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Medifam

versión impresa ISSN 1131-5768

Medifam vol.11 no.1  ene. 2001

 

DINÁMICA FAMILIAR

Abusos sexuales: una situación de desprotección   

O. Guerra Arabolaza, C. Vañó Piedra*


Miembro  del Equipo de Infancia y Familia del CIM. Comisión de Bienestar Social. Profesora Asociada del Departamento de Ciencias de la Educación. UIB.

*Miembro del Equipo de Infancia y Familia del CIM. Comisión de Bienestar Social. Palma de Mallorca

 


Resumen

El objetivo de este artículo es poner en evidencia las dificultades que nos hemos encontrado en el tratamiento psicológico de menores, víctimas de agresiones sexuales, en los que las madres de éstas no hacen una clara apuesta por sus hijas. En estos casos, además de las ya difíciles circunstancias que acompañan a este tipo de maltrato, se añade en muchos de los casos de abuso sexual intrafamiliar, la desprotección por parte de la madre y de la familia de origen. Es además conocido todas las complicaciones que derivan del proceso judicial que paralelamente se pone en marcha, y que implica a todos los miembros del sistema familiar. No tener en cuenta desde el principio estas dificultades, sería obviar una parte muy importante del tratamiento, que tendrá que ver con el pronóstico final del caso.
También con este artículo pretendemos aportar nuestra experiencia en relación a lo que ha sido nuestro trabajo clínico en un servicio especializado de segundo nivel de la administración local y de carácter ambulatorio.
 

Palabras clave: Abuso sexual. Proceso judicial. Terapia sistémica. Juegos familiares.

Sexual abuse: a situation of disprotection

Abstract

The objective of this article is to make clear the difficulties found in the psychological treatment of the sexual abuse children when the mothers’ victims do no bet on their son. When these characteristics are present, beside the difficulties and the abuse trauma, we have to add all the derived complications from the judicial process that is taken place at the same time and involve to all the family system’s members. Nor to have into account these considerations is to obviate a very important part of the therapeutic process which is related with the final prognosis of the case.
We also pretend with this article to share our experience in relation to our clinical work in a specialized service at the Local Administraton, based in a not hospital setting.
 

Key words: Sexual abuse. Judicial process. Systemic therapy. Relacional games.


INTRODUCCIÓN

Desde 1995 nuestro equipo se especializa en el trabajo con familias de niños y jóvenes de alto riesgo (familias mal tratantes) en situaciones de desprotección y dificultad psicosocial. Anteriormente a esta fecha, el equipo atendía todo tipo de problemática de salud mental relacionada con niños y jóvenes hasta los 18 años de edad. Entre otros problemas ya empezamos a encontrar casos de abusos sexuales, bien porque habían sido derivados como tal desde el Servicio de Protección de Menores y/u otros servicios, o porque habían sido desvelados en el transcurso del tratamiento que se llevaba a cabo en ese momento con la familia. Sin ninguna duda, el proceso de intervención en ambos supuestos seguía procesos muy diferentes. Este hecho nos llevó a reflexionar sobre la forma más adecuada de abordar terapéuticamente estos casos. Otro elemento de reflexión y análisis para el equipo, en aquel momento, consistió en el descubrimiento de madres que habían sufrido abusos sexuales en su infancia y que eran derivadas a nuestro servicio porque en su núcleo familiar se encontraban situaciones abusivas respecto a sus hijos.

DESCRIPCIÓN DE LA MUESTRA

Nuestra muestra se compone de un total de 28 casos de menores víctimas de abuso sexual perpetrados cuando eran menores de 18 años, todas de sexo femenino. En el equipo se ha atendido un número mayor de casos a la cifra mencionada anteriormente. Pero el análisis se ha ceñido a los casos de la muestra con los que nosotras, como responsables y terapeutas, hemos trabajado.
También hemos dejado intencionadamente fuera los casos de abuso sexual en menores de sexo masculino. La razón de dicha decisión se basa en que la muestra n=4 resulta demasiado pequeña para llegar a resultados concluyentes.
La muestra está compuesta en su mayoría por adolescentes de más de 12 años (n=23). El resto de la muestra corresponde a menores de 12 años. Hemos considerado la edad que tenía la víctima a la entrada en nuestro servicio. Esto quiere decir que muchas de las adolescentes comienzan a ser abusadas sexualmente en edades más tempranas, pero el abuso se desvela años más tarde.
Del total de la muestra, 20 casos corresponden a una tipología de incesto y 8 son casos de violación20.

