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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.34 no.122 Madrid abr./jun. 2014

https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352014000200011 

MÁRGENES DE LA PSIQUIATRÍA Y HUMANIDADES

 

Reflexiones nerviosas. Olvidados por el DSM-5

Nervous reflections. Forgotten by DSM-5

 

 

Juan Medrano

Médico psiquiatra. Red de Salud Mental de Bizkaia. oban@telefonica.net

 

 

En breve se cumplirá el primer aniversario de la presentación en sociedad de la quinta edición del catálogo nosológico de la Asociación Americana de Psiquiatría. El DSM-5 ha sido muy cuestionado y se le recibido con aceradas críticas, a veces interesadas. Se le reprocha su omnicomprensividad; la desaparición de la exclusión de duelo para diagnosticar depresión mayor; la entrada definitiva en el mundo de la patología del síndrome premenstrual; la consagración de entidades muy limítrofes con la normalidad psíquica, como el de trastorno neurocognitivo menor; o un concepto y definición de trastorno por déficit de atención que va a conseguir hacer todavía más popular el diagnóstico. Para quien quiera darse el gustazo de leer una crítica autorizada, cabe destacar la de Allen Frances, chairperson del DSM-IV (1).

Pero por mucho que los critiquemos, hay que reconocer que los catálogos de la APA, como todo lo que viene de allende el Atlántico en materia psiquiátrica, crean tendencia, así que es de imaginar que a no mucho tardar los boronitos europeos que nos dedicamos a estas cosas de los nervios y de la salud mental andaremos recitando de corrida las innovaciones del DSM-5 como un dogma incontrovertible, como una verdad auténtica y cierta y absoluta y científica, y veremos de pronto natural que desaparezcan los subtipos de esquizofrenia; la discreta retirada de la exigencia de que las ideas delirantes sean falsas; la individualización del trastorno obsesivo - compulsivo, que como el estrés postraumático se desanexiona de los trastornos de ansiedad; la introducción del trastorno por acaparamiento; la redefinición de los trastornos generalizados del desarrollo (que pasan a ser trastornos del espectro autista); o la reconceptualización de la discapacidad intelectual evitando referencias psicométricas a sus niveles y subtipos. Bueno, creo que esto es lo más sustancial, que recuerde, porque he de reconocer que no consigo encontrar el breviario en castellano de la obra, del que dispongo hace algo más de un mes, pero que es imposible encontrar en el desorden físico y metafísico del infrascrito (o más bien suprascrito, vista la maquetación de esta sección).

La lamentable desaparición de mi breviario me impide comprobar si, como me atrevo a conjeturar, el DSM-5 persevera en el expansionismo nosológico de sus predecesores. Según David Healy (2), que al parecer ha tenido la paciencia de ponerse a contarlos, en 1968, el DSM-II distinguía 180 trastornos mentales, que para 1987 (DSM-III-R) habían crecido hasta los 292, registro pulverizado en 1994 con los más de 350 TM del DSM-IV. Por desgracia, la descripción de la progresión es incompleta, porque Healy no incluyó al DSM-TR, que introdujo alguna variante más, como la demencia con trastornos de conducta (chocantemente no recogida hasta entonces, a pesar de que posiblemente sea, al menos en nuestro medio, la principal causa de intervención psiquiátrica en la demencia). Para confirmar si el recauchutado en 2000 del DSM-IV incorpora más trastornos, el suprascrito (esta vez me ha salido a la primera) debería haber comprobado cuántos trastornos aparecen en el DSM-IV-TR, pero -lo que son las cosas-le da mucha pereza.

