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Index de Enfermería

versión On-line ISSN 1699-5988versión impresa ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.31 no.2 Granada abr./jun. 2022  Epub 21-Nov-2022

 

Editorial

Silenciar el saber de las mujeres es negar la esencia del cuidado

Sonia Herrera-Justicia1 

1Coordinación Docente, Fundación Index. Cátedra Index ICS. UCAM-Fundación Index, Granada, España

Cuidar es por encima de todo, un acto de vida. Es una necesidad humana, ya que los cuidados representan prácticas y rituales que garantizan la supervivencia individual y de la comunidad.1 Este cuidado emerge de estructuras cotidianas, principalmente del hogar, y se crea a través de la experiencia de vida de los que lo habitan. Dar alimento, inculcar maneras de hacer, garantizar la vestimenta o el hábitat, entre otras acciones tan habituales, son el fundamento y el sentido de todos los cuidados.2 Pero, si el cuidado es aquello que nos permite existir ¿por qué se insiste en invisibilizar aquel que nace de lo cotidiano?, ¿por qué se infravalora a las mujeres que cuidaron?

Es innegable que los cambios sociales de nuestra era han modificado también la vida de la mujer: la incorporación al mercado laboral o la participación, aunque en menor medida, de otros agentes en el cuidado, son algunas de las trasformaciones observables.3 Pero es llamativo como la mujer, independientemente de si pertenece a las generaciones más jóvenes o más mayores, aún sigue siendo la principal transmisora y referente en las prácticas del cuidado en la familia.4 Esto nos invita a una reflexión y es que el valor del saber que emana del espacio doméstico o del hogar permanece, al igual que sobrevive el rol de la mujer como fuente de sabiduría popular. Aunque este hecho en el presente pueda resultar extraño, la historia nos muestra que las prácticas de cuidado han estado vinculadas fundamentalmente a la mujer. Este saber repleto de simbología, ha configurado y ha estado presente durante todo el ciclo vital de una persona: desde el nacimiento hasta la muerte.2

Entender la carga simbólica del cuidado es fundamental, pues no se trataba de únicamente asegurar la vida, sino que, a través de los cuidados, al compartirlos y transmitirlos con otras mujeres, expresaban su relación con el mundo.5 Puede parecer que el cuidado y su entramado era algo banal, pero nada más lejos de la realidad, la forma en cómo se desarrollaba el cuidado aludía a la complejidad de vivir siendo mujer. Cuando una mujer se disponía a cuidar no solo lo hacía por el deber o la voluntad de ayuda mutua, sino que este saber lo expandía con la intención de enseñar a las generaciones más jóvenes y a otras mujeres (vecinas o amigas) a “cuidar de” y cuidarse. Esta transmisión permitía que sus conocimientos se expandieran más allá de la familia, pero además constituía una estrategia adaptativa por parte de las mujeres.4 A través de la conversación, que era la forma en cómo se comunicaban y que ha sobrevivido a multitud de culturas y contextos, la mujer ha tenido acceso a un perfil de género altamente cualificado que ha sido invisibilizado.5,6 Esta estrategia permitía a las mujeres enriquecer su propia vivencia y encontrar una nueva forma de estar en el mundo. Compartían remedios, técnicas, conocimientos sobre cómo cuidar, intercambiaban consejos y vivencias. Se tejía toda una red de solidaridad femenina basada en la igualdad, pues todas solían pertenecer al mismo nivel socioeconómico y familiar.5 Era habitual que, de esas redes, emergiesen mujeres que eran reconocidas como autoridad: eran referentes para ejercer unos cuidados determinados, de tal forma que no solo actuaban en el seno familiar, sino que eran importantes también para toda una comunidad: el cuidado les daba poder.4,5

