Aunque no entienda, me quedo a tu lado y apago la voz.
A veces, la simple presencia es la mayor comprensión.
Rozalén (1)
Introducción
El suicidio es un evento de salud pública de gran relevancia. Se puede definir como el acto intencional consumado de quitarse la vida o procurarse la muerte. Esta definición pone el acento en tres elementos: la consumación del acto, la intención y la agencia o autoría (2). Su prevención a nivel social y la ayuda en el ámbito sanitario constituye un desafío de gran envergadura.
Si bien el enfoque biomédico es hegemónico en los sistemas de atención a la salud mental en todo el mundo occidental (para una visión de la situación en España, véase Doblytè (3,4)), en los últimos años se vienen proponiendo nuevos modelos de comprensión-explicación, estudio, intervención, prevención y posvención del suicidio más contextuales-fenomenológicos-existenciales-etnográficos (5–11). Este giro conceptual, más acorde con una post-suicidología o suicidología crítica (7, 12-16), recupera la centralidad de los factores existenciales-contextuales (biográficos, espirituales, morales, narrativos, psicológicos, histórico-políticos, socio-económicos, geográfico-culturales) en la comprensión, prevención y perspectivas de resolución de los fenómenos suicidas, más allá del factor nivelador e impersonal del diagnóstico nosológico y del análisis de los factores estadísticos de riesgo.
Existe una pluralidad de enfoques sobre el suicidio en el sector sanitario. Entre ellos destacan cuatro: biomédico, epidemiológico, psicológico y social (17). Estos distintos enfoques se podrían reducir a dos modelos básicos que apenas empiezan a diferenciarse en la suicidiología contemporánea (18). Por un lado, estaría el modelo biomédico (18–24) y, por el otro, el modelo contextual-fenomenológico (25–27) o existencial-contextual del suicidio (6, 28–37).
Modelo existencial-contextual: persona y circunstancia
El modelo existencial-contextual se apoya en cuatro ejes interconectados:
Se basa en la noción de persona en cuatro sentidos o dimensiones: a) como paciente del pathos; b) como agente de la acción-experiencia; c) como protagonista y autor o actor y personaje (véase la dinámica Yo/mí en James, Self/yo en Castilla del Pino o yo-ejecutivo/yo-vocación en Ortega) de su vida y trayectoria existencial; y d) como centro bioético del proceso de ayuda.
Parte del concepto de problemas de la vida como base experiencial-conduc-tual y configuradora de los llamados trastornos psicológicos/psiquiátricos.
Toma la relación de acompañamiento y cuidado como eje central y cimero de la relación terapéutica.
Coloca el foco de la ayuda en el proceso/conducta suicida en sí mismo, como fenómeno conductual complejo, vital-biográfico, más que en el manejo del riesgo o el tratamiento de una enfermedad mental subyacente y supuestamente explicativa de la ideación suicida. En este sentido, una prestigiosa revisión sistemática y metaanálisis (38) concluyó que las intervenciones psicológicas que abordan la conducta suicida de forma directa son efectivas tanto a corto como a largo plazo, mientras que aquellas que lo abordan solo de manera indirecta (centrándose en otros aspectos como la desesperanza, depresión, ansiedad, calidad de vida, etc.) suelen tener menor eficacia o ni siquiera tenerla (39).
En este trabajo nos centramos en los tres primeros ejes del modelo existencial-contextual. Para una mejor comprensión del cuarto, véase García-Haro et al. (29).
a) Persona
La noción de persona o persona humana tiene una larga tradición en contextos cotidianos, científico-técnicos y filosóficos (40). En la Grecia clásica encontramos referencias a la “persona” como la máscara o careta que usaban los actores de la tragedia para actuar. Así, el término per sonare es el antecedente etimológico del constructo psicológico moderno “personalidad”. Situados en el siglo xx, interesa el movimiento filosófico personalista y, en concreto, la obra de E. Mounier y J. Lacroix (41), sin olvidar a autores como Scheler, Landsberg y Zubiri. El movimiento personalista en ciencias de la salud tiene su origen en el giro humanista dado en medicina a mediados del siglo xx; véase la aportación de Cassell a la bioética (42). Por un lado, plantea un abandono del esquema de paciente como enfermo receptáculo de la ayuda experta en favor de un modelo de persona sufriente con derecho a decidir en el proceso de ayuda (principio de autonomía en bioética). Por otro lado, cuestiona que el profesional sanitario deba ser entendido como experto que decide unilateralmente. En definitiva, la aportación de este giro humanista estriba en un cambio de valores; colocar a la persona y su experiencia como centro de la atención sanitaria. El “consultante” –designación propuesta para superar el tradicional uso del término “paciente” (43)– deja de ser solo un cuerpo físico alterado y sin agencialidad y pasa a tener capacidad de acción-decisión y expresión de preferencias, valores e intereses. Esta capacidad dependería, eso sí, de los límites impuestos por los sistemas sanitarios y la necesidad de preservar los derechos de todas las personas implicadas en la atención sanitaria y recepción de cuidados. Según este cambio en la sensibilidad médica, se trataría de incorporar el personalismo y las ciencias sociales al estudio de las formas de percepción, expresión y gestión del sufrimiento.
