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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.29 no.2 Madrid  2009

 

LIBROS

 

Críticas

 

 

Fernando PÉREZ DEL RÍO; Isidoro MARTÍN, Nuevas adicciones: ¿adicciones nuevas?, Guadalajara, Intermedio, 2007, 278 pp.

Las adicciones sin sustancia tóxica comprenden las dependencias extremadas al móvil, a Internet, también al sexo o "andromanía", a las compras u "oniomanía", al juego o "ludopatía", etcétera. Los autores del presente libro nos recuerdan que tales aficiones desmedidas siempre han existido, y que poco o nada tienen de nuevo salvo acaso sus diferentes soportes. Asimismo, ponen de manifiesto el fuerte aumento que han experimentado en adolescentes y jóvenes y cuya prevalencia continúa creciendo.

Con Nuevas adicciones estamos ante un texto que se sitúa a caballo entre la teoría y la práctica, en cuyas páginas los autores mantienen una actitud crítica frente a los variados enfoques de la clínica actual y analizan por qué dichas dependencias excesivas, "nuevas", están en cierto modo bien vistas socialmente, pues en general no tienen nada de enfermedad vírica ni de imputación judicial. En esencia nos relatan cuáles son las nuevas claves para entender estas nuevas variantes del estar dominado por cierto hábito que hoy son comunes. Por su originalidad, cabría destacar algunos capítulos, como el referido a las diferencias y similitudes entre la creatividad y la repetición de la adicción, así como aquel otro que analiza los abusos que no llegan a ser considerados adicciones, o también toda la primera parte del libro en que, de una forma amena y atinada, se nos explica cómo se inventa un diagnóstico en la actualidad, o incluso ese amplio capítulo final dedicado al tratamiento y donde cobra merecida relevancia qué función cumple la adicción en las personas. Digna de señalar muy especialmente es la infrecuencia de encontrar en un libro de psicología como éste tantos guiños y referencias a otros saberes, bien sean la filosofía o la antropología, o el análisis social que abordan los autores en el último capítulo.

En conclusión, frente a tanto furor evaluativo y tanta neurociencia, nos complace presentar -aunque sea tan brevemente- un libro de corte humanista que integra y favorece el propósito de hablar de aquellas personas con problemas adictivos en sus nuevas formas, de lo que les ocurre en realidad y de cómo pueden ser ayudadas con tratamientos adecuados en la búsqueda de sus propias soluciones.

Antonio Pérez

 

Alexander LURIA, Pequeño libro de una gran memoria, Oviedo, KRK, 2009, 244 pp.

Luria (1902-1977) ha sido un estudioso muy traducido en los años ochenta: Atención y memoria, El cerebro en acción, Conciencia y lenguaje, Lenguaje y desarrollo intelectual en el niño, Lenguaje y pensamiento, Lenguaje y comportamiento son algunos de los títulos hoy agotados. De hecho, sólo Psicología y pedagogía se ha reeditado en 2004, por Akal.

Al parecer, el eco su obra se había diluido en estos años de cierto bajón teórico. Del Pequeño libro de una gran memoria -obra maestra del neurofisiólogo y psicólogo ruso-, hubo una edición madrileña en 1973; y nada más. Pero hoy se lo recupera bellamente y con un valioso prólogo de G. Rendueles. Así podemos comprobar hoy de nuevo, y de inmediato, la alta categoría intelectual de esta pieza insólita, hasta el punto de que nos recuerda a los trabajos -iluminadores en el terreno de las humanidades- de Mijail Bajtin, de Lev Vigotski o de Roman Jakobson. Y es que no en vano Luria recuerda en este libro a los dos últimos: a su maestro, el psicólogo Vigotski, y al lingüista Jakobson, que también escribió magistralmente sobre las afasias. De todos modos, su libro ha sido recordado en tiempos recientes por los escritos de Oliver Sacks y por una excelente pieza teatral de Peter Brook.

