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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.36 no.130 Madrid jul./dic. 2016

 

DOSSIER: CLÍNICA Y SUBJETIVIDAD

 

Las perturbaciones del objeto psiquiátrico y sus determinantes: el caso de la desaparición de la esquizofrenia

The disturbances of the psychiatric object and their determinants: the case of the disappearance of schizophrenia

 

 

Álvaro Múzquiz Jiménez

Centro de Salud Mental de Egia, Donostia-San Sebastián, España.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Desde hace años existe un volumen creciente de literatura dedicada al análisis de las insuficiencias del concepto de esquizofrenia y a las propuestas de su sustitución. En el presente trabajo se realiza una exposición de las principales características de esta postura y se analiza desde el punto de vista conceptual. Se concluye que este proyecto es una continuación de la visión neopositivista y biológica dominante en la psiquiatría a la que contribuye también la influencia de la industria farmacéutica. Se apunta la necesidad de desarrollar una teoría psicopatológica que pueda dar cuenta del proceso de formación de los conceptos y abordar de manera crítica los cambios nosológicos que están por venir.

Palabras clave: esquizofrenia, psicopatología, neopositivismo, industria farmacéutica.


ABSTRACT

In recent years there is an increasing number of studies devoted to the analysis of the insufficiencies of the schizophrenia concept and the need of a terminological change. In the present paper I analyze the core features of this proposal from a conceptual point of view. It is concluded that this view is a prolongation of the neopositivist and biological approaches in psychiatry in addition to the influence of the pharmaceutical industry. The necessity of a psychopathological theory that can give answer to future nosological changes is pointed out.

Key words: schizophrenia, psychopathology, neopositivism, pharmaceutical industry.


 

Introducción

En 1911, abriendo el prefacio de su conocido tratado Dementia praecox o el grupo de las esquizofrenias, Eugen Bleuler sostenía que el conocimiento de las enfermedades que Kraepelin había agrupado bajo el nombre de dementia praecox era aún demasiado inmaduro como para que nadie pudiera dar una descripción definitiva (1). Confiando quizá en que el tiempo desarrollara y asentara los conceptos psiquiátricos, entendía las dificultades que se podían encontrar a lo largo del texto como una consecuencia del estado embrionario de una psicología que no encontraba expresión adecuada para unos conceptos cuyas palabras podían ser utilizadas en múltiples sentidos. Para Bleuler todo era poco sólido, inacabado, temporal. A pesar de ello, consideró fundamental renombrar la dementia praecox, y se apresuró a tratar el asunto ya en las primeras páginas de su introducción. Los motivos para ello no solamente eran psicopatológicos: nombraba a la dementia praecox esquizofrenia porque una de sus principales características era la división (Spaltung) de las diversas funciones psíquicas; por otro lado, encontraba confuso el término kraepeliniano al ser tomado por muchos como sinónimo de una demencia que afectaba a población joven. También las connotaciones fatalistas del antiguo nombre se arguyeron en defensa del uso del neologismo bleuleriano al no implicar este último ni una aparición en la juventud ni (necesariamente) un deterioro funcional irreversible. Según Bleuler, hablar anteriormente de dementia praecox tenía su sentido dado el estado del conocimiento en el momento de su primera utilización por Kraepelin, pero no parecía adecuado para la situación en la que ya se encontraba la disciplina psiquiátrica (1).

Este cambio de nombre del grupo de enfermedades fue también un cambio en la metáfora para entenderlas y, a pesar de las intenciones clarificadoras de Bleuler, trajo consigo tanta confusión como la propiciada por metáforas previas (2). Arrastrando las propias dificultades ya presentes en el origen, la esquizofrenia ha sobrevivido como término hasta nuestros días, aguantando las críticas que se han sucedido a lo largo del siglo XX. Éstas se pueden clasificar en aquellas de tipo sociopolítico -centradas en un análisis general de la enfermedad mental y su marco económico, de poder y cultural-, y las de tipo científico -que, aceptando el marco teórico y práctico dado por la comunidad psiquiátrica, cuestionan la adecuación conceptual de la esquizofrenia- (3). Aunque el primer grupo propició cambios en las instituciones y la práctica psiquiátricas, esto no supuso un peligro real de desaparición del término dentro de los márgenes de la psiquiatría, y la mayor parte de sus contribuciones teóricas están fuera del debate actual sobre la esquizofrenia.

En cambio, es ahora, lejos de esos debates, cuando la esquizofrenia se nos aparece como una herencia que se está desvaneciendo (4). Agrupaciones de pacientes y familiares piden alternativas al concepto, y en Japón su desaparición ya es un hecho (5). Acompañando a esta agonía se ha generado una creciente literatura que puede encuadrarse en las llamadas críticas de tipo científico. En una repetición de la argumentación dada por Bleuler para abandonar la dementia praecox en favor de la esquizofrenia, estos autores críticos proponen desechar el segundo término. Que la similitud en los argumentos suponga una igualdad en las consecuencias está por determinar.