METODOLOGÍA DE LA INTERVENCIÓN HASTA 1995

Periodo previo a la celebración del juicio

Inicialmente, en esta primera etapa, la metodología consistió en incluir dentro del tratamiento familiar al ofensor, cuando éste reconocía que se habían producido abusos sexuales hacia su hija y éstos no eran constitutivos de delito de cárcel. Nuestro equipo, que trabaja con el modelo sistémico, pensó que, el hecho de que el ofensor admitiera los abusos hacia la víctima, podría constituir un elemento protector y de buen pronóstico para el abordaje de este tipo de problemas contextualizándolos en el sistema familiar. Partíamos también de la premisa de que la revelación de los abusos sexuales permitiría tanto a la madre como a los hermanos identificar y responde de forma apropiada a los comportamientos inadecuados del ofensor. Premisa que, posteriormente, hemos constatado como necesaria, pero no suficiente.
En aquellos casos en los que el ofensor se encontraba en prisión porque se había celebrado el juicio y los hechos eran constitutivos de delito, sólo se trabajaba con la madre y/o la víctima y/o los hermanos.
Fuimos capaces de reconocer distintos tipos de abusos: en algunos casos se trataba de situaciones incestuosas donde habían tenido lugar contactos sexuales genitales y en otros casos las menores habían sido objeto de abuso sexual sin contacto físico y/o vejación sexual.
Se daba la circunstancia que en aquellos casos en los que el contacto genital había sido verificado, los ofensores se encontraban en prisión a la espera de juicio. El problema principal nos lo encontrábamos en el segundo de los supuestos, en donde el ofensor había cometido un delito de vejación sexual y/o abuso sexual sin contacto físico y no se le había condenado, encontrándose a la espera de juicio por lo que participaba en el proceso terapéutico. Fue precisamente en este tipo de intervenciones donde nos dimos cuenta del error en el que habíamos incurrido. Se trataba, sin ninguna duda, de una paradoja que trataremos de explicar a continuación.

En primer lugar, en lo que hace referencia al ofensor, la paradoja consistía en admitirle en el proceso de tratamiento psicológico, ya que en todo momento negaba haber cometido los hechos por los cuales había sido derivado a nuestro servicio, porque de admitirlos, supondría inmediatamente el reconocimiento de su delito. Esta situación no estaba desprovista de consecuencias para todos los participantes en el contexto terapéutico. El ofensor no podía autoinculparse estando pendiente de juicio; la madre, porque intentaba sin éxito mantener una situación de neutralidad entre el supuesto ofensor (marido, compañero, etc.) y la hija abusada; la víctima, porque quedaba doblemente desprotegida, ya que, ante los sentimientos ambivalentes de su madre, no obtenía un apoyo realmente efectivo por parte de ésta quedando implícitamente culpabilizada por la situación creada ante la revelación del abuso. En los casos en los que existían hermanos que creían a la víctima, nos encontrábamos con que éstos le exigían que los problemas fueran resueltos en el ámbito de la familia y no se hicieran públicos, lo que suponía un apoyo no real y de nuevo culpabilización para la víctima. Pero, mientras tanto, el proceso terapéutico seguía su marcha y mantenía a todos sus miembros atrapados en el juego relacional en curso. Lo que se había producido era una situación de “impasse” terapéutico. Ninguno de los miembros de la familia podía dejar de participar en el juego en el que habían quedado atrapados y los terapeutas no podían conducirlos hacia el objetivo programado, esto es, que el ofensor admitiera su responsabilidad favoreciendo que madre y hermanos pudieran responder de forma más adecuada , ya que estaban obligados a no tomar partido más allá de donde pudieran verse comprometidos, cuanto menos se implicaran menos arriesgaban, aumentando de esta forma, la presión psicológica ejercida sobre la víctima en la cual, quedaba depositada la responsabilidad de enviar o no al ofensor a la cárcel siendo responsable, en último término, de la tragedia familiar en la que todos se veían inmersos.

