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Index de Enfermería

versión On-line ISSN 1699-5988versión impresa ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.14 no.51 Granada mar. 2005

 

MISCELÁNEA


ARCHIVO

Enfermedad y cuidados en la obra de Isidoro de Sevilla. 
Siglo VII

Inmaculada García García,1 Maria del Carmen Ramos Cobos,1 Enrique Gozalbes Cravioto2

 

 

1Universidad de Granada, España

2Universidad de Castilla-La Mancha, España

CORRESPONDENCIA: Inmaculada García García, igarcia@ugr.es

 Manuscrito recibido el 27. 09. 2005

Manuscrito aceptado el 7.11.2005

Index Enferm (Gran) 2005;51:70-73

Resumen Abstract

En el presente trabajo se estudian diversos datos sobre la enfermedad y sus cuidados que aparecen reflejados en dos obras de Isidoro de Sevilla: su Regula Monachorum y las Etimologías. El análisis de estos datos ofrece un panorama acerca de los conocimientos sobre la enfermedad y su tratamiento, procedentes de la antigüedad clásica, así como muestra la preocupación por los cuidados de la salud en la vida monástica que tanta importancia estaba alcanzando en la Hispania del siglo VII.

DISEASE AND TAKEN CARE OF IN THE WORK OF ESIDORUS HISPALENSIS

In the present work are studied various data on the disease and their cares that appear reflected in two works of Isidoro Hispalensis: The Regula Monacharum and the Etymologias. The analysis of these data offers a panorama about the knowledge of the disease and their treatment, originating from the classic antiquity, as well as shows the preoccupation by the cares of the health in the monastic life that so much importance was reaching in Hispania of the century VII.

 

Introducción

Isidoro fue obispo de Hispalis, la actual Sevilla, desde el año 599 hasta el 636, fecha ésta última de su fallecimiento. Ilustre escritor de materias religiosas, a su muerte dejó una extensa producción literaria que lo convirtió en el autor más influyente del Medioevo cristiano europeo, como muestra la profusión de las copias manuscritas de algunas de estas obras. Entre ellas destacó de forma muy especial la monumental Originum sive Etimologiarum libri XX, que es conocida generalmente como las Etimologías. En esta magna enciclopedia el sabio obispo hispalense condensó una parte sustancial del saber de la antigüedad, tal y como podía ser conocido por un erudito de la Hispania visigoda.1

Mucho menos conocidas son las motivaciones y la propia estructura de los 20 libros de las Etimologías. En lo que respecta a su estructura, Isidoro partía inicialmente de las disciplinas clásicas del aprendizaje, del Trivium y del Quadrivium, que recogía materias tales como la gramática, la aritmética o la astronomía. Después se extendía sobre los conocimientos, en otros muchos libros, en distintas disciplinas, entre ellas la medicina, y otros aspectos diversos tales como la historia, la religión, la geografía o las ciencias naturales. De hecho, el propio Isidoro dejó el conjunto de la obra sin una estructura final, que tal y como la conocemos desde la Edad Media, en su división en libros, es obra de Braulio, alumno suyo y obispo de Caesaraugusta (actual Zaragoza).2

En lo que se refiere a las motivaciones de una empresa literaria tan extensa, algo que llama la atención es la constante preocupación por la etimología de las palabras, un fenómeno que se refleja en el propio título del compendio. No es meramente una atención especial, es que la etimología de las palabras constituye la preocupación principal del obispo. Así pues, lo que para nosotros es una magna enciclopedia de conocimientos, tal y como aparece reflejado en la bibliografía general, es propiamente un estudio de la etimología de las palabras. El objetivo de esta obra era realmente permitir un acercamiento a Dios, a través de una aproximación al origen de los nombres, en una conexión con la creación divina y los nombres primigenios.

