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Anales del Sistema Sanitario de Navarra
versión impresa ISSN 1137-6627
Anales Sis San Navarra vol.30 supl.3 Pamplona 2007
Vulnerability
L. Feito
Universidad Rey Juan Carlos. Madrid
Dirección para correspondencia
RESUMEN
El término vulnerabilidad encierra una gran complejidad. Hace referencia a la posibilidad del daño, a la finitud y a la condición mortal del ser humano. Sin embargo, tiene diversas dimensiones. Al menos una dimensión antropológica, que afirma la condición de vulnerabilidad del ser humano en cuanto tal, y una dimensión social, que subraya una mayor susceptibilidad generada por el medio o las condiciones de vida, dando lugar a espacios de vulnerabilidad y poblaciones vulnerables. La dimensión social nos conduce a hablar de las capacidades y el reconocimiento como elementos clave del vínculo entre los seres humanos que es fundamento de la obligación moral. Esta obligación es fundamentalmente de cuidado y solidaridad en el marco de la justicia.
Palabras clave. Vulnerabilidad. Reconocimiento. Cuidado. Solidaridad. Daño.
ABSTRACT
Vulnerability is a complex concept. It refers to the possibility of harm, to limitations and to the mortal condition of the human being. Nevertheless, it has different dimensions. There are at least two: an anthropological dimension, which affirms the intrinsically vulnerable condition of the human being; and a social dimension, which refers to an increased susceptibility caused by the natural environment or social settings, generating vulnerability spaces and vulnerable populations. The social dimension leads us to comment on capacities and recognition as key elements of the bond amongst human beings, the ground of moral obligation. This obligation is principally care and solidarity in the framework of justice.
Key words. Vulnerability. Recognition. Care. Solidarity. Harm.
La vulnerabilidad y su complejidad
A pesar de ser aparentemente tan comprensible y conocido, el término vulnerabilidad encierra una notable complejidad. Vulnerabilidad es, en primer lugar, un concepto con múltiples significados, aplicables a ámbitos muy diversos: desde la posibilidad de un humano de ser herido hasta la posible intromisión en un sistema informático. En segundo lugar, la vulnerabilidad es una característica de lo humano que parece evidente desde una perspectiva antropológica, pero que la tradición cultural más cercana a la defensa del individualismo, la autonomía y la independencia, se ha encargado de dejar en un segundo plano o, incluso, de relegar por considerarla de rango inferior. En tercer lugar, la vulnerabilidad, en tanto que posibilidad del daño, es considerada la misma raíz de los comportamientos morales, al menos de aquellos en que el énfasis se sitúa en la protección y en el cuidado, más que en la reclamación de derechos.
Y además, en cuarto lugar, la vulnerabilidad se ha ido asociando no sólo con las condiciones del individuo sino, cada vez más, con las condiciones del medio (ambientales, sociales o de otro tipo) en que su vida se desarrolla, dando lugar a la necesidad de incorporar los aspectos socioculturales en la comprensión de este concepto. De ahí que se hable, frecuentemente, de poblaciones vulnerables, para referirse a aquellos grupos de personas que, a consecuencia de las condiciones del medio en que viven, están en una situación de mayor susceptibilidad al daño.
La idea de vulnerabilidad no es nueva, ciertamente, si bien sólo recientemente ha comenzado a formar parte de los discursos bioéticos. Y su entrada se ha producido de la mano del mencionado término poblaciones vulnerables, especialmente en relación a la ética de la investigación con seres humanos. Sin embargo, como afirma R. Flanigan1, la bioética siempre ha estado preocupada por el vulnerable porque su objetivo es el ser humano, que siempre, por definición es un ser vulnerable. Y en muchos casos, específicamente, la bioética se centra en el ser humano enfermo, donde esa condición de vulnerabilidad es aún más evidente. Lo que resulta quizá más novedoso, según esta autora, es el énfasis puesto en denunciar que existen poblaciones enteras cuyos miembros son más vulnerables que otros en su aproximación a la asistencia sanitaria, y, desde esta constatación, la defensa de una obligación de justicia de asegurar e incrementar la autonomía de estas poblaciones.
Este planteamiento es coherente con la preocupación creciente por incluir los aspectos de las diferencias culturales en la bioética. Ya no es posible, a la altura de nuestro tiempo, seguir pensando en una bioética local o parcial, ni tampoco en una bioética que prescinda de los aspectos socioculturales que están marcando las diferencias en el mundo. La pretendida invisibilidad de determinados problemas y la falta de atención a ciertas claves de comprensión de la vida humana, han originado una bioética poco implicada en las cuestiones relativas a la justicia. Por eso se ha producido ese giro hacia lo cultural, que ha permitido plantear la posibilidad de una bioética global2.
Por tanto, conviene apuntar ya que existirán al menos dos tipos de vulnerabilidad humana: una vulnerabilidad antropológica, entendida como una condición de fragilidad propia e intrínseca al ser humano, por su ser biológico y psíquico; y una vulnerabilidad socio-política, entendida como la que se deriva de la pertenencia a un grupo, género, localidad, medio, condición socio-económica, cultura o ambiente que convierte en vulnerables a los individuos. Analizaremos brevemente estos dos aspectos.
La vulnerabilidad antropológica
Ser vulnerable implica fragilidad, una situación de amenaza o posibilidad de sufrir daño. Por tanto implica ser susceptible de recibir o padecer algo malo o doloroso, como una enfermedad, y también tener la posibilidad de ser herido física o emocionalmente. La vulnerabilidad también puede entenderse como poder ser persuadido o tentado, poder ser receptor, ser traspasable, no ser invencible, no tener absoluto control de la situación, no estar en una posición de poder, o al menos tener la posibilidad de que dicho poder se vea debilitado. Es vulnerable, según el Diccionario de la Real Academia, quien puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente.
Todos estos sentidos, que muestran la polisemia del término y sus muchos matices, hacen referencia no obstante a un denominador común: el daño. El daño puede ser entendido de muy diversos modos, el más evidente es la herida, el dolor. No en vano, el origen del término vulnerabilidad es el término latino vulnus, que significa herida, golpe, punzada, y también desgracia o aflicción. En el mismo campo semántico se encuentra vulneratio, herida o lesión, y también el verbo vulnero, herir o lastimar. Pero también, obviamente, el daño puede ser psíquico o emocional, en cuyo caso abre la vía del sufrimiento. Y existe también un daño moral, que es el causado por una situación de maldad, una injusticia, un desprecio, o cualquier otra forma de daño que afecte a nuestra identidad como personas.
