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Revista de Bioética y Derecho
versión On-line ISSN 1886-5887
Rev. Bioética y Derecho no.36 Barcelona 2016
https://dx.doi.org/10.1344/rbd2016.36.15378
BIOÉTICA Y CINE
Nuestros cuerpos también. Un comentario de Nadie quiere la noche (Isabel Coixet, 2015)
Ricardo García Manrique
Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universidad de Barcelona.
Habiendo concluido la redacción de un escrito en el que llevaba trabajando bastante tiempo, decidí tomarme la tarde libre y en la mejor compañía acercarme hasta el Malda, un cine de los de antes, radicado junto a la Basílica del Pi, muy cerca de las Ramblas. Proyectaban la última película de Isabel Coixet, esa peculiar cineasta que a nadie deja indiferente, y la afluencia era más que notable para un lunes por la tarde. La película narra la más o menos verídica y también peculiar aventura de Josephine Peary, la esposa del explorador polar Robert Peary. Josephine, mujer culta y de buena posición, decide dejar su casa de Washington y viajar hasta las tierras del norte de Canadá para reunirse con su marido en la que parece que puede ser su expedición definitiva al Polo Norte, ese punto del Globo que nadie había alcanzado todavía y que Peary quería ser el primero en pisar. Peary llevaba años dedicado a esa tarea y Josephine había subido más de una vez hasta esas lejanas latitudes, para pasar con él algo más de tiempo que el muy poco que él pasaba en el hogar familiar. Por allí había dado a luz a su hija Marie Ahnighito, a la que la prensa de la época llamo the snow baby. Se dijo que nunca un bebé de mujer blanca (o civilizada) había nacido tan al norte.
Josephine no era, pues, mujer que se arredrase con el frío. Tras desembarcar en un lugar todavía habitable y desoír las voces que le aconsejan esperar allí a su marido, sigue viaje hacia el Norte, esta vez en trineo tirado por perros, hasta llegar a la cabaña en la que creía que hallaría a Peary. No lo halla, porque éste ha salido hace días rumbo al Polo, y decide establecerse en la cabaña a esperar su vuelta, de nuevo contra quienes le apremian a volverse con ellos y esperarlo un poco más al sur. En este momento la intrépida Josephine se convierte en mujer temeraria. Le han advertido de que no debe enfrentarse allí a la larga noche polar que se cierne sobre aquellos territorios. "Nadie quiere la noche", le recuerdan, pero ella sí la quiere, porque quiere estar cerca del explorador en el momento culminante de sus vidas, también de la suya. Así que los demás se marchan y se queda con la única compañía de una joven esquimal, Allaka, quien también parece estar esperando a alguien.
Juntas lo que se dice juntas no están. Josephine se ha instalado en la cabaña. Allaka, en su iglú. La distancia es de unos pocos metros, pero la distancia es mucho más grande. La marca el muy elegante vestido rojo oscuro de Josephine por constraste con las pieles de foca que viste su compañera (¿compañera es la palabra? Probablemente no). O la marca el tosco inglés de ésta por contraste con el de la hija de un lingüista del Smithsonian Institute. Josephine come como Dios manda, tanto en formas como en contenidos; sí, es una cabaña rodeada de blanca nada, pero no falta ni vestuario ni menaje, ni viandas ni carbón, ni siquiera un incongruente gramófono. Allaka, en cambio, vete a saber qué demonios come, ¿grasa de ballena? Allaka es simpática y trata de intimar, pero su intento de acercamiento sólo suscita la risa de Josephine, que es irónica o algo peor, además de ser un rechazo en toda regla.