La enfermedad y la curación de la misma ocupan una posición muy importante en los escritos de Isidoro de Sevilla. Debemos tener en cuenta que el desarrollo del cristianismo había centrado en el cuidado y atención de los enfermos un aspecto importante de la tarea piadosa de los buenos cristianos, que debían manifestar una continuidad respecto a las actividades sanadoras del propio Cristo. Los aspectos de curación de la enfermedad, tanto del alma como del cuerpo, van a merecer su atención.3 El influjo intelectual de Isidoro es el que explica además, por la difusión de los manuscritos de las Etimologías, que su libro IV divulgara los rudimentos de la medicina clásica en época medieval (De Pinedo, 1935; Zaragoza, 1968). La fuente principal que utilizó para documentarse fue, sin duda, el De medicina de Aulio Cornelio Celso, un escritor del siglo I de nuestra Era.

Regula Monachorum

Otra de las obras de San Isidoro que nos interesa para este estudio es su Regula Monachorum.4 En este caso debemos tener en cuenta la extraordinaria importancia que el fenómeno monástico estaba adquiriendo en todo el mundo cristiano, y mucho más en concreto en la Hispania visigoda del siglo VII, cuestión acerca de la que existe una considerable bibliografía (en especial, Robles, 1977; Campos, 1961; Sulsin, 1967). Desde la Regula de San Benito se habían multiplicado los textos que marcaban la disciplina, las tareas, las actividades y los cultos y liturgia que debían ser desarrollados en los monasterios. Precisamente el hermano mayor de Isidoro, San Leandro (que además influyó de una forma trascendental en el obispo sevillano), había escrito un texto, el De institutione virginum et contempta mundo, la cual constituía una Regula para un convento de mujeres.

A partir de este precedente muy cercano, Isidoro escribió su Regula para conventos de monjes, un texto que iba a ser trascendente, por su reiteración e influjo en otras normativas establecidas en el futuro.5 Una regulación bastante completa, una guía de actuación del monje que además estaba perfectamente adaptada a la práctica y a la realidad: su alumno y contemporáneo San Braulio, a quien además había dedicado las Etimologías, afirmaría que la regla estaba perfectamente adaptada al carácter más usual de los hispanos6.

En la Regula detectamos ese interés humano por curar y aliviar a los enfermos, en la práctica que se iba a desarrollar desde la propia organización interna del monasterio. Naturalmente aquí tienen especial presencia los cuidados que, desde la realidad del monacato en la Hispania del siglo VII, desarrollaba no un especialista en Medicina, aunque sí un monje que tenía una dedicación especial y concreta a la salud. De hecho, las dedicaciones especiales son nombradas de forma expresa por la regla isidoriana: portero, despensero, hebdomadario, hortelano, abad, prepósito, enfermero... En su Regula el obispo hispalense indicaba que los candidatos a ingresar en el monacato, aparte de la previa distribución de sus bienes a los pobres o donación al monasterio, debían ser destinados durante tres meses a la enfermería del monasterio, tiempo que permitía detectar su aptitud concreta para el tipo de vida sacrificado (Linaje Conde, 1970) .

Como bien indicó Linaje Conde, buen conocedor de la vida monástica en la Hispania medieval, los preceptos de la Regula isidoriana son una correcta muestra de la importancia que la Iglesia prestaba a la asistencia sanitaria. No abundan precisamente las referencias anteriores a la existencia de enfermerías o de hospitales en España; el escritor gaditano de agricultura, Columela, había señalado la necesidad de la existencia de una enfermería en las grandes explotaciones, para la cura de los esclavos enfermos (Wickersheimer, 1956, 90); no obstante, fue con el desarrollo del cristianismo cuando existen referencias concretas a instalaciones sanitarias, como las creadas en 580 en Emerita (Mérida) por el obispo Masona (Zúñiga, 1956).