La vulnerabilidad tiene que ver, pues, con la posibilidad de sufrir, con la enfermedad, con el dolor, con la fragilidad, con la limitación, con la finitud y con la muerte. Principalmente con esta última, tanto en sentido literal como metafórico. Es la posibilidad de nuestra extinción, biológica o biográfica, lo que nos amenaza y, por tanto, lo que nos hace frágiles.
«La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario.» J. L. Borges, Los Inmortales.
Como dice Borges, la vida y lo que en ella hay es preciosamente precaria, de ahí su enorme valor. Pero también su fragilidad. La muerte es el límite absoluto para las posibilidades, el fin de los proyectos y las esperanzas. Por eso es la amenaza más poderosa, la que nos hace vulnerables. Y la conciencia de dicha amenaza, siempre presente, nos convierte en doblemente vulnerables por ser sabedores de nuestra finitud. El ser humano no sólo muere, sabe que muere.
La muerte, la enfermedad y el sufrimiento son las manifestaciones de nuestra radical finitud, de nuestro escaso poder, del valor de ese breve suspiro que es la vida. La muerte propia y la ajena nos hacen conscientes de la pérdida, de la amenaza constante. Y la muerte, el final, el dolor y la pérdida de posibilidades están ínsitas en el ser humano como radical y constitutivo elemento de su vida, pues están siempre presentes. Aunque la vida sea, en buena medida, un intento de burlar la inexistencia, como jugando al escondite sabiendo que las risas tornarán en lágrimas, que perderemos sin remedio esta partida, pero que mientras estuvimos jugando mereció la pena.
«Bien sé que soy aliento fugitivo;
ya sé, ya temo, ya también espero
que he de ser polvo, como tú, si muero,
y que soy vidrio, como tú, si vivo.»
F. Quevedo. El reloj de arena.
El ser humano, que puede ser herido por ser frágil, y que queda no sólo lastimado, sino también marcado por la cicatriz, recuerdo del dolor, es víctima de su propia condición mortal. Y esta afirmación de la vulnerabilidad se hace patente cuando autores como Pico della Mirandola, Petrarca o Bocaccio comienzan, en el siglo XIV a subrayar la importancia del ser humano frente a una cultura fuertemente teocéntrica. Con ellos se inaugura un nuevo modo de concebirlo como individuo, y con ello se abre paso la idea de la dignidad humana. Es una idea clave del renacimiento, basada en la convicción de que la mente humana es capaz de autoconciencia y, por tanto, de libertad.
«Tú, que no estás restringido por estrechos lazos, según tu propia y libre voluntad, en cuyo poder te he colocado, definirás tu naturaleza por ti mismo. Te he puesto en el centro del Universo para que así puedas contemplar del modo más conveniente todo lo que existe en el mundo. Tampoco te hemos hecho celeste o terrestre, mortal o inmortal, para que tú seas, por así decirlo, tu propio y libre creador y te des la forma que creas mejor. Tendrás poder para descender hasta las bestias o criaturas inferiores. Tendrás poder para renacer entre los superiores o divinos, según la sentencia de tu intelecto». Pico della Mirandola, Discurso de la dignidad del hombre.
La Oración por la dignidad del hombre de Pico muestra cómo el ser humano tiene todas las posibilidades abiertas, pues carece de determinación previa. Desde ahí se habilita un nuevo modo de concebir la moral, como virtud que se prueba en la acción. Enfatizando la autonomía moral como opuesta a la fortuna.
Ésta es la que P. Ricoeur llama paradoja de la autonomía y de la vulnerabilidad: suponemos que somos autónomos, y esta presuposición se convierte en la garantía de buena parte de nuestras convicciones y de nuestras reclamaciones de derechos u obligaciones. Sin embargo, la autonomía es una tarea, es algo que hay que ganar. Debemos llegar a ser autónomos, precisamente porque somos vulnerables y nuestro horizonte, nuestro objetivo es la búsqueda de esa autonomía. La vulnerabilidad antropológica, intrínseca, es, entonces, no sólo una afirmación de nuestra impotencia o debilidad, sino, antes bien, una constatación de la vida como quehacer, como algo por construir, desde nuestra radical finitud.
«Es el mismo ser humano el que es lo uno y lo otro [autónomo y vulnerable] bajo dos puntos de vista diferentes. Y es más, no contentos con oponerse, los dos términos se componen entre sí: la autonomía es la de un ser frágil, vulnerable. Y la fragilidad no sería más que una patología, sino fuera la fragilidad de un ser llamado a llegar a ser autónomo, porque lo es desde siempre de una cierta manera. He aquí la dificultad con la que hemos de confrontarnos»3.
La enfermedad que nos limita y trunca, el dolor que nos inclina, la ausencia y el vacío, en sus muchas facetas, el sentimiento de impotencia, son manifestaciones de nuestra vulnerabilidad. El ser humano es, por tanto, vulnerable y frágil por su misma condición corporal y mortal, pero también por su capacidad de sentir y pensar, de ser con otros y de desarrollar una conciencia moral. La vulnerabilidad no sólo hace referencia a la dimensión biológica sino también a la historia del individuo en relación con otros, al daño derivado de la relación con otros, lo que hemos llamado vulnerabilidad social.
La vulnerabilidad social
Como ya se ha comentado, la vulnerabilidad ha comenzado a ser un término muy utilizado en ciertos ámbitos, especialmente en los problemas éticos derivados de la investigación en poblaciones vulnerables (grupos culturales diferentes en países en vías de desarrollo, mujeres, niños). Pero también en el análisis de las condiciones de especial fragilidad en que ciertos ambientes o situaciones socio-económicas colocan a las personas que los sufren. Así, el análisis de las condiciones de las víctimas de los desastres naturales, las situaciones de marginalidad y delincuencia, la discriminación racial o de género, la exclusión social, los problemas de salud mental, etc. llevan a la afirmación de que existen espacios de vulnerabilidad4. Estos espacios serían algo así como un clima o unas condiciones desfavorables que exponen a las personas a mayores riesgos, a situaciones de falta de poder o control, a la imposibilidad de cambiar sus circunstancias, y por tanto, a la desprotección.
