El suicidio como fenómeno mundial
En 2012 se registraron en el mundo unas 804.000 muertes por suicidio, lo que representa una tasa anual mundial de suicidio, ajustada por edad, de 11,4 por 100.000 habitantes, o, lo que es lo mismo, una muerte voluntaria cada cuarenta segundos. Se trata de una mortalidad superior a la mortalidad total causada por guerras y homicidios, y de la segunda causa de muerte en personas de 15 a 29 años. Además, en 2016, más del 79% de todos los suicidios se produjeron en países de ingresos bajos y medianos. En España, según la web del Instituto Nacional de Estadística (INE), se registraron 3.679 defunciones por suicidio en 2017, cifra que casi duplicaba el número de muertes en accidente de tráfico (1.943).
Estas estadísticas, replicadas de forma recurrente, propiciaron que la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su 66ª Asamblea, en mayo de 2013, declarara el suicidio como un problema de salud pública y, además, prevenible. Se otorgó a la prevención del suicidio alta prioridad en la agenda mundial de salud pública. Para ello, se propuso reducir en un 10% los índices de suicidio mediante diversas estrategias formuladas en el Plan de Acción de Salud Mental para 2013-2020, que contemplaba desde la mejora de la calidad de los sistemas de registro de las tentativas de suicidio y suicidios consumados a la capacitación de los profesionales (sanitarios y no sanitarios) en la evaluación y gestión de las conductas suicidas. En dicho documento, se recoge que, para que las respuestas nacionales sean eficaces, se necesita una estrategia integral multisectorial de prevención, dado que ningún enfoque por separado puede tener efecto en una cuestión tan compleja como el suicidio (1).
Sin embargo, hoy en día parece que la respuesta a la prevención de las conductas suicidas procede únicamente de los servicios sanitarios, concretamente, del ámbito de la salud mental. Son múltiples los programas, guías y estrategias desarrolladas en diferentes países que se centran en el seguimiento de personas con tentativas suicidas y en la identificación temprana, el manejo precoz, el tratamiento y la atención de personas con problemas de salud mental y abuso de sustancias, por la contribución de estos trastornos a las tasas de suicidio en todo el mundo. La pregunta es: ¿no queda reducido de esta manera el suicidio a un mero problema de salud mental y, por tanto, estamos abordándolo de manera parcial e insuficiente? ¿Se están desarrollando entonces las estrategias apropiadas, integrales y multifactoriales necesarias en la prevención del suicidio? ¿Se está teniendo en cuenta la interacción entre factores sociales, culturales, ambientales, psicológicos, biológicos... en la determinación de los comportamientos suicidas o se ignoran sistemáticamente, centrando las intervenciones fundamentalmente en el ámbito sanitario? Por ejemplo, ¿se hace promoción de la salud, se fomentan los factores de protección? ¿Se presta apoyo social a los individuos vulnerables? A estas y otras preguntas intentaremos responder a lo largo del artículo.
No se puede obviar la participación de los determinantes sociales de salud en este fenómeno tan complejo. Uno de los puntos controvertidos al estudiar esta cuestión surge cuando analizamos las estadísticas de suicidio en profundidad, ya que realmente vemos que la tasa de mortalidad mundial por suicidio ha venido cayendo, a pesar de las llamativas cifras referidas con anterioridad. Los suicidios han disminuido en un 38% desde su pico máximo en 1994 (2), con una reducción particularmente notable entre mujeres jóvenes en China e India, varones de edad media en Rusia y ancianos en todo el mundo (3), gracias a la urbanización, la mayor libertad y las políticas de apoyo. Lo mismo ha ocurrido en Europa, donde las tasas de suicidio también habían disminuido hasta el inicio de la recesión en 2007, momento en el que aumentaron un 6,5% en 2009 para mantenerse elevadas hasta el 2011 (4). En España ocurrió lo mismo, la tendencia decreciente de la mortalidad por suicidio llegó a cifras mínimas entre 2009 y 2010, pero también se ha ido invirtiendo hasta alcanzar en 2014 la máxima mortalidad desde 1980 (8,4 por 100.000 habitantes)(5), a raíz de la crisis financiera y con especial impacto en el grupo de varones en edad laboral (6). Estos estudios permiten afirmar que la mortalidad por suicidio aumenta en las recesiones económicas, cuando empeoran las condiciones de vida de los ciudadanos y aumentan los niveles de sufrimiento, situación que se agrava por las políticas de austeridad y recortes. El impacto de las crisis económicas podría disminuirse con el adecuado desarrollo de políticas de protección sociolaboral y con el refuerzo del capital social, como ocurrió en los países nórdicos, en los que no hubo un aumento de suicidios a pesar de aumentar el desempleo. Las intervenciones preventivas dirigidas a evitar las conductas suicidas, en ocasiones, tienden a trasladar el foco de atención de las cuestiones sociales al ámbito sanitario en situaciones para las que el abordaje puramente biológico no es el adecuado.
Precisamente por su naturaleza compleja y multifactorial, para aproximarnos al suicidio, deberíamos aplicar los mismos principios del modelo biopsicosocial, que permite comprender muchos productos (disfuncionales o no) de la mente humana.
Los profesionales de salud mental estamos en una situación difícil, dada la creciente medicalización del malestar, lo inagotable de la demanda y del consumismo de una sociedad cada vez más exigente e intolerante al malestar. Se nos exige una respuesta eficaz e inmediata para todo, y en las últimas décadas, además, se nos exige llevar a cabo actividades preventivas. En estas condiciones se hace difícil lograr un balance razonable entre beneficios y perjuicios (7). Los profesionales tenemos un papel fundamental en este fenómeno, ya que sin nuestra participación no se podrían extender y diluir los límites de la enfermedad mental, tal y como pretenden ciertos intereses políticos, económicos y sociales (8).