En enfermería encontramos cómo la noción de persona forma parte de la esencia de la práctica del cuidado (44, 45). La psicología y la psiquiatría incorporan la noción de persona en fecha tan tempranera como 1922. Así, Binswanger hablaba de que el objeto de la psiquiatría (y de la psicología) es la investigación de la persona o personalidad humana (46). En 1960, Laing desarrolla en su magistral estudio El yo dividido los fundamentos existenciales-fenomenológicos de una ciencia de las personas. Señalaba ahí que si no se ha constituido en psiquiatría una auténtica ciencia de las personas es a causa de la inveterada tendencia científico-naturalista a despersonalizar, a “reificar”, a las personas, lo cual solo conduce a un “falso” conocimiento (47). Finalmente, en esta línea personalista, podríamos señalar a psicoterapeutas humanistas y existenciales destacados tales como Rogers (48) y Villegas (49) con sus propuestas, diferentes pero afines en lo esencial, de una psicoterapia centrada en el proceso de convertirse en persona autónoma.
b) Problemas de la vida
Los problemas de la vida se refieren al conjunto de adversidades, agobios, conflictos, decepciones, pérdidas, crisis, etc. que enfrenta una persona a lo largo de su ciclo vital. Serían cuestiones inherentes del vivir humano, esto es, asuntos procedentes del “sentimiento trágico de la vida” (50). La vida humana –decía Ortega– consiste en “las cosas que hacemos y nos pasan” (51, p. 353), es la dramática interacción de un yo en proceso (in fieri) con su circunstancia o mundo circundante. Si utilizamos la célebre fórmula ortegiana yo-circunstancia, valdría decir que la noción de persona remite al polo del yo (sin confundirse con él) y los problemas de la vida serían una parte de la circunstancia, aquella que le presenta su resistencia-ejecutividad al proyecto de vida. Recuérdese que en la metafísica orteguiana de la vida humana como realidad radical, la circunstancia suele ser entendida como el conjunto de facilidades y dificultades (prágmata) que encuentra ante sí un yo en su esfuerzo de hacer(se) su vida-proyecto.
Los problemas de la vida pueden entenderse, de acuerdo con el tradicional esquema de Aristóteles de las cuatro causas (material, formal, motriz o eficiente y final) (52), como la causa material de los problemas clínicos. No obstante, como señala Pérez Álvarez (52–55), un problema de la vida no es un problema clínico (una reacción no de duelo equivale a una depresión clínica), pero sin él no existiría el trastorno. Para la constitución de un trastorno, entendido este en el sentido psicopatológico tradicional, se precisarían dos elementos: uno de configuración del problema y otro de transición. La configuración del trastorno mental/psiquiátrico coincide con la noción de situación patógena. Se refiere a una determinada configuración gestáltica de ser-en-el-mundo que acaba formando un bucle psicobiológico del que no es fácil salir sin ayuda y donde los esfuerzos de salida introducen aún más a la persona en el problema. El elemento de tránsito sería la llamada hiperreflexividad (sociocultural, institucional y biográfica) (56). La diferenciación entre problema de la vida y problema clínico es, como se puede apreciar, compleja y difusa, como es propio en los fenómenos interactivos (53–55). Sin embargo, renunciar a su comprensión y demarcación es, a nuestro juicio, un error que conlleva graves consecuencias conceptuales y asistenciales, pues implica colocarse en una preconcepción dualista y biomédica de los problemas clínicos.
Visto así, la condición psico(pato)lógica –grafismo introducido en psiquiatría por Castilla del Pino (57)– no estaría dentro de uno (en su mente, según la expresión trastorno mental, ni en su cerebro, según la noción tradicional de enfermedad mental), sino que sería uno quien se encuentra dentro de una situación problemática. Esto lleva a Pérez Álvarez (56) a reformular la naturaleza de los trastornos psicológicos/psiquiátricos, más allá de dualismos y de monismos, como la noción dialéctica de persona atrapada en una situación o bucle patógeno.
Este tipo de situaciones problemáticas dentro de las cuales se encuentra atrapada la persona están en la base de la ideación suicida. Pueden dividirse en dos grandes grupos: 1) según la etapa del ciclo vital individual y familiar (infancia, adolescencia, juventud, vida adulta y vejez); y 2) según colectivos vulnerables y vulnerados (personas sin hogar, población migrante, recluso/as, refugiado/as, personas LGTBIQ+, etc.). Cada una de estas etapas y grupos, según las formas de vida culturalmente situadas, tendría su configuración prototípica de temas y problemas a resolver. No es este el lugar para una revisión exhaustiva de dichos contextos y grupos de riesgo. Se remite al lector a trabajos previos (25). Lo que sí interesa señalar es que, desde esta perspectiva, el suicidio y las conductas suicidas se entienden antes como resultado de problemas de la vida (biografía) que se atascan que como alteraciones causales cerebrales, hormonales, genéticas, etc. (biología).