Así en la Regula isidoriana se indica que el encargado de este menester debía tener unas especiales aptitudes para el desempeño de estas tareas; igualmente se establecía que en el monasterio se debía destinar un espacio especial para el cuidado de los enfermos. Y además, ese espacio y la atención recibida debe de ser tal que permitiera el correcto ánimo espiritual del enfermo: “deben ser atendidos con tales servicios que ni echen de menos el afecto de los parientes ni las comodidades de la ciudad” (Hernández Conesa, 1999, 46-47). Destacamos en estas breves alusiones la importancia del apoyo humano en el cuidado del enfermo.

Isidoro atiende la cuestión de la enfermedad entre los monjes, el De infirmis fratribus, en el capítulo XXII de su Regula Monachorum. Así en la regulación en la que se ocupa en concreto del reparto de trabajos en el monasterio, después de hablar de los trabajos especializados, tales como la fabricación del pan, el curtido, la confección de calzados, el tejido de la lana y el cosido de los vestidos, o la reparación de edificios, incluye otra actuación especializada, la del monje que tenía a su cargo los cuidados de enfermería: “el cuidado de los enfermos debe ponerse en manos de un monje sano y de vida observante que pueda dedicar toda su solicitud a los enfermos y cumpla con la mayor diligencia todo lo que exija la enfermedad”7.

Este monje encargado de la enfermería debía tener unas condiciones especiales de abnegación: “debe prestar sus servicios a los enfermos de modo que no pretenda comer de los alimentos de éstos”. De hecho, es precisamente la administración de una dieta adecuada la que debe servir sobre todo para la curación: “a los enfermos debe servirles alimentos más adecuados hasta que recobren la salud”. Como podemos observar aquí, el plan de cuidados presente en Isidoro de Sevilla estaba basado en la dietética, buscando la armonía espiritual y el cuidado en el modo de vida.

Frente a la enfermedad, como todo exceso considerado vicio, debe atenderse con el cuidado de la correcta moderación. De una forma precisa se indica que el ayuno, preceptivo para los monjes en buen estado de salud, debía evitarse en los niños y los ancianos, los primeros por estar en proceso de formación, los segundos debido a la fatiga de los años (Isidoro, Regula XII). De la misma forma, San Fructuoso, en el capítulo XIX de su Regla, equiparaba a enfermos y ancianos, los dispensaba del cumplimiento general de los horarios, y les asignaba una ración sobrealimenticia (Linaje Conde, 1970, 215).

 

De Medicina

De una forma más precisa, Isidoro trata del cuidado de los enfermos y de los medios de curación en el capítulo IX de su libro De Medicina incluido en la magna obra enciclopédica. Los términos de referencia antitéticos son la salud y la enfermedad. La salud la define como la integridad del cuerpo en una templanza en relación con la naturaleza: “salud es la integridad del cuerpo y la templanza en la naturaleza, que procede de lo cálido y lo húmedo que es la sangre” (Isidoro, Etim.. IV, 5, 1). La enfermedad estaría significada por un conjunto de padecimientos del cuerpo, en una ruptura del equilibrio. Para recuperar el equilibrio estaba el plan de cuidados más correcto: “entre la salud y la enfermedad se encuentra el plan de cuidados, que en caso de no ser el conveniente no proporciona la salud” (Isidoro, Etim.. IV, 5, 2).

 

 

Allí señala tres métodos para la curación de los enfermos, volviendo con ellos a conseguir el equilibrio adecuado:

a) La farmacia que se basaba en el uso de los medicamentos.

b) La cirugía, que se basaba en la operación en el cuerpo, realizada con las manos del médico, mediante la incisión; esta cirugía con instrumentos debe efectuarse cuando no se produce curación con medicamentos.

c) La dieta, a la que define como la observancia de la ley y de la vida, que consiste en seguir un determinado régimen (Isidoro, Etim.. IV, 9, 2-3).

