Introducción
La dinámica del bullying, no es una dinámica fija y estable, sino que es un proceso de acoso que se desarrolla mediante cinco fases que hacen alusión al proceso en el que se ve implicada una víctima ante una situación de acoso escolar (Piñuel y Oñate, 2007). Dicho proceso, comienza a partir de la incidencia, a través del propio acoso y estigmatización. Una vez ocurrido, ocurren tanto el origen como la latencia del daño provocado a la víctima, y como consecuencia de ello, las manifestaciones somáticas o psicológicas que la víctima experimenta, traduciéndose en sentimientos de inferioridad, o exclusión.
Además, también son destacables los efectos de estas conductas violentas en cuanto a su difusión en el contexto social. Siguiendo a Sullivan, Cleary y Sullivan (2005) también establecen cinco niveles en cuanto al proceso de propagación que conlleva una agresión. En este sentido, comparte con el proceso anterior el primer nivel o paso, que se trata de la incidencia del acoso propiamente dicho. A continuación, intervienen en el mismo todo el personal que se encuentra alrededor de la víctima, tanto en el contexto escolar (compañeros, profesores…) como en el contexto familiar. Por lo que, a partir de este momento, deja de ser un acto entre el agresor y la víctima solamente. Los siguientes niveles están relacionados con la toma en consideración de los hechos, y en la propuesta de distintos tipos de intervenciones ante la ocurrencia de los mismos.
Es por tanto Olweus (1978), quien define e identifica tanto al bullying como a sus protagonistas por primera vez (Ruiz, Riuró y Tesouro, 2015), es decir, agresor, víctima y observador. Atendiendo a cada uno de ellos, el agresor es quien realiza la acción dañina, la víctima quien es sometido a tal acción y el perjudicado, y el observador, que es un mero curioso cómplice de la situación.
En una aportación más reciente, Avilés (2006) establece la importancia de tales roles en la dinámica y desarrollo de estos episodios, la cual está caracterizada por relaciones asimétricas entre los agresores, que intentan dominar e intimidar a la víctima y convertir al espectador en un cómplice activo o silencioso que apoya esta situación (Quintana, Montgomery y Malaver, 2009). Siendo por lo tanto los tres roles protagonistas que forman parte de la violencia escolar como un proceso (Polo del Río, Mendo, Fajardo y León del Barco, 2017).
Al respecto, destacan las aportaciones de otros autores, como Cerezo (2002), quien posee una visión social de este fenómeno y junto con ello, distingue tres tipos de subgrupos sociométricos que se pueden encontrar dentro de un mismo grupo: El primero de ellos, formado por alumnos que gozan de popularidad entre el resto. El segundo grupo compuesto por alumnos aislados, que suelen quedar al margen. Y, el tercer grupo, integrado por aquellos alumnos rechazados que no gozan de popularidad.
Si nos centramos en los episodios violentos que suceden en el contexto escolar, parece claro identificar cada uno de estos grupos con los roles a los que venimos refiriéndonos. Y es que, desde esta visión, se considera que la posición, la ascendencia y el nivel de social tienen una gran relevancia en el sostenimiento y fomento del bullying, relacionándose cada uno de estos tres subgrupos con un rol: Agresor, víctima y observador (Salmivalli, 2010).
A pesar de que la delimitación de los tres roles formulados por Olweus (1991) gozan de una amplia aceptación, hemos de mencionar que existen otras clasificaciones de los roles implicados en la violencia escolar, como es el caso de las aportaciones de Stephenson y Smith (1987) quienes distinguen cinco roles: Agresores, agresores ansiosos, víctimas, víctimas provocativas y agresores-víctimas. O la aportación de Salmivalli, Lagerspetz, Björkqvist, Österman y Kaukiainen (1996), diferenciando seis roles distintos: Agresor, reforzador del agresor, ayudante del agresor, defensor de la víctima, ajeno y víctima. Así como también, es destacable la clasificación de Ortega y Mora-Merchán (2000), quienes distinguen entre agresores, víctimas, agresores victimizados y espectadores.