Cierto es que la cuasibíblica multiplicación de diagnósticos se debe en buena parte a la descripción e incorporación de variantes sintomáticas y evolutivas de trastornos mentales previamente descritos. Pero no lo es menos que hay que hacer algunas consideraciones. El concepto de enfermedad mental grave se ha estrechado con las progresivas ediciones de los DSM, ya que en sentido estricto, para diagnosticar entidades de tal carga psicopatológica como la demencia, la esquizofrenia, la manía o la depresión, no basta con la existencia de los síntomas, sino que ha de constatarse además una repercusión sobre la capacidad funcional del individuo. En segundo lugar, y aunque seguramente es poco relevante desde el punto de vista de la masa nosológica, al mismo tiempo que los DSM han incorporado nuevas categorías diagnósticas han expurgado otras: el ejemplo más evidente es la homosexualidad. Y, por último (last but not least) debe destacarse que el crecimiento de los DSM (y el progresivo incremento del grosor de sus tratados) se ha producido en buena medida gracias a una prolijidad nosológica en el ámbito de la Salud Mental menos pesada, más alejada de la Psiquiatría clásica, más lindante con la Psicología (que no Psicopatología) de la Vida Cotidiana y, en cierta medida -dicho sea con todo el reconocimiento del sufrimiento que acarrea- más trivial. Tan es así que algunos malpensados ven en ello una sinergia con los intereses de la industria farmacéutica: en una época en la que la terapéutica gravita sobre la botica, la ampliación del concepto de enfermedad hasta invadir lo que antaño era vida psíquica normal permite aumentar el número de beneficiarios del abordaje farmacológico.

Pero por mucho que se critique al DSM-5, en su expansionismo nosológico se ha dejado algunas posibilidades para extender el ámbito de la actividad saludmentalóloga, algo que a uno le sume en un profundo estupor. En la confianza de que en ulteriores ediciones del DSM la APA aproveche estos cuadros para ampliar su catálogo, dedicaremos este espacio para repasar algunas posibilidades de incorporaciones futuras, esperando que los dirigentes de la citada asociación (que, me consta, siguen con interés esta publicación) tomen buena nota de todas ellas.

Por ejemplo, pensemos en la paruresis, o incapacidad para orinar o defecar en urinarios públicos, en especial si hay personas alrededor. Debe decirse que, como en toda discusión científica que se precie, no hay acuerdo entre los estudiosos de la cuestión, ya que hay autores que consideran que el término paruresis ha de reservarse para el temor o incapacidad de orinar en aseos y mingitorios públicos, en tanto que para el cuadro análogo referido a la defecación ha de reservarse el término parcopresis (3). Según los activistas de la International Paruresis Association (IPA; sitio web en: http://www.paruresis.org/), este problema, denominado también con términos tan descriptivos y posiblemente desafortunados como "vejiga tímida", "vejiga vergonzosa" o incluso "timidez vesical", afecta en sus formas más discapacitantes a entre uno y dos millones de estadounidenses, mientras que otros 15 millones son "paruréticos de bajo nivel" y presentan formas "frustras" del trastorno. En total, nada menos que el 5% de la población, que no es poco.

La paruresis se considera la segunda forma más frecuente de fobia social, tras la fobia a hablar en público y por delante de la ereutofobia o temor a sonrojarse igualmente en público. Lo fóbicosocial, en este caso, tiene que ver con el temor a ser contemplado orinando o defecando o a hacerse notar en este tipo de actuaciones por medio de los fenómenos acústicos u olfativos que las acompañan. Las personas afectadas llegan a ser incapaces de evacuar en cualquier lugar que no sea el excusado de su propio domicilio, y por este motivo tienen grandes dificultades para cualquier actividad que implique alejarse de él durante varias horas. Les resulta imposible trabajar en jornadas prolongadas, viajar incluso a lugares relativamente próximos, o disfrutar de toda actividad de ocio que se desarrolle lejos de casa o cuya duración exceda el tiempo que pueden contener la orina. También puede ser paurética la dificultad para la micción que algunas personas experimentan cuando se les requieren muestras de orina para control de tóxicos en centros de tratamiento de drogodependencias o en competiciones deportivas. Las repercusiones del problema llegan a ser serias: inestabilidad laboral, inseguridad económica, profundo malestar psicológico o conflictos familiares por la negativa del parurético a salir de vacaciones, muchas veces no explicada por vergüenza. No faltan tampoco las complicaciones urológicas, como infecciones urinarias por estasis, incontinencia por rebosamiento y otras.