Para apoyar su propuesta de persona atrapada en una situación o bucle patógeno, Pérez Álvarez introduce la noción de configuración de circunstancias y reacciones personales (hábitos, estilos personales). La neurobiología de las adicciones (Lewis), la psicopatología ecológica (Fuchs) y la psiquiatría enactiva (De Haan) serían ejemplos de configuración en este sentido. Esta visión de la psico(pato)logía no descuida la importancia de la alteración biológica, sino que la integra como un elemento más dentro de la configuración o bucle dialéctico persona/contexto. Cada situación tendría, por lo demás, su atmósfera afectiva o temple anímico particular (56).
El apoyo comunitario y el establecimiento de una relación terapéutica basada en el acompañamiento y el cuidado podrían ser claves de primer orden para encontrar la salida a este tipo de situaciones de atrapamiento o bucles problemáticos.
c) Relación de acompañamiento y cuidado
El logro de una fuerte alianza colaborativa es un requisito esencial en la ayuda a las personas con ideación suicida (58–61).
En trabajos anteriores hemos tratado el asunto de las habilidades terapéuticas en el abordaje de la conducta suicida (62,63). En esta ocasión nos detenemos en tres principios básicos que articulan las relaciones de ayuda y que, pensamos, son clave en el cuidado y acompañamiento a personas en situación de riesgo suicida: el sentido de presencia, la sintonización corporal y la escucha analógica.
El sentido de presencia se refiere a un saber estar con y para el otro, permaneciendo atento, en el aquí y ahora de la sesión, a los objetivos, emociones y necesidades implícitos que se generan en la comunicación terapéutica. “La ayuda comienza con lo que somos y se extiende a lo que hacemos” (64). Llevarnos al encuentro terapéutico es la condición esencial para todo lo que sigue. La postura del profesional aquí es de compromiso respetuoso y empático con la experiencia y narrativa en evolución del consultante sobre sí mismo, el mundo y los demás. Se trata de una presencia receptiva y al mismo tiempo reflexiva que trata de aprovechar el poder de lo poético en la conversación terapéutica (65). La mera “presencia reservada”, tal vez la más silenciosa o la que evita saturar el espacio y las posibilidades del consultante, es una forma sutil y eficaz de cuidado (66). Con esta actitud el profesional demuestra un interés profundo hacia el consultante, su historia y su sufrimiento. Esta actitud permite focalizar la consciencia y rastrear tanto los fenómenos de la corporalidad como de la intersubjetividad; véanse las dimensiones emocionales y los intentos de reconstrucción de significados. El sentido de presencia emerge cuando podemos sostener el estar ahí inundados por el no saber qué decir ni qué hacer (67). El reconocimiento del consultante y su fragilidad son la base de un trato ético, como afirma Levinas y recoge Bleichmar (68), al expresar que esa presencia inquietante nos convoca en responsabilidades infinitas. La caricia, en su dimensión metafórica, representa una combinación de la firmeza y sutileza que implica mantenerse presente. Palabra, mirada y caricia son, pues, tres elementos indisociables del acto del cuidado (69).
La sintonización corporal consiste en que el terapeuta presta atención a su cuerpo (reacciones emocionales-corporales) para sintonizarse con las necesidades del otro. ¿Qué hago?, ¿le pregunto sobre las ideas de suicidio?, ¿la dirijo?, ¿la acompaño?, ¿qué efecto emocional y qué significado tiene para mí el hecho de que esa persona no venga a la cita?, ¿me siento aliviado?, ¿me preocupa?, ¿hace que me cuestione algo? Existe una propiedad transitiva en la relación profesional-consultante. La presencia regulada del profesional contribuye a que el consultante se sienta seguro y previene de una experiencia de mayor fragmentación o confusión. Habitamos, metafóricamente, el mismo cuerpo: si mi presencia como profesional está dominada por el temor, la otra persona puede asustarse; por el contrario, si soy capaz de regular mi malestar emocional, la puedo ayudar, de forma transitiva, a tolerar y aceptar su dolor.