Por lo tanto, indistintamente de las aportaciones a las que hagamos alusión, es clara la identificación de tres grandes roles implicados en la violencia escolar. Entrando de lleno en las características de cada uno de ellos.
En cuanto a los agresores, son considerados alumnos impulsivos, con escaso autocontrol (Martos y Del Rey, 2013), una baja tolerancia a la frustración, y dificultades para cumplir las normas (Díaz-Aguado, 2006), una baja capacidad de autocrítica, escaso ajuste social, amplia necesidad de autoafirmación (Albadalejo, 2011). Los cuales gozan agrediendo a otra persona, sin motivo alguno, asociando la agresión a la popularidad, o en la creencia de que algunos compañeros son merecedores de la agresión, o por simple diversión.
En lo que respecta a las características físicas, generalmente son hombres de mayor edad que sus víctimas, y físicamente fuertes (Ruiz et al., 2015), con una actitud negativa ante la escuela (Martos y del Rey, 2013), así como un bajo rendimiento académico y relaciones negativas con el profesorado (Díaz-Aguado, 2006).
Por otro lado, las víctimas suelen ser alumnos aislados, sin apoyo, con bajo nivel de aceptación y alto nivel de rechazo (Sierra, 2009), ansiosos, vulnerables, indefensos e inseguros, no poseen la capacidad de reacción ante la situación en muchas ocasiones, y poseen una baja autoestima (González, 2012; Rose, Monda Amaya y Espelage, 2011). Esta falta de inseguridad y asertividad, les conduce por lo tanto a tener una imagen muy negativa sobre ellos mismos (Albadalejo, 2011), un tipo de personalidad pobre, o algún rasgo físico distinto (Armero, Bernardino, y Bonet, 2011; Díaz-Aguado, Martínez y J. Martín, 2013).
En lo que respecta al terreno escolar, el verse implicado como víctima puede influir o no en el rendimiento académico, y un sentimiento mayor de miedo en el centro escolar acompañado de indefensión (Martos y del Rey, 2013). Autores como Rigby (1996) van más allá, argumentando incluso que las víctimas pueden llegar a padecer trastornos psicosomáticos, como dolores, así como no querer asistir al centro escolar, unos bajos rendimientos académico, dormir mal, retraerse… acompañados en la mayoría de las ocasiones del silencio imperante ante lo que está sucediendo.
En el caso de los observadores, pueden posicionarse de dos grandes maneras: Ser meros espectadores de la situación que contemplan sin hacer nada ante ello (Ruiz et al., 2015), apoyando con su silencio, de manera encubierta y pasiva al agresor (Cerezo y Sánchez, 2013) y no enfrentándose al mismo, bien por miedo (Trautmann, 2008) o bien porque consideran que la situación de conflicto no va con ellos (Molina y Vecina, 2015), dotando a los agresores de cierto apoyo implícito (Díaz-Aguado, Martínez y G. Martín, 2004). O por el contrario, poseer un papel mucho más activo en el que muestren su desagrado ante los hechos y apoyen a la víctima (Cuevas y Marmolejo, 2016). Siendo en este caso la adopción de esta postura esencial a la hora de detener el desarrollo del bullying (Garaigordobil y Aliri, 2013; Polo del Río et al., 2017).