El Pequeño libro, un clásico fechado en 1973, tiene por subtítulo La mente de un mnemonista, y se remonta a los años veinte del siglo pasado, cuando el joven Luria se encontró con S., singular reportero de un periódico cuya memoria parecía no tener límites. Tras hacerle una serie de pruebas inequívocas sobre su capacidad de memorización, al principio convencionales, empezó a entender cómo líneas y formas de tipo 'salpicadura' le servían a S. para acordarse de sílabas raras o de palabras desconocidas. Pero, además de sensaciones visuales, había en su caso otras táctiles o incluso gustativas (con la lengua) que asociaba a lo que había oído. De modo que un estímulo visual se veía acompañado de componentes sinestésicos muy variados, al menos en una primera fase, que le permitían fijar los datos y leerlos luego: el sonido se fundía con el color y el gusto. En suma, Luria percibió en S. el dominio de una prodigiosa memoria semántica y sobre todo figurativa, pues tenía una gran claridad y precisión hasta el punto de que el repertorio de cosas rememoradas parecía infinito.

Según fue comprobando, las leyes de la memoria más conocidas no eran aplicables a S. Su forma de rememorar estaba, por el contrario, supeditada a las leyes de la percepción y de la atención, basada en una especie de iluminación física; como dice Luria, si no ve la palabra bien, no la retiene. De modo que lo que percibía no se trataba de una referencia conceptual (eidética) tal como había sido analizado a finales del siglo XIX, sino otra de naturaleza 'natural'. De hecho, S. decía que para no confundirse en una tabla que tenía que reproducir "borro mentalmente la pizarra y la recubro de una película oscura e impenetrable". No es sorprendente que Luria evoque a un gran creador de imágenes, el cineasta Eisenstein, al que conoció, para comprobar ese carácter visual tan penetrante.

Como era previsible, recordaba con una precisión visual implacable detalles hasta de cuando tenía un año de edad, como la forma y componentes de su cuna. Pero lo más significativo del escrito de Luria son sus análisis de cómo sus sinestesias influían en la percepción de las palabras, de un modo a la vez familiar y algo extraño. Y, por supuesto, todo lo que revela de los procesos cognoscitivos de S., su compleja actividad intelectual basada en un mundo visual, que estaba minuciosamente racionalizado con vistas a la rememoración; muestra cómo de una manera atípica resolvía problema matemáticos, basándose en este poderío figurativo tan extraño.

Luria nos recuerda por añadidura cómo Jakobson sostenía que el lenguaje está constituido por metáforas y metonimias (lo que permite entender de un modo insólito los dos tipos opuestos de afasia que se habían descrito desde antaño), para señalar a renglón seguido que el intelecto sinestésico-visual de S. parece contradecir esa afirmación, si es que se hace de ella una pieza única e inamovible de su extraordinaria mente.

De todos modos, su pensamiento figurativo no sirve para comprender el sentido del idioma, constata Luria viendo las dificultades de S. Es más, como señala sin rodeos, tenía éste grandes dificultades para entender la poesía. Para S. no era ésta en realidad comprensible (sí rememorable, sin duda). Sus percepciones de las palabras hacían que resbalase por los versos, que no pudiese entrar en ellos, sino reducidos unas secuencias-caja de sonidos que habría que reproducir sin entenderlos, lo que enseguida nos conduce a los trastornos verbales evocados por Jakobson. Sea como fuere, ese fenómeno tan sorprendente y tan bien analizado (que supone, como dice Luria, que cualquier impresión fugaz pudiese evocar en él una imagen intensa y estable), suprime todo prejuicio al respecto. Pone a la luz -de un modo muy sencillo e inquietante- a una persona impar para la cual las palabras tenían un significado radicalmente distinto del que nos es habitual.

Mauricio Jalón

 

Felice GAMBIN, Azabache. El debate sobre la melancolía en la España de los siglos de Oro, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, 284 pp.

Este bello y sintético ensayo de Felice Gambin, filólogo formado en Padua, fue publicado en Italia en 2005. Es un análisis que remite a toda una "biblioteca" temática sobre la tristeza, recuperada en el tramo entre los siglos XX y XXI. Su punto de vista -forjado en el mundo de las letras- es un modo singular de tomar en consideración el peso de los temas melancólicos desde avanzado el siglo XVI hasta los inicios de la centuria barroca, período áureo de nuestras letras; es por añadidura abiertamente transversal, como veremos, pero está muy bien trabado y argumentado.