La IPA estima que la prevalencia que apuntan en los EEUU se puede generalizar a todo el mundo, y es posible que muchos ciudadanos estén afectados por un problema sin conocer que hay quien lo viene ya tratando y conceptualizando en términos médicos. Una pormenorizada revisión realizada en nuestro medio (4), habla en detalle de las dificultades que han de afrontar los afectados por el cuadro y de lo que el autor llama "la salida del armario de la comunidad parurética", lo que da idea de la extensión del cuadro. Sin embargo, nos confía un detalle que hace pensar que el fenómeno es menos frecuente en nuestros lares. Al parecer, en los EEUU, por mera laxitud normativa, es habitual que los urinarios públicos sean colectivos, con largas hileras de mingitorios verticales, sin las separaciones individuales típicas en nuestro medio. También nos cuentan que en ese amplio país la legislación no obliga a que las puertas de las cabinas de retretes sean de techo a suelo, por lo que quien está haciendo uso de la taza sabe que desde el exterior le pueden ver las piernas impúdicamente descubiertas, con los pantalones o las faldas plegados. Y además, y sin duda con más poder fobógeno, es consciente de que cuando se incorpore, una vez concluida la tarea evacuatoria, se le puede ver la cara. El poder fobógeno del diseño de los urinarios y retretes públicos eeuuense es tan alto que los autores de la IPA destacan que para los paruréticos norteamericanos es un enorme alivio viajar a (y orinar en) Europa, donde los encuentran más privacidad. La timidez vesical, por lo tanto, es un ejemplo más de cuadro psiquiátrico en el que se combina la susceptibilidad o disposición individual con la capacidad moduladora y modeladora del ambiente. También nos enteramos por un artículo, firmado por el presidente de la IPA, sobre la evolución del cuarto de baño y sus implicaciones para la paruresis, de que el cuadro apareció hace relativamente poco tiempo, unos trescientos años, cuando la micción y la defecación pasaron a ser actos íntimos y privados (5). En definitiva, pues, se trata de un fenómeno con condicionantes sociales, culturales e históricos.

Algunos paruréticos diseñan estrategias para mitigar las repercusiones de su problema. Hay personas que elaboran un auténtico mapa mental de los váteres de confianza, y sólo se aventuran a deambular o trabajar por los lugares próximos a estos excusados. Otros individuos, incapaces de usar un retrete que no sea el suyo propio, seleccionan los lugares (siempre cercanos) hasta los que pueden desplazarse sin temor a que les llegue a oprimir la necesidad de orinar y defecar; en otras palabras, llegan a estar condicionados por lo que, por analogía con las aeronaves, podríamos llamar autonomía esfinteriana. Los hay que evitan todo váter en el que no existan cabinas "de puerta a suelo y techo" que confieran la necesaria privacidad a la evacuación y otros, casos más extremos, utilizan kits de cateterización y bolsas de orina que les permiten no tener que acudir a ningún váter. Hay quien usa técnicas simples pero efectivas, como dar a la bomba mientras orina (apagando los ruidos de diverso matiz y origen que el orinante puede producir en la evacuación) y no faltan quienes recurren a un '"pee buddy" (un compañero de meada, con perdón) contrafóbico. Quién sabe si la costumbre ampliamente extendida en la población femenina de ir a los servicios en cuadrilla no es más que una estrategia para afrontar una paruresis más generalizada de lo que suponemos.