Llega esa noche polar que nadie quiere y Josephine tampoco la va a poder querer. Va a descubrir poco a poco que todo se acaba, además de la luz: la comida, el carbón y la paciencia. Y va a descubrir dos cosas más. Una: que Allaka espera a la misma persona que ella, y por motivos muy similares. Dos: que Allaka espera también un bebé cuyo padre es el mismo que engendró al Snow Baby tiempo atrás. Lo que faltaba. Sí, lo que faltaba, pero ya no puede estar tan lejos quien ha compartido el cuerpo del mismo hombre, que ahora une a ambas. El cuerpo, pero el cuerpo no es el alma: Allaka, ¿tú sabes lo que es el amor? Tú que no conoces más allá de esta vacía blancura que nos rodea a las dos, pero a mí sólo circunstancialmente, tú que no has visto un vestido como éste de hermosas listas azules y que comes carne cruda. Ah, sí, sonríe cómplice Allaka: amor yo conozco. Dormir con otra persona cuando otra persona no está. Comer con otra persona cuando otra persona no está. Reír con otra persona cuando otra persona no está. Y a Josephine, ociosa en las monótonas inmediaciones del Polo, no le quedará más remedio que ponerse a pensar en lo que significa ese saber común.
Se acaba todo más pronto que tarde, salvo la buena disposición de Allaka, que junto con el frío y la escasez acabarán con la renuencia de Josephine. Allaka compartirá su comida con ella, calentará sus manos, masajeará sus pies, y cuando la tormenta arruine la cabaña compartirá también su iglú y sus pieles, y al fin el calor de su cuerpo, y el hijo que lleva dentro, que va a ser el de las dos, si es que no lo era desde el principio. No vamos a desvelar el fin de la historia, porque no es de buen tono, pero sí que, cuando ese final llegue, Josephine sabrá que más allá de Allaka no hay nada y que por eso está más unida a ella que a ninguna otra cosa o persona en el mundo. ¿Se olvidará de ello algún día? Es posible, pero lo que se olvida no por ello deja de ser cierto.
Cada uno, cuando va al cine, ve lo que ve, todo está en la pantalla. A mi izquierda ha sido vista una fenomenal historia de amor, del amor que dos mujeres sienten por el mismo hombre, ese que quizá no lo merece a juzgar por ciertos indicios y por lo que ha quedado registrado en los anales de las expediciones polares, no un Amundsen o un Scott, no exactamente un héroe, acaso un mentiroso, desde luego no quien se preocupara de sus hombres como un Shackleton; pero quién merece el amor, nadie, no es asunto de méritos. La historia de ese amor y también la historia del amor entre las dos mujeres, porque, será por ser lo que son, acaban amándose y no devorándose entre sí como los hombres de la cabaña de Tarantino. A mi derecha ha sido vista otra historia, la inversa, o su negativo, la de ese a quien ya hemos descalificado quizá demasiado alegremente, pues alguna virtud ha de tener quien pretende sobrepasar los límites de lo conocido y desafía los límites de la resistencia humana con tanta tenacidad. Ese cuya imagen no aparece pero cuya presencia es permanente, y con la suya la de todos esos otros que acabo de mencionar. Así a mi derecha se contempla esa gran epopeya y con ella en realidad todas, y se participa de lo sublime. Delante o detrás de nosotros también habrá quien se quede fascinado ante las estepas de hielo y nieve, de ese blanco por momentos deslumbrante y por momentos oscuro que la Coixet ha filmado de manera espléndida; quien se sienta atraído por la furia de los elementos, bien cabe la expresión, que le dejan a uno mudo y embriagado.
Todo eso está ahí, pero yo me he quedado con esos cuerpos, los de Allaka y Josephine, que también están desde el principio y que acaban por ocupar todo el espacio, el poco que ofrece el iglú. El progresivo acercamiento de las dos mujeres es verbal, desde luego, y es también espiritual, pero sobre todo es físico, es el de sus cuerpos, que de primeras se mantienen a distancia, que luego se tocan y mediante el contacto se reconocen como iguales, y que acaban por fundirse entre sí y con el del hijo de Allaka, de ambas. Antes los dedos de Allaka estimularán la circulación de la sangre de Josephine, y la saliva de Allaka ablandará la carne cruda que sus dedos meterán en la boca de Josephine, y serán las manos de Josephine las que se ocuparán del niño y lo acunarán, y su cuerpo entero el que lo entibiará. Uno acaba por percibir un solo cuerpo, y la esencia de lo humano tanto más en el cuerpo que en cualquier otra cosa, sea el lenguaje o los sentimientos o los actos de ayuda mutua que, bien pensado, tampoco pueden ser concebidos al margen de lo corporal. Más allá de los cuerpos no hay nada y en ellos se expresa en plenitud lo que es cada una de ellas: su fuerza, su fecundidad, sus limitaciones, su padecimiento.