Frente a ellos, hay autores que creen que la entidad esquizofrenia puede seguir considerándose fructífera y que conceptualmente existen grandes diferencias entre los diversos cuadros que se engloban bajo el término psicosis (6), mientras otros consideran que es más importante seguir investigando en tratamientos desde el marco actual que incidir en las ventajas proporcionadas por cambios semánticos (7).

En el presente trabajo se hace una revisión de la literatura que apoya estas propuestas de renovación de la nomenclatura y los elementos que han posibilitado su pregnancia y su desarrollo. El objetivo es mostrar los límites de los cambios proyectados -que aparecen como perpetuadores de las limitaciones con que la psiquiatría se topa constantemente- para contribuir al debate conceptual sobre la nosología psiquiátrica y facilitar la reflexión sobre una alternativa psicopatológica.

 

La esquizofrenia no existe. Elementos para una fragmentación de la experiencia

Todas las críticas comparten su rechazo a un concepto de esquizofrenia medido exclusivamente desde los estándares de un síndrome médico. Los argumentos principales de los diversos autores críticos son asimilables y pueden agruparse en dos vectores: uno sobre las limitaciones de su validez conceptual y el otro sobre sus problemas prácticos. El primero se basa en la observación de que para la esquizofrenia no se han encontrado lesiones histopatológicas ni sustrato genético o fisiopatológico, existe una gran indefinición y heterogeneidad sintomática y no hay ningún patrón sobre su curso o su pronóstico (8-14). Para algunos autores, la única salvación del concepto vendría dada por la demostración de que la esquizofrenia fuera alguna entidad compleja sustentada dentro de un marco teórico que pudiera ser apoyado por la demostración de la hipótesis del neurodesarrollo, pero tampoco existen datos suficientes que apoyen esta hipótesis (3).

El aspecto práctico se centra en la capacidad estigmatizante del término (15). Esta idea se ve reforzada porque algunos estudios demuestran que los pacientes evitan comunicar que tienen un diagnóstico de esquizofrenia, pero no rehusan en la misma medida el presentarse a los demás como sufridores de algún trastorno mental en general (16).

El razonamiento continúa de la siguiente manera: si no hay datos científicos que validen el concepto y este produce además un perjuicio innecesario a los pacientes en forma de estigma, no parece haber razones teóricas ni prácticas para seguir manteniéndolo. Y si esto es así, los motivos para que haya existido hasta nuestros días habría que encontrarlos fuera de este marco, esto es: en intereses económicos y profesionales ajenos al progreso científico y a un error conceptual debido a la reificación de las categorías psiquiátricas (3,8,11,17).

Las propuestas para reemplazar el término son heterogéneas. Algunos proponen simplemente renombrar el mismo grupo de trastornos sin modificar esencialmente su conceptualización (18). Otros, una aproximación basada en síntomas, dimensiones y endofenotipos que llevaría en algunos casos a la creación de nuevas categorías sindrómicas como, por ejemplo, el síndrome de relevancia aberrante, el de psicosis atenuada o el de susceptibilidad a la psicosis (5,19). Finalmente, los hay que abogan por su disolución en un concepto general inespecífico como pueda ser psicosis o locura (8).

Sin embargo, esta aparente heterogeneidad no corresponde más que a diversos intentos de resolver una misma visión del problema: la teoría de la continuidad de la esquizofrenia y la identidad de concepto y nombre. La teoría de la continuidad consiste en la suposición de una línea temporal sin rupturas y progresiva del concepto que comenzaría con Kraepelin (si no antes) y pasaría sin ruptura por Bleuler-Schneider-DSM y CIE. De este modo, los autores toman la definición operacional dada por el DSM como su forma más refinada y tratan de deconstruirla (20). Para ellos, un síndrome psiquiátrico no es más que lo que se nos aparece superficialmente en las clasificaciones: un aglomerado de síntomas (21,22). En consecuencia, los síntomas recogidos en diversos síndromes según estas definiciones operacionales se toman por idénticos. Desde diversas corrientes se ha considerado a estos síntomas poco específicos para identificar los trastornos, obligando a otro tipo de exploraciones que determinaran estructuras subyacentes, una gestalt, o interpretaciones dinámicas, lo que durante el proceso demostraría diferencias sustanciales entre unos síntomas que se presuponía idénticos (6). En el caso que nos ocupa, este asunto se resuelve apropiándose de los síntomas como entidades naturales y haciéndolos específicos de sí mismos (21,22). De esta manera, existiría una misma base fisiopatológica allá donde identificáramos dicho síntoma independientemente del síndrome o de otras circunstancias (por ejemplo, si apareciera en población no clínica) (23-25). Si existiera algún tipo de conexión entre los síntomas, esta no se debería a ninguna totalidad o estructura unificadora, sino meramente a la interacción de unos síntomas con otros. Tanto es así que se llega a considerar que los síntomas pueden ser individuados y valorados con mayor precisión con tecnologías (por ejemplo, aplicaciones de telefonía), equiparándolos con variables biológicas (por ejemplo, la hipertensión arterial) y prescindiendo de cualquier tipo de entrevista presencial o virtual (10,22). Es precisamente esta naturalización de los síntomas lo que permite la creación de nuevos síndromes acordes que unifican y equiparan la variabilidad actual de síndromes en cuya operacionalización se incluyan la presencia de delirios y alucinaciones, desde la psicosis inducida por drogas hasta la esquizofrenia, pasando por el trastorno psicótico breve o el trastorno bipolar (5).