La escucha analógica es aquella que atiende a las experiencias implícitas del consultante, así como a las del terapeuta. Se trata de escuchar con los ojos y los oídos. Tanto en las relaciones de ayuda como en las relaciones cotidianas estamos acostumbrados a escuchar la semántica superficial del mensaje de nuestro/a inter-locutor/a, mientras que la estructura profunda de significado (emociones y necesidades soterrañas) permanece oculta y tácita. Al poner entre paréntesis nuestros supuestos teóricos de comprensión, ostentamos una actitud fenomenológica que facilita la apertura al mundo del otro y que no debe confundirse con una actitud neutral u objetiva (70). Desde esta perspectiva, el afecto, tanto positivo como negativo, se vería como una fuente de comprensión que hay que validar y explorar más que como un problema a eliminar (64). Como dice Laso (71), las emociones no son eventos a resolver, trabajar, gestionar o modificar, sino un recurso para acceder a las necesidades implícitas del otro y eventualmente honrarlas. La escucha analógica, como la empatía, consiste no en “ponerse en el lugar del otro”, sino en atender a la vibración o eco de la emoción del otro en uno/a misma como una forma de acceder a su subjetividad. “Se trata de encontrar al otro en uno/a mismo/a y, sobre ese terreno común, ayudarlo a dialogar consigo mismo y los demás” (72, p. 100). Se trata de encontrar a esa persona dentro de uno mismo, para, a través de ella, participar de su experiencia. Implica conectar con el otro en mí para armonizar al mí en el otro.
Otros tres principios, o “tres P”, clave en las relaciones de acompañamiento y cuidado, y que son especialmente importantes en la ayuda a personas con ideación suicida son: Permiso, Proceso y Paciencia (73).
Diferencias entre el enfoque biomédico y el existencial contextual del suicidio
El modelo biomédico y el existencial-contextual del suicidio se diferencian en una serie de dimensiones, como se muestra en la Tabla 1.
Visión de la ciencia, del mundo y de los problemas humanos | Formista-mecanicista (74). Ciencia natural positivista. |
Holista-funcional (74). Ciencia humana (transdisciplinar, contextual). |
Metodología de investigación | Cuantitativa-nomotética-poblacional (diseño de grupos). Ensayo Controlado Aleatorizado, Metaanálisis. |
Mixta (cualitativa-cuantitativa)-idiográfica. Método clínico (caso único), grupo focal. |
Instrumentos | Entrevista clínica centrada en la identificación de factores de riesgo y parámetros topográficos y cuantitativos de la conducta suicida. Anamnesis y exploración psicopatológica. Escalas de riesgo psicométricas. |
Entrevista clínica narrativo-colaborativa-fenomenológica centrada en la evaluación funcional, el mundo vivido y el mundo construido o mundo de significados. |
Evaluación | Centrada en el riesgo: Estimación, predicción y estratificación del riesgo (leve, moderado, alto). Principalmente mediante escalas. | Centrada en la comprensión del proceso/conducta suicida en sí mismo como problema vital-biográfico (no como síntoma de un trastorno mental). Principalmente mediante la entrevista funcionalfenomenológica. |
Intervención | Centrada en la toma de decisiones: derivación/ingreso. Centrada en el tratamiento del trastorno mental (control de síntomas mediante psicofármacos). Centrada en el manejo del riesgo (psicofármacos, vigilancia, control de métodos potencialmente letales y plan de seguridad). |
Centrada en la psicoterapia y el acompañamiento comunitario. Centrada en el proceso/conducta suicida en sí mismo como problema vital-biográfico. Relación de cuidado y acompañamiento. |
Prevención | Predicción y prevención de trastornos y factores de riesgo. Centrada en campañas de concienciación sobe el suicidio como síntoma, consecuencia o sinónimo de enfermedad mental (normalmente depresión). Énfasis en la necesidad de cribado, detección, diagnóstico y tratamiento farmacológico inmediato. |
Promoción de contextos de vida saludables y factores de protección. Centrada en campañas de concienciación sobre el suicidio como un problema humano (existencial) que puede beneficiarse de la búsqueda de ayuda (personas cercanas, grupos naturales, asociaciones, teléfonos de ayuda, profesionales). |
Posvención | Centrada en el tratamiento preventivo de síntomas de salud mental en el superviviente mediante medicación psiquiátrica. | Centrada en la elaboración del duelo del superviviente mediante la relación de cuidado y acompañamiento. |
Aquí nos limitaremos a desarrollar las siguientes diferencias: presupuestos filosóficos, diferencias estructurales, implicaciones en las figuras de paciente y terapeuta e implicaciones asistenciales.
a) Presupuestos filosóficos
En su libro Filosofía del sufrimiento (75), Bueno Gómez revisa las modalidades históricas de gestión del sufrimiento y del dolor en nuestra cultura occidental. Entre ellas señala la gestión biomédica, la religiosa, la social, la biopolítica, la moral y la artística. Cuando analiza la gestión biomédica del sufrimiento señala que esta contiene como presupuesto filosófico el dualismo cartesiano (cuerpo-mente o cerebro-mente). A su juicio, este dualismo, en su aplicación a la biomedicina, presenta una serie de límites y riesgos entre los que destaca la biomedicalización. Específicamente, en el ámbito de la salud mental, estos límites y riesgos se epitomizan hasta llegar a resultar iatrogénicos. Bueno Gómez plantea recuperar una orientación fenomenológica para superar el dualismo cartesiano que empapa las aproximaciones biomédicas a la salud mental. Propone un proceso bidireccional de “in-corporar la mente” y “mentalizar el cuerpo” (75). Véanse en esta línea las nociones de mundo vital de Ortega, o mundo-vida, Lieb, de Husserl (76) y affordance (77). El modelo existencial-contextual propone una salida al dualismo cartesiano (un mundo mental interior y una realidad física exterior) a través de la filosofía contextual (78) y de la filosofía fenomenológico-existencial (véase aquí la noción de ser-en-el-mundo o Dasein en Heidegger, y la de yo-circunstancia o vida humana individual como realidad radical en Ortega). Se trata, pues, de buscar una salida al modelo biomédico de salud mental más allá de la mente y del cerebro (79,80).