Otra de las graves dificultades con la que nos encontramos antes de 1996 (y sigue siendo un problema en la actualidad) fue que, el periodo de tiempo transcurrido desde el momento de la denuncia y/o revelación del abuso por parte de la víctima, hasta la promulgación de la sentencia era extremadamente largo (promedio de un año y medio a dos años) lo que dificultaba aún más el salir del “impasse” en el que habíamos caído.
En relación a las madres de las víctimas, ¿qué es lo que ocurría, en la mayoría de los casos, entre el momento en que la chica desvelaba el abuso sexual y la celebración del juicio? A medida que se acercaba el momento del juicio, la tensión acumulada a lo largo de este periodo de espera aumentaba considerablemente . En aquellos casos, en los que la madre no apoyaba porque no creía lo que la víctima contaba, encontrábamos diferentes mecanismos que sustentaban su comportamiento y que especificaremos a continuación.

En primer lugar, aquellas madres que, consciente o inconscientemente, eran conniventes con la situación del abuso mostraban una postura incoherente. A veces, sólo mediante complicados mecanismos de defensa podían mantener su integridad mental haciendo una completa negación de la realidad. En aquellos casos en los que las madres no fueron capaces de darse cuenta de los hechos que estaban sucediendo dentro de su hogar, la revelación del abuso por parte de la víctima, les cogía completamente desprevenidas. Estas mujeres arbitraban mecanismos defensivos de tipo psicosomático: alopecias, dolores inespecíficos, trastornos del sueño y de la alimentación, etc., llegando a veces a manifestar síntomas neurovegativos. Bajo todos estos signos lo que se ocultaban eran cuadros depresivos.
A medida que el juicio se acercaba, estas madres que no habían apoyado de forma activa a sus hijas, comenzaban a presionar, directa o indirectamente, para que la menor cambiara su declaración inicial y, de esta manera, evitar la prisión para el ofensor. Nos encontrábamos con madres que mantenían, respecto a sus maridos y/o compañeros, una situación de enorme dependencia, tanto económica como afectiva.
Este “impasse” también era aprovechado por el ofensor ya que durante el tiempo que transcurre desde la denuncia hasta la sentencia tras la celebración del juicio, se dedicaba a ser el buen marido o compañero que nunca antes había conseguido ser para su mujer. Su comportamiento era ejemplar como padre y como marido, por esta razón era difícil para la mujer apoyar a su hija y corroborar lo que ésta decía en contra de su agresor, reafirmando la dependencia de ellas.

Nos encontramos además que ante situaciones de este tipo y cuando no hay pruebas concluyentes del abuso, paradójicamente es la víctima la que sale de la casa familiar para poder ser “protegida”, quedando internada en alguna institución colaboradora con el sistema de Protección de Menores. Durante este periodo de “impasse” al que nos referimos y que se produce antes de la sentencia, la víctima observa por otra parte, que su salida del domicilio familiar alivia la tensión que existía en el hogar y que la pareja se acomoda a una situación en la que la víctima no tiene cabida, quedando excluida de todo el entorno familiar.
¿Qué puede hacer ella frente a esta situación? El hecho de la salida del hogar la coloca en una posición difícil de resolver. ¿Es ella la que tiene razón o ha hecho algo malo? ¿Por qué es ella la que tiene que salir de casa y no el que, supuestamente, ha cometido el delito? ¿Por qué es ella la castigada? ¿Por qué su madre no la cree? ¿Por qué no la apoyan sus hermanos? En definitiva, ¿qué delito ha cometido ella? Todos los hechos que en la práctica se suceden la llevan a pensar que ha cometido una equivocación al relatar éstos, ya que se siente abandonada por sus seres queridos. Encontrábamos que muchas chicas desarrollaban durante este periodo de tiempo trastornos de distinta índole: trastornos de tipo ansioso, distímicos, trastornos del sueño, trastornos de la alimentación, etc.

