1. El pacto de silencio
Se ha definido el pacto de silencio como aquel "acuerdo implícito o explícito de alterar la información que se da al paciente por parte de familiares, amigos y/o profesionales, con el fin de ocultarle el diagnóstico y/o pronóstico y/o gravedad de la situación" (Arranz et al., 2003: 98). Este fenómeno también se conoce como "conspiración de silencio" o "protección informativa". Estas acepciones tienen connotaciones diversas, pues no desvelan en igual medida la dudosa moralidad de esta conducta. La expresión "conspiración de silencio" es especialmente negativa, pues según el Diccionario de la RAE (21.ª ed., 1991), en la tercera acepción de la palabra, dos o más personas conspiran cuando se unen contra un particular para hacerle daño. El daño, en este caso, consiste en no darle al paciente la información clínica a la que tiene derecho. La expresión "pacto de silencio" es aparentemente más neutra. Sin embargo, si atendemos al hecho de que de este pacto se excluye al titular del derecho a la información, entonces salta a la vista la irregularidad que entraña. Por último, la expresión "protección informativa" parece tener una connotación positiva, pues con carácter general la acción de proteger es moralmente meritoria. Sin embargo, cuando tal protección se convierte en un paternalismo injustificado entonces el concepto asume una clara carga negativa. En este caso se protege al paciente de sus propios datos de salud, lo que sólo excepcionalmente es lícito, con lo que se le impide autodeterminarse en relación a ellos.
Aunque en la definición de Arranz et al. Se hace referencia al ocultamiento tanto del diagnóstico, como del pronóstico, la información decisiva es esta última. Esto es así, porque, si bien determinados diagnósticos producen un impacto emocional muy alto en el paciente, señaladamente cuando indican la detección de un cáncer, no son incompatibles con algunas esperanzas, pues hay diversos tipos de cáncer que, en función del estadio en que se encuentren y otra serie de factores, pueden ser tratados con mayor o menor éxito. Un estudio realizado en 2013 en una Unidad de Cuidados Paliativos de Madrid muestra, en efecto, que es mayor el índice de desconocimiento de los pacientes acerca del pronóstico que del diagnóstico: 71% y 14%, respectivamente, al ingreso en la Unidad, y 57% y 8% al alta (Bermejo et al., 2013: 52). Informar a un paciente terminal del tiempo de vida que le queda es especialmente duro porque parece excluir a priori toda esperanza.
Conviene tener en cuenta también un hecho que la anterior definición parece dar por supuesto, pero que no se desprende de su tenor literal, y es que no todos los pacientes desean acceder al contenido íntegro de su información clínica, por lo que la conspiración no tendrá lugar cuando el paciente haya manifestado su deseo de no ser informado. Nos encontramos, pues, con las siguientes situaciones: la del paciente que desea saber, pero al que se le oculta la información (caso central de la conspiración de silencio); la del paciente que ha expresado su voluntad de no saber (en que, a tenor de lo que se acaba de decir, no hay conspiración de silencio), y la del paciente que no indica nada o adopta una actitud elusiva. ¿Se puede hablar de conspiración de silencio en este último caso?
Arranz et al. Distinguen entre conspiración de silencio adaptativa, que es aquella en la que el paciente "evita la información o la niega", y la desadaptativa, en la que el paciente "quiere conocer su situación, pero la familia no quiere que se le proporcione" (Arranz et al., 2003: 98). Según Bermejo et al. La primera "tiene como base la necesidad del paciente para procesar lo que le está pasando, necesita tiempo" (Bermejo et al., 2013: 50) y la ponen en el contexto de las fases iniciales del afrontamiento, en que es natural que se desplieguen mecanismos de defensa, como la negación. Ahora bien, si es verdad que la conspiración adaptativa se da en el contexto mencionado, de modo que responde a una necesidad del paciente, no parece que se pueda hablar propiamente de una omisión injusta de la información debida, sino más bien de una dosificación o acompasamiento de dicha información con los tiempos del paciente, por lo que no podría calificarse de conspirativa1. De ahí, la necesidad de considerar el inciso "cuando el paciente desea ser informado" en el supuesto de hecho de la definición general de conspiración de silencio.