b) Diferencias estructurales
El modelo biomédico del suicidio, según se aplica en los sistemas sanitarios de nuestro entorno, se caracteriza por ser diagnosticocéntrico, farmacocéntrico y hospitalocéntrico. El existencial-contextual, en cambio, se caracterizaría por ser transdiagnóstico, psicosocial y comunitario. Véase Tabla 2.
Modelo biomédico | Modelo existencial-contextual |
---|---|
Diagnosticocéntrico: la comprensión de la clínica (véanse aquí las conductas suicidas: ideación, tentativas, suicidio consumado) se basa en tipificar síntomas y establecer diagnósticos noso-gráficos supuestamente estructurales y etiológicos. | Transdiagnóstico: la comprensión de la clínica es transversal a las diferentes categorías diagnósticas, tratando de identificar procesos patógenos comunes en la continuidad normalidad-alteración. |
Farmacocéntrico: prioriza la medicación psiquiátrica y solo cuando esta opción llega a su techo se implementa la psicoterapia como apoyo o complemento. | Psicosocial: prioriza la ayuda psicosocial y psicoterapéutica y solo cuando estas opciones no funcionan se implementa la ayuda farmacológica como apoyo o complemento. |
Hospitalocéntrico: el lugar o topos principal de ayuda y atención clínica a los fenómenos suicidas se ubica en el servicio de urgencias y en las unidades de hospitalización psiquiátrica de los hospitales generales. | Comunitario: el topos principal de ayuda y atención clínica se ubica en la comunidad y sus recursos: centros de atención primaria, servicios sociales, y centros de salud mental. |
No se trataría, por lo demás, de dos modelos necesariamente disyuntivos, pues ambos podrían (y deberían) actuar sinérgicamente para asegurar una mejor atención sanitaria. El diagnóstico, el fármaco y el hospital son elementos necesarios en determinadas situaciones o momentos, especialmente en una cultura clínica como la nuestra en la que el control inmediato de lo sintomático y la obtención de resultados rápidos y sin esfuerzo se ha normativizado. Sin embargo, que la triada diagnóstico-fármaco-hospital sea útil en determinadas situaciones no impide observar críticamente sus múltiples limitaciones. El diagnóstico mental puede confundir acerca de cuál es la causa real del malestar, simplificar la diversidad etiológica y motivacional del fenómeno suicida y silenciar factores sociales, biográficos, culturales, políticos o económicos implicados. El fármaco, por su lado, puede cronificar la ideación suicida y producir adicción o dependencia (81). La centralización de la atención y prevención de las conductas suicidas en el ámbito hospitalario puede generar una burbuja terapéutica artificial que, aunque proporciona eficazmente cuidados técnicos en situaciones agudas de salud, puede dificultar la promoción y seguimiento comunitarios de la salud bio-psico-social-existencial en contextos cotidianos. Para una revisión crítica de lo hospitalario como burbuja y la necesidad de incorporar estrategias comunitarias que prolonguen y enriquezcan el cuidado en salud mental, remitimos al lector a Aranguren Rico et al. (82).
Estos dos modelos suicidológicos que estamos discutiendo proponen ethos terapéuticos y culturas clínicas totalmente diferenciados, los cuales condicionan el planteamiento de estrategias para la evaluación, la intervención, la prevención y la posvención de los fenómenos suicidas. Los consultantes y los profesionales han de tomar consciencia de que las políticas sanitarias no son neutras, pues determinan las creencias sociales e individuales acerca de las causas y naturaleza de los procesos del enfermar y acerca de las prácticas de ayuda que deben ser apoyadas e implantadas.
c) Diferencias en las concepciones de paciente y terapeuta
De acuerdo con el modelo biomédico tradicional, el llamado “paciente suicida” (22) se vería como un receptor pasivo del tratamiento que un profesional experto aplica sobre el mecanismo averiado de su enfermedad. De acuerdo con el modelo existencial-contextual, la persona consultante sería experta en su experiencia-existencia y dispondría de capacidad de acción-decisión para colaborar (a veces con defensas y autoengaños) con un profesional siempre en el marco del principio bioético de autonomía (83–86).