Baste de entrada para comprobarlo con ver que esta suma de cinco análisis -cinco catas-, de obras más o menos conocidas de nuestro siglo XVI, abordan el tema melancólico desde muy diversas posiciones, que desbordan el marco médico habitual. Son las de Fadrique Furió Ceriol (Consejo y consejeros del Príncipe, 1559), Pedro Mercado (Diálogos de filosofía natural y moral, 1558), Alfonso de Santa Cruz (Sobre la melancolía, c. 1569), Huarte de San Juan (Examen de ingenios para las ciencias, 1575), Andrés Velázquez (Libro de la melancolía, 1585). Su eco en la centuria siguiente está recogido en una discusión sobre los melancólicos y su poder de adivinación, por Alonso Freylas, de 1606, y luego en la enumeración de otra serie de textos, de modo que configura un breve epílogo que requeriría acaso otra proyección amplia en el futuro.

El Renacimiento tardío, que llegaría acaso hasta el siglo XVII, es un tramo temporal en el que se renuevan sin duda la enseñanza y los conocimientos, pero asimismo es la época donde sobresalen más los estudios de la tristeza. Los libros y exposiciones dedicados a la melancolía son ya una verdadera veta cultural del presente: Mélancolie (RMN, 2005), es el resultado de la exposición de París-Berlín y recientemente cabe destacar Il settimo splendore. La modernità della malinconia (Venecia, Marsilio, 2007; ed. Giorgio Cortenova), donde por cierto Gambin publicaba su texto "La Spagna della Controriforma e la nera lucentezza della malinconia".

Felice Gambin inicia esa plural interpretación que es Azabache con el texto del notable humanista valenciano Furió Ceriol -el capítulo se denomina 'El melancólico en la Corte'-, que considera que en un nuevo Estado en equilibrio hay que hacer un examen de los sujetos que rodeen al Príncipe casi geométricamente; de ahí su insistencia apartar al melancólico como figura saturnina nefasta, casi demoníaca. Su libro fue muy traducido, aunque no como Huarte.

En los Diálogos de filosofía natural y moral, obra filosófica del famoso médico Pedro Mercado, una parte se ocupa ampliamente del citado padecimiento. El extenso capítulo de Gambin está encabezado por una cita de un diálogo famosísimo, El mensajero, del poeta Tasso, figura abatida y desajustada que aparece otras veces en el ensayo. Mercado no se limita a superponer locura y melancolía, no le basta con hacer mención inveterada al melancólico humor, la bilis negra, sino que define ese estado por las aberraciones de la imaginación, por las obsesiones y la culpa, en un perturbarse de la razón, que debe paliarse con razones morales.

El médico de Felipe II, Alfonso Santa Cruz, da un paso más que curioso; en la Dignotio et cura affectum melancholicorum (publicado por su hijo tarde, en 1622), se propone iluminar los abismos de esa tristeza con argumentos médicos de su tiempo y sobre todo ofrece historias clínicas de ese mal (fueron ya publicadas por la Revista de la AEN , nº 52, en 1995), mostrando por ejemplo la complejidad de la pasión amorosa, sin censura alguna.

Por su parte, el Examen de ingenios es una obra médica de otra naturaleza altura; habla de los varios ingenios sin duda alguna; su discusión tiene una amplitud de miras verdaderamente genial que remueve muchas teorías del siglo XVI y hace de plataforma para quienes analizaron enseguida la mente más allá de sus bases clásicas. Pero en Huarte, curiosamente, Gambin ve la melancolía como un instrumento esencial para la Contrarreforma, en un momento de grandes tensiones, 1575. Concretamente lo hace al destacar que su Examen otorga un gran papel a la melancolía entre los predicadores (cap. X), al menos en su variante adusta, donde se ajustan imaginación y entendimiento, y que cuando se enfría aparecen virtudes como la castidad, humildad, temor, misericordia. Esa proclividad proporciona sabiduría: ya no funciona como el pastoso alquitrán del deprimido sino que es como el duro azabache, ese lignito negro apto para el decorado o la escultura que da resplandor. El azabache metafórico, que resaltará luego Gracián, es la piedra que da también título al libro.