Durante todo este largo proceso de espera, con las características antes descritas, no se generan mecanismos de reparación para la víctima más allá de los proporcionados, en el mejor de los casos, por los profesionales que están cerca de ella*. En realidad, lo que la menor esperaba con su denuncia era la reparación de sus seres queridos. Es importante destacar aquí, que las necesidades de afecto y atención varían enormemente dependiendo del estadio evolutivo en el que la menor se encuentra y en consecuencia, el daño psicológico infligido será también diferente lo que nos orientará a valorar las posibilidades pronósticas. El tiempo, como variable en sí misma, no representa lo mismo para un adulto que para un niño y la espera a la que se ve sometida la víctima es un elemento más de este proceso que la daña psicológicamente. La falta de previsión ante los acontecimientos futuros y su escaso manejo del tiempo la vuelven insegura y la angustian, ya que la víctima no puede prever el final de este proceso; mientras tanto el mundo que la menor percibe a su alrededor es un mundo de exclusión y de abandono por parte de todos sus “seres queridos”.

      * Ver en relación al trabajo de reparación con las víctimas, el magnífico libro de Madanes 
C. Violencia Masculina. Granica 1997.

El momento del juicio

El momento del juicio (en el mejor de los casos si el expediente no ha sido sobreseído por falta de pruebas) produce en la víctima de abuso sexual un estado emocional de inmenso estrés por lo que éste  representa en sí mismo. Es uno de los momentos más críticos de todo el proceso y donde se dirimen cuestiones importantes para su futuro: la menor tiene que enfrentarse de nuevo a los hechos, tiene que volver a declarar, después de múltiples declaraciones y, sobre todo, esta última declaración tiene la particularidad de que se produce ante el presunto ofensor y ante todo el sistema judicial. Sin duda, obliga a la víctima a revivir situaciones del pasado muy dolorosas, aún en aquellos casos en los que la víctima ha estado separada del hogar tratando de olvidar y de comenzar una nueva etapa en su vida pero siempre a la espera de que el juicio se celebre y de lo que ocurrirá entonces. ¿Será creído su testimonio? Muchas de las menores con las que trabajamos tienen miedo a que se ponga en tela de juicio su credibilidad. A lo largo del proceso, como hemos dicho, dudan de a qué persona se está juzgando realmente y es durante el juicio el momento de confrontar el testimonio del presunto ofensor contra el testimonio de la víctima. ¿A quién se le dará la razón en último extremo?

Las víctimas tienen la esperanza -sobre todo en aquellos casos en los que no han sido creidas por sus madres- de que el juicio terminará dándoles la razón a ellas y que sus madres terminarán abriendo los ojos, rindiéndose a la evidencia, pero...¿qué es en realidad lo que sucede? Las madres han mostrado una enorme ambivalencia con respecto a su compromiso con las víctimas. A nivel de contenido, el mensaje que la madre transmite a su hija es: “sólo creo en parte lo que ha sucedido y, por tanto, no voy a darte la razón”, pero a nivel analógico, en la medida en que siguen conviviendo con el presunto abusador y ha sido la niña quien ha tenido que abandonar el hogar y salir de casa no se siente comprendida y apoyada. La madre se encuentra entre la espada y la pared, entre su marido y/o compañero por una parte y su hija por otra, y no quiere tomar partido para no perder ninguna de estas dos relaciones significativas e importantes para ella. Terminará haciéndole creer que supedita y condiciona su apoyo al dictamen de una sentencia condenatoria. La hija lo que percibe es que su madre, con su retirada pragmática, ya había tomado con anterioridad una decisión: “no apoyarla a ella” y le angustia pensar que la sentencia puede confirmar su percepción. Por decirlo de otra manera, percibe perfectamente el desajuste cognitivo entre lo que su madre “dice” y lo que su madre “hace”.