En el modelo biomédico, el profesional es el único experto en el conocimiento de la enfermedad que aqueja al paciente y, por lo tanto, está capacitado para intervenir sobre los procesos defectuosos de la dualidad cuerpo/mente. Por el contrario, el modelo existencial-contextual propone una relación colaborativa-narrativa entre expertos: una persona formada en las herramientas y procesos del cambio humano, y una persona especialista en sí misma.
Diferentes concepciones del paciente-consultante (enfermo a curar sin agencialidad vs. persona experta en su vida y agente/responsable de sus acciones/decisiones pero necesitada de ayuda/colaboración) generan diferentes configuraciones de relación terapéutica (reducción y control de síntomas vs. acompañamiento y colaboración en el análisis y resolución de problemas) y modos diferenciales de estar y ejercer la práctica clínica ante los fenómenos suicidas (estar expectante y parapetado tras un protocolo y lo legislativo vs. estar presente y abierto a la incertidumbre y a las decisiones-acciones del consultante).
d) Diferencias en las agendas asistenciales y en la teoría del cambio
Las divergencias que existen entre el modelo biomédico y el existencial-contextual justifican que haya dos estrategias claramente diferenciadas para la evaluación, intervención y prevención, por un lado, y para la explicación de cambios comportamentales asociados a fenómenos suicidas, por otro, tal y como se explica a continuación.
A. Si el suicidio y los fenómenos suicidas se entienden como (a) síntomas de un trastorno mental (típicamente depresión); (b) como consecuencia, complicación o evolución “natural” de una enfermedad psiquiátrica (véase la llamada depresión resistente); o incluso como (c) una enfermedad psiquiátrica en sí misma –véase la propuesta del trastorno del comportamiento suicida incluida en la sección III “condiciones para la futura investigación” del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (87)–, entonces:
La evaluación consistirá en una anamnesis dirigida a la identificación de antecedentes psiquiátricos, a la descripción de síntomas-diagnósticos y a la estimación y estratificación del riesgo a través de preguntas directas y escalas psicométricas.
La intervención y la prevención se centrarán en la detección precoz de la enfermedad mental con vistas a su control sintomático mediante la aplicación de un tratamiento principalmente farmacológico. Se espera que, de este modo, se reduzca el riesgo suicida. El papel asignado aquí a la relación terapéutica es secundario, viéndose más como un medio para asegurar la adherencia al tratamiento farmacológico que como un contacto yo-tú que acoge y recoge las dimensiones fenomenológicas, narrativas, biográficas, psicoterapéuticas y psicosociales del sufrimiento individual.
Finalmente, la mejoría del proceso/conducta suicida se concebirá, indefectiblemente, como función o resultado de la reducción de síntomas por efecto bioquímico del fármaco en la biología cerebral supuestamente alterada y causante del trastorno mental.
B. En cambio, si los fenómenos suicidas se entienden como actos de conducta con sentido, en un contexto vital-biográfico-histórico, véase como comportamientos reactivos a una situación límite para la que la persona no encuentra mejor solución que acabar con su vida, entonces:
La evaluación consistirá en tratar de comprender a través de la entrevista clínica los contextos vitales problemáticos que atrapan y enredan a la persona, así como la función psicológica que cumple la conducta suicida en dichos contextos (25, 27).
La intervención y la prevención consistirán en proporcionar a la persona en crisis y a sus familiares soluciones o recursos para salir de esa circunstancia o bucle problemático que subyace al proceso suicida mismo. Se espera sensibilizar en y catalizar una serie de cambios socio-psicológicos cuya consecuencia desemboque en una reorientación existencial de la persona, más allá de sí misma, así como potenciar factores de protección y fortalecer los deseos heridos del vivir.
La mejoría del proceso/conducta suicida es indisociable de la calidad, sentido de presencia, sintonización corporal, escucha analógica y profundidad de la relación de ayuda (7, 61, 64, 73). La química que realmente ayuda a reflotar la vida-esperanza de una persona en crisis suicida es la que hay entre terapeuta y consultante, y esta nunca será efectiva si el clínico no sabe transmitir de forma auténtica actitudes de afecto y respeto (72, 88).
Si bien el modelo biomédico promete mejorías y curaciones sin reservas, el modelo existencial-contextual cuida y acompaña sin reservas pero con promesas moderadas. Frente a la ufanía positivista de la curación biomédica, proponemos la profundidad del encuentro y el acompañamiento como ayuda esencial sin la cual todo lo técnico puede flotar en el aire de una esperanza vacía. La Tabla 3 resume las principales diferencias asistenciales de cada uno de los modelos.
