"La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño"
Friedrich Nietzsche
Cuantas más oportunidades tenga un niño de disfrutar de la riqueza y de la fantasía despreocupada del juego, más sólido será su desarrollo. Porque el juego en la infancia es mucho más que disfrute o diversión. Es un puente hacia la realidad, un medio para resolver los problemas, una fuente de identificaciones y un excelente entrenamiento para la vida. Respetar y entender el juego de los niños es una necesidad básica recogida en el artículo 31 de la Convención de los Derechos del Niño.
El juego, como el lenguaje, se inicia muy pronto en la vida, con la condición esencial de que haya adultos que interaccionen con el niño. Desde el cucú-tras (peak a boo) del lactante al juego simbólico del niño pequeño o los juegos de reglas posteriores, la actividad lúdica juega, y nunca mejor dicho, un papel trascendente en el desarrollo madurativo. Esencialmente, porque mediante el juego el niño articula sus fantasías (su realidad interior) con los elementos de la realidad exterior a los que transforma imaginativamente. Su importancia es tal que el juego es la vía principal de abordaje del consciente y de acceso al inconsciente, y una de las técnicas principales de tratamiento psicológico en la infancia.
Existen dos tipos de juegos:
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El juego espontáneo o libre (play). Este tipo de juego se inicia tempranamente y se caracteriza por la ausencia de reglas, excepto las impuestas por él mismo, habitualmente cambiantes; la ausencia de meta excepto el juego en sí mismo, y un componente claro de fantasía libre que determina lo que va a suceder en cada momento. Todo el juego libre tiene un contenido simbólico (pues emplea el nivel inconsciente para elaborar problemas de la realidad), pero denominamos juego simbólico al juego libre que aparece en torno a los dos años que consiste en simular situaciones, objetos o personajes que no están presentes (hacer “como si”: rodar una piedra como si fuera un coche, disparar con un dedo como si fuera un arma…).
A través del juego libre el niño canaliza sentimientos y emociones, e interpreta el mundo externo e interno por medio de repeticiones y actividades simbólicas, aunque el propio niño sea incapaz de entenderlo así.
El juego estructurado (game) o de reglas aparece posteriormente y requiere cierta madurez. Es el juego que más atrae a los adultos a participar, y el que más “respetamos” por empatía y por cercanía a nuestros esquemas mentales. El juego de reglas se puede dar a la vez que el libre; un mismo niño puede jugar solo con una piedra como si fuera un coche que vuela y salta por los aires (juego libre) y en otro momento, y con otro niño, a hacer una carrera en la que no pueden salirse de un camino trazado y el que gane tendrá un premio (juego estructurado).
Los niños juegan por placer. Pero la función primordial del juego es colaborar muy activamente en el progreso intelectual y la maduración personal, desarrollando aspectos tan importantes como:
La creatividad. El tiempo libre, el ocio y el juego espontáneo son esenciales para el descubrimiento de uno mismo y para el desarrollo de la personalidad y de la creatividad. Por el contrario, el exceso de actividades programadas (clases, deportes, campamentos), distraen continuamente de la tarea de ser sí mismo. En este sentido, los juguetes llamados educativos son adecuados siempre y cuando el niño disfrute con ellos y los use a su manera, sin hacer excesivo hincapié en la vertiente didáctica.
Preparación para la vida adulta. Los niños juegan a repetir aspectos de la vida que ven a su alrededor, como hacer de médico, cocinar, ser bombero o albañil. Actividades que cambian con cierta frecuencia, y no deberían generar expectativas relacionadas prematuramente con una vocación, pues están más relacionadas con un anticipo de hacerse mayor y probarse como adulto que con una elección profesional. La actitud más adecuada de padres y educadores es mostrar interés haga lo que haga, sin fomentar una idea concreta de proyecto futuro.
La perseverancia. Un valor que se va adquiriendo por medio de la repetición (puzles, construcciones) lúdica y no tan reglada como ocurrirá posteriormente en el medio escolar.
La confianza en la capacidad de triunfar. De manera informal, los niños aprenden que persistiendo en una tarea pueden realizar logros. Lo importante es que los adultos alaben el esfuerzo de intentar una y otra vez conseguir un objetivo y no solo el éxito final.
El dominio de ansiedades reales a través de situaciones ficticias. Jugar al escondite, a la gallinita ciega, con animales o peluches, les ayuda a enfrentarse a la oscuridad o a elaborar miedos reales a los animales con sensación de dominio, al ser situaciones voluntarias y controladas.
Habilidades para la vida, como la necesidad de que existan reglas para vivir en sociedad, o perder sin sentirse derrotado.
Liberar sentimientos de agresividad. Aunque es habitual que los niños jueguen a disparar con un arma de juguete o ficticia, estos juegos no están relacionados en general con una mayor agresividad futura. Más bien son una válvula de escape para los sentimientos agresivos inespecíficos de la vida cotidiana, ante los cuales lo más adecuado es permanecer con cierta neutralidad, sin animar ni recriminar exageradamente. No vale de mucho ofrecer argumentos excesivamente intelectualizados en contra (explicar las consecuencias de las guerras y de la violencia) a los más pequeños, porque no los van a entender. Tampoco quitar la pistola. Ambas cosas no frenarán la imaginación, ni probablemente impidan que el niño use un objeto o su propia mano para jugar a disparar. Lo mejor será confiar en él y en la poca trascendencia del juego, sin etiquetarlo de malo o agresivo.
Podríamos concluir señalando que el juego, sobre todo el libre, es un escenario que ayuda al niño, mediante ensayos y elaboraciones de situaciones reales o ficticias (representando papeles sin que ocurra nada), a comprender el mundo a su manera. En este escenario, aunque niños y adultos disfruten juntos, debemos dejar que los niños hagan las cosas a su modo, sin interferir demasiado; entendiendo que el niño necesita espacio físico y mental para jugar con las ideas, con el lenguaje y con los juguetes con la libertad que él quiera y de la forma que quiera: con espontaneidad. El niño es el protagonista y cuanto más se empeñe un padre en dirigir un juego o en corregir el uso de un juguete, más probablemente su hijo perderá interés por un proyecto que dejará de ser suyo para ser del padre.
Tomarse en serio el juego de los hijos no necesariamente implica participar, sino aprobar, respetar y disfrutar con lo que hacen. Pero si disparan, hay que hacerse el muerto y no salirse del juego con sermones. Se aprende a no ser agresivo fundamentalmente con el ejemplo.
La experiencia de acudir a una escuela infantil y jugar con otros niños de su edad no sustituye la función de los padres, ni la necesidad de que los hijos perciban su interés y su participación de la manera que sea.
Todos los niños tratan de huir a un mundo de fantasía cuando no pueden manejar la realidad, y el juego es un puente entre ambos mundos. En este sentido, la invasión continua de fantasías externas complejas y fundamentalmente visuales (películas, videojuegos) tiene el riesgo de asfixiar el desarrollo de la propia fantasía, y por tanto, la creatividad.