Se plantea el problema de qué hacer si el paciente se sitúa en una posición elusiva, cuando no consta su deseo de ser informado, pero tampoco de no ser informado, y mantiene esta posición en el tiempo. Aquí parece que habría que evitar dos extremos. Por un lado, convertirse en el adalid de la autonomía, rompiendo de una vez y de manera drástica y definitiva la red de silencios que se ha tejido en torno al paciente (Barbero, 2006: 22). Por otro lado, tampoco parece lícito aprovechar que el paciente no pregunta como pretexto del profesional para no afrontar la siempre difícil comunicación de malas noticias2.
Por último, hay que tener en cuenta también el contexto cultural, pues el principio de autonomía, que es el principal argumento bioético en favor del derecho a la información, no se pondera igual en todas las tradiciones culturales. Diversos estudios han puesto de manifiesto que mientras los pacientes anglosajones son proclives a ser informados, no es el caso con los pacientes pertenecientes a otras áreas culturales (Slowther, 2009: 174). Esto es así especialmente en relación con las tradiciones orientales en que es acusada la tendencia a ocultar la información al paciente, dejando que sea la familia la encargada prima facie de gestionarla (Ghavamzadeh A., 1997: 261-265; Woo, 1999: 70-74; Noritoshi, 1994: 50-57). Esto exige abrirse a otros contextos, que es el presupuesto básico de una auténtica comprensión (Gadamer, 2002: 370-377).
2. Decir la verdad
Pero que en occidente no se considere natural, en el sentido de ideal, no significa que el pacto de silencio no se dé en la práctica, según los países, en distintos grados, como lo muestran diversos estudios (Tuckett, 2004: 503); incluidos países en que predomina el principio de autonomía, como los EEUU (Rich, 2014: 209-219). Por lo que se refiere a España, diversos estudios ponen de manifiesto la persistencia de esta mala praxis. En un estudio realizado en la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital de Nuestra Señora de la Candelaria, de Santa Cruz de Tenerife, los resultados señalan que sólo el 21 % de los pacientes no sufre conspiración de silencio, conociendo diagnóstico, pronóstico y tratamiento; el 27 % sí conoce el diagnóstico, pero no el pronóstico, y el 50% sufren una conspiración de silencio total, por no conocer ni su diagnóstico ni su pronóstico (Ruiz-Benítez de Lugo et al., 2008: 53-69). En otro estudio realizado en una Unidad de Cuidados Paliativos de Granada, se llegó a la conclusión de que sólo el 24,2% de los pacientes de la muestra estaban completamente informados (Montoya et al., 2010: 24-30). A su vez, en otro estudio de 2012 realizado en una Unidad de Cuidados Paliativos de Madrid se mostró que existe conspiración de silencio en un 64% de los casos (pacientes que no avanzan en el proceso de información, siendo adaptativa en un 31,6%), frente a un 18,6% de pacientes que sí avanzan en el proceso de información (Bermejo et al., 2013: 55). Finalmente, en un estudio más reciente realizado en el Hospital de Ferrol se constata esta práctica entre los profesionales sanitarios (Ducrós et al., 2018). Adicionalmente, en un estudio realizado en Portugal en 2005 se mostró que aunque el 72% de los pacientes afirmase que estaba informados de su diagnóstico, no todos comprendían la naturaleza de su enfermedad ni la función de la unidad de cuidados paliativos (Conçalves et al., 527-529).
Desde un punto de vista ético, A. Tuckett ha sintetizado las principales razones a favor de decir la verdad (Tuckett, 2004: 505); a saber:
Un imperativo moral absoluto.(En efecto, bajo una óptica kantiana, decir la verdad constituye un precepto moral que no admite excepciones ni puede ser ponderado con otros principios. Se trata de un principio universalizable y expresión de la máxima según la cual la persona siempre debe contar como un fin y nunca como un medio (Kant, 2012: A83).
El principio de autonomía.(Según Beauchamp y Childress, el principio de autonomía expresa el ideal normativo de que el individuo (el paciente) debe, en la medida de su capacidad, poder actuar de acuerdo con un plan de conducta elegido por él mismo (Beauchamp y Childress, 2013: 101), pero difícilmente puede determinar la coherencia de su acción con plan de vida alguno si no está debidamente informado. Por eso se considera que la información clínica cae bajo el ámbito de este principio. Con una adecuada información, el paciente tiene la oportunidad de consultar una segunda opinión médica y de poner sus asuntos personales y patrimoniales en orden (Tuckett, 2004: 505). Este principio no es absoluto, sino prima facie y puede ceder en concurrencia con otros, como el de beneficencia, el cual es susceptible de una interpretación paternalista.