Otro cuadro peculiarmente extendido es la Rinotiloexomania, término propuesto en un primer trabajo (6), seminal, sobre el tema, publicado por Jefferson y Thompson en 1995. Tan señera aportación recordaba que algunas conductas que en su día no fueron consideradas más que hábitos inadecuados y groseros, como la onicofagia o la tricotilomanía, han merecido con el paso del tiempo la categoría de síntomas o incluso trastornos psiquiátricos. En esta línea sugería que las prospecciones nasales, aunque no suelen pasar de ser una práctica tan habitual como benigna (a common benign practice, decían nuestros investigadores), podrían ser a veces un problema psiquiátrico, por ocupar excesivo tiempo, dar lugar a situaciones socialmente comprometedoras o generar problemas físicos secundarios. Jefferson y Thompson, de hecho, comunicaban los resultados de un cuestionario desarrollado al efecto que remitieron a 1000 ciudadanos de su comunidad elegidos al azar. Sólo lo devolvieron 254 sujetos, por lo que con una tasa de respuesta de poco más del 25% cabe preguntarse si los resultados son representativos. Sea como fuere, hay varios aspectos que llaman poderosamente la atención. En primer lugar, parece que las prospecciones nasales son una práctica generalizada, ya que de entre quienes respondieron un 91% confesaba que acostumbraba a meterse el dedo en la nariz. Ahora bien, no todos los espeleólogos nasales consideraban que lo suyo era compartido por toda la población, puesto que sólo el 75% tenía la impresión de que se trate de un hábito extendido. También sorprende que quienes contestaron eran capaces de definir con gran precisión su hábito en materia de frecuencia, técnica y efectos colaterales. Así, tres personas afirmaron que se metían el dedo en la nariz al menos una vez cada hora y dos sujetos aseguraron que invertían entre 15 y 30 minutos cada día en estas tareas, lo que no es nada comparado con las dos horas diarias que entregaba a tales menesteres otro individuo. Dos personas confesaron que habían llegado a producirse perforaciones del tabique. Entre las conductas asociadas destacan arrancarse padrastros y cutículas (25%), pellizcarse granos (20%), morderse las uñas (18%) y arrancarse el pelo (6%), lo que demuestra que la rinotiloexomanía se asocia a lo que en inglés se llaman grooming disorders o trastornos de acicalamiento, alguno de los cuales, como la tricotilomanía o el trastorno por excoriación (o reventado compulsivo de granos, en castizo), han sido ubicados por el DSM-5 en el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). ¿Será cuestión de ubicar en el DSM-6 a la rinotiloexomanía en el TOC? ¿O tal vez mejor individualizamos, a la luz de la comorbilidad, un espectro acicalador o incluso un trastorno único por acicalamiento?. Por cierto, que se ha propuesto el tratamiento de este grupo de trastornos con N-acetil cisteína (6), producto que en el caso de la rinotiloexomanía tendría un mecanismo de acción dual al tratarse de un mucolítico. Otros datos de interés desvelados por nuestros estudiosos: el dedo más utilizado para llevar a cabo esta tarea era el índice (65.1%), seguido del meñique (20.2%) y el pulgar (16.4%) (cabe suponer que quienes emplean este dedo han de tener amplios orificios nasales). Una vez extraído el trofeo, la mayor parte de los sujetos acostumbraba a examinarlo antes de emplastarlo en un pañuelo (90.3%), tirarlo al suelo (28.6%), pegarlo a algún mueble (7.6%) o, simplemente, comerlo (8.0%), datos todos ellos merecedores de la sección de características descriptivas y trastornos mentales asociados del DSM. Parte del camino para integrarse en el catálogo de la APA, ya lo tiene recorrido la rinotiloexomanía.

Una segunda aportación, de los investigadores indios Andrade y Srihari (8), alcanzó una mayor notoriedad al ser galardonada con el IgNobel de Salud Pública de 2001.

Para quien no los conozca, estos premios son una parodia del Premio Nobel y se entregan cada año por logros científicos que "primero hacen reír a la gente, y luego le hacen pensar". Organizada por la revista de humor científico Annals of Improbable Research, la entrega de los premios tiene lugar en el Sanders Theatre, de la Universidad de Harvard y la realiza un grupo de personas entre las que figuran auténticos Premios Nobel. Los premios, según sus creadores, pretenden celebrar lo inusual, honrar lo imaginativo y estimular el interés de todos por la ciencia, la medicina, y la tecnología. Pues bien, el trabajo sobre rinotiloexomanía merecedor del ambiguo galardón se llevó a cabo en una muestra de 200 adolescentes de Bangalore. Según los autores, la decisión de sondear el fenómeno en adolescentes se debió a que las conductas habituales (repetitivas, más o menos estereotipadas) son habituales a esa edad. También señalaban que los centros en los que habían llevado a cabo el estudio cubrían todo el espectro social, con lo que la prevalencia obtenida podría considerarse global, y no sesgada por factores socioeconómicos. Para su experiencia, Andrade y Srihari diseñaron un cuestionario recogido en el artículo, con 25 preguntas referidas a la minería nasal y a prácticas afines. Preocupados por el riesgo de que los probandos echaran a perder el estudio con las respuestas vacilonas esperables en la adolescencia, los autores incluyeron como "marcador" de sinceridad la siguiente pregunta: ¿Comes a veces la materia nasal que te sacas?. En su opinión, quien contestase afirmativamente era un guasón y debería ser excluido de la lista.

Sometieron a sus resultados a un cumplido tratamiento estadístico, gracias al cual sabemos que la media de exploraciones nasales de la muestra ascendía a 8.4, con una desviación estándar de 13.6; la mediana era 4 y la moda 2; un 31.8% de los encuestados se escarbaba la nariz más de 5 veces al día; un 15.3%, más de 10, y un 7.6%, más de 20 (por lo que sorprendentemente más del 50% podían cuantificar con bastante precisión el número de veces que se metían el dedo en la nariz a lo largo del día). También es llamativo que solo 7 (3.5%) individuos no se metieran nunca el dedo en la nariz, lo que indica que entre los adolescentes de Bangalore la espeleología nasal es más frecuente que en la población general de un condado de Wisconsin, dato éste que merece un cuidadoso análisis por expertos en Psiquiatría Transcultural y Trans-etaria.