Además de las características propias de cada rol, si revisamos la literatura existente, también aparecen en la misma las consecuencias a las que están expuestos cada uno de estos roles (Garaigordobil, 2017; Lara-Ros, Rodríguez-Jiménez, Martínez-González y Piqueras, 2017; Larrañaga, Yubero, Ovejero y Navarro, 2013; Morales, Yubero y Larrañaga, 2016). Las cuales se corresponden con la tendencia a que, a través del empleo de la violencia se llegue a la delincuencia en el caso de los agresores (Ortega, 2000). La exclusión y las dificultades para relacionarse por parte de las victimas (Martínez-Otero, 2005). Así como el fomento de sentimientos de desvaloración, ansiedad, insatisfacción, culpa, soledad o fobias e inseguridad que dan lugar a la aparición y afianzamiento de sentimientos negativos sobre ellas mismas (Morris, Zhang y Bondy, 2006; Storch et al., 2005) o comportamientos negativos asociados a la hostilidad y la agresividad (Garaigordobil, 2015; Santos y Romera, 2013) y la presencia de niveles bajos de empatía (Cerezo y Sánchez, 2013) que pueden dar lugar a alternaciones psicosociales y psicopatológicas (Garaigordobil, 2011) fundamentados a partir de una idea errónea sobre la violencia escolar como algo normal (Puértolas y Montiel, 2017) en el caso de los agresores.
En cualquier caso, las consecuencias de estos actos afectan a los tres roles implicados en esta dinámica a la que venimos haciendo alusión (Inglés et al., 2014), destacando entre ellas la gran probabilidad de sufrir desajustes psicosociales y/o trastornos psicopatológicos (Ruiz et al., 2015). Pese a que la peor de las consecuencias de este fenómeno es el suicidio, no menos importantes son el resto de consecuencias a las que puede dar lugar, ya que, aunque no son tan desmedidas, sí interceden en la salud, la calidad de vida, el bienestar y el desarrollo personal de los implicados (Garaigordobil, 2013).
Por todo ello, el objetivo de este trabajo es identificar la influencia que ha tenido el estar implicado en la dinámica del bullying en los niveles de Inteligencia Emocional de cada uno de los tres roles existentes.
Método
El método empleado es correlacional correspondiente con un diseño ex post facto, de carácter retrospectivo y comparativo, ya que se comparan los tres roles implicados en la dinámica del bullying (agresor, víctima y observador) con una variable dependiente, que en este caso, se corresponden con cada uno de los niveles de la Inteligencia Emocional.
Participantes
La muestra está compuesta por estudiantes de tercer y cuarto curso de sus estudios de Grado, en concreto, se corresponden con el Grado de Educación Social de la Universidad de Almería (España), los cuales han sido seleccionados mediante un muestreo aleatorio simple, siendo un total de 175 sujetos.
La edad media de la muestra es de 25.79 años, con una desviación típica DT = 8.01. En cuanto al sexo, el 22.9 % (N = 40) son hombres, y el 77.1 % (N = 135) mujeres. Y en cuanto al curso, pertenecen al tercer curso el 42.9 % (N = 75) y al cuarto curso el 57.1 % (N = 100).
Instrumentos
Se han empleado tres instrumentos en este estudio. El primero de ellos, un instrumento elaborado “ad hoc” cuyo objetivo fue recabar información de tipo sociodemográfico sobre la muestra, en cuanto a cuestiones como la edad, el sexo, la titulación, o la formación en el contexto educativo.
El segundo instrumento empleado es el Trait Meta Mood Scale-24 (TMMS-24) elaborado por Fernández-Berrocal, Extremera, y Ramos (2004) el cual se corresponde con una adaptación del Trait Meta-MoodScale (TMMS) elaborado por Salovey, Mayer, Goldman, Turvey y Palfai (1995) cuya finalidad es evaluar la Inteligencia Emocional percibida por el sujeto. El cual está compuesto por veinticuatro ítems que evalúan las tres dimensiones de la Inteligencia Emocional aportadas por el modelo de Salovey y Mayer (1990): percepción, comprensión y regulación de las emociones. Siendo ocho los ítems que evalúan cada uno de esas dimensiones (Rey y Extremera, 2012; Rueda y López, 2013).