En la definición de R. Chambers5 se puede observar que la vulnerabilidad tiene dos dimensiones: la vulnerabilidad es la exposición a contingencias y tensiones, y la dificultad de enfrentarse a ellas. Es decir, existe un elemento externo de riesgo, del que es sujeto la persona, y un elemento interno que hace referencia a la indefensión, a la ausencia de medios para contender con tales riesgos sin sufrir daño. Esto puede interpretarse también como tres coordenadas que se articulan en la vulnerabilidad: la exposición, o riesgo de ser expuestos a situaciones de crisis, la capacidad, o riesgo de no tener recursos necesarios para enfrentarse dichas situaciones, y la potencialidad, o riesgo de sufrir serias consecuencias como resultado de las crisis6.
Este planteamiento permite entender que la vulnerabilidad social supone la vulnerabilidad antropológica, pero la amplifica notablemente en función de factores ambientales o sociales, que interaccionan entre sí hasta el punto de hacer muy compleja la atribución del daño a una sola causa. Los espacios de vulnerabilidad son entonces centros de confluencia de amenazas potenciales que, aun no siendo por sí mismas dañinas, se convierten en entornos deletéreos.
La vulnerabilidad tiene, por tanto, una dimensión de susceptibilidad al daño, condicionada por factores intrínsecos y extrínsecos, anclada en la radical fragilidad del ser humano, pero sin duda atribuíble en buena medida a elementos sociales y ambientales. El énfasis puesto en lo relacional, lo contextual y lo procesual, permite considerar que la vulnerabilidad, aun siendo intrínseca al ser humano, no es una característica estable e inmutable, antes bien es dependiente, al menos en parte, de factores que pueden cambiarse, en los que se puede intervenir. De ahí que ésta sea la clave que sustenta la obligación moral de una acción, preventiva, curativa, social, económica, o de cualquier otra índole, que pueda minimizar, paliar o evitar estas condiciones favorables al daño, estos espacios de vulnerabilidad.
En una línea similar a la señalada, O. O´Neill7 se plantea una dimensión persistente de la vulnerabilidad humana (que hemos llamado aquí vulnerabilidad antropológica) y una dimensión variable y selectiva de la vulnerabilidad, en función de las circunstancias (aquí, la vulnerabilidad social), la cual debería suscitar una respuesta de sensibilidad y rechazo del daño. Como se indicará posteriormente, la actitud ética derivada será el cuidado.
M. Kottow propone denominar susceptibilidad a las privaciones o necesidades que predisponen al sufrimiento y amenazan con el daño, reservando el término vulnerabilidad para la condición humana de fragilidad que todos compartimos8. La persona vulnerable está intacta, pero en riesgo. La persona susceptible ya está dañada, ya sufre alguna deficiencia o desventaja que la coloca en una situación de indefensión y predisposición a un daño ulterior. El umbral de sufrimiento adicional disminuye en función del daño previo (pudiendo adoptar este daño la forma de una condición social desfavorable).
Lo interesante de su propuesta es que, al plantearse como condiciones diferentes, también las aproximaciones para afrontarlas son diversas: la vulnerabilidad podría reducirse, en su opinión, por medio de una protección equitativa de todos los miembros de la sociedad, bajo un principio de justicia, mientras que la susceptibilidad, al ser un estado determinado de necesidad, sólo puede ser reducido o neutralizado con medidas especialmente diseñadas contra esa necesidad específica, que se apliquen de modo activo. Es decir, el enfermo (el susceptible) requiere un tratamiento adecuado y específico para su patología o necesidad, una reparación.
Capacidad y reconocimiento
Aunque no podemos abordar aquí en detalle esta cuestión, porque excede los objetivos de este trabajo, conviene mencionar que un enfoque particularmente interesante ligado a la cuestión de la vulnerabilidad social, o lo que Kottow llama susceptibilidad, es el de las capacidades.
A. Sen y M. Nussbaum9 trabajaron juntos en el Informe sobre desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y han elaborado sendas propuestas de análisis de las capacidades humanas como clave del desarrollo10.
La noción de capacidades humanas permite elaborar una teoría sobre las dimensiones importantes de la vida humana, que pretende a la vez defender valores transculturales y dejar un espacio suficiente para la pluralidad y la diversidad cultural. Este enfoque se refiere al funcionamiento real de personas y grupos en áreas consideradas centrales para la calidad de vida. Es decir, se definen unas funciones centrales en la vida humana, cuya presencia o ausencia es indicador de una auténtica vida humana, de tal modo que si una persona carece de estas capacidades, no puede tener una vida humana buena. De aquí se deriva como consecuencia que la meta de cualquier política deba ser el desarrollo y preservación de las capacidades. Una condición necesaria de justicia para el ordenamiento político público es que éste brinde a los ciudadanos un nivel básico de capacidad en ciertas funciones centrales de la vida humana.
La lista de capacidades varía y es susceptible de revisión. Sin embargo, lo interesante de este planteamiento es el énfasis puesto en que es una exigencia moral brindar las oportunidades o garantías necesarias para que se desarrollen las capacidades, lo cual, en muchos casos, es sinónimo de compensar las diferencias existentes entre los individuos, debidas a la lotería de la vida.
Buena parte de las capacidades que se defienden son derechos humanos reconocidos como tales. Sin embargo, la ventaja de este enfoque radica, por una parte, en que no se conforma con la mera proclamación de la existencia de un derecho, sino que exige la realización de las garantías para las capacidades, de modo que resulta más eficaz. No se limita a unos derechos esenciales mínimos, sino que asume un compromiso con el funcionamiento y florecimiento humano completo. Extiende, por tanto, los límites de los derechos económicos, sociales y culturales, y cambia el énfasis: de la protección de los derechos, a la provisión de garantías legales para asegurar la calidad de vida de individuos y grupos.
Por otro lado, al plantear un enfoque más relacionado con las funciones de la vida humana, puede ser mucho más sensible a las diferencias culturales y sociales, reconociendo que las exigencias de justicia en relación al desarrollo de capacidades difieren notablemente de unos grupos a otros.
En una línea similar se sitúa A. MacIntyre11 cuando se refiere al florecimiento de la vida humana, aunque su enfoque está mucho más anclado en una perspectiva desde las virtudes.