Como autor opuesto a Huarte, figura el médico Andrés Velázquez, de cuya melancolía Gambin hizo edición italiana en 2002. Por ello acaso lo destaque más, pero es verdad que su Libro de la melancolía sería la primera monografía, de entre las europeas, sobre ese problema (Bright escribió el suyo en 1586). Velázquez, que se remite a Ficino, Valleriola, Pratensis, percibe en esos hombres tristes a unos apasionados que están despojados de genialidad. La risa, el lenguaje peculiar, la ebriedad, la fantasía son algunos de los temas que van y vienen en este librito, obra sin duda menos interesante que el gran Examen y que otros textos como los de Bright, Laurens o desde luego Burton. Pero Gambin logra exprimir mucho de ese escrito.

Añadamos que esta versión de Biblioteca Nueva, muy cuidadosa, está bien prologada y además presentada. Por cierto, al indicar todas las ediciones españolas, recoge como referencias fundamentales los "libros de Historia" publicados por la AEN: Marsilio Ficino (Tres libros sobre la vida, 2006), Timothy Bright (Un tratado de melancolía, 2004), Tomaso Garzoni (El teatro de los cerebros. El hospital de los locos incurables, 2000), Giovanni Giambattista della Porta (Fisiognomía, 2007-2008), Jacques Ferrand (Melancolía erótica, 1996), Robert Burton (Anatomía de la melancolía, 1997-2002). Y podría haber considerado la monografía de Laurent Joubert (Tratado de la risa, 2002), envés como se ha dicho de los escritos melancólicos. Por otro lado, están citadas la ediciones de Santa Cruz (Sobre la melancolía, Eunsa, 2005) y de Furió Ceriol (Consejo y consejeros,Tecnos, 1993), entre muchos otros libros. No, en cambio, los diálogos de Torquato Tasso (Los mensajeros, Cuatro, 2007), ni la versión castellana, que carece de ISBN, de la Melancolía de Andrés Velázquez (Extensión, 1995).

En cualquier caso, la suma de informaciones de su bibliografía es fuera de serie y completa un texto claro y aclarador como el de Gambin, que está lleno de informaciones y de matices iluminadores. Azabache supone una original visita al tema de la atrabilis por parte de un joven profesor (hoy en Verona), y un buen hispanista.

Mauricio Jalón

 

Odette ELINA, Sin flores ni coronas. Auschwitz-Birkenau, 1944-1945, Cáceres, Periférica, 2008, 134 pp.

Aunque sea una sucinta reseña -es un libro muy breve de una editorial tan activa como Periférica, a la que debemos ya grandes libros- hay que llamar la atención sobre el testimonio en primera persona de esta mujer, aguda e implacable resistente, que fue deportada al mayor campo de exterminio en abril de 1944, tras ser detenida por la Gestapo. Las páginas que dejó, firmadas en el alba de la posguerra -septiembre de 1945-, son imprescindibles dentro de la, cada vez más abundante, literatura sobre la industria de la destrucción de mediados del siglo XX, a la que todavía le queda mucha memoria por rehacer, desde el Congo hasta España.

La parisina Odette Elina (1910-1991), de origen judío y de compromiso comunista, había conectado con la Resistencia en 1940. Su tarea consistió en organizar el sabotaje de las fuerzas ocupantes así como la distribución de armas. Pero nada de eso se refleja en su libro, que en efecto no tiene ni flores ni coronas. Empieza por la llegada a lo innombrable, contado a fogonazos: "Al bajar del vagón hubo una selección estricta. Nos vimos desnudas, tatuadas, rapadas. Brutalmente". Les dieron un zapato de hombre, otro de mujer, y "por supuesto, jamás del mismo número". Y, luego, están la orquesta incesante, los automatismos, los niños muertos, los montones de cadáveres, las grandes llamas que subían desde las chimeneas, las peleas para sobrevivir, el odio interno de los detenidos que no concluye con la liberación. "Todo aquello estaba muerto, muerto, muerto".

Sin flores ni coronas es un documento, desde luego, fuera de serie sobre los campos y como tal alejado de todo lo que se ha leído sobre esos dos nombres infames: Auschwitz y Birkenau. Es ajeno a los demás por su completa descarnadura, por sus chispazos continuos (está constituido por frases muy cortas, que son notas de hecho), por su rotundidad enumerativa, ajena a todo énfasis (los niños "no eran más que pequeños esqueletos"; o sin más "quemaron gente a todas horas"), en fin por su descripción golpe a golpe del oscurecimiento general ("nos hemos convertido en seres apagados"). Nada más pudo -ni se puede- decir.

