriatría. Esto comporta la necesidad de aplicar los principios de la Medicina Geriátrica para avanzar conjuntamente empleando el mismo lenguaje6. La asociación entre caídas y fragilidad o sarcopenia es cada vez más reconocida en la literatura7,8, pero debemos hablar de las mismas entidades y debemos uniformar las pruebas de evaluación. Es en este caso concreto es todavía más importante, porque ambas situaciones presentan considerables posibilidades de reversión, principalmente a través de programas de ejercicio multicomponente y mediante una intervención nutricional adecuada e individualizada. Por ello, para evitar la incidencia de caídas y de sus consecuencias, es fundamental implementar programas de valoración e intervención multifactorial9,10. El mensaje final que no debemos olvidar es que, ante la presencia de una caída, siempre debemos valorar al adulto mayor e intervenir siempre que sea necesario y posible.