Después del juicio

Una vez que el juicio se ha celebrado y si la sentencia ha sido favorable para la víctima, porque el sistema judicial ha reconocido que los abusos sexuales han tenido lugar y el ofensor ha sido condenado, se abre ante sus ojos una esperanza: que su madre ya no pueda negar por más tiempo lo que en el fondo de su corazón ha deseado negar: que su marido y/o compañero era culpable. Espera en ese momento el reconocimiento que su madre le ha negado hasta entonces, que reconozca que se ha equivocado y que termine apostando verdaderamente por ella. Se lleva una gran sorpresa cuando descubre y constata que ni antes ni ahora, a pesar de la sentencia, su madre puede reconocer ante ella que su padre y/o compañero es culpable, y que ella ha estado condenada a una situación de abandono y/o maltrato emocional desde el comienzo. En nuestra experiencia encontramos que, si una madre no ha podido apoyar a su hija antes, difícilmente podrá hacerlo después.
Si la sentencia ha sido favorable y se reconoce públicamente que la menor ha sido objeto de abusos sexuales por parte del ofensor, esta sentencia constituirá por una parte el primer reconocimiento explícito de su inocencia y por otra parte; de su verdad pero, desgraciadamente, a veces, es lo único favorable para la menor; podríamos decir que constituye el primer acto de reparación real para la víctima. Esto es especialmente importante en aquellos casos de adolescentes donde, debido a las características evolutivas de esta etapa, el sentido de la justicia y el reconocimiento social de la norma está ya presente por primera vez en sus vidas como hecho diferencial e importante. El acto de la celebración del juicio y su correspondiente sentencia adquiere desde esta perspectiva una relevancia significativa, a diferencia de otros periodos evolutivos donde el reconocimiento social del hecho no es tan importante y las necesidades vitales se centran en otras áreas.

A partir de aquí la adolescente sabe que la justicia funciona ya que se ha reconocido públicamente el hecho por ella denunciado. Pero, como hemos mencionado antes, el hecho que el sistema judicial lo reconozca no implica que su madre y/o familiares más cercanos lo hagan y le reparen por el daño moral ocasionado. Hay que tener presente que en muchos de los casos hasta ese momento, la víctima ha vivido con la esperanza de que el juicio y la sentencia resuelva el “dilema” que su madre tiene planteado: “... no estoy segura de que esto haya sucedido realmente...”, “...es imposible que mi marido haya podido hacerlo...”, “...os creo a los dos...”, etc.
Desde el momento en el que la sentencia ha sido dictada por el juez, la víctima cree que a su madre ya no le puede quedar ninguna posibilidad de duda. Desde su punto de vista: “...si mi padre es condenado, mi madre tendrá que darme abiertamente la razón y condenar claramente a mi padre...”. Pero como decíamos antes, una madre que no ha apoyado durante el proceso a su hija, es difícil que lo haga en este momento y la víctima se siente traicionada en su esperanza.

La decepción es amarga y cruel. Ellas esperan y desean ser reparadas por sus madres y no por sus padres que las han maltratado y de los que no hay nada que esperar. La rabia y el furor se vuelven contra estas madres que ni siquiera ahora tras la sentencia condenatoria las creen, las defienden y las apoyan. Cuando la rabia no puede ser expresada abiertamente, en su lugar aparece un cuadro depresivo profundo. También es frecuente encontrar en el caso de estas chicas cuadros de comportamientos muy disruptivos que conducen hacia su propia autodestrucción: malas elecciones de pareja, promiscuidad, drogas, conductas antisociales, trastornos sexuales, suicidios, etc.
¿Qué entiende una víctima por reparación? Pues sencillamente que su madre entienda por primera vez en su vida, el sufrimiento al que ella ha sido sometida sin que nadie haya podido consolarla. Que entienda lo que realmente ha supuesto para ella una situación de abandono emocional, a veces también físico, por su parte. Que comprenda también que ha puesto por encima sus necesidades emocionales a las de su hija impidiéndole por esta razón ver precisamente las necesidades más vitales y urgentes de ella. Que entienda que ha estado “sorda” y “ciega” a todos los SOS que su hija le ha estado enviando. Que su madre comprenda, por último, que se le ha robado parte de su infancia y juventud con las consiguientes consecuencias para su vida futura.