Este es el objetivo de la prevención cuaternaria, ya que toda intervención sanitaria, por "bien hecha" que esté, puede conllevar daños. Tal y como recoge Alberto Ortiz en su texto incluido en este dossier, la prevención cuaternaria nos daría las claves científicas y éticas para limitar el daño derivado de las intervenciones sanitarias, incluidas las preventivas (9). Y es que, en el caso de las intervenciones preventivas, hay que asegurar, aún más si cabe, la obtención de beneficios minimizando los posibles daños. La tolerancia a potenciales daños debería ser menor, ya que, en muchas ocasiones, dichas acciones se llevan a cabo sobre personas sanas, sin síntomas. En un mundo como el actual, con demandas y exigencias constantes y la creciente medicalización, se hace cada vez más difícil lograr un equilibrio razonable entre beneficios y perjuicios.
A pesar del desarrollo de estrategias y planes de prevención en diferentes países con la intención de reducir el número de muertes por suicidio y a falta de un año para que se cumplan las previsiones de la OMS, las cifras de suicidios se mantienen elevadas. Además, la efectividad de las intervenciones preventivas rara vez se ha evaluado. Por otro lado, cabe preguntarse si realmente disponemos de un conocimiento suficientemente sólido como para dar respuesta a tal propósito desde los servicios de salud, tal y como comenta Javier Padilla en el artículo incluido en este dossier (10). Nuestro artículo pretende abrir un espacio para la reflexión sobre las limitaciones de las intervenciones preventivas de las conductas suicidas y las consecuencias, cuando menos inciertas -si no, negativas o costosas-, para los usuarios y para los servicios de salud mental. Se trata de examinar, desde la perspectiva autocrítica y racional de la prevención cuaternaria, si estamos abordando de forma correcta el problema que representa la prevención del suicidio en todas sus vertientes.
Aproximación conceptual al suicidio
El enjuiciamiento en torno al suicidio ha sido variable a lo largo de la historia, en función del paradigma imperante, de los valores culturales, el desarrollo científico y técnico, las creencias religiosas o la ideología socio-política.
La consideración del suicidio como una enfermedad mental es un hecho reciente en la historia. Con el nacimiento de la psiquiatría como especialidad científica, alienistas como Esquirol o Maudsley reforzaron y popularizaron la idea del suicida como un sujeto mentalmente enajenado, una fórmula que en su día permitió el sepelio a quienes en otro tiempo habrían sido excomulgados, para consuelo de sus familiares, que se habrían visto salpicados por el estigma. Esta conceptualización del suicidio está basada en el paradigma biologicista de una época en que la psiquiatría pugnaba por equipararse a otras ciencias "duras", asimilando el sufrimiento psíquico a una enfermedad somática como las demás. Con esta perspectiva tan reduccionista se obvian otros determinantes de salud y de la conducta humana, como la historia personal del sujeto y su experiencia subjetiva o los factores sociales y ambientales.
No fue hasta que Émile Durkheim abrió la puerta al enfoque sociológico que surgió interés por estudiar el fenómeno del suicidio más allá de los procesos biológicos. Fue de los primeros en señalar que los cambios macroeconómicos podían ser determinantes en los actos suicidas (6): la desorganización social, la pérdida de valores, la inconsistencia de las normas y, en especial, la ruptura de los lazos entre el individuo y la sociedad (11).
Sin embargo, hemos vuelto a experimentar un retroceso en la manera de abordar la cuestión del suicidio. La tendencia actual es, de nuevo, visibilizar el suicidio precisamente como un síntoma y, por tanto, una diana que controlar desde el ámbito de la salud pública y que tratar desde el campo de la salud mental. La visión túnel de las hipótesis neurobiológicas resulta pobre e inexacta al reducir un fenómeno complejo, multifactorial, específico, universal e inherentemente humano a un mero comportamiento patológico. Es un error pensar que todos los suicidios responden a una misma explicación o motivación, que las muertes de los pilotos kamikaze en la Segunda Guerra Mundial, de las víctimas de los desahucios o de los médicos y miembros de fuerzas de seguridad del Estado que cometen suicidio se deben todos y siempre a enfermedades mentales, diagnosticadas o no. Si algo sabemos del suicidio, es que se trata de un acto privado, subjetivo, intransferible, de cuya experiencia nadie puede prestar testimonio (12).
Los defensores del argumento psicopatológico del suicidio se basan en las prevalencias aceptadas como válidas en los últimos 15 años: el 80-90% de trastornos mentales hallados en personas con suicidio consumado (13,14), procedentes de un metaanálisis sobre la magnitud del suicidio no patológico. Se publicó que la tasa de prevalencia media estimada de cualquier trastorno mental fue del 80,8% (IC del 95%=76,1-84,8). Algunos estudios estiman la existencia de un trastorno mental en menos del 50% de los casos de suicidio. En otro estudio de Milner et al. (15), las cifras de suicidio no patológico (definido como ausencia de diagnóstico en el eje I o eje II) variaban en función del contexto geográfico, desde un 37,1% en China a un 10,4% en Colombia. Esto podría estar conectado a diferentes definiciones filosóficas y culturales de "enfermedad" de cada país y/o cultura (15) y a la dificultad para consensuar una definición operativa universal para el suicidio. Van surgiendo, por tanto, nuevas propuestas e investigaciones que contradicen o al menos cuestionan la visión biologicista, al observar que las cifras de suicidio no patológico van in crescendo. En un estudio reciente realizado en soldados estadounidenses con tentativas suicidas documentadas se demuestra que más de un tercio carecía de antecedentes psiquiátricos y se identificaron correlaciones significativas con otros factores (sexo femenino, menor nivel educativo, retraso en la promoción profesional, degradación en el último año o estar en el primer año de servicio) (16).