Contribución al tratamiento.(También se alega que los pacientes bien informados tienden a cooperar con el tratamiento, capacitándoles para el sufrimiento, lo que arroja mejores resultados en el plano físico.
Evitación de ciertos inconvenientes psíquicos.(Por último, decir la verdad se conecta con la evitación de ciertos efectos de índole psíquica, pues los pacientes a quienes se oculta la verdad se tornan suspicaces y tienden a quedar socialmente aislados, con una sensación de abandono, pues no pueden aconsejarse con nadie (Tuckett, 2004: 505). Alrededor del paciente se desarrolla una especie de representación teatral que impide que se puedan canalizar adecuadamente los sentimientos y fomenta la sensación de aislamiento de aquél.
Desde un punto de vista estrictamente institucional, en el ámbito español, la Ley 41/2002, básica de autonomía del paciente (LBAP) es, con el Convenio de Oviedo, relativo a los derechos humanos y la biomedicina, de 4 de abril de 1997 (art. 5), el principal y más perentorio argumento en favor de decir la verdad al paciente. En su art. 4.1 dispone que es un derecho del paciente conocer toda la información clínica3 relativa a su persona. La LBAP muestra la esencial conexión que existe entre verdad y libertad cuando, en su art. 4.2, establece que el paciente tiene derecho a una información "verdadera, comprensible y adecuada" que le ayude a "tomar decisiones de acuerdo con su propia y libre voluntad".
No obstante, la propia ley prevé varias excepciones: a) que el paciente mismo haya expresado su voluntad de no conocerla (art. 4.1); b) que el paciente no sea capaz de entender la información (art. 5.3); c) que su conocimiento pueda desembocar en algún tipo de perjuicio clínico para el paciente en estado crítico (estado de necesidad terapéutica, art. 5.4).
Por lo tanto, dejando de lado los casos del paciente incapaz y del estado de necesidad terapéutica, el único pacto de silencio, por decirlo así, que podría lícitamente tener lugar es el que vincula al propio paciente con el médico; la familia será informada sólo con el consentimiento expreso o tácito de aquél (art. 5.1). Así, toda persona tiene derecho, con los límites que señala el art. 9.14, "a que se respete su voluntad de no ser informada". Este mismo artículo dispone que, "cuando el paciente manifieste expresamente su deseo de no ser informado, se respetará su voluntad haciendo constar su renuncia documentalmente".
Por último, el médico que atiende al paciente es el encargado de garantizar el cumplimiento de su derecho a la información. El resto de profesionales que le atiendan durante el proceso asistencial o le apliquen una técnica o un procedimiento concreto también asumirán su parte de responsabilidad en este deber de informarle (art. 4.3 LBAP).
Pero los profesionales sanitarios también ofrecen resistencias a la comunicación franca de la verdad en casos en que el pronóstico es terminal. Como señala, A. Gajardo, la muerte y el proceso de morir evocan en médicos y enfermeras reacciones psicológicas que conducen, directa o indirectamente, a evitar la comunicación sobre la materia con el paciente y su familia, porque nuestra sociedad vive de espaldas a la muerte (Gajardo et al., 2009: 214).
A pesar de estas resistencias, la ley prohíbe la conspiración de silencio que más arriba se ha calificado como desadaptativa, aquella en que el enfermo pregunta, pero no es informado. La ley respeta obviamente el deseo manifestado expresamente por el paciente de no ser informado. Pero no establece nada para aquellos casos en que el paciente no ha manifestado nada o muestra una actitud elusiva en el sentido examinado bajo el epígrafe anterior.
Si consideramos que se trata ésta de una situación adaptativa, en que el paciente necesita tiempo para prepararse a recibir una eventual mala noticia, entonces no estamos propiamente ante una conspiración de silencio, como se ha señalado; el problema es cuando esta situación dura más allá de un tiempo razonable y el paciente no ha manifestado su deseo de no ser informado. Atendiendo a las razones que hay en favor de decir la verdad, ¿debemos forzar al paciente a salir de esta situación de indefinición y desvelar la información retenida? En países anglosajones, en que los estudios determinan que un 96% de pacientes quiere conocer la verdad, este hecho llevaría, a juicio de B. A. Rich, a presumir que el paciente desea ser informado, salvo indicación expresa de su parte (Rich, 2014: 214). Sin embargo, J. Herring y C. Foster, siguiendo a G. Laurie, afirman que, en estos casos, el punto de partida debería ser no informar (Herring y Foster, 2012: 22 y 26). Finalmente, para L. J. Blackhall, insistir en comunicar el pronóstico al paciente para fomentar una elección autónoma sobre el fin de su vida es un modelo erróneo para la toma de decisiones médicas, que crea más sufrimiento del que evita (Blackhall, 2013: f2560).