Y también es esta perspectiva de las capacidades la que aborda P. Ricoeur, quien reflexiona sobre las capacidades del ser humano en tanto que ser que actúa y que sufre. Las capacidades son uno de los polos de la identidad personal, el otro es el reconocimiento, es decir, el recurso a las demás personas para dar estatuto social a la certeza personal que tiene cada individuo respecto de sus propias capacidades, porque, afirma Ricoeur12, las capacidades se pueden observar desde fuera, pero lo esencial de ellas es que se sienten y viven desde dentro, con certeza.
Lo que se está queriendo decir con este planteamiento es algo esencial: capacidad y reconocimiento son dos elementos necesarios e insustituibles de la identidad de las personas. El conocimiento de uno mismo requiere la presencia de los otros, el reconocimiento mutuo. La identidad y la alteridad están unidas13.
Las capacidades que definen al ser humano, según Ricoeur, serán: la capacidad de decir (poder decir, entendido como producir espontáneamente un discurso sensato), de hacer (poder actuar, es decir, producir acontecimientos en la sociedad y en la naturaleza), de narrar y narrarse (poder contar, es decir construir una identidad narrativa a través del relato de la propia historia), la capacidad de imputabilidad (la asunción de ser autor de los actos y, por tanto, responsable, capaz de atribuirse y asumir las consecuencias de la acción) y la de prometer (el compromiso hacia el futuro con la palabra, que se hace patente en la acción, y, por ello, ser confiable).
Estas capacidades forman parte de esa certeza básica que tiene el sujeto, sin embargo requieren un interlocutor, cuentan con las demás personas para su ejercicio (decir a alguien, actuar con alguien, narrar a alguien, etc), de ahí que se planteen con reciprocidad, como modo de reconocimiento. Y el reconocimiento se logra muchas veces por la reivindicación y la lucha, no se otorga de modo inmediato y espontáneo. Desde el punto de vista de la vulnerabilidad social y de las exigencias de justicia que demanda, esta toma de conciencia de la dificultad del reconocimiento por parte de otros, es esencial. Supone la denuncia no sólo de los espacios de vulnerabilidad que generan mayor susceptibilidad, sino también de las situaciones en que la vulnerabilidad es propiciada por la falta de poder, por la imposibilidad de luchar contra tales elementos. Todas estas aportaciones nos llevan a plantearnos la exigencia moral derivada de la constatación de la vulnerabilidad.
«A las incapacidades infligidas por la enfermedad, el envejecimiento, las debilidades, o dicho brevemente, por el curso del mundo, se añaden las incapacidades infligidas por unos seres humanos a otros con ocasión de las múltiples relaciones de interacción. Éstas implican una forma específica de poder, un poder-sobre, que consiste en una relación disimétrica inicial entre el agente y el receptor de su acción; a su vez, esta disimetría abre la vía a todas las formas de intimidación, de manipulación, o más sencillamente, de instrumentalización que corrompen las relaciones de servicio entre humanos»14.
La vulnerabilidad como objeto de análisis en la bioética
Según lo que se ha venido comentando, el concepto de vulnerabilidad es esencial para la comprensión de lo humano, supone atender a una dimensión antropológica, que nos iguala en la fragilidad, y a una dimensión social, en la que nos hacemos más o menos susceptibles al daño en función de las condiciones (ambientales, económicas, etc) en que desarrollamos nuestra vida y de la posibilidad que tales condiciones nos ofrezcan de asegurar las capacidades básicas que nos permiten alcanzar la calidad de vida y encontrar el reconocimiento como clave de la autonomía.
La constatación de la vulnerabilidad y, especialmente, de la existencia de espacios de vulnerabilidad, situaciones que generan mayor potencial de daño, y por tanto, poblaciones vulnerables, es, como se ha dicho, un elemento muy relevante para las propuestas que se ofrecen desde la bioética actual.
Baste mencionar, en este sentido, la controvertida Declaración universal sobre bioética y derechos humanos, elaborada por la UNESCO en 2005. En el artículo 8 de dicha declaración se afirma el Respeto de la vulnerabilidad humana y la integridad personal, que se concreta del siguiente modo: «Al aplicar y fomentar el conocimiento científico, la práctica médica y las tecnologías conexas, se debería tener en cuenta la vulnerabilidad humana. Los individuos y grupos especialmente vulnerables deberían ser protegidos y se debería respetar la integridad personal de dichos individuos.» Aunque con este artículo no se especifica el modo en que ha de atenderse a la vulnerabilidad, supone al menos una toma de conciencia reseñable.
Más interesante resulta la propuesta de unos Principios de la bioética europea elaborada a partir del Proyecto BIOMED II titulado Basic ethical Principles in european bioethics and biolaw, y llevado a cabo por un conjunto de expertos de diversas disciplinas y países. El trabajo se publica de la mano de J.D. Rendtorff y P. Kemp en el año 2000,15 y supone una alternativa al clásico enfoque de los principios de la bioética, propuestos por el Informe Belmont y, posteriormente, por T. Beauchamp y J. Childress. Los principios propuestos son: autonomía, integridad, dignidad y vulnerabilidad. Se resumirán brevemente en lo que sigue:
1. Autonomía. Se concibe aquí no sólo como permiso para un tratamiento o experimentación, sino ligada a la idea de capacidad que ya se ha comentado. El principio de autonomía englobaría cinco cualidades:
Capacidad de creación de ideas y metas vitales
Capacidad de introspección, autogestión y privacidad
Capacidad de reflexión y acción sin coacción
Capacidad de responsabilidad personal e implicación política
Capacidad de consentimiento informado
2. Integridad. Se refiere a la totalidad de la vida que no debe ser destruida, entendida, desde una perspectiva narrativa, como la coherencia de la vida de la persona (historia de vida) o de la unidad narrativa (histórica) de la cultura humana.
La integridad implica la idea de totalidad, de completitud, y tiene que ver con una esfera personal de autodeterminación, en la que se apela a una virtud esencial que expresa la corrección, la honestidad, el buen carácter. También incluye una dimensión legal, al referirse a la coherencia moral del sistema legal o médico.
En ambos casos, expresa un núcleo intocable, la esfera personal, que no debe ser objeto de intervención externa, lo cual tendrá importantes consecuencias para la bioética. El cuerpo se concibe como una esfera privada, y observar este principio de integridad será indispensable para la confianza entre sanitario y paciente. En última instancia supone el respeto a la identidad y la integridad, en el contexto de la vida individual.