A esto hay que añadir la peculiaridad de nuestra especialidad en cuanto al diagnóstico, por ser este fundamentalmente clínico y carecer de técnicas que puedan "objetivarlo". Esto ha propiciado una expansión de los límites de la enfermedad y una ampliación artificial de la nosotaxia psiquiátrica y del grosor de los manuales diagnósticos, para muchos solo justificable desde intereses secundarios. Podríamos cuestionar la validez metodológica de muchas investigaciones al apreciar la inestabilidad diagnóstica asociada a la falta de concordancia entre los clínicos a la hora de diagnosticar, la heterogeneidad de la patoplastia y la variabilidad de la experiencia personal del enfermo en función de condicionantes sociales, económicos o culturales. Con todo esto presente, van cobrando relevancia los modelos explicativos multidimensionales de la conducta suicida, que amplían el foco sobre el problema (17). Uno de los de mayor vigencia es el modelo de diátesis-estrés de John Mann (18), donde el comportamiento suicida resulta de una interacción entre un factor estresor (reagudización de un trastorno mental o una crisis psicosocial aguda) y una diátesis o predisposición independiente del trastorno mental (pesimismo y desesperanza como expresión de una disfunción del sistema noradrenérgico o impulsividad como expresión de la disfunción del sistema serotoninérgico) (18). Otro modelo que pretende conceptualizar la conducta suicida es la teoría interpersonal de Joiner (19), relevante porque quizás incide en el aspecto más vincular del problema. Joiner propone tres componentes que contribuyen al suicidio: la pertenencia frustrada (sentirse desconectado de las relaciones sociales significativas), la percepción de carga y la capacidad de autolesión letal (a través de la exposición repetida a experiencias dolorosas que conducen a la habituación al dolor y pérdida de los instintos de autopreservación) (20).
Aunque sabemos que se trata de un tema que precisa de un debate de más largo alcance, no podemos dejar de lado la situación en la que una persona decide terminar con su vida de forma libre y racional, por lo que la intervención del Estado a la hora de impedirlo podría ser cuestionable. Sin embargo, el tabú y el estigma hacia el suicidio sigue teniendo vigencia, dado el paternalismo institucional aún imperante en nuestro sistema. Esto está representado en la legislación, que sigue condenando la asistencia al sujeto suicida cuando este no dispone de los medios o capacidad directa para acabar con su vida, y en el rechazo que recibe de la sociedad el que realiza una tentativa suicida o la culpabilización a la que se ve sometido a menudo su entorno. Hay que recordar que un individuo llevado al límite, profundamente angustiado, infeliz o insatisfecho, pero sano por lo demás, puede ver sobrepasados sus recursos personales para afrontar una determinada situación de crisis (aguda o cronificada) y, desesperado, pensar en el suicidio como la única vía de escape a ese sufrimiento intolerable para él, bien sea un dolor físico, moral o psicológico (el "psychache", de Edwin Shneidman) (21). Y esto, por desafortunado que sea, desde luego, no equivale al diagnóstico de un estado patológico de "depresión". El suicidio puede ser el resulta do de una decisión sin duda trágica pero racional (12), como muestra la admisión a trámite, tras valoración psiquiátrica favorable, de aquellos sujetos que han solicitado el suicidio asistido en los países en los que está legalizado (22).
No podemos obviar, por tanto, en la concepción del suicidio, el papel protagonista que juegan los determinantes económicos y sociales tan relevantes en las sociedades actuales neoliberales, donde prima el individualismo y la competitividad. Prueba de ello es el mayor número de suicidios en situaciones socioeconómicas desfavorables.
Intervenciones preventivas en el suicidio y sus limitaciones
Como hemos visto, la larga sombra del biologicismo oscurece la identificación y el estudio de otros factores que influyen de manera relevante en que un sujeto tome la determinación irrevocable de quitarse la vida. La consecuencia lógica de este planteamiento ha sido la inversión de numerosos esfuerzos en la investigación y la asistencia clínica de poblaciones "de riesgo", sin que realmente la medicina basada en la evidencia haya conseguido avalar la efectividad de muchas de las estrategias encaminadas a prevenir el suicidio incluidas en las guías y protocolos. En los últimos años se han manifestado numerosas voces a nivel internacional que ponen en entredicho la consistencia científica de los enfoques de base biologicista y farmacológica en salud mental. Además, al delimitar el suicidio como un problema exclusivo de la psiquiatría como disciplina médica en su vertiente más biologicista, dejando de lado otros aspectos fundamentales como el contexto o la subjetividad, las respuestas o soluciones que la ciencia puede aportar se revelan siempre parciales e insuficientes.
En 2010, un grupo de expertos mundiales elaboró una revisión sistemática exhaustiva sobre estrategias preventivas del suicidio. Resulta particularmente llamativa la escasez de datos sobre la efectividad de la mayoría de intervenciones y las limitaciones metodológicas de los estudios disponibles, que muestran dificultades para la generalización de sus conclusiones: problemas en el diseño, la escasa replicación y la gran variabilidad de resultados, que llega a oscilar en un rango entre el 22% y el 73%, por ejemplo, para la educación dirigida a médicos de atención primaria (23). Se trata en muchas ocasiones de estudios de naturaleza descriptiva y de carácter retrospectivo, por las barreras éticas y de financiación que implicaría coordinar un ensayo clínico aleatorio y controlado a gran escala. La posibilidad de encontrar efectos significativos en los estudios controlados se ve obstaculizada por la baja incidencia del suicidio, la propia heterogeneidad muestral y la amplia distribución en la población de los factores de riesgo identificados para el suicidio. Además, la subjetividad del individuo, incluyendo su historia personal, factores psicológicos, como su personalidad, temperamento o motivaciones, y su contexto social o cultural son difícilmente capturados por la metodología científica actual (12) y a menudo son obviados incluso en los estudios poblacionales más potentes. Entre las intervenciones que mejores resultados han conseguido están la formación del personal de atención primaria y la restricción en el acceso a métodos letales.
En diversos estudios se ha encontrado que entre el 50 y el 70% de los adultos que han fallecido por suicidio visitaron a su médico de atención primaria en el mes previo (23,24). La formación específica del personal facultativo de atención primaria (en urgencias y en atención ambulatoria) para mejorar el reconocimiento y tratamiento de los trastornos mentales más comunes y graves, y de la ideación y la conducta suicida ha demostrado ser una de las estrategias preventivas más eficaces (25).