La solución no es tan sencilla como preguntar al paciente directamente si desea conocer su información clínica, pues esto equivale en cierto modo a confesarle que hay algo inquietante en relación con una información que, en otro caso, le sería revelada francamente y sin más cautelas. Por otra parte, se da la paradoja de que el paciente no puede determinar cuánta información desea recibir sin tener antes algún tipo de información (Slowther, 2009: 173). Por último, esperar indefinidamente puede generar frustración en el paciente, puesto que éste suele intuir que algo no va bien, de modo que acaba sabiendo más de lo que en realidad se le ha dicho (Centeno et al., 1998: 744-745). Como dice Sanz Ortiz, al paciente se le miente, pero no se le engaña (Sanz Ortiz, 1995, cit. En Centeno et al., 1998: 745). O como dicen P. Arranz et al., "no contar puede decir mucho más que contar" (Arranz et al., 2003: 99).
3. Esperanza y pacto de silencio
No es fácil determinar la cantidad exacta de información que hay que suministrar a un paciente, debido a que existen varios factores condicionantes, como el estado más o menos crítico del paciente, su capacidad de asimilación, la existencia de intereses públicos o derechos de terceros o el deseo del paciente de ser informado en un grado mayor o menor. Los mencionados estudios constatan una tendencia a racionar indebidamente la información a que el paciente tiene derecho. N. R. Espinoza-Suárez y otros autores recogen una serie de factores que contribuyen a este fenómeno, entre los que destacan (Espinosa-Suárez et al., 2017: 131; Bellido, 2013: 4-5):
Deseo de proteger al enfermo del impacto emocional de la información y evitarle un sufrimiento innecesario.
Necesidad de autoprotección, tanto de profesionales como familiares, por la dificultad de enfrentarse a las reacciones emocionales del paciente y a su manejo.
Dificultad de los profesionales para transmitir este tipo de información ligado con la falta de formación específica sobre el tema.
Dificultad para establecer pronósticos precisos.
El sentimiento de fracaso que supone para el médico aceptar que no existe posibilidad terapéutica curativa para el paciente.
El tema tabú de la muerte en algunas sociedades que condiciona una dificultad añadida para hablar de temas de final de la vida.
Algunas creencias generalizadas, como que decir la verdad deja al paciente sin esperanza, que puede acelerarle incluso la muerte y el argumento de que en realidad los individuos gravemente enfermos no quieren conocer su estado.
Sintetizando, podría afirmarse que en g) se recoge la razón principal que está en la raíz de todo el fenómeno de la conspiración de silencio: el mantenimiento de la esperanza del paciente. En efecto, en primer lugar, es preciso distinguir, dentro de dichos factores, entre aquellos que son meros motivos y aquellos que constituyen auténticas razones. Por "motivos" hacemos referencia a aquellos factores meramente psicológicos que explican causalmente la reticencia informativa, mientras que por "razones" nos referimos a las bases racionales que la fundamentan desde un punto de vista finalista, que es el que se conecta específicamente con la autonomía del ser humano. Dentro de los primeros situamos: la necesidad de autoprotección; el sentimiento de fracaso, y el tema tabú. Y, dentro de los segundos: proteger al enfermo; dificultad para transmitir la información; dificultad para establecer pronósticos precisos, y mantener la esperanza del paciente.
Descartados los meros motivos explicativos, pensamos que, de las cuatro razones, las tres primeras confluyen en la cuarta, mantener la esperanza del paciente. En efecto, la dificultad de comunicar la noticia al paciente radica precisamente en la falta de esperanza acerca de las posibilidades de curación (primera razón). Y esta misma falta de esperanza genera la necesidad de proteger al paciente de esta información (segunda razón). Por último, el hecho de que la medicina no sea una ciencia exacta alimenta la esperanza de que el pronóstico funesto sea erróneo (tercera razón).