3. Dignidad. Se expresa de modo claro que la dignidad no puede ser reducida a autonomía, antes bien, debe ser considerada un valor intrínseco Pero también es un asunto de moralidad construida en las relaciones humanas, por ello tiene una dimensión intersubjetiva. La dignidad se otorga, de modo que es también una expresión de la idea de reconocimiento.
Se refiere a la inviolabilidad de la vida humana individual, e incluye todos aquellos aspectos que tradicionalmente se consideran propios del respeto debido a los seres humanos: la dignidad expresa valor del ser humano en la sociedad, incluye el respeto a la capacidad moral humana, afirma que el ser humano es un fin en sí, no un medio. Apela también a la indeterminación, es decir, al elemento de proyecto y autodeterminación de la propia vida y del destino personal, lo cual conlleva la autoestima, el orgullo o la vergüenza, y también la degradación como formas de la relación intersubjetiva. Finalmente, asume ciertas restricciones de intervención en seres humanos (por ejemplo en el caso de situaciones consideradas tabú). En todos los casos, el principio de dignidad hace referencia al valor intrínseco y a la igualdad fundamental de todos los seres humanos.
4. Vulnerabilidad. Aplicada a la vida mental y corporal, por tanto con una dimensión antropológica, se encuentra ligado este principio al de integridad, si bien enfatiza más una característica de la condición humana, que una obligación de no destruirla. Son dos las ideas básicas expresadas por este principio:
Expresa la fragilidad y finitud de la vida, que es base de la moralidad para los capaces de autonomía
Es el objeto de un principio moral que requiere el cuidado del vulnerable. Vulnerable es aquel cuya autonomía, dignidad o integridad pueden ser amenazadas.
El principio no sólo requiere no-interferencia en la autonomía, integridad y dignidad de los seres, sino que reciban ayuda para permitirles desarrollar su potencial. Así, hay derechos positivos a la integridad y la autonomía que se fundamentan en las ideas de solidaridad, no-discriminación y comunidad.
Las aportaciones de estos principios, de modo resumido, son varias: por un lado, se enfatizan valores y perspectivas más centradas en una reflexión sobre la fragilidad del ser humano y la necesidad de su protección, que en la defensa de unos derechos individuales. Por otro lado, al tener cierta conexión lógica todos los principios entre sí, forman un entramado sólido y coherente. No se renuncia a las aplicaciones, es decir, a la operatividad de los principios en la vida práctica, pero se abre un interesante espacio de reflexión sobre lo humano. También son principios que encajan en la perspectiva de las capacidades y el reconocimiento que se ha venido exponiendo, por lo que tienen más posibilidades de incorporar elementos de diferencias culturales y de aspectos de desarrollo a ser promovidos. Finalmente, desde el punto de vista del contexto que les da sentido, se insiste en que los principios no habitan en una suerte de paraíso teórico, sino que todos ellos han de ser considerados en al marco de la justicia. Y, junto a ello, a la hora de la aplicación, se subraya que la autonomía, ligada a los otros tres principios, debe colocarse en el contexto del cuidado por los otros, que no es sólo una cuestión de protección de los que no pueden actuar autónomamente, sino una constatación de que todos somos vulnerables16.
La vulnerabilidad como origen de la ética
Es verdad que la vulnerabilidad en cuanto tal no es un principio moral17. La constatación de una dimensión de lo humano, no puede ser la exigencia de un deber, pues esto supondría caer en la clásica falacia naturalista, al confundir el ser con el deber ser. Sin embargo, sí es posible justificar un principio de protección del vulnerable, por ejemplo, a partir de la exposición de la vulnerabilidad como característica humana. Por tanto, tiene sentido afirmar que la vulnerabilidad es el origen de la ética, en la medida en que la capacidad de sufrimiento genera un sentimiento de empatía, que es la base de la Regla de Oro, y también una justificación racional para la idea de justicia.
La recuperación de las emociones para la vida moral es una de las transformaciones más apasionantes que está sufriendo la ética actual, que aquí no podemos más que mencionar. Abandonados los sentimientos como algo confuso y arbitrario, la mayoría de los modelos de fundamentación de la ética apelaron a la razón, confiando más en sus posibles monstruos (los sueños de la razón producen monstruos), que en la presunta debilidad del sentimiento. Sin embargo, prescindir de los componentes afectivos en la vida moral supone construir una ética descorazonada, que difícilmente puede justificar la solidaridad ante el vulnerable.
Los filósofos escoceses del siglo XVIII, como David Hume, hablaban de la simpatía, un sentimiento de cercanía hacia los otros seres humanos, como miembros de una humanidad común. De ahí que los sentimientos de placer o desagrado se vincularan no sólo con la experiencia propia sino también con la ajena. Ese optimismo ilustrado que confiaba en que ser humano con otros era la clave de unos sentimientos morales compartidos, está también hasta un cierto punto en I. Kant, quien, desde una tradición bien diferente, habla de la pertenencia a un Reino de los Fines en el que el deber marca el respeto a la dignidad, pero también la compasión por la vulnerabilidad. Como nos recuerda A. Cortina:
«El miembro de ese Reino moral de los Fines tiene ante todo experiencia de su autonomía, de su vínculo consigo mismo, que le lleva a saberse ligado con cuantos son capaces de autonomía, y obligado a permanecer fiel a esta su libertad. Pero lleva también un gran bagaje sentiente, en el que cuentan el sentimiento de respeto, el sentimiento de la satisfacción que produce saberse fiel a la propia autonomía, pero también el de benevolencia cuando se traduce en beneficencia (no sólo querer bien, sino hacer bien a otros), y estrechamente ligado a él, el sentimiento de compasión por el sufrimiento ajeno.»18.