No cabe duda de que la visión de la enfermedad y de la curación en Isidoro de Sevilla es eminentemente hipocrática. Así el erudito hispalense habla de los cuatro humores, la sangre, la hiel o bilis negra, la melancolía o bilis amarilla y la flema. En esta interpretación, la combinación de estos cuatro humores puede producirse mediante el equilibrio, que significaba la salud, o mediante la falta de moderación que traería consigo la enfermedad (Isidoro, Etim.. IV, 5, 3). De esta forma, la medicina era entendida por Isidoro, desde el planteamiento hipocrático, sobre todo como una dietética que perseguiría que el hombre recuperara la armonía. Este planteamiento no debía encontrarse en Celso, su fuente principal, sino que mucho más propiamente es un legado dejado en la medicina por Galeno, en el siglo II (García Ballester, 1972; López Piñero, 1985).

El equilibrio podía buscarse bien mediante elementos ex contrariis, bien por elementos ex similibus. Así aplicaba un ejemplo de remedio en la aplicación de las vendas en función de la forma de las heridas: “para una herida redonda se emplea un vendaje o ligadura redonda, y una alargada para una alargada. La ligadura no debe ser de la misma clase en todos los miembros del cuerpo, ni tampoco en todas las heridas, sino que debe tener una forma semejante a la herida o a la llaga que pretende curar” (Isidoro, Etim.. IV, 9, 6).

Seguidamente Isidoro expone la existencia de la curación a partir de los diversos fármacos entonces conocidos. Así dedica cierta atención a los antídotos, la hiera, la arteriaca, la catartica o purgante, la triaca o antídoto del veneno de las serpientes, la catapocia o píldora que se tomaba en pequeñas dosis, el diamoron o jugo de la mora, el diacodión o jugo de la adormidera, el diaspermaton que se formaba por semillas, el electuario que se tomaba con facilidad, el trocisco o pastilla que tenía forma de rodaja, el colirio que servía para los ojos, el epitema que precedía a otros remedios, la cataplasma porque en solitario era remedio, el emplasto porque se ponía sobre la piel, o la malagma porque se maceraba sin necesidad de fuego (Isidoro, Etim. IV, 9, 7-11).

La peste

No es nuestro objetivo ahora el desarrollar los diversos aspectos referidos a la enfermedad, tal y como aparecen reflejados en el obispo hispalense. Su clasificación en enfermedades agudas, crónicas y de la piel, sigue la más asentada tradición clásica, en concreto las líneas que habían apuntado los escritores romanos de medicina como Celso y Galeno. Su preocupación es no sólo la de mencionar sus características, sino indicar los consabidos orígenes de su denominación. Ahora bien, si todas estas enfermedades muestran esa caracterización más clásica, una de ellas señala el indudable signo de los nuevos tiempos: nos referimos a la peste.

Es cierto que el concepto de peste o de pestilentia tenía en su tiempo ya una larguísima tradición. Podemos recordar las famosas plagas bíblicas, la voraz peste que asoló Atenas en el 431 a. C., o las pestes que asolaron el Imperio Romano en los siglos II y III. La descripción de sus síntomas, de sus características, parecen reflejar que siendo pavorosas pandemias, ninguna de ellas correspondía con la famosa Peste Bubónica, es decir, con la Peste Negra. No obstante, desde su irrupción en el siglo VI, en época del emperador bizantino Justiniano, la peste bubónica se había extendido por el Mediterráneo, llegando hasta el extremo de la Península Ibérica.  

Los primeros datos que Isidoro recoge al respecto de esta enfermedad reflejan justamente la tradición clásica, en un contexto que indica la inexistencia de remedios conocidos contra este terrible mal. En su testimonio, la peste era una enfermedad de fuerte contagio, que teniéndola uno pasaba con muchísima rapidez a las personas que le rodeaban. Siguiendo la creencia helénica al respecto,  afirmaba que el origen de este mal se hallaba en la corrupción del aire, reflejando que penetraba en las vísceras que era donde tenía sus principales efectos. No obstante, el obispo cristiano no podía menos que considerar que si físicamente la peste se producía por una afección del aire, la misma se debía a la voluntad divina (Isidoro, Etim.. IV, 6, 17), con lo que dejaba en pie la insinuación de un castigo derivado de unos culpables.