METODOLOGÍA DE LA INTERVENCIÓN DESPUÉS DE 1996

Hemos dicho que tanto el terapeuta como la familia se encontraban en una situación paradójica cuando se iniciaba un tratamiento en donde todavía no se había celebrado el juicio y consecuentemente no existía sentencia. Es decir, en donde no sabíamos si el presunto ofensor sería o no condenado por los hechos que se le imputaban.
De la situación en la que se encontraban los distintos miembros de la familia ya hemos hablado pero, ¿qué ocurría con el terapeuta?; ¿por qué entraba en esta situación paradójica? En primer lugar, porque aunque se hacía explícito al término de la fase de evaluación, tanto a nivel de contenido como a nivel analógico, que creía lo que la víctima decía, el hecho de dar cabida a todo el núcleo familiar -en donde el ofensor estaba incluido- hacía que la víctima no pudiera expresar con suficiente tranquilidad sus sentimientos de rabia y de dolor, no sólo en contra del ofensor, sino también de su madre y hermanos, que no la habían protegido.

En segundo lugar, porque, aunque en algunos casos el ofensor reconoció haber abusado sexualmente de la víctima, esperaba también del terapeuta que entendiera y comprendiera las circunstancias en las que estos hechos se habían producido. De esta forma, el ofensor esperaba que el terapeuta se convirtiera también en su aliado a la hora de su testimonio durante el juicio que tenía que producirse y que, por el mero hecho de haber participado en una terapia y haber manifestado su “arrepentimiento”, pudiera tener un trato más favorable por parte del sistema judicial.
En tercer lugar, porque, por más que se hacía explícito que nosotras como terapeutas, no éramos jueces ni nos correspondía juzgar si el presunto ofensor era o no culpable, a lo largo del tratamiento y en la medida en que se profundizaba en los hechos no podíamos dejar de pensar, en alguno de los casos, que sí nos lo parecía.

La consecuencia de todo esto fue adoptar medidas para tratar de paliar los inconvenientes y/o “trampas” que habían surgido a lo largo del tratamiento. Los cambios que a partir de entonces se produjeron en nuestro servicio para todos los casos que eran derivados por presuntos abusos sexuales fueron los siguientes:
— Se acordó poner en conocimiento del Servicio de Protección de Menores y/o Fiscalía todos los casos de abusos sexuales que eran derivados a nuestro servicio.
— Se acordó con la entidad competente de Protección de Menores que este tipo de casos siempre tendrían que ser evaluados por ellos y serían los responsables de decidir si existía una situación de desamparo o no y en consecuencia si era necesario iniciar un tratamiento psicológico con el menor.
— Se acordó que a partir de entonces en los casos de incesto, se trabajaría individualmente con la víctima, o en grupos terapéuticos para menores víctimas de abusos sexuales*, mientras no existiera una sentencia judicial. En los casos donde existiera un apoyo explícito de la madre hacia la víctima, ésta se podría incluir en el tratamiento y, si el presunto ofensor reconocía el delito y quería recibir tratamiento, tendría que hacerlo fuera del Centro y con otro terapeuta.
Arbitrando estas medidas encontramos que hemos conseguido reducir y paliar muchas de las dificultades e interferencias en el tratamiento con las menores.

    En la actualidad se llevan a cabo distintos grupos de menores víctimas de abusos sexuales. Estos grupos están formados por niños/as de edades y desarrollo evolutivo similar. Al mismo tiempo se desarrollan grupos con los padres no abusadores donde se trabaja esta problématica. Esta nueva modalidad de tratamiento está resultando ser de gran utilidad y de enorme eficacia.