Las propiedades psicométricas de este instrumento son apropiadas (Fernández-Berrocal et al., 2004). En concreto, el α de Cronbach es de = .90 para la percepción de las emociones, =.90 para la comprensión de las emociones, y =.86 para la regulación de las emociones (Cazalla-Luna, Ortega-Álvarez y Molero, 2015), al igual que posee una fiabilidad test-retest favorable, atención = .60; claridad = .70 y reparación = .83 (Extremera y Fernández-Berrocal, 2005). En el caso de este trabajo Alpha de Cronbach = .94 para la atención emocional, Alpha de Cronbach = .98 para la comprensión de las emociones, y Alpha de Cronbach = .89 para la regulación de las emociones.
El tercer instrumento empleado es el Cuestionario sobre maltrato entre iguales en la escuela (Nicolaides, Toda, y Smith, 2002). Cuyo objetivo principal es evaluar distintos aspectos de la violencia escolar, tomando en este caso como referencia la visión de los profesionales de la educación, por medio de siete bloques que hacen alusión tanto a la experiencia personal, los conocimientos y creencias sobre el bullying, la percepción e identificación de características propias tanto de los agresores, como de las víctimas, la intervención ante estos hechos, las estrategias empleadas y recomendadas al alumnado ante ello, y la valoración de la propia formación como profesionales de cara a esta temática (Benítez, Berbén y Fernández, 2006). Dando lugar todo ello, a un total de cuarenta y cinco ítems, organizados mediante quince cuestiones. En concreto, para este trabajo, de todos los ítems que componen el mismo, se han utilizado únicamente los que están destinados a la recogida de información que esté relacionada con la propia experiencia como agresor, víctima y observador.
El Alpha de Cronbach de este instrumento obtenido en otros trabajos = 0.94 (Benítez et al., 2006). Mientras que en el caso de este trabajo el Alpha de Cronbach = .97.
Procedimiento
Se facilitó al alumnado mediante el aula virtual de distintas asignaturas un enlace en el que podían acceder a la información y realización del cuestionario. Previamente a ello, dicho cuestionario había sido creado en la plataforma de encuestas “Lime Survey”.
Análisis de datos
El análisis de datos se ha realizado mediante el análisis estadístico descriptivo en cuanto a cada rol. Además de las pruebas t de Student para grupos independientes, en este caso aplicada con variables como cada uno de los citados roles. La realización de todas estas pruebas tuvo como finalidad no solamente medir las puntuaciones obtenidas en cuanto a la Inteligencia Emocional percibida, sino también analizar la posible existencia de diferencias entre cada grupo. Para finalizar, en aquellas situaciones en las que se encontraron diferencias estadísticamente significativas, se calculó la d de Cohen (1988) para medir el tamaño del efecto. Todo ello a través de la utilización del programa de análisis estadístico SPSS en su versión 23.
Resultados
Frecuencias de cada uno de los roles implicados en la dinámica del bullying
En primer lugar, se pidió a la muestra que señalara entre nunca, ocasionalmente, algunas veces o frecuentemente las veces que se habían visto implicados en algún episodio relacionado con la violencia escolar, ya fuera como víctimas, como agresores, o como observadores.
En el caso del rol de víctima, el 26.9 % (N = 47) de la muestra manifestó no haber sido nunca víctima. El 26.9 % (N = 47) manifestó haber sido víctima en algunas ocasiones (dos o tres veces). El 7 % (N = 4) respondió haberlo sido pocas veces cada año o a menudo durante un mismo año. Y 42.3 % (N = 74) respondieron haber sido víctimas de forma frecuente.
En el caso del rol, de agresor, el 67.4 % (N = 118) nunca había sido agresor, mientras que un 12.6 % (N = 22) lo habían sido ocasionalmente, un 20 % (N = 35) lo había sido algunas veces, y un 0 % (N = 0) lo habían sido frecuentemente.
Mientras que, en el caso de los observadores, el 15.4 % (N = 27) no lo había sido nunca, el 82.3 % .(N = 144) de forma ocasional, el 1.1 % (N = 2) lo habían sido algunas veces, y el 1.1 % (N = 2) frecuentemente. En la tabla 1 se presentan las frecuencias de respuesta de cada uno de los tres roles.