Otras intervenciones que han conseguido contundentes resultados en la reducción del número de suicidios son aquellas relacionadas con medidas políticas que reducen el acceso a potenciales métodos suicidas, especialmente aquellos de elevada letalidad. Algunas de estas intervenciones van desde la instalación de carteles de aviso, teléfonos de emergencia o barreras físicas en puntos de precipitación, que previenen hasta en un 90% las muertes por suicidio, hasta la detoxificación del gas doméstico, que redujo en Reino Unido la mortalidad por suicidio entre un 19 y un 33% (26). Otras medidas, como el control de armas de fuego en países como Australia o Reino Unido, han tenido el mismo impacto, al contrario de lo que ocurre en EE.UU., donde, por cuestiones políticas, de interés económico y de valores intensamente arraigados en la nación, las armas de fuego continúan siendo el principal método suicida entre los varones (27). Sabemos que la sobremedicación voluntaria es a menudo impulsiva y se emplea la medicación al alcance en el botiquín doméstico, lo que explica cómo la restricción de la dispensación de fármacos sin prescripción y la limitación del número de comprimidos por envase, por ejemplo, de paracetamol, ha logrado reducir el número de defunciones por suicidio en Reino Unido (28).
En lo que a los profesionales respecta, la valoración de la conducta suicida se basa en dos herramientas: la entrevista clínica y las escalas de valoración del riesgo suicida. Dichas escalas se basan en factores de riesgo. Hay que recordar que la noción de riesgo es de base probabilística y carece de significación determinista a nivel individual. Además, en salud mental las valoraciones sintomáticas de riesgos están teñidas por la subjetividad y los prejuicios del profesional evaluador, pero también por los del paciente, lo que oscurece la capacidad predictiva (29).
Las estrategias de screening son imperfectas. Ya en 1983 Alex Pokorny llevó a cabo un estudio prospectivo sobre el suicidio donde se comprobó que más de la mitad de los suicidios ocurrieron en el grupo tipificado de bajo riesgo (falsos negativos). Otro metaanálisis más reciente demuestra que los instrumentos de valoración del riesgo suicida tienen un bajo valor predictivo positivo; esto es, que entre el 50% y el 86% (30) de las personas fallecidas por suicidio habían sido etiquetadas de "bajo riesgo" de acuerdo con las herramientas aplicadas. Por el contrario, la mayoría de personas clasificadas en el grupo de alto riesgo no morían por esa causa (31). Estos resultados se deben a que el grupo de bajo riesgo es mucho más amplio que el grupo de alto riesgo, a la rareza que supone el evento del suicidio consumado, a que los instrumentos de cribado se basan en la detección de factores muy comunes en las poblaciones clínicas, lo que se traduce en un bajo valor predictivo positivo (30,32 33-34), y a que no existe ningún factor de riesgo o combinación de ellos que tengan una sensibilidad o especificidad suficientes para predecir el paso al acto en un individuo en un momento determinado.
Pokorny consideraba que los falsos negativos, si bien trágicos, son hasta cierto punto inevitables porque los usuarios a veces ocultan su intencionalidad suicida y porque sus planes y circunstancias son dinámicas y cambian con el tiempo respecto al momento de la valoración. Sin embargo, resulta preocupante por su potencial iatrogénico el falso positivo; sobre todo, si de ello se deriva un ingreso no voluntario o cualquier otra medida coercitiva (30,35). Otro informe destacado que se ocupó de evaluar la evidencia existente sobre la calidad de los instrumentos de screening dirigidos a valorar el riesgo suicida y los riesgos y beneficios tanto del cribado como del tratamiento preventivo del suicidio es el desarrollado en 2014 por la U.S. Preventive Services Task Force. Sus autores declaran que la evidencia existente es insuficiente como para concluir que el screening en atención primaria sea mejor para identificar adecuadamente a los individuos con riesgo de lo que haríamos realizando una evaluación diagnóstica de trastorno mental, distrés emocional o considerando el antecedente de tentativa de suicidio. Igualmente, la Task Force on Preventive Health Care en Canadá tropezó con el mismo conflicto y tampoco se atreve a hacer ninguna recomendación firme sobre la inclusión o no de la evaluación del riesgo suicida en exámenes periódicos de salud general (26).
Aunque entendemos que agrupar a los pacientes en grupos de alto y bajo riesgo para cuantificar el riesgo de llevar a cabo una conducta suicida mediante técnicas rápidas que no requieren excesiva cualificación pueda ser tremendamente atractivo para los clínicos, gestores hospitalarios, políticos, familiares y pacientes, tal vez sea el momento de reconocer que incidentes infrecuentes como el suicidio son difíciles de predecir con un grado de precisión clínicamente significativo.
El uso de escalas de valoración del riesgo suicida puede generar una falsa sensación de seguridad (35) y, por tanto, su uso indiscriminado como herramienta "diagnóstica" resulta inapropiado. Los instrumentos de cribado alimentan la fantasía de que podemos comprender y controlar fácilmente los factores de riesgo del suicidio, una idea que, si bien alivia las angustias del profesional y seguramente de los gestores, convierte estas herramientas de trabajo en un riesgo en sí mismo si se pretende sustituir con ellos el juicio clínico (30,35,36). Por ese motivo, a pesar de lo ampliamente extendido que está el uso de escalas como la SAD PERSONS en Reino Unido, el National Institute for Health and Care Excellence (NICE) descarta la utilización de estas escalas para predecir el riesgo suicida y de autolesiones o en la toma de decisiones clínicas como la oferta de tratamiento o el alta médica (37). En todo caso, deberían ser solo un apoyo o complemento en el proceso deliberativo de nuestra intervención.
La valoración de la conducta suicida debería ser un proceso dialéctico y consensuado entre el paciente y el clínico en el que lleguemos a elaborar una conceptualización realista del riesgo y cómo manejarlo (30). Hace falta un enfoque centrado en la persona, el estudio pormenorizado de los factores cualitativos (30), de los riesgos particulares y de las necesidades del sujeto (35) para hacer un análisis funcional de la conducta suicida o autolesiva y una formulación adecuada y comprensiva del caso.