Por otro lado, la identidad nombre-concepto referida más arriba empuja a fijar como tarea principal la sustitución de las palabras, aunque pudiera haber dificultades para encontrar criterios sólidos en ese sentido (26). La idea subyacente es que un trueque de nombres implica por sí solo un cambio en el concepto y todo lo que este trae asociado, incluyendo las prácticas, la forma de abordar la investigación y su carga estigmatizante (10).

La realidad es que la teoría de la continuidad se ha demostrado un mito y el concepto de esquizofrenia no solamente ha presentado rupturas en las diferentes ediciones del DSM, sino entre Kraepelin, Bleuler y Schneider, pudiéndose considerar cada redefinición como un proyecto en paralelo (17). La esquizofrenia, de hecho, es el diagnóstico psiquiátrico con mayor validez y concordancia interobservador (27), es el que menos rediagnósticos sufre a lo largo del tiempo con pocos falsos negativos (28) y su heredabilidad es muy elevada (del 80%) (25). Por otra parte, si bien es innegable la asociación de la esquizofrenia con el estigma, no está claro qué factores determinan esa asociación (29).

En cuanto al apoyo empírico para las alternativas que se proponen, puede decirse que es escaso (18). El mayor volumen de datos provenientes de la investigación es el de los llamados estudios de continuidad de los síntomas psicóticos en la población general y los estudios transdiagnósticos (30). En un artículo anterior escrito con Carlos Rejón, hemos señalado las limitaciones metodológicas y teóricas que presentan, como su dependencia del concepto de función psíquica o el escaso control que existe en la individuación de los síntomas lejos del contexto clínico (30).

Las consecuencias de una adopción generalizada de esta postura no están claras y en general se basan en suposiciones y pronósticos especulativos. En la próxima edición de la CIE podrían llegar cambios, pero en la última edición del DSM (31) ya se ha incorporado en su apéndice el "síndrome de psicosis atenuada" -que ampliaría previsiblemente la población considerada enferma y susceptible de tratamiento-, aunque habrá que esperar a la siguiente edición para ver si es incluido como cualquier otro síndrome. El único lugar donde ya ha sido oficial la sustitución, y por consiguiente, en el que pueden observarse los efectos sin apelar a conjeturas, es en varios países asiáticos, siendo Japón el primero en hacerlo (18). Por ello, el análisis de lo ocurrido allí como realización efectiva de la abolición de la esquizofrenia puede ser de especial utilidad.

 

La experiencia japonesa

La modificación ocurrida en Japón suele presentarse por los partidarios de la eliminación del término como ejemplo en un doble sentido: es la demostración de que el cambio de nombre es posible y de que dicha experiencia ha sido bien recibida y adoptada y ha producido efectos beneficiosos (18).

El cambio se produjo oficialmente en agosto de 2002 en Yokohama con motivo del XII Congreso Mundial de Psiquiatría: de Seishin Bunretsu Byo (enfermedad de la mente escindida) se pasó a Togo Shitcho Sho (trastorno de la integración) (29,32,33). Este cambio se hizo tras varios años de deliberaciones por parte de un comité perteneciente a la Sociedad Japonesa de Psiquiatría y Neurología en coordinación con las asociaciones de familiares de pacientes (32,34). El nuevo término fue reconocido por el Ministerio en 2005 (29). Las razones aducidas fueron que esta variación no suponía ninguna desventaja para los pacientes, y que la esquizofrenia llevaba asociada la idea de que define un trastorno con una etiología, sintomatología y un curso determinados, condenando a los pacientes a ser considerados enfermos de por vida. Por el contrario, el nuevo nombre estaría asociado a la idea de la vulnerabilidad y la recuperación (32).

Puesto que, para un ciudadano japonés, Seishin Bunretsu Byo es un nombre en su propio idioma que literalmente se entiende como mente escindida (33,35), es esperable que el impacto producido por la sustitución pueda ser mayor que el que ocurriría en nuestro medio, donde la asociación entre la raíz griega de la esquizofrenia y su significado literal en nuestro idioma es más lejana.

Por un lado, parece que las consecuencias prácticas fueron inmediatas: las primeras valoraciones mostraron una menor asociación del nuevo nombre con el concepto de criminalidad (33); a los 6 meses de adoptar el término este se utilizó en el 85,5% de los casos (32); desde 2003 el nuevo término aparece en prácticamente todos los documentos oficiales (36); y, por último, ha habido un gran incremento de la notificación a los pacientes sobre su condición (29,36,37).