¿Cuáles son los motivos para hacerse sondeos nasales? Los adolescentes de Bangalore aportan unos motivos más variados que los habitantes de Wisconsin. El más frecuentemente invocado fue la higiene personal, seguido de la liberación del conducto nasal y la necesidad de eliminar barricadas nasales. En cuanto a la opinión de los encuestados acerca de su hábito, aunque el 46.7 % pensaba que es una conducta generalizada, casi el 60% lo enjuiciaba desfavorablemente. Esto supone que hay un cierto solapamiento (no cuantificado en el estudio) de personas (tal vez misántropos) que consideran que las excavaciones nasales son al mismo tiempo comunes y deplorables. También se inquirió sobre la asociación con conductas obsesivoides en el terreno de juego dermatológico, resultando que eran comunes la onicofagia (47%), el rascado y expresión de granos (23%) y la tricotilomanía (12.5%); de haber escrito su trabajo unos pocos años más tarde los autores podrían haber propuesto la existencia del Trastorno de Espectro Acicalador al que nos referíamos más arriba. Más de la mitad de la muestra presentaba al mismo tiempo dos de las cuatro (incluyendo la exploración y liberación de los túneles nasales), y hasta un 11% reconocían que sus allegados les habían dicho que su persistencia en estos hábitos merecería atención psiquiátrica. Sólo 9 (4.5%) de los sujetos reconocían ingerir el trofeo, pero dado que sus restantes respuestas no se desviaban del patrón general, los autores decidieron que no eran unos vacilones y optaron por considerarlos mocófagos sinceros. Por sexos, los varones tenían una mayor afición a los rastreos nasales, eran más exhibicionistas (se hurgaban la nariz en público con mayor frecuencia), tenían episodios de epístaxis por rascado con mayor asiduidad que las mujeres y tendían a enjuiciar con mayor severidad que las mujeres su conducta exploradora de los conductos nasales. Quienes reconocían tener un problema o decían que se lo había hecho notar su entorno no diferían en el patrón prospectivo nasal del resto de la muestra (no se metían más el dedo en la nariz, ni eran más exhibicionistas), en cierta sintonía con la percepción por algunos sujetos de que el hábito es al mismo tiempo frecuente y condenable.

En la discusión, Andrade y Srihari nos describen la comorbilidad de la rinotiloexomanía. Según la bibliografía se asocia al Alzheimer de inicio tardío, a la onicofagia, a la tricotilomanía y a al TOC. Y en cuanto al tratamiento farmacológico nos cuentan un caso extremo en el que se usó un ISRS (faltaría más) con resultado favorable.

Más sutil etimológicamente es la veisalgia un fenómeno clínico que en realidad resulta extraordinariamente ubicuo en nuestra sociedad y que, si atendemos a los doctores Wiese y asociados (9), autores de una seminal revisión sobre el problema, esconde un fenómeno de gravísimas consecuencias sanitarias y sociolaborales. Nos referimos a la humilde y ampliamente conocida en la población -por experimentada- resaca o clavo consecutivo a intoxicación enólica. El vocablo veisalgia, de oscura autoría, está construida con "algia", del griego, cuyo significado no creemos necesario recordar, y -esto es para nota- "kveis", una palabra que nada menos que en noruego quiere decir algo así como "desasosiego tras la intemperancia y entrega a la sensualidad excesiva"; más castizamente podríamos decir que es el "malestar que te queda después de pasarte siete pueblos, una comarca y dos partidos judiciales". Nos hallamos, pues, ante un notable ejemplo de mestizaje etimológico (y antropológico) que aúna la idea griega de dolor y la vikinga de clavo en un palabro, que tal vez encuentre el lector o lectora más en crucigramas de Ocón de Oro que en la bibliografía al uso, pero que designa un cuadro que, como recuerdan Wiese y sus colaboradores, es difícil de definir, aunque muy reconocible e identificable. La constelación sintomática de la veisalgia incluye cefalea, malestar general, diarrea, anorexia, naúseas y fatiga como elementos más notables, pero también puede observarse taquicardia, temblor, ortostatismo e incluso disminución del rendimiento cognitivo y de las habilidades visuoespaciales. Lo elusivo del concepto y la enorme carga subjetiva (sintomática) del mismo hace que los autores de la revisión opten por diagnosticar veisalgia siempre que después del consumo de alcohol y su metabolismo completo aparezcan menos dos de los primeros siete elementos reseñados, con una intensidad tal que afecte a la funcionalidad del individuo.