No podemos dejar de hablar de las intervenciones terapéuticas, en concreto, de la prescripción de antidepresivos, cuyo consumo se ha triplicado en nuestro país en el periodo de 2000 a 2013 como consecuencia probablemente de la tendencia medicalizadora del malestar, con el consiguiente aumento del gasto sanitario, sin que se traduzca en una mejora real de la salud de la población. Cuando prescribimos un antidepresivo hemos de valorar muy cuidadosamente el balance riesgo-beneficio, especialmente en aquellos casos en los que es posible que esté sucediendo un sobretratamiento debido a la psiquiatrización de las dificultades de la vida cotidiana, sin que pueda confirmarse la existencia de un trastorno mental de base. Esta realidad llama a la cautela y a la autoobservación permanente, pues puede que estemos pautando un tratamiento que no procede, víctimas-cómplices de la exigencia de la sociedad, de la familia, del propio paciente o de nuestra propia impotencia o indefensión. En el peor de los escenarios, puede que estemos usando una medicación "innecesaria" a sabiendas de que no es inocua y que, en muchos casos, tiene incluso una eficacia limitada y discutible. Así, los antidepresivos han demostrado importantes efectos adversos en pacientes ancianos, produciendo un incremento de caídas, fracturas, morbilidad debida a hiponatremias, accidentes cerebrovasculares, infartos de miocardio, epilepsia y mortalidad general (38).
La asociación entre el aumento del uso de antidepresivos y la reducción del suicidio es controvertida (39). Un elevado número de suicidios se ha asociado a mayor consumo de antidepresivos, pero esto no ha podido relacionarse de manera causal y clara con la reducción del suicidio. Los últimos metaanálisis dan cuenta de que la mayoría de los beneficios de los antidepresivos pueden explicarse por el efecto placebo y que solo alrededor del 20% de la varianza puede ser atribuible al fármaco (40,41). Sabemos que, comparados con placebo, los antidepresivos no son más eficaces en las depresiones leves o moderadas y que la medicación únicamente ha demostrado superioridad en el tratamiento de las depresiones más graves (42). Otro punto con trovertido es el papel de los tratamientos antidepresivos como presuntos desencadenantes de las crisis suicidas (43). Este paper, que ha recibido diversas críticas del resto de la comunidad científica (44,45), planteaba que el riesgo de suicidio aumentaba en personas tratadas con ISRS frente a aquellos tratados con placebo. Los ISRS podrían aumentar los pensamientos suicidas en la fase temprana de la farmacoterapia de la depresión en adultos (46), pero no la conducta suicida. Se ha apreciado esa correlación especialmente en población infantojuvenil (con el doble de tentativas y cuatro veces más riesgo de suicidio). Jureidini et al. ya habían advertido en 2004 del aumento del riesgo de suicidio y de conducta violenta en adolescentes con tratamiento antidepresivo (47). No obstante, un artículo posterior, que examinaba la Revisión de la Cochrane de 2012 sobre el tema, concluye que los ensayos clínicos incluidos presentaban serias limitaciones metodológicas: falta potencia estadística para evaluar la magnitud y significación de los resultados, se excluye a individuos con riesgo suicida elevado y se seleccionan participantes con menores puntuaciones en escalas de gravedad de la depresión, lo que impide generalizar los resultados a las muestras clínicas con riesgo suicida, probablemente aquellos individuos con los trastornos más graves. Los autores, sensibilizados con los elevados riesgos del trastorno depresivo sin tratar en niños y adolescentes (deterioro funcional y suicidio consumado), recomiendan en las conclusiones cautela a la hora de interpretar los datos, valorar concienzudamente la indicación del uso del antidepresivo y, de decidir utilizarlo, recurrir a la fluoxetina como primera elección, según las recomendaciones en las guías (48). Finalmente, hay que recordar que el máximo beneficio en cuanto a la reducción del suicidio con el uso de antidepresivos se ha demostrado realmente en programas multimodales concretos y dirigidos a grupos vulnerables en la comunidad, como, por ejemplo, la intervención en ancianos con diagnóstico de depresión a los que se les ofrece tratamiento con ISRS y apoyo individualizado multidisciplinar (5).
Consecuencias de las intervenciones preventivas
Como la gran mayoría de personas con "alto riesgo suicida" según los instrumentos de evaluación no morirán por suicidio, cualquier intervención con esta población ha de demostrarse eficaz pero también lo suficientemente benigna como para no causar ningún perjuicio mayor a corto, medio o largo plazo.
Urge reflexionar sobre este punto porque a día de hoy desconocemos los riesgos potenciales de la aplicación sistemática de las medidas previstas en los planes autonómicos (49) o estatales ni los del controvertido uso de instrumentos de cribado cada vez más sofisticados, que hacen el proceso de detección más automatizado y masivo con ayuda de nuevas tecnologías, como a través de las redes sociales (50).
Algunos estudios han tratado ya de evaluar prospectivamente posibles efectos adversos de la práctica del screening. un estudio en población ambulatoria forense con conducta violenta y criminal (30), un ensayo clínico realizado en consultas de atención primaria con adultos con trastorno depresivo y dos estudios llevados a cabo en institutos. Los resultados de estas investigaciones se han visto siempre relativizados por una potencia limitada (bajo tamaño muestral) o un seguimiento breve (26). Más recientemente, en un artículo de revisión sistemática que analiza la validez de los modelos y algoritmos predictivos de la mortalidad por suicidio, sus autores ponen en evidencia la limitada utilidad de estos instrumentos, advierten sobre los posibles riesgos y dilemas (éticos y legales) de su implementación precipitada en los sistemas de salud y apoyan la necesidad de continuar investigando en esta área (51).
Los falsos negativos suponen una tragedia humana, pero casi tan preocupante nos resulta el manejo incierto de la abrumadora proporción de "falsos positivos" que llegan a detectarse. El "etiquetado" o "marca de riesgo suicida", como una alerta informática que queda grabada tras la aplicación sistemática de las técnicas de cribado promovidas cada vez más por los protocolos (proceso Código Riesgo de Suicidio en Cataluña (52) o en el Protocolo de Detección y Manejo de Caso en Personas con Riesgo de Suicidio de Asturias(53)), puede tener repercusiones personales impredecibles para el individuo. No solo se trata de que el 96,3% de los individuos que habían sido categorizados en algún estudio como de alto riesgo no se suicidó (33), sino de reconocer que nuestras intervenciones preventivas tienen un potencial iatrogénico desconocido, desde efectos adversos no estudiados a complicaciones psicosociales que pueden interferir en el pleno desarrollo de la persona, como la estigmatización, la pérdida de estatus social, la discriminación laboral y mayores expectativas de ser rechazado (8,51). Estas personas pueden recibir tratamientos que no necesitan, preocuparse por un diagnóstico que no tienen o desalentarse de recurrir a los servicios en el futuro cuando realmente lo necesiten si se llevan a cabo medidas coercitivas o restrictivas (33), lo que puede suponer una extralimitación paternalista de los sistemas de salud y actuaciones que van en contra del enfoque centrado en la recuperación. Esta "detención" preventiva en el hospital atenta contra la autonomía del paciente y solo podría justificarse en el caso de un diagnóstico certero de trastorno mental como condicionante del episodio suicida, y no de cualquier trastorno, sino de aquel que por su naturaleza o gravedad reduzca la competencia de la persona para decidir sobre su situación. Además, cuando se procede de manera irregular con esta práctica, podemos perpetuar factores de riesgo en su evolución (30).