Por otro lado, el tamaño muestral en los estudios ha sido pequeño y la población seleccionada se ha limitado a jóvenes y estudiantes preuniversitarios (33,36). A esto se añade que la aparición masiva del nuevo término en los documentos puede no deberse a la adopción del mismo sino a otros factores (36). Desde 2004 se introdujo en los documentos oficiales un apartado para añadir la codificación de la CIE 10, y desde 2006 rellenarlo se convirtió en obligatorio. Esta modificación fuerza a que los diagnósticos tengan que estar basados necesariamente en aquellos codificados por la CIE. El hecho es que durante el mismo periodo también se observó un incremento de algunos diagnósticos -como, por ejemplo, depresión- frente a otros de uso frecuente pero no codificados. Aun así, este hecho es incomprensible si no se tiene en cuenta una realidad que se pasa por alto cuando se apela al proceso japonés para extrapolarlo a la realidad de países occidentales: que Seishin Bunretsu Byo y Togo Shitcho Sho son expresiones japonesas que apelan al mismo referente, esto es, la esquizofrenia recogida en la CIE. Lo que ha ocurrido, por lo tanto, es un cambio ideográfico no asociado a un cambio en su definición ni en sus criterios diagnósticos. Los términos antiguo y nuevo son diferentes traducciones al japonés de la palabra de origen griego esquizofrenia. Así, es difícil diferenciar lo que ha sido una adopción generalizada del nuevo término de lo que es un incremento de la codificación F20 de la CIE 10 en los documentos, que se traduce automáticamente por Togo Shitcho Sho como término oficial desde hace años (36).

Tampoco está claro el impacto real sobre el estigma del cambio terminológico. En 2012 Omori y cols. publicaron un artículo (38) que pretendía medir la influencia del contacto con pacientes sobre la actitud implícita hacia ellos y el diagnóstico. Para ello se seleccionó a cincuenta y un residentes clínicos recién licenciados. Se estudió, por medio del Implicit Association Test (IAT), la asociación entre el antiguo y el nuevo término con los conceptos de criminal y víctima antes de recibir ninguna formación clínica. En ese momento, la asociación era mayor entre el término antiguo y el concepto de criminal para Seishin Bunretsu Byo (el antiguo término) que para Togo Shitcho Sho (el nuevo). Tras un mes de experiencia clínica en el que los residentes estuvieron un total de 160 horas con pacientes, realizando valoraciones y planes de tratamiento supervisados por psiquiatras, se volvió a utilizar la misma técnica para valorar la asociación. Los resultados mostraron cómo tras este mes la asociación del concepto de criminal era ahora mayor con el nuevo término (38). Estos datos apoyan la apreciación de quienes creen que un cambio de nombre de la esquizofrenia solo produciría efectos temporales (18). Por otra parte, lo observado no se ajusta a lo esperable por lo obtenido en un gran número de estudios que indican que el contacto con pacientes como medida contra el estigma (y las valoraciones negativas en general) es efectivo (39). Esos estudios se basan en la valoración de medidas para combatir el estigma en la población general. Si en este caso se ha producido lo contrario es razonable pensar que no se ha debido entonces al simple contacto, sino quizás a otra serie de variables dadas por el contexto: la participación de un entramado profesional e institucional que sobredetermina la relación.

Si bien es cierto, como se ha señalado, que las peculiaridades lingüísticas hacen que sea difícil anticipar paralelismos entre la experiencia japonesa y lo que sucedería en nuestro medio, no por eso hay que desechar su valor para poder extraer alguna enseñanza. Se ha visto cómo, a pesar del énfasis puesto en la renovación terminológica, han podido ser más determinantes en lo ocurrido elementos prácticos extralingüísticos. Por un lado, la frecuente aparición del nuevo nombre se ha visto influida por elementos burocráticos impuestos desde el poder político: la obligación de cumplimentar casillas con una codificación diagnóstica; por el otro, se ha visto cómo las percepciones y atribuciones de los diagnósticos y los pacientes están en gran parte determinadas por el contacto con un entramado práctico.

 

La dialéctica de los síntomas mentales

En el primer capítulo de la cuarta parte de su Psicopatología general, titulado "La síntesis de los cuadros nosológicos", Karl Jaspers advertía de los problemas que implica la consideración de los diversos síndromes como mera aglomeración sintomática, tomando los síntomas, en unos y otros cuadros o pacientes, por piedras de mosaico iguales al llamarse de la misma manera. Si así fueran tomadas, las manifestaciones aprehendidas serían rígidas, petrificadas y adheridas a una mera exterioridad, pero no se adecuarían a la realidad del objeto de la psiquiatría. Su correcto discernimiento requeriría de un pensamiento que "penetrara reflexivamente en los puntos de vista" para apreciar los matices y eliminar la apariencia de que los síntomas son piezas sueltas (40).

Por aquel entonces, Bleuler personificaba una coyuntura histórica o convergencia, esto es, la unificación de un término (esquizofrenia) con una conducta (descritas previamente en obras como las de Kraepelin) y un concepto (las teorías psicopatológicas y psicodinámicas de comienzos del siglo XX) (17).

