Sr. Editor:
En el artículo de Delgado-Floody y colaboradores (1) se señala que los escolares obesos tienen menor capacidad física y un mayor riesgo de presentar hipertensión arterial. Es un hecho que las alteraciones fisiológicas y morfológicas causadas por la obesidad son un factor agravante de la evolución de la COVID-19 (2). Durante la pandemia se observó que la población infantil y adolescente desarrolló trastornos en su salud mental de diferentes intensidades (3); muchos de estos trastornos suelen estar asociados con una mayor ingesta de alimentos, por lo que el riesgo de generar obesidad y sus problemas derivados también aumenta.
Entre las alteraciones fisiológicas más importantes que provoca la obesidad se encuentran el exceso de tejido adiposo, la resistencia a la insulina (IR) y la hiperactividad del sistema renina-angiotensina-aldosterona (RAAS). El aumento de la secreción de la enzima convertidora de angiotensina 2 (ACE2), producto de la hiperactividad del sistema RAAS, es un factor de riesgo debido al mecanismo de infección de la COVID-19, uniéndose el virus a esta enzima ARA2 para infectar las células. La mayoría de los pacientes con IR son obesos, por lo que tienen una mayor cantidad de células adiposas en las que encontramos una mayor concentración de ACE2 (4). El aumento de peso que se pudo generar debido a los diferentes trastornos mentales sufridos por los niños y adolescentes dado el confinamiento los convierte en un nuevo grupo de riesgo ante una nueva ola de COVID-19, ya que los hábitos alimenticios compulsivos o emocionalmente compensatorios es muy probable que se estén manteniendo aun cuando el confinamiento ha terminado en muchos países.
La ansiedad, la depresión y el estrés fueron los principales trastornos que se desarrollaron durante la pandemia; todos ellos están asociados a una mayor ingesta alimentaria y a disminución de la actividad física, lo que permite el desarrollo o la agudización de las alteraciones de la imagen corporal y el estado nutricional (5-7), en especial en la población más joven, que es la que ha presentado los mayores índices de trastornos de salud mental durante y después del confinamiento (8).
La actividad física durante la pandemia se vio deteriorada por el confinamiento indicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para tratar de controlar los contagios (9). Tanto niños como adolescentes disminuyeron su actividad física y aumentaron las horas frente a las pantallas de diferentes dispositivos (10). Estos nuevos hábitos pudieron generar un círculo vicioso centrado en aspectos psicológicos como, por ejemplo, la autoimagen, que conllevan cambios nutricionales relevantes y que pueden tener permanencia en el tiempo.
Dado todo lo ya mencionado, se hace imperativo retomar los planes y programas destinados a combatir la obesidad y el sedentarismo desde un punto de vista psiconutricional, incorporando políticas que aborden la problemática de salud mental que está presentando la población infantil y adolescente, incluyendo a los actores comunitarios y no solo a los colegios y al núcleo familiar. Los planes deben proporcionar espacios que promuevan un sistema de asistencia acorde a la realidad local, para generar intervenciones con un sentido de pertenencia y pertinencia.