Andrea Rubín

 

Leonard WOOLF, Las vírgenes sabias, Madrid, Impedimenta, 2009, 322 pp.

La esfera de ideas removida por el grupo de Bloomsbury, a principios del siglo XX, incluye no sólo la literatura o el arte sino también la crítica de ambas, la economía o el psicoanálisis, pues del grupo partió la primera versión de Freud al inglés. Pero la figura más extraña y conflictiva posiblemente fuese Virginia Woolf -hija del Leslie Stephen, hombre de letras coetáneo de Henry James-, de la que se ha traducido su obra así como muchas biografías y ensayos. Con todo, siempre quedan documentos importantes, por ejemplo éste que reseñamos y que nos muestra a un autor desconocido, las ideas germinales de los Bloomsburies y sin duda a una mujer luego famosa, Virginia, cuyas crisis mentales la llevaron finalmente al suicidio.

Del escritor Leonard Woolf (1880-1969), su futuro marido, sólo se conocía en castellano un libro breve y trágicamente objetivo, La muerte de Virginia. Ahora tenemos esta novela -en clave biográfica- sobre el momento de su decisión amorosa. En Las vírgenes sabias, Leonard Woolf simultáneamente hace un retrato sarcástico de su parentela anglo-judía y de otras familias cercanas, se dibuja a sí mismo de un modo algo desaforado y pinta a las hijas de Leslie Stephen, concentrándose desde luego en una enigmática Virginia, cuyas palabras y reflexiones son seguramente las más ricas y, por cierto, sensatas de su libro.

En Las vírgenes sabias el alter ego de Leonard Woolf es un personaje furibundo que juzga una sociedad más bien caduca, y lo hace con palabras que se hallan entre la crítica brutal propia de una juventud que va a lograr que el viejo telón decimonónico se deslustre definitivamente y la ácida crítica de un joven en medio de una Europa antisemita (el verdadero miedo al respecto lo sentirá Leonard en la Segunda Guerra), y cuyas relaciones amorosas le conducirán a salir del medio familiar. El retrato de éste es curioso y despiadado; el protagonista masculino, el alter ego, termina apareciendo muy genéricamente, por su psicología hipercrítica y sus intereses estéticos, de Dostoyevski a Ibsen, por estar aún en camino hacia la madurez (el autor tenía 34 años cuando se publica). Las figuras femeninas son las de más relevancia en el relato, y desde luego destaca Virginia.

En el papel que le da la novela, Virginia ya da muestras de ese lenguaje problemático que puede dar lugar, como en su caso, a la mejor literatura; no son muchos los ejemplos citables, pero véanse hoy las memorias excelentes de la neozelandesa Janet Frame, Un ángel en mi mesa (Seix-Barral, 2009). En todo caso, el libro de Leonard Woolf por su cercanía a los hechos narrados, por su implicación sin concesiones, tiene gran valor hasta en sus desajustes, y logra una panorámica sobre la Inglaterra de entonces desde un punto de vista distante, dada la integración parcial de su autor en ese mundo.

El grupo de Bloomsbury aunque se disoció en la Primera Guerra Mundial, tras ésta se agrandó y diversificó. El cosmos victoriano, del que eran ellos sólo al inicio una contrafigura última y pronto su opuesto, había desaparecido en muchos aspectos. Nótese que Leonard Woolf había publicado el libro precisamente en 1914. El retrato que hace de la vida ordinaria de los pudientes es corrosivo, y acaso lo parece más porque está describiendo un modo de estar (y de opinar) al borde del abismo.

Pero todavía dependemos intelectualmente de esos años de crisis definitiva. Y convendría seguir publicando libros que lo ilustren: ahí están nuestros males, ahí hubo magníficos hallazgos en toda Europa, en América y Japón. Precisamente la editorial Impedimenta, en los últimos meses, ha publicado dos textos sobresalientes sobre ese tiempo y cultura: Francia combatiente de Edith Warthon, donde esta discípula de Henry James y gran novelista es testigo en primera línea de fuego de las terribles destrucciones de la Primera Guerra, y la autobiografía Estallidos y bombardeos del vanguardista Wyndham Lewis, donde este contemporáneo estricto de Leonard Woolf, y enemigo de los Bloomsburies, hace ver de un modo brutal -a veces excesivo en su contraposición entre lo viejo y lo nuevo- cómo se hace pedazos una civilización desde 1914. Entre estas dos perspectivas, la de Warthon, tradicional, y la iconoclasta de Lewis, cabría situar la mirada asombrada de los Woolf de entonces. Aún les faltaba bastante para completar su vida y su obra.