Un siglo más tarde, la psiquiatría está en crisis y se plantean varias formas de salir de ella (41). El cambio de nombre de la esquizofrenia es una de estas variantes, y en ella lo que para Jaspers era un problema se plantea como solución. Se gesta en la literatura científica una nueva convergencia que busca un término (simplemente síntomas o nuevos síndromes), una conducta (lo descrito en las operacionalizaciones diagnósticas) y un concepto (las teorías causales de los síntomas tomados de manera aislada e interaccionando posteriormente entre sí). Aunque sus partidarios puedan incurrir en errores teóricos a la hora de abordar el problema, no es menos cierto que están convencidos de su necesidad a pesar de ser conscientes en muchos casos de las limitaciones (18,25). Pero esta consideración no se limita solamente a algunas tendencias teóricas. Como ya se ha señalado más arriba, las clasificaciones diagnósticas van en la misma dirección, y desde hace más de 10 años hay países que han hecho que la pretensión sea oficial. Hay asociaciones de pacientes y familiares que apoyan dicho cambio (5,34) y, por lo que hemos visto, en Japón también los profesionales han mostrado una muy buena disposición hacia el mismo adoptando rápidamente los nuevos diagnósticos (36). Además, tanto las causas como las pretensiones de la renovación están muy condicionadas por su relación con el concepto de estigma, que no es reductible al trabajo académico. Es posible, por lo tanto, hablar de una tendencia que rebasa los límites de lo puramente teórico.

El cambio en la esquizofrenia es el contenido sustancial de una época. Aunque hay autores que califican el concepto de esquizofrenia como simplemente delirante (11), no se puede atribuir a las perspectivas previas ni a las actuales el ser fruto simplemente del error; aquí no hay delirio alguno. Si así fuera, los conceptos previos se habrían mostrado estériles, siempre inoperantes, y su sustitución actual tampoco podría tener tal grado de consenso como el que tiene. Tampoco sería explicable ni la aparición histórica de las enfermedades psiquiátricas como parte de la modernidad (42) ni el incremento o disminución de la prevalencia de las mismas a lo largo de la historia (43). Los conceptos presentados no pueden más que tomarse por algo efectivamente dado en la experiencia de profesionales, pacientes y familiares que, como tal, habrá que abordar desde el punto de vista lógico, esto es, desde el análisis de la correspondencia entre el pensamiento y su objeto. Esta correspondencia la encontramos en la cristalización en la literatura científica de tres movimientos: el neopositivismo, el dominio de la industria farmacéutica y la biopolítica.

Neopositivismo

Toda ciencia tiene la pretensión de representar fielmente, por medio de su aparato conceptual, los objetos que estudia. En el caso que nos ocupa, el programa de eliminación de la esquizofrenia se autorrepresenta como un paso más hacia la determinación y captación de la verdadera aparición de la psicosis en la naturaleza (20). La ambigüedad de la esquizofrenia es considerada como un problema en el concepto, ya que se da por hecho que un concepto bien construido tiene que hacer referencia a una clase natural que es la que se pretende captar. El síndrome sería un obstáculo, un constructo inexistente que es reificado por su plasmación en textos, principalmente en las clasificaciones diagnósticas. Tomados así, uno no se percataría de la realidad que se encuentra detrás de cada síndrome, que no es sino un agregado de síntomas que podrían combinarse de una u otra manera. Finalmente, esta agregación caprichosa se toma como una unidad real en lugar de la arbitrariedad que auténticamente es (5).

Este planteamiento no tiene en cuenta que esa forma de configurar teóricamente los síndromes no se ha dado hasta la aparición del DSM-III en 1980 (44), que constituye la plasmación de facto de una postura neopositivista ante la enfermedad mental (45) que en 1992 se consuma con el mismo desarrollo por parte de la CIE 10 (46). Con anterioridad, existía una conceptualización de la esquizofrenia como una determinada estructura o gestalt y los síntomas no eran entendidos como objetos naturales, independientes y desprovistos de significado (4).

El concepto bleuleriano no era asimilable a un síndrome médico y los síntomas fundamentales no eran entendidos como síntomas, sino como el resultado de un trabajo hermenéutico entre paciente y psiquiatra (42). El desarrollo del concepto que culmina en Schneider y que en parte es responsable de la situación actual, no abandona del todo esta idea, y, de hecho, los síntomas de primer rango schneiderianos no son una mera acumulación de síntomas psicóticos, sino síntomas de superficie que facilitarían al clínico un diagnóstico pero que responden todos a una alteración unitaria de la llamada xenopatía (42, 47).

Como vemos, la esquizofrenia se ha establecido de una manera que difiere sustancialmente de su conceptualización actual. La suma de síntomas como átomos es un desarrollo posterior. Lo que ocurre ahora es que la manera en que las clasificaciones diagnósticas presentan el objeto psiquiátrico es tomada como su esencia; la operacionalización y formalización son el fiel reflejo de la naturaleza, y, por lo tanto, si los síndromes son arbitrarios y contingentes no lo serán las unidades formalizadas que los constituyen. Por ello, las propuestas de cambio, todas basadas en un abordaje sintomático, son un paso más en la actitud neopositivista que ha disuelto la psicopatología en nombre del empirismo (48).