Asimismo, resulta improbable poder concluir el "riesgo de suicidio no patológico" con una entrevista única en el contexto de la urgencia. Más allá de descartar un trastorno mental agudo lo suficientemente grave como para distorsionar la capacidad de toma de decisión del individuo, ante la ausencia de esta condición habría que respetar siempre la autonomía del usuario. Si acaso, convendría ofrecer un pacto de evaluación y de posible tratamiento a cambio de demorar la decisión del suicidio. Ello permitiría detectar una serie de factores, como la impulsividad basal, la pertenencia frustrada, la sensación de carga y la desesperanza, bien correlacionados en la literatura con el suicidio. Si tras este proceso se concluye la impresión inicial, esto es, la situación de salud, habría que valorar factores sociales y ambientales, ofrecer poner en contacto con agentes de ayuda en la comunidad y finalmente, dar el alta, por incómoda que pueda resultar.
Por otra parte, como los servicios públicos de salud no tienen recursos ilimitados y la demanda es inagotable, el desarrollo de intervenciones preventivas y de tratamiento en pacientes que no se habrían "suicidado" puede reducir la capacidad de los servicios para participar de manera eficaz y basada en la evidencia en la asistencia de los "verdaderos" pacientes (ley de cuidados inversos, por la que se proporciona más atención a quien más la demanda y no a quien más la necesita).
La visión exclusivamente biologicista del suicidio, como vemos en la práctica clínica, coloca a los clínicos responsables de la valoración individual en una posición delicada, de rendición de cuentas. Se les exige una capacidad predictiva y una respuesta "de urgencia" cuando lo que se les presenta, en muchas ocasiones, son problemas que trascienden el ámbito de lo sanitario. Se traslada la responsabilidad de la sociedad al sistema sanitario y del sujeto -presunto "enfermo"- al profesional que lo atiende, con la consiguiente culpabilización y consecuencias legales, así como vivencia de fracaso laboral si el suicidio consumado sucede (30). Existe una enorme presión social y mediática, desgastante para los profesionales, tanto si actúan como si no lo hacen. Los profesionales no cuentan con más herramientas que las terapéuticas propias de su competencia, que en bastantes casos resultan parciales, insuficientes, inapropiadas o incluso iatrogénicas. En muchos momentos, el médico o psiquiatra no dispone siquiera de los recursos (tiempo, medios) para asesorar o redirigir al paciente hacia el recurso que verdaderamente pueda analizar y atender la auténtica demanda o la necesidad latente que se ha detectado. ¿Podríamos prescribir una vivienda o una prestación económica de emergencia? (54) ¿Habría que disponer de trabajadores sociales de guardia?
La salud se ha convertido más en una exigencia que en un derecho social, es un objeto de consumo y una fuente de valor social. Se tiende a olvidar que la valoración clínica surge de un intercambio interpersonal en el que hay un margen razonable, por mínimo que sea, para la incertidumbre y la subjetividad, siendo imposibles una previsibilidad o controlabilidad absolutos. El mito de que ciertos factores de riesgo pueden predecir el suicidio lleva a la creencia de que el suicidio debe ser necesariamente el resultado del fracaso del sistema y de evaluaciones de riesgo inadecuadas por parte de los servicios de salud. Los profesionales están, pues, sometidos al escrutinio de la opinión pública y ejercen a menudo encorsetados por algoritmos y protocolos im puestos externamente. Aunque estas guías o consensos vienen dados desde los puestos de gestión y responsables autorizados, expertos en la materia, los profesionales sanitarios en primera línea no se sienten partícipes de ese proceso deliberativo, pero sí con la responsabilidad individual en la toma de las decisiones asistenciales. Así, se ven obligados a seguir una serie de directrices que a veces no sienten que reflejen adecuadamente sus opiniones profesionales o las condiciones de su práctica habitual, por lo que aparecen sentimientos de frustración, indefensión o desgaste profesional. En contraposición, muchos se aferran al protocolo como si fuera un salvoconducto, en un afán puramente defensivo frente a la amenaza de las denuncias y reclamaciones de usuarios y familiares o de las sanciones y amonestaciones de la jerarquía hospitalaria.
Por otra parte, preocupa la calidad de la formación que se recibe en el marco de esta mecanización de los procesos clínicos. El modelado de los nuevos profesionales mediante la sistemática de administrar escalas o de realizar una anamnesis dirigida por formularios más orientados hacia el registro y la investigación atrofia el ojo clínico, que debería entrenarse con el estudio y la experiencia acumulada a través de exploraciones psicopatológicas exhaustivas y de evaluaciones psicosociales integrales y comprensivas.
Determinantes del suicidio en las sociedades postmodernas y propuestas para su control
Históricamente ya se conocía que el riesgo de suicidio se incrementa en personas en condiciones socioeconómicas desfavorables, como, por ejemplo, las que tienen un nivel educativo más bajo o menor capital económico. De manera general, sabemos que estos factores desempeñan un papel más importante en el suicidio para los varones (55), quizás por su rol tradicional como proveedores. La mortalidad por suicidio aumenta en épocas de recesión económica, como han demostrado tanto estudios recientes (56,57) como aquellos que han examinado otras crisis a lo largo de la historia (15,58), desde la Gran Depresión a la crisis del sureste asiático a finales de los años 90.