Víctimas | Agresores | Observadores | ||||
---|---|---|---|---|---|---|
Frecuencia | N | % | N | % | N | % |
Nunca | 47 | 26.9 % | 118 | 67.4 % | 27 | 15.4 % |
Ocasionalmente | 47 | 26.9 % | 22 | 12.6 % | 144 | 82.3 % |
Algunas veces | 7 | 4 % | 35 | 20 % | 2 | 1.1 % |
Frecuentemente | 74 | 42.3 % | - | - | 2 | 1.1 % |
Una vez analizadas las frecuencias de cada uno de los roles implicados en la dinámica del bullying, los mismos fueron recodificados en nuevas variables de cara a identificar si cada uno de los roles habían sido desempeñados o no. De tal manera, nunca fue considerado como no, y ocasionalmente, algunas veces y frecuentemente como sí. De tal manera, del total de la muestra, un 26.9 % (N = 47) no habían sido víctimas, y un 73.1 % (N = 128) sí lo habían sido. Un 67.4 % (N = 118) no habían sido agresores, y un 32.6 % (N = 57) sí lo habían sido. Y un 1.1 % (N = 27) no habían sido observadores, y un 84.6 % (N = 148) sí lo habían sido.
Tal y como se observa en la Tabla 2, el rol más ejercido por la muestra es el de observador, y en segundo lugar el de víctima. Mientras que el menos ejercido se corresponde con el rol de agresor.
Influencia del desempeño de cada rol en los niveles de Inteligencia Emocional
De cara a conocer la posible influencia del rol desempeñado en los niveles de Inteligencia Emocional se realizaron con cada uno de ellos una prueba t. De tal manera, en el caso de las víctimas y las no víctimas (Tabla 3) los resultados indican que no existen diferencias significativas entre ambos en atención emocional (t(175 = 1.92, p = .05), claridad emocional (t(175) = 1.59, p = .11), ni en reparación emocional (t(175 = 0.81, p = .41). Es decir, los resultados obtenidos a partir de la prueba t para muestras independiente, no muestran diferencias estadísticamente significativas en ninguna dimensión entre aquellos participantes que han sido víctimas y los que no lo han sido.
TMMS-24 | Inteligencia emocional | t | p | |||||
---|---|---|---|---|---|---|---|---|
No víctima | Víctima | |||||||
N | M | DT | N | M | DT | |||
Atención emocional | 42 | 31.69 | 4.40 | 123 | 29.05 | 8.48 | 1.92 | .05 |
Claridad emocional | 42 | 31.45 | 4.53 | 123 | 29.15 | 8.95 | 1.59 | .11 |
Reparación emocional | 42 | 29.21 | 5.13 | 123 | 28.17 | 7069 | .81 | .41 |
Por otro lado, en cuanto a los que habían sido o no agresores, los resultados muestran que no existen diferencias en claridad emocional (t(175 = 1.28, p = .20), ni en reparación emocional (t(175 = 0.29, p = .77). Pero sin embargo, los resultados obtenidos aportan la existencia de diferencias estadísticamente significativas en atención emocional (t(175) = 2.99, p < .001, d = .47). Y, por tanto, se puede afirmar que los que no han sido agresores (M = 30.93) obtienen puntuaciones más elevadas que los que sí lo han sido (M = 27.16). Siendo El tamaño del efecto moderado (d < .50), Tal y como muestra la Tabla 4.