Hasta aquí el conocimiento de la antigüedad greco-romana, sazonado con la visión de la actuación divina. No obstante, seguidamente Isidoro integraba unos datos que eran muy recientes, puesto que se referían de forma indudable a la peste bubónica, o inguinal, extendida desde el siglo VI, y cuyos brotes pandémicos eran una triste realidad en su época: “también se llama inguinal, debido a la afección de la ingle. Igualmente se conoce con el nombre de Lues, que viene del latín Labes. Es tan aguda que no hay tiempo para esperar, pues viene la enfermedad de una forma repentina, y con ella la muerte” (Isidoro, Etim.. IX, 6, 19).

En resumen, los escritos de Isidoro de Sevilla son un reflejo de la permanencia del saber clásico. Los aspectos médicos del conocimiento permanecen, pese a los nuevos condicionantes sociales que eliminan la existencia de profesionales de la salud. Pero el cuerpo doctrinal se enriquece con una nueva ética, aportada por el cristianismo, que une la curación del cuerpo y la del alma. El cuidado de los enfermos en los monasterios, tal y como aparece reflejado en las Reglas monásticas (tales como la isidoriana) es un buen reflejo de la nueva realidad. Y también aparece, en este caso en las Etimologías, una novedad referida a un terrible mal, el de la peste bubónica, y que no tenía remedios conocidos. Ese primer gran brote de peste bubónica había surgido en el siglo VI (peste de Justiniano), y no desapareció hasta dos siglos más tarde. Sería el precedente de la peste bien conocida, la Muerte Negra, que asoló el Mediterráneo desde mediados del siglo XIV.

Notas

1. La bibliografía sobre San Isidoro de Sevilla, proclamado Doctor de la Iglesia en 1722 por el Papa Inocencio XIII, es muy extensa. Como trabajos fundamentales más modernos destacamos los de Díaz y Díaz, 1993, en la introducción muy extensa a la obra, y Fontaine, 2002. Igualmente sobre el escritor en su contexto histórico, ver González y Arce 2002.

2. La edición y traducción de las Etimologías utilizadas es la de Oroz, J. y Marcos, publicada en 1993 por la Biblioteca de Autores Cristianos. Una edición anterior del libro de Medicina fue publicada con el título Ethimologiarum liber IIII: de Medicina, Barcelona, 1945. Otra traducción de las etimologías, más imperfecta, había sido publicada con anterioridad por Cortés, J. L., Madrid, 1951.

3. La cuestión ya fue objeto de atención en el estudio decimonónico, verdadero punto de partida de la Historia de la Medicina en España, de Peset, 1962. Después también ha merecido la atención de múltiples estudiosos, sobre todo Oliaro, 1935; Zaragoza, J. R., 1966-1967.

4. Las Reglas de San Isidoro y de San Leandro han sido editadas por Campos y Roca, 1971.

5. Isidoro, Regula Monachorum II: “hemos decidido seleccionar unas cuantas normas en estilo popular y rústico con el objetivo de que podais comprender con toda facilidad como debeis conservar la consagración de vuestro estado”. Sobre los primeros siglos del monacato hispano es fundamental la obra de Linage Conde, 1973.

6. La Regula Monacharum de Isidoro aparece recogida y traducida en la edición de Campos y Roca, 1971. Vid. el estudio de Sotomayor y González, 1979, 635 y ss.

7. En la Regula mencionada de su hermano Leandro, para un convento de monjas, publicada en el mismo compendio citado en la nota 5, en su capítulo XV se indica que los cuidados sanitarios dependen mucho más del enfermo que de la propia enfermedad.

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