En diversos países y en diferentes momentos de inestabilidad económica, se han identificado varios indicadores de vulnerabilidad para el suicidio, a destacar: la pobreza, la edad (59,60), la desesperanza y, en países desarrollados, las cifras de desahucios, ejecuciones hipotecarias, endeudamiento y falta de vivienda accesible (4), la precariedad laboral y el desempleo (especialmente el de larga duración) (5).
Sin embargo, en países como Finlandia o Suecia, se observó en los años 90 un importante aumento del paro del 3,2 al 16,5% sin correlación con un aumento en las tasas de suicidio (61). Esta disparidad respecto a los hallazgos en otros países se atribuye fundamentalmente a diferencias en el capital social y en las medidas de protección sociolaboral que adoptaron estos gobiernos. Por tanto, las políticas de austeridad y los recortes sociales, en lugar de ser una solución, muchas veces supo nen una parte importante del problema, especialmente cuando se prolongan en el tiempo. De hecho, en la franja etaria entre los 75 y los 95 años, el aumento en la tasa de mortalidad se ha asociado más con las medidas de austeridad que con las dificultades económicas (4). Por un lado, los recortes en el gasto social conducen a desmontar o restringir las medidas que amortiguan las consecuencias de la crisis para los grupos más vulnerables (desempleados, pobres, personas sin hogar) (4): los criterios para acceder a subsidios, plazas de alojamiento o comedores sociales y otros servicios de ONGs se hacen más restrictivos y aumenta la inseguridad alimentaria, con riesgos para la salud física y mental (infecciones, mal control de patologías médicas, desnutrición y mortalidad prematura). Por otra parte, los recortes afectan de manera específica a los recursos de salud, con restricciones del acceso a los servicios y disminución de las coberturas (4), políticas estrictas en materia de prescripción farmacológica, cierre de servicios, reducción de horarios de servicio, retraso en el pago a proveedores y recortes de plantilla y en los sueldos del personal sanitario (6).
Todas estas estrategias han empeorado las condiciones de vida y el nivel de sufrimiento de los ciudadanos, quedando expuestas muchas familias a situaciones límite que pueden asimilarse a verdaderas agresiones externas por cómo atentan contra los derechos básicos de la persona (vivienda, empleo, manutención). El sujeto sufre una pérdida del control sobre su propia vida, ve truncadas sus metas, proyectos y las expectativas que le había creado la propia sociedad y surgen la rabia, los sentimientos de frustración, la impotencia, indefensión, desesperación, inutilidad y la desesperanza hacia el futuro. En definitiva, se genera una experiencia subjetiva de injusticia y de pérdida de la dignidad personal, y pueden desarrollar trastornos emocionales y conductas de riesgo, como el consumo de tóxicos y agresividad (5). Estos escenarios pueden detonar en un momento dado ideas de muerte pasiva, fantasías suicidas o incluso pasos al acto suicida. Esa es la razón por la que los Estados también deberían promover las intervenciones psicosociales y ambientales que disminuyen y contrarrestan el estrés (62) y aquellas que fortalecerían la resiliencia de nuestra población a través de la educación cívica, y no solo focalizarse en las intervenciones sanitarias, del todo ineficaces para resolver el problema.
Por otra parte, nos parece fundamental subrayar la importancia del fortalecimiento del capital social y la reevaluación de valores en las sociedades postmodernas, que convierten el éxito, la belleza, la juventud, la "salud" o la felicidad en algunos de sus valores más preciados (63). La soledad se ha definido ya como un determinante clave de salud, especialmente, en grupos vulnerables, como ancianos, personas con diversidad funcional, madres solteras, presos (64), niños y adolescentes. Esta realidad ha dado pie en Reino Unido a que, tras identificarse que la soledad prevalente alcanzaba en 2017 al 14% de la población (9 millones de personas), el gobierno decidiera crear un Ministerio para la Soledad. Y esta problemática no es exclusiva ya de países occidentales, pues comienza a ser tan elevada o incluso mayor en los ancianos de países como China. El número y calidad de las relaciones o redes sociales de que dispone un individuo ha sufrido un gran empobrecimiento a medida que nuestros Estados se han ido enriqueciendo. El individualismo, la pérdida de los lazos humanos o la desestructuración y disfunción de la familia, el primer sistema de apoyo al que accedemos de manera natural, dejan al sujeto vulnerable, solo o sintiéndose solo y desconectado de sus congéneres, a la deriva. Un ejemplo, si bien extremo, se puede encontrar en artículos que examinan los factores involucrados en los suicidios de reclusos y que apuntan al régimen de aislamiento y a la ruptura de relaciones sociales con el exterior como posibles factores de riesgo (64).
Y, por si fuera poco, las sociedades modernas, con sus ritmos frenéticos, nos contagian el ansia por la satisfacción inmediata, enaltecen el bienestar y potencian el consumismo compulsivo, incluyendo el de la salud como producto. A mayor tecnificación, gasto y oferta de servicios, por ejemplo sanitarios, mayor es la percepción de necesidades (y enfermedades) por parte de la población, a diferencia de lo que pasa en países con servicios sanitarios menos desarrollados (8). La demanda es en ese caso inagotable y mal dirigida, inabarcable para un sistema nacional de salud cuya respuesta técnica es además dudosa para muchos problemas que se le presentan. Vivimos en la cultura del pensamiento positivo y del exceso, en nuestro propio "mundo feliz", donde se considera que una vida buena tiene que ser buena para algo, más que por sí misma (65), y donde no hay cabida para las emociones ni para los sentimientos naturales etiquetados como negativos, que deben ser reprimidos o suprimidos médicamente. Además, nada ni nadie asegura que todo el mundo pueda alcanzar las aspiraciones e ideales que se interiorizan desde la infancia como necesidades, y hay muchas personas que son incapaces de tolerar esa experiencia de pérdida o incapacidad. La felicidad percibida cae por debajo de un umbral (66) y surge la frustración, la insatisfacción y la desesperanza.