CONCLUSIONES

En los casos en que la evidencia de abuso sexual no ha sido claramente demostrada y como consecuencia, el presunto ofensor continúa viviendo en el domicilio familiar, a la espera de la celebración del juicio y correspondiente sentencia, el tratamiento psicológico debe priorizar a la víctima. Constatamos las enormes dificultades y complicaciones que surgen cuando las menores se deciden a comunicar que están siendo objeto de abusos sexuales por parte de algún familiar próximo, no sólo ya, por la falta de credibilidad por parte de sus seres queridos, sino también, debido a que el proceso judicial que se pone en marcha es muy lento y, en general, no favorece ni protege a las víctimas de estos hechos como debería hacerlo.
Por otra parte, hemos comprobado que la posición que adopte la madre será un elemento decisivo para la recuperación o no de su hija. El tratamiento psicológico tendrá un pronóstico positivo o negativo dependiendo en gran medida de esta variable. La razón estriba en que, hemos constatado que en la mayoría de los casos si la víctima no ha sido apoyada y protegida por su madre desde el principio, difícilmente lo será en el futuro lo que producirá una fractura emocional y psicológica de difícil sutura.

También hemos encontrado que en la mayoría de estas situaciones incestuosas se da de hecho una situación de desprotección hacia la menor antes de que el abuso sexual, propiamente dicho, se haya producido. Nos encontramos principalmente con una tipología de maltrato de tipo negligente, donde el abandono físico y emocional de las menores está presente.
Asimismo, hemos constatado que en aquellos casos en el que el terapeuta ha comunicado la presencia o sospechas de abusos sexuales al Servicio de Protección de Menores y/o Fiscalía cuando éstos han sido revelados en el transcurso de un tratamiento, el contexto terapéutico ha quedado cuestionado, y en algunas ocasiones incluso se ha llegado a romper a iniciativa de los padres, con las consiguientes consecuencias negativas sobre todo para la menor, objeto de la agresión.

Futuros trabajos tendrán que evaluar el impacto psicológico que produce en las víctimas de abuso sexual el tiempo de espera al que se ven sometidas entre el desvelamiento del abuso y la celebración del juicio, a nuestro parecer excesivamente largo y penoso por todo lo que ello implica y conlleva, especialmente en los niños de corta edad.
Sería necesario profundizar conjuntamente con los profesionales del sistema judicial nuevas metodologías de trabajo que garanticen a las personas víctimas del abuso sexual una coordinación efectiva y funcional entre las distintas administraciones y servicios que se ven implicados en estos casos.

Vemos la urgente necesidad de sensibilizar a la red profesional en la detección de estos casos. Aquí es donde juega un papel fundamental la red sanitaria de atención primaria y especialmente los médicos de familia, los servicios sociales y las escuelas de educación infantil y primaria. Es poco probable ver y detectar aquello que no forma parte de nuestro esquema mental, aquello que desconocemos. Estaremos todos de acuerdo que para poder hacer un buen diagnóstico de una enfermedad debemos conocer bien los síntomas. Exactamente lo mismo ocurre con el abuso sexual. Si desconocemos cuáles son sus indicadores tanto a nivel físico, emocional como conductual, seremos incapaces de poder detectarlos y pasarán por delante de nuestros ojos sin tener las más mínima sospecha de lo que se trata. Asimismo, poner en conocimiento de la Administración competente todas las sospechas o indicios de abusos sexuales que se conocen, no sólo por las secuelas que dejan en las víctimas que lo padecen sino porque de no hacerlo estaríamos incumpliendo con el mandato universal de defensa de los derechos humanos.

Por último, tras la constatación de que muchos ofensores no son condenados a penas de cárcel por la naturaleza del hecho que se les imputa y que regresan al domicilio familiar, o que estando en prisión no reciben ningún tipo de ayuda específico para el problema que padecen, creemos que sería necesario arbitrar modalidades de intervención que incluyan al ofensor en tratamientos psicológicos si éste ha reconocido los abusos y está dispuesto a reparar el daño que ha causado. Apoyamos para este tipo de intervención las recomendaciones que aconsejan los expertos en el tratamiento de los ofensores.

CORRESPONDENCIA:
Olga Guerra Arabolaza
C/ Sant Feliú, 12-3º-3ª
07012 Palma de Mallorca
e-mail: sif@cim.net
Telf. 971 76 44 94

 

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