La ética debería preocuparse por la vulnerabilidad, y hay autores que han concedido a esta dimensión una notable importancia, pero es cierto que la tónica general de la ética desde la Modernidad, ha sido insistir en el sujeto autónomo y dejar de lado los aspectos de fragilidad. Según B. Hoffmaster, la ética no ha prestado atención a la vulnerabilidad por tres razones19: 1. La vulnerabilidad es contraria a la ética individualista propia de la sociedad occidental, la que da sentido a la idea de la autonomía. Esto, sin duda, es el diagnóstico más pertinente y probablemente más acusado en el mundo anglosajón, y es una idea menos acorde con la ética europea y, concretamente, mediterránea. 2. La filosofía moral ignora el cuerpo, a pesar de que la corporalidad es un elemento esencial de la vida humana. Más aún, según este autor, la vulnerabilidad es un rasgo más básico de la constitución humana que la racionalidad, porque se da en todos los seres humanos sin excepción (mientras que es posible encontrar seres humanos no racionales). De ahí que afirme que la vulnerabilidad universal tiene significación moral. Es la vulnerabilidad la que crea la necesidad de la moralidad. 3. La filosofía moral tiende a ser racionalista, y por tanto a dejar sin lugar los sentimientos. Pero la vulnerabilidad tiene que ver con los sentimientos. Citando a Rollo May20#, indica que no podemos saber lo que es la vulnerabilidad, a menos que sintamos la vulnerabilidad. Más aún, el autor afirma que necesitamos sentir nuestra vulnerabilidad para afirmar nuestra humanidad. Al saber que somos limitados y vencibles, la vulnerabilidad se convierte en una fuente de preocupación por los otros, y también en una fuente de confianza en los otros. Nuestra común vulnerabilidad nos liga al resto de las personas.
Todo esto es, en definitiva, lo que subyace a ese giro emotivo que se está produciendo en la ética actual, y que tiene importantes consecuencias para el tema que nos ocupa. Pero también es verdad que no es tanta la novedad, y que hay algunas perspectivas que han estado insistiendo en este tipo de aproximaciones.
La llamada de atención ante los problemas éticos generados por el desarrollo científico y tecnológico, y la conciencia de la magnitud de sus consecuencias, tanto en cuanto a su dimensión espacial, de índole planetaria, como en cuanto a su dimensión temporal, ampliándose hacia el futuro, ha contribuido a que se haya ido produciendo un desplazamiento de la idea de responsabilidad como ausencia de falta hacia la solidaridad frente a los riesgos de las víctimas (los vulnerables). Clásicamente, la responsabilidad estaba ligada a la culpabilidad y a la agencia causal de las consecuencias imputables, de modo que era responsable aquel de quien se podía demostrar que su acción era la causa de un daño. Sin embargo, en la actualidad, el planteamiento es muy diferente: el otro humano es promovido a objeto de preocupación en la medida de la fragilidad y la vulnerabilidad. Todos somos responsables de los otros humanos, aunque no seamos culpables. Lo cual supone una forma de cuidado también por el lejano, por el extraño moral, con quien no me unen vínculos más allá de la mera constatación de nuestra misma condición humana.
Esto significa que se abre camino una ética de la solicitud, surgida precisamente ante la experiencia de la fragilidad. Como expone M. Nussbaum, ver a alguien como víctima nos enseña algo sobre la vida: que las personas pueden sufrir daño sin que podamos evitarlo, a pesar de nuestros esfuerzos, lo cual nos mueve a prestar ayuda. Y también que no somos diferentes de la víctima, que también somos vulnerables y podríamos sufrir el mismo daño, lo cual nos hace pensar qué desearíamos si nos encontráramos en la misma situación.
Ésta es la base de la Regla de Oro, el mandato moral por excelencia que ha persistido a lo largo de toda la historia de la humanidad: hacer a los demás lo que uno quisiera que le hicieran. Una constatación que exige educar en la solicitud y la responsabilidad ante el otro, y que nos lleva a la promoción y al cuidado.
La sociedad no debería perder el sentido de la tragedia, porque «si perdemos este sentido de la compasión trágica por las personas que sufren de modo desigual las desgracias de la vida incluyendo aquellos que siguen siendo buenos y también los que se vuelven malos estamos en peligro de perder nuestra propia humanidad»21. Olvidaríamos que nuestra condición de agentes morales que reclaman respeto se basa sobre ciertas garantías de protección, sin las que estaríamos perdidos. De ahí que la fragilidad exija la responsabilidad. Por eso, la solicitud ante la vulnerabilidad, es un modo de responsabilidad: la realización de la justicia a través de la solidaridad. No puede haber justicia sin solidaridad, ésta es su condición de posibilidad y compensa sus deficiencias.
«La justicia es necesaria para proteger a los sujetos autónomos, pero igualmente indispensable es la solidaridad, porque la primera postula igual respeto y derechos para cada ser humano autónomo, mientras que la segunda exige empatía situarse en el lugar del otro y preocupación por el bienestar del prójimo, exige compasión; los sujetos autónomos son insustituibles, pero también es la actitud solidaria de quien reconoce una forma de vida compartida»22.
De un modo aún más contundente, A. Cortina afirma que es suicida renunciar a la solidaridad, por la sencilla razón de que navegamos en el mismo barco y compartimos un destino común. Esos vínculos que nos unen son, precisamente, los que venimos analizando aquí, que nos llevan a la constatación de que la defensa de la dignidad, en que tantos esfuerzos hemos empeñado, no puede construirse sin la toma de conciencia de la vulnerabilidad de los seres humanos, o, lo que es lo mismo, que las personas son dignas de respeto, pero también de compasión23.
El análisis de la empatía y la compasión puede llevarnos, al menos, a dos planteamientos diferentes: uno es el enfoque basado en las virtudes, como lo desarrolla A. MacIntyre24. Este autor afirma que el reconocimiento de la dependencia es la clave de la independencia, queriendo subrayar con ello la idea, similar hasta un cierto punto a la de P. Ricoeur, de que para desarrollar una apropiada conciencia de sí mismo, como persona independiente, agente autónomo, la persona necesita reconocer con realismo sus dependencias y afectos, su vulnerabilidad.
Al convertirse así en un razonador práctico independiente puede participar en relaciones de reciprocidad, lo cual supone una educación en virtudes. La clave de esta reciprocidad, de la hospitalidad, y la actuación conforme a la consideración atenta y afectuosa hacia el otro, está, según este autor, en la virtud de la justa generosidad. Y a la luz de esta virtud, las relaciones adquieren tres características: son relaciones en una comunidad, en la que entran en juego los afectos; se realizan no sólo entre amigos morales, sino también incluyendo a los extraños; y pueden incorporar a todos los necesitados de una acción urgente a través de la virtud de la misericordia.
Otro posible enfoque, más centrado en la defensa de unas obligaciones morales, es el de A. Cortina25, quien afirma que el móvil moral para el deber es el respeto a la dignidad, pero también la compasión por el sufrimiento. Y este móvil descubre el vínculo que nos une «que es tanto el del respeto por la grandeza como el de la compasión por la vulnerabilidad»26.