Precisamente porque suponen un factor de protección en momentos de crisis y una red de seguridad contra los efectos adversos de los cambios macroeconómicos rápidos, conviene fomentar la creación de conexiones. Ante la dificultad de encontrar redes naturales de apoyo en este tipo de sociedades, se hace imprescindible la creación de una red comunitaria profesionalizada y la reconducción hacia una sociedad de cuidados para contrarrestar la soledad y el aislamiento de los individuos. Deberían destinarse más esfuerzos a organizar y respaldar iniciativas dirigidas a favorecer el apoyo mutuo, como el voluntariado o el asociacionismo de usuarios y familiares, y a promover la creación y participación en actividades grupales, subvencionando centros cívicos y otros espacios de ocio y cultura para los colectivos vulnerables.
Como se aprecia, los factores determinantes de la salud mental a menudo están fuera del alcance de las competencias propiamente dichas del sistema de salud y es necesario que todos los sectores de la sociedad participen en la promoción de la salud mental. La contribución de las intervenciones sanitarias a la reducción global de las tasas de suicidio es modesta (alrededor del 4%) (67). Sin embargo, como hemos visto, los países con una prevención primaria eficaz, un sistema de protección social sólido y que invierten en estrategias específicas dirigidas a mejorar condicionantes sociales (educación, trabajo, vivienda, ingresos) de los grupos más desfavorecidos —en áreas de alta pobreza, alto desempleo y privación material (caso de Brasil)— afrontan cambios más pequeños en la salud mental de su población en épocas de recesión y reducen el número de suicidios (55). Las reformas en el sistema de bienestar social destinadas a priorizar su preservación y fortalecimiento como sistema de seguridad, una tributación dirigida a reducir la desigualdad de los ingresos, los programas de mercado laboral activo, los programas de apoyo a la familia y a la paternidad, y los programas de alivio de la deuda económica y de asesoramiento socioeconómico y vocacional reducen el estrés en los colectivos afectados por la crisis.
Conclusiones
El suicidio es una realidad compleja y multifactorial. La concepción puramente psicopatológica que impera en la actualidad resulta simplista y descontextualiza- da, ajena a las influencias sociales, culturales y económicas que precisamente mejor lo explican.
El debate se ha centrado durante mucho tiempo en el diseño, implementación y resultados de estrategias preventivas desde lo sanitario, por lo que se hace cada vez más necesario analizar las medidas de prevención cuaternaria, es decir, el conjunto de actividades que intentan evitar, reducir o paliar el daño provocado por las intervenciones sanitarias dirigidas a reducir las tasas de suicidio. Y es que la iatrogenia que se deriva de nuestra actividad en salud mental representa un problema de salud pública mucho menos estudiado que el problema del suicidio (68).
En los últimos años, en nuestro país, las tasas de suicidio han aumentado a pesar de las nuevas guías y los protocolos elaborados por expertos, de las intervenciones basadas en la estratificación del riesgo y de las medidas terapéuticas propuestas de acuerdo con estas predicciones, que han condicionado, entre otras consecuencias críticas, el aumento del consumo de antidepresivos. No hay ningún factor de riesgo o combinación de ellos que tenga una sensibilidad o especificidad suficiente para predecir el paso al acto. Planteamos, pues, que quizás se hayan desarrollado esos planes a partir de premisas e hipótesis erróneas, parciales o inexactas (5) y que la evaluación individual de los factores de riesgo y de protección, incorporando indicadores sociales y económicos y su relación con la narrativa del sujeto, sí que puede ayudar a prevenir el suicidio.
Pero aún más si cabe habría que actuar sobre la raíz del problema. Nuestra pobre tolerancia al malestar y a padecimientos de la vida cotidiana que se hubieran normalizado en otro tiempo es el producto de esa sociedad postmoderna que nos enseña la expectativa del todo y de lo inmediato. Nos hemos convertido en sanos infelices, personas muchas veces incapaces de decidir y valernos por nosotros mismos sin el acompañamiento o mediación de un técnico. La sociedad fracasa, por tanto, a la hora de regular las condiciones que permiten el pleno desarrollo del individuo en ese contexto y el "completo estado de bienestar" que la propia OMS define como salud.
Se hace imprescindible reformular el sistema de principios y valores en nuestra sociedad, cultivar desde la infancia ciertas habilidades y competencias como las de comunicación, resolución de problemas y afrontamiento. Desde las familias en los hogares hasta la formación reglada supervisada por los Estados, habría que potenciar la cohesión interpersonal, hacer a nuestros ciudadanos más empáticos hacia el dolor ajeno, más conectados con el mundo en el que viven y con la sociedad a la que pertenecen, más críticos y resilientes. Esto podría amortiguar el impacto que tienen sobre su salud física y mental los estresores a los que están y estarán expuestos. Mejorar la formación, capacitación y empoderamiento de los agentes sociales y sanitarios en primera línea de asistencia, el desarrollo de intervenciones psicoeducativas básicas en los colegios, institutos y asociaciones vecinales, y un ejercicio responsable de la labor divulgativa de los medios de comunicación permitirán sensibilizar a la población y seguir despejando el tabú que pesa sobre el tratamiento del suicidio, visibilizarlo y desestigmatizarlo, ¿pero seguro que también a prevenirlo?
Considerar que el suicidio responde casi exclusivamente a una enfermedad diagnosticable, prevenible y tratable/curable es una falacia que zanja un debate histórico y filosófico complejo, y más bien satisface nuestro narcisismo y alivia la angustia existencial y profesional. Últimamente todos los partidos e instituciones sitúan los planes de prevención del suicidio en el centro mismo de su discurso cuando abordan las políticas de salud, y el ruido que hacen es tan ensordecedor que no deja que escuchemos la voz de las personas que realmente tienen algo que contar: los afectados, las personas vulnerables que sufren ideas o intentos suicidas y los allegados de aquellos que consuman el suicidio.
Con frecuencia se acusa a la psiquiatría de medicalizar indebidamente las dificultades y malestares de la vida cotidiana, pero al mismo tiempo se nos exige pronunciarnos y dar respuesta a problemas sociales y éticos en el contexto confuso en el que vivimos. Si verdaderamente creemos que la prevención del suicidio es "un imperativo global", habría que tratarlo como una prioridad mundial e institucional, sin partidismo político, de manera evaluable, con intervenciones multidimensionales, multisectoriales, multidisciplinares y coordinadas que lograran implicar no solo a Sanidad, sino a Educación, Trabajo, Justicia y Bienestar social.