No son accidentes de lo humano ni la madura delgadez de Josephine ni la lozanía exhuberante de Allaka, las encías lastimadas por el escorbuto, el frío en los huesos, el vientre abultado, el cordón umbilical, la comida que asquea y aun así se mastica, la piel escocida y reventada; tampoco el bienestar del fuego, la oscuridad tenebrosa o la luz que reconcilia los sentidos. En una palabra, nada de lo corpóreo o de lo que no puede ser comprendido si dejamos de lado nuestra corpórea manera de ser (¡como si se pudiera!) ha de comprenderse como contingente a nosotros mismos, salvo si asumimos nuestra propia contingencia como sujetos, pero eso es otra cosa.
No tenemos un cuerpo, no es eso, sino que somos un cuerpo y otra cosa no somos. Si tuviéramos un cuerpo, podríamos imaginarnos con otro, tener otro incluso, y seguir siendo nosotros mismos; pero no podemos, porque no lo tenemos, aunque nos hagamos ilusiones al respecto. Por eso no podemos mirarlo con distancia sin que nos alejemos de nosotros mismos. Por eso, en sentido estricto tampoco podemos poseerlo, porque no es un objeto, ni el propio ni el ajeno, y acaso tampoco debamos poder disponer de él como quien dispone de un objeto; o sólo con la condición de asumir que disponer de nuestro cuerpo es disponer de nosotros mismos y así dejar de ser los que somos, del todo o de alguna manera, como el que se se suicida, como la que aborta, como el que dona o recibe un órgano, como la que acepta el esperma de otro o como el que lo da. Por eso, quién lo duda, es tan difícil distanciarse de las agresiones que sufre nuestro cuerpo: la tortura, la violación, la paliza, hasta el escupitajo, no equivalen a agresiones verbales ni patrimoniales. No es lo mismo.
Es posible que el futuro desmienta mucho o todo de lo que se dice en los párrafos anteriores, a saber. Igual el presente ya lo está desmintiendo y yo es que no me entero. Aun así, y de cara a una potencial regulación de los usos y disposiciones de nuestro cuerpo, que va siendo cada vez más necesaria y que en todo caso habría de ganar en unidad, coherencia e integridad respecto de la ya existente, yo diría que el principio básico habría de ser el de la no reificación (llámese cosificación u objetificación) del propio cuerpo, esto es, el de la no identificación del cuerpo con una cosa u objeto distinto de nosotros mismos. De aquí se seguiría, al menos, un segundo principio, ya no tan abstracto y con muy precisas implicaciones prácticas, el de no mercantilización, equivalente a la prohibición de comerciar con lo corporal. De todas formas, no parece este comentario cinematográfico el lugar para ir más allá. Dejémoslo pues simplemente apuntado a modo de sugerencia. En definitiva, de lo que se trata es de darse cuenta de que nosotros somos nuestros cuerpos también. De que no somos un cerebro, mente, espíritu, alma, voluntad o razón que posee un cuerpo, sino que somos ese cuerpo y de él no podemos separarnos.
Para titular estas pocas páginas me he permitido la licencia de tomar prestado el título de un libro escrito por Raquel Taranilla, que con satisfacción puedo decir que fue alumna mía en su día. En él se narra una vivencia tan personal y tan intensa como es el padecimiento y curación de un cáncer, y se hace con vigor, con agudeza y con maestría. El libro se titula Mi cuerpo también (Barcelona, Los Libros del Lince, 2015); el sentido de ese "también" es distinto del que yo le he dado aquí, aunque creo que algo tienen que ver el uno con el otro. Dejo al lector que lo descubra por sí mismo y así disfrute de una lectura que, como las películas de la directora catalana, tampoco le dejará indiferente.