Y un apunte especial: la veisalgia es la principal repercusión sociolaboral del alcohol. Sus costes salariales y productivos son muy superiores a los del alcoholismo crónico, lo que teniendo en cuenta que el cuadro afecta sobre todo a bebedores ligeros y moderados nos lleva a la chocante conclusión de que desde el punto de vista estrictamente socioeconómico y laboral es mucho más dañina la embriaguez ocasional con clavo que la dependencia del alcohol. Y aún más: los fenómenos cognitivos y conductuales integrantes o derivados de la veisalgia tienen importantes implicaciones para el bienestar del individuo, ya que pueden limitar su capacidad de conducir vehículos o manejar maquinaria y modificar su estado de ánimo.

Ha de notarse que una veisalgia propiamente dicha aparece tras la metabolización del alcohol ingerido, por lo que no es un efecto directo de la intoxicación. Tampoco es, a pesar de que se ha definido así, una especie de fase precoz del síndrome de deprivación de alcohol, del que difiere en aspectos fenomenológicos, neurofisiológicos o bioquímicos. En realidad la veisalgia es algo así como el poso que dejan en el organismo o bien el efecto del alcohol sobre los sistemas homeostáticos, o bien sus metabolitos, o bien sus acompañantes. Una de las acciones más notables del etanol es que potencia la diuresis a través de la reducción de la ADH; es este el motivo por el que cuanto más alcohol se bebe más se orina, incluso por encima de lo que cabría esperar en función del volumen ingerido. La consecuencia es que a mayor ingesta, menor concentración de ADH, mayor diuresis durante la libación, mayor deshidratación posterior y mayor intensidad del clavo. Otra hipótesis relaciona la veisalgia con acetaldehído, conocido metabolito intermedio del alcohol. Por último, hay que recordar que desde un punto de vista farmacológico las bebidas enólicas son elixires o soluciones alcohólicas en las que existen "añadidos" o "congéneres" que parecen tener mucho que ver en la fisiopatología del cuadro. De hecho, a igualdad cantidad de etanol ingerida, las bebidas "claras", como el vodka, la ginebra o el ron blanco dejan menos clavo que las "oscuras", como el brandy, el whisky o el vino, más ricos en "congéneres" o solutos añadidos, todos los cuales bien pueden enredar a sus anchas en el organismo del libador hasta generar el cortejo veisálgico.

Está por determinar el mecanismo exacto por el que se produce la veisalgia, pero se sospecha la participación de mecanismos inflamatorios y la implicación de las citoquinas, algo que no debe extrañarnos por dos motivos: el primero es que tanto el etanol como sus "congéneres" son capaces de poner en marcha cascadas inflamatorias en las que participan estas simpáticas moléculas; el segundo, que desde hace unos cuantos años ninguna hipótesis neuroquímica o neurofisiológica que pretenda asentarse olvida a los mecanismos inflamatorios y las citoquinas.