La reificación y el fetichismo no solo están del lado de los síndromes, sino también de los síntomas. Este consiste precisamente en atribuir cualidades a los objetos como si estuvieran contenidos en ellos tal y como se nos aparecen en su forma perceptible, cuando, en realidad, poco tienen que ver esas cualidades con esa forma sino con otra serie de procesos subyacentes (49,50). Este positivismo es el que permite proyectar la utilización de la monitorización sintomática por medio de otros fetiches tecnológicos, como si la experiencia de los pacientes fuera susceptible de ser medida como una variable natural (22).

Hoy en día, lo que nos viene dado como cosa son los síntomas, y, de forma generalizada en profesionales, familiares, pacientes e instituciones, sin discernir el proceso que existe detrás de su producción, sino tomando como proceso el que la propia perspectiva neopositivista de las clasificaciones explícita. Nos encontramos ante una amputación del pensamiento que desecha toda realidad más allá de su representación científica, que no es más que su cualidad de útil para el desarrollo productivo (51). El pensamiento aparece aquí como meramente representacional y asimilable al lenguaje, y por ello se cree que los cambios terminológicos provocarán modificaciones a largo plazo incluso en el estigma asociado a la enfermedad mental.

Aunque el positivismo psiquiátrico incurre en el error de la fetichización de sus objetos, la refutación de su perspectiva de análisis no descarta la existencia de los objetos analizados. La aparición de los síntomas como cosas hay que abordarla como una realidad individuada en el encuentro psiquiátrico. Dicho encuentro es también parte del proceso de configuración de sus objetos, y no solo un lugar de observación y chequeo de síntomas, independientemente de que sean considerados consecuencia de causas sociales o biológicas (52,53). En este sentido, Jan Goldstein ha observado cómo la histeria solo ha sido abordada como una enfermedad causada por determinadas circunstancias históricas, cuando la evidencia apunta a que la propia institución psiquiátrica, las prácticas de internamiento y hasta determinados médicos como Charcot influían directamente en la forma de presentación del cuadro, con prevalencias muy variables de unas clínicas a otras (54). Sin embargo, esto no quiere decir que las clases psiquiátricas no tengan una existencia real por ser el producto de un entramado práctico (53), sino que deben ser entendidas como clases interactivas entre las conductas y las descripciones y prácticas relacionadas con ellas (55).Y es que el pensamiento es el ideal del proceso de la actividad humana y no es reductible al lenguaje representacional (56). En nuestro caso, se puede ver materializado no solamente en la práctica individual, sino también en las instituciones en las que esta está inmersa. Por lo tanto, el cambio operado desde hace décadas hacia esta atomización de la vida psíquica es el producto de ciertas modificaciones del entramado de actividad humana.

Neoliberalismo e industria farmacéutica

En los años 50 del siglo XX, en plena edad de oro del capitalismo (57), se dio lo que ha venido a llamarse la revolución psicofarmacológica (58). Esta consistió en que, tras el descubrimiento de la clorpromazina, los tratamientos farmacológicos pasaron a ser el tratamiento principal en psiquiatría (59). La situación de los estados europeos y norteamericanos era de una notable estabilidad política y una gran prosperidad económica propiciada por políticas keynesianas y una producción y consumo a gran escala (60). Pero no fue este el momento de expansión de la industria farmacéutica. La crisis económica surgida en 1974 inició un periodo de recesión que se repitió en 1980; entonces, el Estado mengua en los procesos de acumulación frente al poder del capital, que bajo diversas formas circula con mayor libertad y se crea una situación de elevada competencia en que las políticas neoliberales restablecen las relaciones de poder y estructurales del capital (61). Es a partir de ese momento cuando la industria farmacéutica coloniza prácticamente todos los rincones de la práctica psiquiátrica y de sus márgenes, sin librarse tampoco las asociaciones de pacientes y familiares (62,63). En un momento en que la psiquiatría se tenía que enfrentar también a críticas sociopolíticas, es precisamente la industria la que se la apropia. La psiquiatría se pliega a sus intereses, estrategias y postulados, que surgen de su necesidad de expandir su mercado y que, en relación con la nosología psiquiátrica, acaba conduciendo a la cosificación de los trastornos mentales como entidades biológicas, a la expansión de los límites de los trastornos y a la invención de nuevas enfermedades para vender nuevos fármacos (62,63). Como podemos observar, las propuestas de sustitución de la esquizofrenia cumplen a la perfección con estas estrategias: se generan nuevos síndromes (psicosis atenuada, relevancia aberrante, susceptibilidad a la psicosis) que rebasan los límites impuestos por las conceptualizaciones anteriores, abarcando a una mayor población susceptible de tratamiento, y presentándose como clases naturales con alguna relación causal biológica (en el caso del síndrome de relevancia aberrante se suele explicitar la teoría dopaminérgica de la psicosis (19).