Como se repetirá más adelante, no hay verdadera justicia sin solidaridad, ni auténtica solidaridad sin una base de justicia. Es, por tanto, una relación de reconocimiento mutuo la que propicia la autonomía. El reconocimiento recíproco en la intersubjetividad es el vínculo que sustenta toda obligación moral. Poder participar en un diálogo en el que los interlocutores se reconocen entre sí y están dispuestos a valorar la fuerza de los argumentos, implica no sólo observar ciertas normas de coherencia racional, sino participar también de la capacidad de estimar valores, de empatizar, de reconocer la alteridad y construir la identidad moral a través de narraciones (como quería P. Ricoeur), y también de desarrollar un sentido de la compasión surgido del reconocimiento. «Cultivar la virtud de la cordura, un injerto de prudencia en el corazón de la justicia, es entonces el secreto de la educación moral»27. Defiende así, esta autora, un principio de reconocimiento cordial, una forma de reconocimiento compasivo que urge a preocuparse por la justicia. La conciencia de que el otro ser humano es un ser vulnerable igual, es el vínculo que genera la obligación.
Desde aquí propone los principios de una ética cívica cordial: 1. No instrumentalizar a las personas; 2. empoderar a las personas, actuar positivamente para potenciar las capacidades de las personas, de modo que desarrollen su proyecto vital; 3. distribución equitativa de beneficios y cargas; 4. tener en cuenta a los afectados por las normas en las decisiones que les afecten, de tal modo que participen o sean representados en el diálogo; y 5. minimizar el daño en el caso de los seres sentientes no humanos y trabajar por un desarrollo sostenible, lo que hace referencia a una idea de responsabilidad ampliada más allá de lo humano, hacia un mundo también vulnerable.
Implicaciones de la idea de vulnerabilidad en el entorno sanitario
Si observamos las raíces del término curar nos encontramos algo muy interesante: el verbo latino curo, significa cuidar, preocuparse. El sustantivo cura también recoge este sentido: cuidado, atención, solicitud, tratamiento, preocupación. Salta a la vista que la raíz latina nos da la clave para observar que curar y cuidar son dos términos intrínsecamente relacionados. Esto apoya la tesis de la indisociable unidad entre las labores de curación y las de cuidado.
Cuidado ante el enfermo, ante el vulnerable, con las precisiones indicadas anteriormente. P. Laín Entralgo propone la siguiente definición de enfermedad: «Esta es, a mi entender, un modo aflictivo y anómalo del vivir personal, reactivo a una alteración del cuerpo, en el cual padecen las acciones y funciones vitales y por el cual el individuo afecto vuelve al estado de salud (enfermedad curable), muere (enfermedad mortal) o queda en deficiencia vital permanente (enfermedad cicatrizal)»28. Enfermar aparece, así, como un cambio: el paso del estado de salud al estado de enfermedad, el cual tiene dos aspectos fundamentales: a) aspecto somático o físico: síntomas de una enfermedad objetiva, manifiesta o detectable, y b) aspecto psíquico, donde se juegan los siguientes sentimientos por parte del sujeto enfermo: invalidez (no poderse valer por uno mismo); molestia (aflicción, malestar); amenaza (riesgo de morir, amenaza a los proyectos); succión por el cuerpo (tener que estar pendiente de él, como algo que se subleva a mi dominio); soledad (incomunicabilidad del dolor mío); anomalía (ruptura con la regularidad de la vida); recurso (sirve para algo: como refugio, cambio de vida, etc.). Todos estos elementos están condicionados por la clase de enfermedad, el tipo biológico del paciente, la situación social del enfermo, la situación histórica y la personalidad individual. Y todos ellos nos dan noticia de la vulnerabilidad del sujeto enfermo.
Lo importante de estos rasgos es que forman parte de una experiencia, a la que el profesional sanitario debe ser sensible, porque la enfermedad nos dice algo acerca de la existencia humana, acerca de la realidad del humano en cuanto tal:29 (1) la enfermedad hace patente la condición corpórea de la existencia humana, es decir, la determinación corporal de la identidad. La condición de enfermedad muestra las limitaciones que podemos sufrir. (2) También pone de manifiesto la coexistencialidad, la constitutiva apertura de la existencia humana al otro, ese carácter de necesidad y ayuda solícita que se ha mencionado. Suscitada por (3) la vulnerabilidad, la permanente susceptibilidad de la existencia humana a la destrucción, y por (4) la doloribilidad, la constitutiva susceptibilidad de la existencia humana al dolor físico. Pero también, junto a estos rasgos que destacan los aspectos negativos de la enfermedad, también se da la experiencia de (5) la capacidad de apropiación, esto es, el hecho de que la persona puede hacer y hace personalmente suya su propia experiencia, incluso cuando ésta es penosa. Y en cuanto apropiación es un acto de creación (aquel por el cual la persona, además de padecer la enfermedad, la hace) y un acto de interpretación, (aquel en cuya virtud el enfermo interpreta el sentido de su dolencia en la trama de su vida). Todo ello, en última instancia, remite a (6) el valor, la condición radicalmente valiosa de la existencia humana.
Todos estos elementos, que sin duda habría que matizar y ponderar, están en la base de la labor de los profesionales sanitarios y constituyen en buena medida su razón de ser. En el ámbito del final de la vida, esta tarea de cuidado es, si cabe, aún más importante y necesaria. La labor ha de realizarse desde una comunicación con la persona que está pasando por una situación difícil o dolorosa, que puede ser irreversible, y que ha de integrar en su vida como experiencia de la enfermedad, de la vulnerabilidad, de la dependencia, y de la propia finitud. Por eso es tan importante la labor de quienes prestan su ayuda. Se trata de una actitud de cuidado que depende de la sensibilidad ante el sufrimiento o la necesidad de otro ser humano y surge del mutuo reconocimiento como seres vulnerables.