Mauricio Jalón

 

Henry EY, Estudios psiquiátricos, 2 volúmenes, Buenos Aires, Polemos, 2008.

Es motivo de alegría para estudiosos de la psicopatología, investigadores e historiadores de la clínica mental la publicación de la traducción al español de Estudios psiquiátricos de Henri Ey, extensa obra que constituye el crisol en el que se funden y del que derivan las ramas temáticas del conjunto de sus investigaciones. Este opus magnum se publicó por primera vez en tres tomos, que fueron apareciendo paulatinamente en 1948, 1950 y 1954 (Études psychiatriques, París, Desclée de Brouwer). La presente traducción corresponde a la nueva edición, en dos volúmenes, publicada en 2006 por el Cercle de Recherche et d'Édition Henri Ey, recuperación tipográfica integral del original de segunda edición aumentada y corregida, a la que los editores hicieron algunos añadidos que facilitan la lectura y favorecen la comprensión, en especial las citas textuales en los márgenes. Las 1.400 páginas que dan cuerpo a la obra, a las que hay que sumar los prefacios de Casarotti, Garrabé y Belzeaux y el Índice general de autores, sin duda se convertirán en una obra de referencia fundamental, ya sea como obra de consulta o como materia de estudio pormenorizado. Lástima que la traducción ensombrezca, en ocasiones, el original y que la puntuación interrumpa, a veces, el ritmo natural de lectura.

La obra integra veintisiete estudios, cuya detallada planificación y resuelta composición hablan del rigor y buen hacer del autor. Los primeros (incluidos en el tomo I del primer volumen) se ocupan de la noción de 'enfermedad mental', y presentan y discuten las características de los enfoques mecanicistas y dinamistas, hasta culminar en el Estudio nº 5 ("Una teoría mecanicista: la doctrina de G. De Clérambault") y en el nº 6 ("La concepción psicogenetista: Freud y la escuela psicoanalítica"). La selección de los temas tratados y los argumentos desgranados dibujan con claridad la posición en la que Ey pretende colocarse. Comoquiera que tanto el mecanicismo como el dinamismo le parecen doctrinas extremadas, aunque no deja de tratarlas con admiración, Ey encuentra su acomodo en un posición intermedia, la cual desarrolla en los Estudios nº 7 y nº 8, titulados respectivamente "Principios de una concepción órgano-dinamista en la Psiquiatría" y "El sueño (rêve) 'hecho primordial' de la psicopatología".

El tomo II (incluido también en el primer volumen) está dedicado a cuestiones semiológicas: la memoria, la catatonía, las impulsiones, el exhibicionismo, perversidad y perversiones, el suicidio patológico, la ansiedad mórbida, el delirio de negación, la hipocondría, los celos patológicos y la megalomanía. Quien haya frecuentado la obra de Ey echará de menos aquí un estudio dedicado a las alucinaciones, materia que le dio pie para escribir tanto su primer libro (Hallucinations et Délire, 1934; Prólogo de Jules Séglas) como el último (Traité des hallucinations, 1973); más aún si se considera que finalmente para él la alucinación constituye la "piedra angular de la psicopatología".

El tomo III, que en la presente edición ocupa casi la totalidad del segundo volumen, desarrolla su análisis de la estructura de las psicosis agudas (Estudios nº 20 y nº 23) y la desestructuración de la conciencia (Estudio nº 27), brillando con especial intensidad -en mi opinión- las muchas páginas dedicadas a la manía (Estudio nº 21), la melancolía (Estudio nº 22) y las psicosis maníaco-depresivas (Estudio nº 25); en cualquier caso, los estudios desarrollados en este último tomo son los que mejor se prestan a la demostración de su doctrina órgano-dinamista.