El neoliberalismo no es solo este estado de cosas, sino también un proyecto que pretende ajustar toda actividad a la lógica del capital (64). En los sistemas sanitarios se ha impuesto por medio de la lógica empresarial de la eficiencia. Se busca la uniformidad clínico-asistencial con un acortamiento generalizado de las entrevistas, con el consiguiente empobrecimiento debido a la creciente dificultad para discernir más allá de los síntomas de superficie (65). Si a esta realidad de la práctica clínica se añade el tratamiento farmacológico generalizado con un modelo de su acción centrado en la enfermedad, esto es, en la suposición de que están tratando algún tipo de alteración subyacente (66), y la observación clínica de que modifican solo síntomas individuales y no ninguna estructura general de los pacientes, nos encontramos con otro proceso muy potente de producción reificada de los síntomas.

Biopolítica

En sus manuscritos económico-filosóficos de 1844, Marx observa que la economía política, que es la principal disciplina teórica que surge en paralelo al capitalismo, considera al hombre solo como una mercancía, como animal de trabajo (67). Esta perspectiva desde la que se desarrolla la economía política es la aprehensión empírica de una nueva realidad generada con el desarrollo productivo del capitalismo: el proceso de expropiación generalizada de la población despoja al hombre de su vida propiamente política y lo reduce a su condición de mera fuerza de trabajo para formar parte del ciclo de reproducción del capital (68). Este proceso culmina con la asimilación de la vida de los hombres a mera vida biológica, que se convierte en el valor político central de la modernidad, se introduce en los cálculos del poder y se sitúa en el cuerpo (69,70,71). Es entonces cuando la medicina se autorrepresenta con la capacidad de abarcar la totalidad de determinaciones de la vida y comienza a tener pretensiones antropológicas. En este contexto surge la psiquiatría como colofón profesional especializado de la naturalización del alma (54).

De esta manera, la psiquiatría ha considerado desde su origen, de forma constante, la vida únicamente como vida biológica (72). Esta firme idea, agazapada durante parte del siglo XX, aparece de nuevo como la tendencia dominante desde los años 70 (73), coincidiendo, como hemos visto, con las políticas neoliberales y el dominio de la industria farmacéutica. Cuando se reestructura el capital renace la vida como vida biológica.

Esta asimilación de vida subjetiva y biología contribuye en gran medida a desechar todas las conceptualizaciones sobre el trastorno mental que no cumplan el estándar médico. La crítica común al concepto de esquizofrenia comparte esta perspectiva aduciendo que la irrealidad del concepto se demuestra por su imposibilidad de ser reducido a un mero hecho natural. Es cierto que no todas las propuestas abogan inmediatamente por encontrar un nuevo concepto que sí lo haga, sino que las hay que, desde el seno de la propia psiquiatría, pretenden realizar un proceso de desmedicalización basado principalmente en el cambio de nombre (8). No obstante, como acabamos de ver, la propia psiquiatría surge ya con la idea de poder abordar desde la medicina los diversos aspectos del hombre, incluyendo su vida social y política. El problema, por lo tanto, no ha sido que la medicina no se haya ocupado de estos asuntos, sino que lo puede hacer porque políticamente ya se entregan de forma naturalizada. Aquellos que abogan por una desmedicalización "desde dentro" olvidan que la psiquiatría no puede sustraerse a estas determinaciones; que es esencialmente una disciplina biopolítica. Cualquier nueva conceptualización en su interior corre constantemente el riesgo de sufrir un proceso biologizante.

 

Estigma

La interpretación neopositivista no alcanza únicamente a la nosología psiquiátrica, sino también a elementos no formalizados en el juicio clínico como pueda ser el estigma. Se concibe este como propiedad del término, y se interpreta la reacción de los individuos como la captación pura de estas cualidades; sustituyendo el término, se cambian las propiedades contenidas en él y por lo tanto el estigma desaparece.

La investigación al respecto parece contradecir esta postura, ya que no hay evidencia empírica que relacione específicamente la palabra esquizofrenia con el estigma ni que este disminuya por el uso de términos "políticamente correctos" (74). La experiencia japonesa viene a confirmar estos datos y apunta a elementos prácticos como causantes del estigma (38). En este sentido, no hay que olvidar que la psiquiatría, independientemente de los paradigmas por los que ha transitado, es una apropiación por parte de la medicina de la formación cultural de la locura, y, como tal, arrastrará implícitos los presupuestos de esa cultura (75). Esto incluye también la legislación y las prácticas de control a los individuos que padecen algún trastorno mental. Por lo tanto, no parece previsible que simples cambios semánticos operen grandes variaciones en la manera de acercarse a la locura en general y a la llamada enfermedad mental grave en particular.