Dimensión asistencial | Modelo biomédico | Modelo existencial-contextual |
---|---|---|
Evaluación | Identificación de antecedentes, síntomas-diagnósticos, estimación (predicción) y estratificación del riesgo a través de preguntas directas y escalas psicométricas. | Historiar contextos vitales problemáticos a través de la entrevista y realizar un análisis funcional y constructivista del comportamiento suicida. |
Intervención-prevención | Tratamiento farmacológico. Ingreso y recursos hospitalarios. | Relación terapéutica. Recursos comunitarios. |
Mecanismo del cambio | Control de síntomas. Reducción de factores de riesgo y reducción del deseo de morir. | Aprendizaje de habilidades y búsqueda de soluciones. Fomentar una reorientación existencial más allá de uno/a mismo/a hacia un horizonte de sentido y esperanza. Aumento de factores de protección y de razones/deseos de vivir. |
Para una visualización más detallada de las diferencias entre evaluación diag-nosticocéntrica y existencial-contextual del suicidio, véase la Tabla 4.
Diagnosticocéntrica | Existencial-contextual |
---|---|
Enfoque frecuentista-epidemiológico. | Enfoque psicológico transteórico. |
Centrada en la estimación y estratificación del nivel de riesgo suicida. | Centrada en la evaluación de la persona y su circunstancia biográfica: contextos vitales problemáticos. |
Factores de riesgo, especialmente el trastorno mental. | Factores de riesgo y factores de protección. |
Escalas de estimación (principalmente) y entrevista clínica. | Entrevista clínica (principalmente) y otras escalas. |
Centrada principalmente en la evaluación y diagnóstico del trastorno mental. | Centrada en el análisis de situaciones y contextos de vida problemáticos así como en las estrategias de afrontamiento. |
Centrada en los parámetros topográficos y cuantitativos de la conducta suicida. | Centrada en el análisis funcional y la formulación clínica del caso. |
Centrada en la toma de decisiones (derivación o ingreso) y en el tratamiento farmacológico del trastorno mental. | Centrada en la relación terapéutica, el acompañamiento y el tratamiento psicoterapéutico. |
Fuente. Modificado de Al-Halabí y García-Haro (89, p. 644).
Frente a la gestión biomédica del suicidio, dominante en salud mental y en el sistema sanitario, que propone cribar y captar pacientes suicidas para luego derivarlos, de forma inmediata, a los dispositivos de control de síntomas y manejo farmacológico (18), pensamos que es más útil y fecundo crear las condiciones (culturales, sociales, políticas, valorativas, periodísticas, científicas, éticas, narrativas, asistenciales y clínicas) necesarias para la promoción comunitaria del deseo de vivir, apoyándonos en la garantía de la dignidad humana, los Derechos Humanos y la justicia social. En este sentido, la creación de redes sociosanitarias de apoyo comunitario es fundamental para que las personas con ideación suicida puedan pedir ayuda, y no solo a los profesionales sanitarios sino también a las personas cercanas, grupos naturales, asociaciones o teléfonos de ayuda. Organizaciones y personas del entorno social, empezando por los familiares y amigos, pueden ayudar a salvar vidas a través de la escucha y el acompañamiento.
A la luz de esta nueva mirada, transdisciplinar y transectorial, sobre el suicidio, y en general sobre el sufrimiento psico(pato)lógico, la intervención terapéutica no quedaría limitada a “curar” enfermos mentales, ni a cuantificar, monitorizar y aliviar signos y síntomas (sueño, apetito, ansiedad, anhedonia, etc.), ni tampoco a impedir la muerte voluntaria (control policial, ingreso, vigilancia médica, institucionalización) (90). En su lugar, se vería como un trabajo de colaboración multisectorial, sintonía y andamiaje continuos, a nivel social e institucional, dentro y fuera del ámbito sanitario. De esta forma, las personas con ideación suicida podrían pedir ayuda desde la confianza de que al otro lado existe una persona, grupo o institución con voluntad y competencia para ayudar y acompañar sin prejuzgar ni reproducir procesos de vulnerabilización (75). Como señala Doblytè, “aquí, la atención podría centrarse en ampliar las alternativas al suicidio en lugar de comprometer o demonizar el suicidio como respuesta a circunstancias particulares” (91, p. 628). Lo anterior serviría para deconstruir mitos y barreras emocionales, demasiado altas (vergüenza) para la búsqueda de ayuda en varones socializados en la cultura patriarcal del hombre de acero (9).
Conclusiones y reflexión epilogal
Urge una reflexión a fondo sobre la concepción del suicidio en la literatura científica, en el sistema sanitario y en el discurso social. Cuestionamos el modelo sui-cidológico tradicional, biomédico, centrado en el cribado y detección de casos para su derivación inmediata a dispositivos de salud mental centrados, cada vez más, en el diagnóstico y tratamiento de síntomas de enfermedad mental. Este enfoque incurre en una doble abstracción. Separa, en primer lugar, a la persona de su circunstancia y mundo vivido (fuente de su malestar) y, en segundo lugar, disocia los síntomas mentales de las experiencias sociobiográficas de negligencia, injusticia y trauma que, en muchas ocasiones, lastiman el existir humano y el deseo de vivir. Conlleva, además, el peligro de funcionar como un panóptico de cuidados, es decir, como un sistema de vigilancia y de implementación de tratamientos psi sin freno, que lejos de reducir el riesgo lo aumentan (90). Reivindicamos la existencia de otros modelos conceptuales y estrategias preventivas que podrían integrarse en los sistemas de atención a la salud mental o articularse con los mismos. Véase, en este sentido, el enfoque social del suicidio (91–94).