El abordaje de la veisalgia tiene una doble vertiente. Por un lado, hay medidas que podríamos llamar preventivas e higiénicas, como evitar un consumo excesivo de alcohol, nutrirse e hidratarse debidamente, dormir y evitar una actividad física excesiva (de donde se deduce que una ingesta excesiva de bebidas "oscuras" a ritmo discotequero es garantía segura de clavo). Y en cuanto a las medidas farmacológicas se han ensayado varias, ya sea con carácter profiláctico o curativo y con éxito desigual. La modesta pero siempre eficaz piridoxina o vitamina B6 es útil si se toma antes, durante y después de la ingesta enólica. Los AINEs (con mención especial al ácido telfenámico, no disponible en nuestro mercado) reducen la intensidad de la veisalgia, lo cual valida en cierto modo la teoría inflamatoria del cuadro. Mención especial merecen los remedios herbales y hortícolas, ampliamente divulgados en Internet. La supuesta efectividad de la alcachofa y sus derivados tendría que ver con su capacidad antioxidante; sin embargo, en un ensayo clínico aleatorizado no pudo demostrarse que redujera la intensidad de la resaca (10), lo que no debe extrañarnos mucho a la vista de que las teorías oxidativas están un tanto de capa caída en el ranking de las hipótesis omniexplicativas. Años después de su revisión sobre el clavo, el propio Wiese y colaboradores publicaron los resultados de un ensayo clínico realizado igualmente siguiendo los cánones de la ciencia más científica (11), en el que pudieron comprobar que el extracto de chumbera (Opuntia ficus indica) reduce discreta pero notoriamente los síntomas de la veisalgia. A rebufo de la hipótesis estrella en estos momentos, los autores relacionan el efecto beneficioso del extracto con su capacidad moduladora de los mecanismos inflamatorios. Otra cuestión es que en el extracto de una planta existirá necesariamente un batiburrillo de moléculas cada una con su acción (no siempre beneficiosa), por lo que consumir la chumbera no es más que otra forma de polifarmacia.

Existe incluso una forma extrema de veisalgia que se articula en síntomas disociativos y en trastornos conductuales que por analogía con la borrachera patológica podríamos llamar "resaca patológica". Los estudiosos del tema lo llaman Síndrome de Elpenor, en recuerdo a un compañero de Ulises que en una resaca murió al saltar confuso desde un tejado. No obstante, la bibliografía sobre la cuestión es oscura, toda vez que otros autores se refieren a este síndrome como despertar confusional (Schlaftrunkenheit) o embriaguez del sueño (ivresse du sommeil), con lo que su fisiopatología no sería en realidad veisálgica, sino relacionada con anomalías producidas por el alcohol en la estructura y calidad del sueño (12).

No queda aquí la cosa. Hay una amplia y rica gama de candidatos a ser considerados cuadros psiquiátricos, con mayor o menor impacto sobre el individuo y la sociedad. De algunos tenemos ya cumplida referencia, como sucede con la compra compulsiva o las adicciones a las nuevas tecnologías, redes sociales, etc. Otras tienen un cierto toque puritano, como la idea de criminalizar, perdón, de psiquiatrizar, el placer chocolatófilo, mediante el concepto de adicción al chocolate, o la propuesta de incluir la obesidad entre las adicciones. Otras, en cambio, tienen un cierto aire buenista, como la sugerencia de definir al racismo como una enfermedad mental. Y no faltan las emparentadas con el saber popular, como la idea de convertir el enamoramiento en una forma de alteración u obnubilación de la razón. Las hay incluso relacionadas con el mundo administrativo. Por ejemplo, el catedrático José Luis González de Rivera y Revuelta (13) acuñó el término Trastornos por mediocridad arrancando de la obra de Abraham Maslow, que intuye en el ser humano una disposición hacia el desarrollo y perfeccionamiento espiritual, una aspiración por la excelencia. Sin embargo, a juicio de nuestro autor, hay personas en las que esta aspiración consustancialmente humana está inhibida o es defectuosa, dando lugar a síndromes de mediocridad, de los que distingue tres variedades.

El Tipo I, más sencillo y benigno, se solapa con el fenómeno psicológico y conductual de la conformidad, y resulta por lo general adaptado y adaptativo, ya que como nos señala González de Rivera, en muchas formas de sociedad, la conformidad asegura la felicidad. El mediocre simple o no complicado es un buen consumidor, se adapta a la cultura materialista que nos envuelve y de la que somos parte y dispone de una maleabilidad que le permitirá, "con un poco de entrenamiento" (sic), llegar a mimetizar en su comportamiento "las formas externas de procesos creativos de índole tanto artística como científica".

Más grave es el Tipo II, o trastorno por mediocridad inoperante, en el que aparecen elementos pasivo-agresivos. La persona afectada se caracteriza por una pseudooperatividad y una pseudocreatividad superficiales que llevan al estancamiento de todas las organizaciones y actuaciones en que esté inmersa. Según señala nuestro autor, la organización que lo padece presenta una creciente parálisis funcional acompañada por lo general de una hiperfunción burocrática con la que se pretende disimular la falta de operatividad. Aunque parezca una paradoja, son sujetos que participan activamente desde la pasividad o inactividad.