La relación entre profesional sanitario y paciente está basada en aspectos interpersonales del cuidado, en la capacidad de percibir la necesidad y comprender la situación de vulnerabilidad en que el paciente se encuentra. El paciente puede estar sufriendo, puede sentir miedo o angustia, puede tener incertidumbre y dudas, está en una situación en la que necesita probablemente apoyo y comprensión, en la que se percibe a sí mismo como frágil o dependiente, y en la que el profesional sanitario se convierte en alguien que puede prestarle ayuda, consejo, y alivio. De ahí que deposite su confianza en ese profesional del que espera, al menos, respeto y confiabilidad, es decir, la cualidad de hacerse acreedor de confianza, tanto por su saber hacer técnico, su competencia profesional, como por su saber ser prudente, su dimensión de relación y cuidado.
No es posible construir una relación sanitario-paciente adecuada dejando de lado esta dimensión de relación interpersonal, es decir, no tratando al paciente como persona. Esta actitud puede ser deshumanizadora pero, sobre todo, concibe la relación clínica de un modo impersonal, en el que no existe el reconocimiento mutuo.
Todo lo dicho es pertinente a la ética del cuidado. Desde esta perspectiva, la llamada a la solicitud y la responsabilidad por el otro humano, que no puede ser ajeno, se convierte en un mandato moral cuyo fundamento radica en nuestro modo de ser humanos: inevitablemente morales, obligados radicalmente a justificar nuestros actos y nuestras opciones, llamados a asumir las consecuencias de ellos, compelidos a la realización de un ideal de humanidad que no es univalente, pero sí presente siempre, desde el mismo momento en que reconocemos que la libertad nos confiere la responsabilidad de nuestros actos. Se trata de una llamada, pues, a la solidaridad entendida como preocupación y responsabilidad por el otro ser humano, porque sin ello no es posible la realización de la justicia.
El cuidado, como atención solícita al otro que requiere ayuda, no es renunciable, pero su ejercicio debe realizarse en el marco de la justicia. Una defensa exclusiva del cuidado puede llevar a un exceso de celo en un mal entendido ejercicio de la beneficencia que sobrepase el respeto debido a la autonomía del paciente, pero además puede entrar en conflicto con otros principios de rango superior, como la justicia y la no maleficencia. El elemento de cuidado tiene aspectos de exigencia de mínimos, y también niveles de máximos, y es preciso no olvidar estos dos niveles. Habitualmente se tiende a pensar que el cuidado es lo opuesto de la justicia, y que las dos tradiciones son dispares porque sus acentos se sitúan en perspectivas incomunicables entre sí. Nada más alejado de la realidad. Ambos son elementos que se necesitan mutuamente y una ética a la altura de nuestro tiempo no puede renunciar a ninguno de ellos. El olvido del cuidado y del enfoque más contextual y relacional lleva a una ética excesivamente impersonal y fría, que, acogida a sus principios, no atiende a la realidad de la vida. Por su parte, el olvido de la justicia y su énfasis en la imparcialidad y en los derechos, lleva a una ética débil y arbitraria, poco útil para las decisiones más allá del nivel estrictamente individual. Por tanto se trata de dos aproximaciones que han de combinarse.
La relación interpersonal que se da en la relación sanitaria, permite reconocer al individuo, al otro, como fuerza moral que exige una responsabilidad. Pero la ampliación de esa responsabilidad más allá de esa persona, al conjunto de la humanidad, exige la justicia. La ética de los derechos, basada en la imparcialidad, ha de completarse con una ética de la responsabilidad que acentúe y coloque en su justo lugar la diferencia. La compasión y el cuidado han de complementarse con los presupuestos universalizables de justicia, como un contrapunto necesario que marca la madurez del desarrollo moral. Esa tensión entre ambos elementos es un modo de integración de dos experiencias diferentes pero conectadas.
Podemos entonces apuntar un concepto que resuelve la aparente contradicción: el cuidado justo. Una conexión necesaria entre cuidado y justicia en la que ambas categorías se solapan y se implican mutuamente: el cuidado debe reconocer la justicia en las relaciones interpersonales; y la justicia exige determinar lo que constituye un cuidado adecuado para cada uno.
Se trata de una complicada, pero posible, articulación. El cuidado justo requiere reconocer el enlace entre la salud y las condiciones personales y sociales que influyen en ella, de tal modo que se pueda plantear, por ejemplo, una distinción entre el cuidado de dominio público que daría prioridad al razonamiento basado en la justicia (imparcialidad basada en una vulnerabilidad común), y el cuidado personal que implica reconocer el carácter único de las relaciones (parcialidad basada en la diferencia de susceptibilidades y necesidades). Cada uno de ellos generaría obligaciones morales ciertamente diferentes. En el primer caso se trata de determinar obligaciones basadas en la igualdad de derechos, mientras que en el segundo se exige una atención a lo particular de la situación. Ambos son necesarios y no pueden omitir el otro, pero sí subrayan énfasis distintos.
Cabe preguntarse entonces si el término más pertinente no sería el de justicia solidaria o justicia solícita. Es decir, si se trata de un cuidado justo o de una justicia solidaria o solícita. Si es el cuidado el que recibe el apellido que lo califica como justo, o si es la justicia, la que debe modularse con el cuidado. Hay buenas razones para sostener que la prioridad sigue siendo de la justicia. Que se trata de una justicia que incorpora la idea del cuidado, en su doble dimensión: como cuidado del otro cercano (justicia solícita) y como cuidado del otro distante (justicia solidaria).
La justificación de esta opción viene de que, según lo dicho, la solidaridad y la atención solícita ante el otro ser humano son un mandato de justicia. La experiencia de la fragilidad del mundo, de la vulnerabilidad de la vida (la vida en general, y la humana en particular), nos ha llevado a la necesidad de afirmar un compromiso moral que denominamos responsabilidad, y que es la clave ética de nuestro tiempo. Así, la fragilidad y la vulnerabilidad nos obligan, en justicia, a la atención solidaria.
«El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No es menester que el universo entero se arme para aplastarla: un vapor, una gota de agua, es suficiente para matarlo. Pero aún cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más noble que el que mata, porque sabe que muere, y la ventaja que el universo tiene sobre él; el universo no sabe nada.» (B. Pascal. Pensamientos).
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23.Cortina, A. (2007) op.cit.
24. MacIntyre, A. (2001) op.cit.
25.Cortina, A. (2007) Op.cit.
26. Ibid. p.125.
27. Ibid. p.196.
28.Laín Entralgo, P. (1968) El estado de enfermedad. (Esbozo de un capítulo de una posible antropología médica). Moneda y Crédito. Madrid. p.49.
29. Ibid.
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Dirección para correspondencia:
Lydia Feito
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