Como alternativa al modelo biomédico, destacamos un enfoque existencial-contextual del suicidio centrado en las personas y sus circunstancias. Este enfoque trabaja desde el mundo vivido y por vivir de las personas en crisis y tiene la ventaja de tratar de entender todas las tipologías o familias de suicidio (suicidio político, altruista, protesta, testimonial, asistido, existencial, extensivo, etc.), y no solo aquel que se relaciona con el diagnóstico psiquiátrico.
Se requiere un cambio de paradigma o, como dice Ortega, un cambio de sensibilidad vital a la altura de nuestro tiempo (95) respecto a la caracterización, investigación, prevención y posvención del suicidio. Este cambio requiere in-corporar (encarnar) en la práctica clínica sanitaria la siguiente agenda:
Pasar de una lógica organizacional que prioriza lo patológico-farmacológico a otra más sensible a las cuestiones psico-socio-políticas que subyacen y condicionan los fenómenos suicidas, como eventos contextuales-existenciales, plurales-abiertos-interactivos-fluidos-dinámicos (29–31).
Ir de un paradigma centrado exclusiva o prioritariamente en la reducción de factores de riesgo a otro basado en la construcción colaborativa y potenciadora de los factores de protección. La promoción del deseo de vivir se apoyaría en el fortalecimiento de los recursos comunitarios y en las estrategias de afrontamiento (potenciando los recursos y competencias individuales y colectivos).
Girar desde un enfoque centrado en la enfermedad mental a otro centrado en dos procesos psicosociales amplios. Por una parte, la comprensión funcional de las conductas suicidas en la vida individual de la persona; y por otra, la evaluación constructivista de dichas conductas desde el sistema de significados personales, siempre en una matriz intersubjetiva cultural.
Transitar desde un modelo que prioriza el uso de escalas psicométricas, puntuaciones, algoritmos y marcas de riesgo (poco fiables y nada predictivas) a otro con centro en la entrevista, la experiencia vivida y la alianza terapéutica colaborativa (58–60, 62–64, 67, 73, 96).
Pasar de estrategias clínicas que patrocinan como condición sine qua non de la ayuda el tener un diagnóstico psiquiátrico a otras centradas en la persona y su circunstancia, así como en la mejora de la calidad de vida y la reorientación existencial más allá de uno/a. El modelo de intervención terapéutica que proponemos potenciaría la confianza y accesibilidad a los recursos sociosanitarios disponibles, las capacidades y competencias personales para la autonomía, la agencia/autoeficacia y la recuperación de un proyecto vital en un contexto vincular y con sentido de pertenencia.
Pasar de un modelo hospitalocéntrico que prima la atención aguda urgente y la hospitalización psiquiátrica a un sistema de atención, acompañamiento y cuidado, transversal, comunitario y psicosocial. Para una revisión histórica del modelo comunitario en salud mental véase Goméz Esteban (97).
Dejar atrás un enfoque farmacocéntrico que eclipsa las psicoterapias y las ayudas psicosociales, y favorecer la emergencia de las tres modalidades de ayuda (biológica, psicológica y social) en el mapa de prestaciones sanitarias, sin servilismos ni imposiciones. Pensamos que una integración de campos más acorde a la naturaleza de los fenómenos conductuales complejos (molares e interactivos), como es la conducta suicida, es aquella que sustituye lo biopsicosocial por lo sociopsicobiológico.
Cambiar la lógica suicidológica imperante en los sistemas sanitarios occidentales supone cuestionar y enfrentar el discurso biomédico tradicional dominante, sostenido por intereses y agendas de actores con poder económico, simbólico, académico-científico, social y político (98). Significa deconstruir y superar las falsas promesas psiquiátricas (99) y la tendencia a la patologización (neurocéntrica y gencéntrica) de la vida en salud mental (79, 80). Respaldamos la creación de un espacio amplio transdisciplinar de reflexión suicidológica crítica, en el que caben la psiquiatría social (100) y la psicología existencial-contextual-holista (53–55, 101). En España, la psiquiatría social (100) y la psiquiatría crítica (81, 90, 99, 102–107) se han constituido como fuerzas de resistencia de primer orden que han generado propuestas teórico-asistenciales que pueden ayudar a impulsar nuevos paradigmas suicidológicos contemporáneos. Queda saber si habrá voluntad política y honestidad científica para iniciar este anfractuoso viaje hacia horizontes científicos y asistenciales comunitarios. La meta, salvar vidas, bien merece el esfuerzo. Y como diría William James: el primer paso está en la voluntad de creer (108).