La forma más severa es el Tipo III, también denominado Mediocridad Inoperante Activa o MIA. El sujeto afectado es una hiperactivo inoperante, deseoso de notoriedad e influencia que, a juicio de González de Rivera, llega a "adquirir tintes casi mesiánicos". El MIA es un problema de primer orden, ya que tiende a infiltrar organizaciones complejas, es particular si ya existen formas menores del síndrome. Parece que el mundo académico es particularmente vulnerable, aunque uno no pondría la mano en el fuego por la resiliencia de otras organizaciones. El trastorno se encapsula en grupos o comités que no producen nada pero que se asignan funciones de seguimiento y control que permiten entorpecer o aniquilar el avance de individuos brillantes. Si dispone de poder, el mediocre inoperante activo generará grandes cantidades de trabajo innecesario que impondrá a los demás, agotando su tiempo y limitando cualquier actividad creativa. Su particular predisposición a la envidia, y su sufrimiento ante el bien y el progreso ajenos le lleva a acosar y atacar a las personas que identifica como peligrosas. Desde el punto de vista de las relaciones laborales, González de Rivera relaciona el MIA con el acoso laboral. Impulsado por el motor de la envidia, el mediocre inoperante fustiga y golpea a la víctima envidiada mediante diversas maniobras:

a) Someter a su víctima a acusaciones o insinuaciones malévolas, sin permitirle defenderse o expresarse.

b) Aislarle de sus compañeros, privarle de información; interrumpir o bloquear sus líneas de comunicación.

c) Desconsiderar e invalidar su trabajo, distorsionar o tergiversar sus actividades y comentarios, atribuirle motivaciones espurias o vergonzantes.

d) Desacreditar su rendimiento, dificultar el ejercicio de sus funciones, ocultar sus logros y éxitos, exagerar y difundir, fuera de contexto, todos sus fallos, tanto reales como aparentes.

e) Comprometer su salud, física y psíquica, mediante una constante presión estresante que favorece las alteraciones depresivas, psicosomáticas, y actos de huida que pueden llegar hasta la renuncia brusca al puesto laboral o al suicidio.

Otra propuesta de patología específica en el mundo de la empresa y el trabajo se debe a Powers (14), que en hace ya unos cuantos años publicó en un tono más jocoso una carta en el American Journal of Psychiatry en la que proponía la nueva entidad del "Burócrata". Este cuadro, según su autor, es un constructo clínico con validez transcultural, más apropiado del Eje II y con elementos fundamentalmente inherentes al cluster C (aunque según destacaba el autor, algunos pacientes exhiben características del cluster B). Esta combinación de rasgos pasivo-agresivos y psicopáticos no se deben, a juicio de Powers, a ninguna lesión cerebral, por lo que a su entender la comunidad psicoanalítica debería dedicar una cuidadosa atención a los mecanismos psicodinámicos subyacentes a la manera de pensar y actuar del burócrata. Como colofón de su propuesta, Powers presentaba unos criterios diagnósticos que se solapan en parte con el trastorno por mediocridad. Así, el paciente:

A) Lleva trabajando durante al menos dos años en un puesto que no produce un servicio ni un beneficio claro

B) A lo largo del último año ha presentado al menos 4 de los siguientes síntomas:

1. Se queja con frecuencia de que cobra poco, pero rara vez busca un empleo mejor.

2. Se queja con frecuencia de trabajar demasiado, pero rara vez trabaja más de 38 horas semanales

3. Pospone todo tipo de actividades a la jubilación

4. Asiste a dos o más reuniones semanales, con una duración de al menos 45 minutos cada una

5. Produce o hace circular uno o más dossiers semanales sobre aspectos de control y calidad

6. Cree que los demás son incapaces de reconocer la trascendencia de su responsabilidad profesional

7. Cree que su trabajo es esencial para el orden público, los derechos del ciudadano o del consumidor o el funcionamiento correcto de la empresa o del gobierno, a pesar de que no existen evidencias que sustenten esta creencia

8. Ante la confrontación profesional opta por el aplazamiento, la resistencia encubierta o el abandono.

9. Mantiene el control por medio de regulaciones, comités de estudio o amenazas de actuación.

Un retrato tan asentado en la realidad y en el mundo de lo presuntamente adaptado que, posiblemente, nunca lleguemos a ver señalado como anómalo. Ni siquiera en el DSM.

 

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