Cualquier comentario que se exprese de una obra de estas características debe tomarse necesariamente con reservas. Ni le harán justicia aquellos que la ensalzan ni la desmerecerán los que la pongan en entredicho; su valor está fuera de toda duda. Dicho esto, la admiración y el interés que en mí despiertan los textos de Henri Ey (escapa a mis intereses su monografía La conscience, 1963) provienen de dos hechos: en primer lugar, la claridad descriptiva de sus exposiciones; en segundo lugar, el vigor que despliega en sus argumentos. Pero ninguna de estas características valdría por sí misma si no fuera porque Ey es una de esas figuras que conjugan la mejor cultura psicopatológica y la clínica más sagaz, cosa que le hace grande a la vez que engrandece la psicopatología y la clínica mental. Da gusto verle echar mano de tan amplio pero bien elegido repertorio de referencias; resulta estimulante seguirlo en sus pesquisas e indagaciones sobre el pathos, en las que las observaciones -siempre meticulosas- preceden a los intentos explicativos. Por todo ello, recomendar vivamente la lectura de estos Estudios psiquiátricos es la única opinión legítima de esta reseña, cuyas miras sólo pretenden transmitir algo de las pasión que me contagiaron. Y eso que quien esto escribe ni concuerda en absoluto con su visión de la enfermedad mental, ni es partidario de su modelo órgano-dinamista, ni considera tampoco que la patología aguda sea el camino principal de la investigación, ni menos aún que haga ascos a aquellos autores que Ey tilda de "psiquiatricidas". Pero Henri Ey es un de los grandes pensadores de la psicopatología y, por tanto, objeto de estudio necesario para quienes se forman en este ámbito del saber.

Desde joven soñó Ey con escribir una Historia natural de la locura, título que de por sí resulta paradójico al combinar conceptos que chirrían. Pero en esa paradoja se asienta la difícil posición de H. Ey, una posición que, al echar la vista atrás, resulta la más genuina de la psiquiatría de las enfermedades mentales. En ese terreno híbrido entre la naturaleza y la historia, en ese litoral donde rompen las aguas de lo cultural contra los peñascos de las ciencias de la naturaleza; sí, en la sombría equidistancia entre el mecanicismo y el dinamismo, ahí es donde encuentra asiento la doctrina órgano-dinamista. Desde esta perspectiva, la enfermedad mental no es ni neurológica ni anímica (de causa mental). Concebida como una "estructura mental de causa no mental", la enfermedad mental es el efecto de una "somatosis" cuyo resultado consiste en una desorganización orgánica. Como es natural, al tratarse de un terreno tan difícil de acotar, Ey reconoce la existencia de un "hiato (écart) órgano-clínico", es decir, una discontinuidad entre el desorden orgánico y la expresión mental derivada de la acción del sujeto. Este hiato entre la materia y el alma, esta grieta que separa el organismo de la subjetividad, constituye el epicentro de su edificio doctrinal, nódulo encarrujado que trata de resolver mediante una combinación desequilibrada entre la materia y la subjetividad: la intervención o "acción del sujeto" es secundaria al daño primario originado en el organismo. Por otra parte, pese al papel secundario que asigna a la subjetividad, la atención que presta a los mecanismos psíquicos de la participación subjetiva invita también a una reflexión de tipo antropológico, incluso en ocasiones existencial: "Permitidme ahora -escribe en el Estudio nº 1- algunas breves reflexiones sobre el valor humano de una psiquiatría no solamente médica y biológica sino de una psiquiatría que, para estar a la altura y a la medida de su objeto, se manifieste resueltamente 'antropológica'".

De esta manera, la enfermedad mental es una "alteración mental de naturaleza orgánica". Para decirlo con términos menos equívocos, como propone en el Estudio nº 4: la etiología es orgánica y la patogenia es psíquica. Por tanto, cuando hablamos de enfermedades mentales estamos aludiendo a hechos de la naturaleza y no a construcciones discursivas o creaciones culturales. Si durante años Ey empleó sin más rodeos el término 'naturaleza', en sus último escritos (Tratado de las alucinaciones) lo sustituiría por 'biología (causalidad biológica)'; otro tanto sucederá con 'conciencia', en adelante sustituido por 'cuerpo psíquico'.