 

La psicopatología como proceso del concepto

Como hemos visto, el problema a tratar no es meramente ideológico o de perspectiva teórica, sino que es inherente al propio objeto psiquiátrico. El cambio de nombre de la esquizofrenia pretende una continuidad en el tratamiento de dicho objeto que parece conducir a dificultades difícilmente solubles. Parte de las dificultades han existido desde los orígenes de la psiquiatría, pero se han visto agudizadas por una crisis de identidad propiciada precisamente por su pretensión de asimilarse a la medicina y por su dependencia de una serie de estabilizadores externos (principalmente la industria farmacéutica) (76,77). Ante esta situación, desde hace años existe una alternativa que consiste en un resurgir de la psicopatología, y en particular de su vertiente llamada fenomenológica, para devolverle a la psiquiatría su (perdida) estabilidad interna (78). Ante una psiquiatría volcada en diagnósticos y tratamientos meramente biológicos se pretende un giro hacia la valoración personal y estructural de los pacientes, de su relación con ellos mismos y el mundo (79, 80). Se pretende incrementar el conocimiento de la conciencia en primera persona y para ello se trasladan parte de los avances al respecto que se están dando en la filosofía u otras ciencias (80). Esta psicopatología, según Giovanni Stanghellini, no proviene de teorías fenomenológicas aplicadas, sino que, tomando la psicopatología como el lenguaje básico de la psiquiatría sin referencia a otra teoría anterior y con la sola pretensión de atender a las experiencias de los pacientes, se transforma por sí misma metodológicamente en fenomenológica (79). Esta tentativa trae consigo una nueva apertura, pero corre el riesgo de cerrarse en nuevas positividades que sustituyan simplemente a las anteriores (78).

Lo rescatable de esta alternativa es que nos recuerda que es necesario devolver el foco a lo que es el verdadero objeto psiquiátrico (la subjetividad), y no rechazar todo aquello que no se corresponde con una clase natural. El problema es que la subjetividad no se da en el vacío, y que el desenvolvimiento de la misma en el encuentro psiquiátrico no puede limitarse solamente a la captación de experiencias como esencias, ni siquiera aunque sean interpretadas hermenéuticamente (81). Tampoco es posible incorporar sin más los conocimientos sobre la conciencia desde otras ciencias. Como se ha señalado, el encuentro psiquiátrico presupone toda una serie de determinaciones que influyen directamente en la experiencia del paciente (53). Pero, además, lo finalmente interpretado, al pasar al lenguaje, es necesariamente una positivación que establece una separación entre el sujeto (psiquiatra) y objeto (paciente) coagulado en un concepto (51).

Por lo tanto, la discusión en torno a la conceptualización de la esquizofrenia y su modificación no puede reducirse a un debate sobre su realidad biológica o su verdadera aparición en una subjetividad aislada de la práctica psiquiátrica. Es necesaria la reconstrucción de su individuación en el encuentro psiquiátrico para comprender sus mutaciones o certificar su definitiva desaparición. Este es, a mi juicio, el camino por el que debe transitar la psicopatología.

La psicopatología será entonces ese lugar en que los diversos procesos políticos, teóricos, sociales, biológicos y prácticos de la psiquiatría confluyen. Una psicopatología que intente reconstruir el desarrollo de la positivación psiquiátrica en su totalidad, sin suponerse fuera de sus determinaciones, tendrá la tarea de responder a los retos futuros que plantee la trasmutación del objeto psiquiátrico.

 

Conclusiones

La psiquiatría ha fracasado constantemente en su pretensión de equipararse al resto de la medicina.

Las propuestas de abolición de la esquizofrenia se han mostrado como un nuevo intento de adecuar la psiquiatría a los valores de la cientificidad. De esta manera, se culmina una tendencia marcada principalmente por la perspectiva neopositivista iniciada ya de forma explícita y patente en el DSM-III y continuada en los sistemas clasificatorios posteriores. Este camino se ajusta adecuadamente a las pretensiones de la industria farmacéutica y la psiquiatría biológica.

Aunque no existen datos suficientes para prever efectos concretos si se produjera el cambio de manera generalizada, es razonable suponer que continuar por el mismo trayecto por el que lleva transitando la psiquiatría desde hace más de treinta años no resolverá la crisis en que se ve sumida, a la vez que puede tener efectos prácticos indeseables como la ampliación de los límites de la enfermedad, nuevas reificaciones diagnósticas y la permanencia del estigma asociado.

Una alternativa es considerar el objeto psiquiátrico como un objeto determinado por otros factores que exceden los del resto de síntomas y síndromes médicos. El análisis de dicho objeto requiere de una técnica y teoría psicopatológicas acordes.

Aún no disponemos de una respuesta acerca de lo que subyace detrás de conceptos como esquizofrenia o psicosis y, en caso de ser necesario, cuál sería el mejor cambio en su conceptualización. En este sentido, una psicopatología que no eluda ningún aspecto del objeto psiquiátrico contribuirá eficazmente al debate.

 

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Dirección para correspondencia:
Alvaro Múzquiz Jiménez
alvaromuzquiz@gmail.com

Recibido 4/10/2016
Aceptado: 3/11/2016

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