Precisamente, por el poder de estas prácticas, la Iglesia durante siglos persiguió, castigó y silenció a las mujeres que las elaboraban y transmitían. Hoy, en pleno siglo XXI, los que actúan bajo el paradigma de la medicalización, desplazan y anulan los cuidados cotidianos.2 Esto es lo que Foucault llamó el control social de la Medicina.7 La medicalización expropia la salud e incapacita a las personas para actuar por sí mismas. Vivimos impregnados de los valores posmodernos, en el que el progreso es una ilusión que desecha el pasado. Hemos interiorizado una falta de interés y un desconocimiento por aquello que se produjo en nuestros márgenes, por las manos que cuidaron, por las mujeres que cobijaron la vida de generaciones completas.8 El cuidado primigenio, aquel que emana del entorno doméstico y se practica en la cotidianidad, ha sido posible gracias a las mujeres.9 Pero en el presente, cuando se habla de entorno doméstico u hogar, en ocasiones se tiende a tacharlo de forma peyorativa, como un espacio de opresión, del que no puede nacer nada genuino y que, por supuesto, habría que desvincularlo del rol de la mujer actual.4 Lo cierto es que el saber popular se ha perpetuado en la memoria de las mujeres. Y esto es debido en gran medida a que, a pesar de que se ha transformado, ha sabido adaptarse y permanecer durante generaciones. Hoy día el entorno doméstico no puede ser entendido como un espacio inerte, cerrado y agónico.10 Al contrario, está tejido por una red de relaciones complejas, que van más allá del núcleo familiar.

La complejidad y el poder que radica en el cuidado familiar han sido contemplados por las ópticas reduccionistas como algo fútil o carente de valor. Desde el discurso de la modernidad se nos ha hecho creer que el conocimiento considerado científico es el único válido.2,4 Esto es un signo de violencia cultural. En la actualidad, se discrimina el saber familiar por su modo de transmisión: la oralidad frente a mecanismos institucionalizados. Esa oralidad es la que consigue que el saber doméstico sea un saber compartido y no cerrado, como es el caso del conocimiento biomédico. Valorar el saber doméstico, y por ende el saber de la mujer, pasa por hacer una distinción entre el conocimiento sustentado en el poder y el sustentado en la autoridad.5 Mientras que el primero es un saber al que solo se puede acceder mediante mecanismos institucionalizados, la autoridad tiende a compartir lo que sabe con el objetivo de ayudar a los semejantes.4,5 Un saber hermético frente a otro en continua expansión.

El reto pasaría por reconocer y valorar el saber doméstico, que supone un “lugar de resistencia” frente a las prácticas de Occidente.11,12 Un saber transmitido por las mujeres que afirman su presencia relacionándose fuera de lo que se considera normal en la sociedad posmoderna. El saber que nace del hogar ha sabido inspirar a otras mujeres, sirvió para el avance de la medicina y la herbolaria, y lo más importante es que gracias a esta transmisión nuestra identidad cultural se potencia y encuentra su sitio en una sociedad medicalizada.4,8 Pero este saber no solo pertenece al pasado, sino que ha sabido adaptarse a los cambios culturales: no es extraño encontrarse a mujeres compartiendo lo que saben de cuidados a través de las redes sociales o de un teléfono móvil. Con esto, expanden su ámbito de actuación, incrementan el potencial transformador de estas prácticas y además hacen posible el rescate de algunos saberes familiares.13

Reconocer el valor social del cuidado cotidiano es algo imprescindible no solo para las mujeres sino también para la Enfermería. Como se preguntaba Collière: “¿de qué sirve tratar sino se tiene en cuenta todo aquello que promueve la vida?”. 2 Con la medicalización, la Enfermería ha perdido de vista el fundamento del cuidado, que no es otro que garantizar la continuidad de la vida. La práctica profesional no se entenderá si no se relaciona con la historia cuidadora de la mujer. La identidad enfermera se encuentra en reconocer la singularidad de cada persona en su acto de cuidar y revitalizar las prácticas familiares.1,2

Es crucial visibilizar y reconocer este conocimiento, darles voz a las mujeres que uniendo experiencia, estrategia y creatividad han sido y son capaces de preservar la identidad de una comunidad. Las mujeres creceremos unidas, reconociendo lo que mujeres de otras generaciones hicieron por nuestra existencia: mujeres que cuidaron en situaciones verdaderamente hostiles. El cambio no está en negar lo que fuimos sino en situar el acto de cuidar como imprescindible e indispensable.

En la sociedad líquida, lo radical y lo innovador es volver a la raíz. El patrimonio de conocimiento que portó y sigue portando la mujer merece nuestro reconocimiento, no nuestro olvido.

Bibliografía

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