Coherente con estas propuestas nosológicas y partidario de definir a la psiquiatría como una ciencia de la naturaleza, Ey no dejó pasar la ocasión que le brindó la publicación de la tesis doctoral de Foucault y los ecos que alcanzaron algunos autores calificados de "antipsiquiatras". Se mostró enérgico al criticarlos, tanto como resuelto en el análisis que hizo de esas obras y del movimiento en expansión que, en los años sesenta, se conoció como "antipsiquiatría". Aunque, como Chaslin, no era muy amigo de los neologismos, a las opiniones enemigas de la psiquiatría que él defendía las calificó de "psiquiatricidas". Por supuesto, la psiquiatría debía ser una abanderada de la libertad y el psiquiatra un agente encargado de la liberación de los enfermos encadenados por la enfermedad. Al respecto escribió en el Estudio nº 4: "La enfermedades orgánicas son amenazas a la vida, las 'enfermedades mentales' son ataques a la libertad. Y eso explica el hecho de que el aspecto más característico de la Psiquiatría es médico-legal. En efecto el proceso mórbido trabando, disolviendo la actividad psíquica, disminuye la libertad y la responsabilidad del paciente mental. [...] La psiquiatría es una patología de la libertad, es la Medicina aplicada a las disminuciones de la libertad. Toda psicosis y toda neurosis es esencialmente una somatosis, que altera la actividad de integración personal (conciencia y personalidad). En este sentido, la Psiquiatría es la Patología de la libertad".

Combinando a diversas dosis las influencias de J. Moreau de Tours, Jackson, Freud y Janet, Ey defendió hasta el final que el proceso psicótico es por naturaleza negativo aunque libera las fuerzas del Inconsciente; ese proceso posee un "poder dinamogénico" que da su sentido al delirio. Según recoge J. Garrabé al final de su Prefacio, en las sesiones que poco antes de morir Ey dictó de su seminario en el Hospital de Thuir, afirmó: "[...] el delirio verbal del esquizofrénico pone de manifiesto la realidad (la ontología) de la patología de la persona, o sea la fatalidad que lo lleva a hablar para no decir nada. Todo lo que hemos dicho, expuesto y profundizado del proceso esquizofrénico nos demuestra... que no puede ser reducido a la psicogénesis de una ideología pura (GABEL), o al flujo de un fluido verbal (DELEUZE, etc...): manifiesta la realidad de un desorden que introduce en el sistema de la realidad la alienación de la persona, como una heterogeneidad o como un desajuste de su organización".

Henri Ey dejó inconclusos sus Estudios psiquiátricos y jamás escribió su Historia natural de la locura. Los estudios se detienen en el nº 27 ("Estructura y desestructuración de la consciencia"), en el que se advierte: "El próximo volumen tratará de las relaciones (recíprocas o no, ahí está el problema), de la patología de la conciencia y la patología de la personalidad". De otra manera, de nuevo reaparece ahí el "hiato" materia-alma u organismo-subjetividad, esa hendidura que tampoco el órgano-dinamismo más elaborado termina por suturar. Con las ganas nos quedamos también de ver cómo este hombre de gran talento hubiera aclarado, en el anunciado tomo IV, los procesos somáticos generadores. Como sucediera con muchos de sus predecesores, su obra no se vio coronada con la explicación de los procesos orgánicos que causan las enfermedades mentales. De tanto repetirse, parece que este anuncio se queda en una declaración de intenciones, un vigoroso anhelo de que por fin, algún día, la psiquiatría de las enfermedades mentales deje de ser un proyecto siempre inacabado.

José María Álvarez

 

LIBROS DE LA A.E.N.

Estudios

1. M. GonzálEZ CHÁVEZ (ed.), La transformación de la asistencia psiquiátrica, 1980.

2. A. PORTERA, F. BERMEJO (eds.), Demencias, 1980.

3. S. MASCARELL (ed.), Aproximación a la histeria, 1980.

4. T. SUÁREZ, C. F. ROJERO (eds.), Paradigma sistémico y terapia familiar, 1983.

5. V. CORCÉS (ed.), Aproximación dinámica a las psicosis, 1983.

6. J. ESPINOSA (ed.), Cronicidad en psiquiatría, 1986.

7. J. L. PEDREIRA MASSA (ed.), Gravedad psíquica en la infancia, 1986.

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