TMMS-24 | Inteligencia emocional | t | p | d | |||||
---|---|---|---|---|---|---|---|---|---|
No agresor | Agresor | ||||||||
N | M | DT | N | M | DT | ||||
Atención emocional | 112 | 30.93 | 6.73 | 53 | 27.16 | 9.03 | 2.99* | .00 | .47 |
Claridad emocional | 112 | 30.29 | 7.79 | 53 | 28.56 | 8.68 | 1.28 | .20 | - |
Reparación emocional | 112 | 28.55 | 6.80 | 53 | 28.20 | 7.82 | .29 | .77 | - |
En tercer lugar, con respecto a los observadores (tabla 5), los resultados ponen de manifiesto el hecho de que no existen diferencias estadísticamente significativas en claridad emocional (t(175) = -.67, p = .5), ni en reparación emocional (t(175) = 1.69, p = .05). Sin embargo, si existen diferencias significativas cuando se trata de la claridad emocional (t(175) = 2.72, p < .001, d = .7). Y, por tanto, se puede afirmar que los que no han sido observadores (M = 33.55) obtienen puntuaciones más elevadas que los que sí lo han sido (M = 28.99). Siendo el tamaño del efecto moderado (d < .50).
Discusión y conclusiones
Los resultados obtenidos en este trabajo ponen de manifiesto el hecho de que no existen diferencias entre la Inteligencia Emocional y el haber sido víctima o no haberlo sido. No obstante, hemos de ser cautelosos con estos resultados, ya que en todas las dimensiones de la Inteligencia Emocional las no víctimas obtienen mayores niveles tanto en atención, como en claridad y regulación emocional, resultados similares a los aportados por otros trabajos que van en esta misma dirección (Boulton, 1997; Craig, Pepler y Atlas, 2000; Dake, Price, Telljohann y Funk, 2003; Mishna, Sacarcello, Pepler y Weiner, 2005; Raj, Aluede, McEachern y Kenny, 2005).
Por otro lado, en cuanto al rol de agresor, son los no agresores los que mayores niveles presentan en atención, claridad y regulación emocional, existiendo incluso diferencias estadísticamente significativas en el caso de la atención emocional por parte de los mismos. Ante lo que queda demostrado que los agresores se corresponden con personas con una baja capacidad de autocrítica, escaso ajuste social, amplia necesidad de autoafirmación (Albadalejo, 2011).
Por último, en cuanto al rol de observador, obtienen mayores niveles de reparación y claridad emocional (esta última significativa) que los observadores. Y solamente se da el caso contrario, en el que los observadores presentan mayores niveles, en el caso de la atención emocional. Este resultado, en gran parte puede ser explicado en cuanto al posicionamiento que desde este rol se puede adoptar, teniendo un papel mucho más activo en el que muestran su desagrado ante los hechos y muestran apoyo a la víctima (Cuevas y Marmolejo, 2016). Siendo en este caso la adopción de esta postura esencial a la hora de detener el desarrollo del bullying (Garaigordobil y Aliri, 2013; Polo del Río et al., 2017).
En conclusión, los resultados aportados por este trabajo ponen de manifiesto que tanto las no víctimas como los no agresores poseen niveles más altos en cada una de las dimensiones que componen la Inteligencia Emocional. Hipótesis que si abordamos con detenimiento nos conduce a pensar que el verse implicado en algún episodio relacionado con la violencia escolar, ya sea como víctima o como agresor influye de manera negativa en los niveles de Inteligencia Emocional, ya que disminuye los mismos.
Sin dejar de lado a los observadores, quienes dependiendo del posicionamiento que adopten ante estos hechos poseen unos niveles más altos o más bajos de dichos niveles. Recordemos que son diversos los estudios que ponen de manifiesto el hecho de que la adopción de un papel de mero espectador sin hacer nada ante ello (Ruiz et al., 2015), apoya con su silencio, de manera encubierta y pasiva al agresor (Cerezo y Sánchez, 2013) dotando al mismo de cierto apoyo implícito (Díaz-Aguado et al., 2004). Y cuyas consecuencias se encuentran estrechamente relacionadas con los comportamientos negativos asociados a la hostilidad y la agresividad (Garaigordobil, 2015; Santos y Romera, 2013) y la presencia de niveles bajos de empatía (Cerezo y Sánchez, 2013).