Múltiples fenómenos que sucedieron desde la mitad del siglo XX contribuyeron al nacimiento y florecimiento de la bioética: el espanto producido al conocer la explotación que los nazis ejercieron sobre los presos convertidos forzosamente en sujetos de investigación biomédica o el escándalo que se produjo al conocerse que a los pobres aparceros que participaron en el estudio Tuskegee de investigación sobre la historia natural de la sífilis se les había privado de tratamiento curativo con penicilina; el enorme desarrollo de la ciencia y de la técnica, con su aplicación a la medicina, que permitió mantener en vida artificialmente a personas con graves trastornos, o la irrupción de nuevas técnicas terapéuticas como la diálisis o el trasplante renal; el desarrollo de la asistencia sanitaria masiva, con la enorme inversión económica en la provisión de servicios sanitarios; o los movimientos por los derechos civiles y políticos, que hicieron tambalear al modelo paternalista que había dominado la relación médico-paciente desde tiempos inmemoriales. En este contexto se desarrolló la bioética moderna, sobre todo en el campo de la experimentación humana, en las cuestiones relativas al origen de la vida y a la muerte y en la ética clínica.
La salud pública, en lo que se refiere a sus actividades distintas a la investigación, quedó fuera del foco de la bioética durante mucho tiempo. Esto no deja de ser sorprendente, si tenemos en cuenta que la salud pública es una obra enteramente moral, que pretende beneficiar la salud de la población, pero que en ese empeño puede estar ocasionando daños no deseados (Skrabanek 1990). Pongamos el caso de las vacunas, concebidas para reducir o eliminar la transmisión de algunas enfermedades infecciosas, pero que su administración puede producir efectos adversos, a veces graves. O el cribado de enfermedades, concebido para mejorar el pronóstico de algunas enfermedades graves o mortales si se detectan antes de que den lugar a síntomas, pero que puede generar sufrimiento innecesario si detectan falsos positivos -es decir, casos sospechosos de enfermedad que luego no se confirma- o si produce el llamado sobrediagnóstico, que consiste en detectar casos de enfermedad real pero benigna y que por sí sola nunca se habría manifestado con síntomas. La salud pública también supone ejercer medidas de coerción o de privación de algunas libertades bajo determinadas circunstancias, como sucede con las cuarentenas en algunas epidemias.
La irrupción de la epidemia del sida en los años ochenta, pese al impacto social que tuvo y a las implicaciones éticas que supuso -estigma y discriminación de los afectados y de los grupos de riesgo, propuestas de análisis indiscriminados de la seropositividad en inmigrantes y en personas en lista de espera quirúrgicas, confidencialidad de los datos de carácter personal, riesgos de transmisión de la enfermedad a terceros, control de la drogadicción, programas de reducción de daños...-, tampoco tuvo mucho eco en la reflexión bioética en aquel entonces. Probablemente también contribuyó a ello el lamentable escaso peso de la salud pública en el sistema sanitario en su conjunto. Pero fue la epidemia del sida la que, después de unos años de desconcierto y debido en gran parte a la presión de los movimientos sociales de colectivos afectados, espoleó una serie de propuestas que contribuyeron a modificar radicalmente y reducir claramente las actitudes discriminatorias que habían surgido al comienzo de la enfermedad. Quizá podamos fechar entonces el comienzo de la ética en la salud pública como disciplina propia (Gostin and Mann 1994; Mann et al. 1994).
Fue ya a finales de los años noventa y en los primeros años de este siglo cuando se produjo una eclosión de artículos y pronunciamentos en el mundo académico sobre la ética en la salud pública (Soskolne and Light 1996; Coughlin 2000; Horner 2000; Kass 2001; Public Health Leadership Society, 2002; Callahan and Jennings 2002; Childress et al. 2002). Posteriormente, en el ámbito español y en el de América Latina se han ido publicando artículos, libros y monografías sobre el tema (2007; Sarria Castro 2007; Segura et al. 2012; Kottow 2014; 2015). En ellos, se han ido resaltando las especificidades de la ética en la salud pública. Los cuatro principios clásicos de la bioética, que se habían concebido en el marco de la ética de la investigación y se habían aplicado también a la ética clínica, no servían para la salud pública (Schramm and Kottow 2001; Holland 2007), que necesita principios propios que se adapten mejor a sus particularidades (Public Health Leadership Society 2002; Upshur 2002; Buchanan 2008; Klugman 2013; 2017).
El hecho de que el foco de la salud pública esté centrado en las poblaciones genera la tensión entre dos enfoques contradictorios, el enfoque individual y el enfoque colectivo. El enfoque individual considera que las poblaciones son una mera agregación de los individuos, con lo que la salud de la población debería ser, casi exclusivamente, el fruto del esfuerzo personal de los individuos que componen la sociedad. El enfoque colectivo, por el contrario, considera que en la salud pesan decisivamente los elementos estructurales, de modo que la salud debe ser fruto del esfuerzo organizado de la sociedad. Este es el enfoque preferido por nosotros y por la mayor parte de los profesionales que trabajamos en la salud pública. Los dos enfoques se corresponden, en un extremo, con una perspectiva completamente individualista, que propone un Estado mínimo, limitado a hacer posible el ejercicio de los derechos individuales, en donde la salud pública se ciñe a aquellas acciones indispensables para el disfrute de esos derechos; en el otro extremo, se corresponde con una perspectiva colectivista, que busca la salud colectiva, que para la salud pública significa promover aquellas intervenciones orientadas a la mejora de la salud de la población, aunque puedan colisionar con el ejercicio de algunos derechos individuales en circunstancias extraordinarias, como, por ejemplo, como vimos antes, durante una cuarentena (Nuffield Council on Bioethics 2007).
La búsqueda de la salud de la población implica el predominio de conceptos que quizá habían quedado relegados en la bioética más tradicional: el bien común, la equidad, la solidaridad -siguiendo a Ángel Puyol (Puyol 2017), sería preferible el concepto de fraternidad, que encierra también un sentido emancipador de luchas frente a múltiples formas sociales de exclusión, sumisión, arbitrariedad, discriminación y humillación-, la reciprocidad, el bienestar de la población y la buena gobernanza, sin olvidar conceptos ya arraigados en la bioética y que deben ser incuestionables, como es el del respeto hacia las personas(2017). Dawson incluso piensa que todos estos conceptos juntos pueden servir para revitalizar y dar un aire nuevo a la bioética, que, en su opinión, se centra excesivamente alrededor de un concepto vacío de autonomía (Dawson 2010).
Esta sección monográfica de la Revista de Bioética y Derecho lo dedicamos por primera vez a la discusión sobre algunos aspectos relevantes de la ética de la salud pública. Distintos autores de España y América Latina hemos querido contribuir a apuntar propuestas, ideas, muchas de ellas rebatibles y discutibles, que enriquezcan nuestra perspectiva sobre esos conceptos que han estado durante mucho tiempo en un segundo plano. Creemos que es tiempo de que tomen la importancia que les corresponde.