En relación a esta tercera razón, y sin perjuicio de lo que se acaba de decir, es interesante observar que el hecho de que la medicina no sea una ciencia exacta, sino compatible con cierto margen de error, en el fondo debería coadyuvar a la comunicación antes que a la ocultación, pues permite mantener una esperanza fundada sobre bases reales. En efecto, cuando el art. 4.2 de la Ley básica de autonomía del paciente establece que la información clínica será "verdadera, comprensible, adecuada a sus necesidades", con "verdadera" hace referencia obviamente a cierta, esto es, a la que, dada la lex artis y, dentro de un cierto margen de error, sea posible conocer a los efectos de adoptar una decisión. La medicina no es incompatible con un cierto margen de error y es preciso actuar contando con él, lo que siempre da una nota de esperanza a las malas noticias. La incerteza, pues, apunta a la esperanza, pero a lo que debería llevar es a la comunicación, no a la omisión de la información. Permite respetar el derecho del paciente sin cerrar las puertas a la esperanza, cosa que en ningún caso parece justificado.
La cuestión crucial es, pues, la cuestión de la Esperanza.
4. La paradoja de la esperanza
Una vez determinado este punto cabe seguir dos caminos. El primero consiste en sopesar el mantenimiento de la esperanza, como razón fundamental en que se apoya la reticencia informativa, con las razones, expuestas arriba, que indican la necesidad de decir la verdad. Pero este camino presenta notables dificultades por la heterogeneidad de dichas razones. En primer lugar, habría que determinar la naturaleza de ese supuesto bien que llamamos esperanza, pues mientras que para algunos constituye una emoción (Lazarus, 1999), para otros no se explica en términos meramente naturales (Pieper, 1976). A esto se añadiría la dificultad de ponderarlo con bienes de distinta índole: un bien orgánico (la contribución al tratamiento); un bien psíquico (la tranquilidad mental), o un bien estrictamente moral (el ejercicio de su autonomía). Finalmente, aunque es verdad que el imperativo moral kantiano, que permite fundamentar categóricamente la obligación de decir la verdad, evitaría tener que recurrir a estas complicadas ponderaciones entre bienes heterogéneos o cuya naturaleza no está clara, no evitaría, en cambio, la difícil tarea de justificar por qué se ha recurrido a este tipo de fundamentación y no a otra.
Pero hay otro camino más hacedero, aunque pueda resultar a priori paradójico, que consiste en poner en cuestión la idea de que la verdad acerca de la irreversibilidad de un proceso patológico sea incompatible o comprometa la esperanza. Para seguir este camino hay que adoptar un enfoque temporal, abriéndose al proceso completo de elaboración del duelo que se suele seguir a la noticia de una enfermedad fatal e irreversible. En efecto, éste presenta varias fases: negación, rabia, pacto, depresión y aceptación (Kübler-Ross, 2002: 59 ss.). No hay espacio para explicar y desarrollar este proceso aquí, pero las dos primeras fases se dan cuando el paciente se resiste a aceptar una situación que es irreversible, lo que le genera desasosiego, porque implica aferrarse a una esperanza falsa. Renunciar a ella aboca a una depresión de la que se sale antes o después en función de los apoyos con que cuente el paciente; es importante ayudarle a expresarse y a descargar sus asuntos pendientes. La aceptación llegará antes o después en función del tiempo que se demore el enfermo en atravesar las distintas fases.
La paradoja a que nos enfrentamos es, pues, la siguiente: al parecer, el modo de superar la situación de desesperación propia de la segunda fase consiste en aceptar que se ha desvanecido la esperanza de revertir el proceso patológico.
Quien haya vivido, enseñan los estoicos, y no meramente existido lo tiene más fácil para elaborar el proceso del duelo. Por eso insisten en aprovechar el tiempo; en otro caso, querrán, afirma Séneca, vivir en poco tiempo lo que no han vivido (Séneca, 2001: II, 20). En la muerte, opina Nuland refiriendo su experiencia como médico, no hay mayor dignidad que la de la vida que la precedió. Es una esperanza que todos podemos alcanzar y la más duradera; radica en el significado de lo que ha sido la vida del individuo (Nuland, 1993: 227). Esto implica, como enseña la filosofía estoica, que el moribundo haya sabido antes vivir, llenando de valor su vida. El problema es que esto no siempre acontece. Sin embargo, no todo está perdido.
Hay estudios que muestran que determinados pacientes amenazados por una enfermedad grave toman ocasión de ésta para imprimir un giro radical en sus vidas, porque la enfermedad les permite discernir lo verdaderamente importante; llegando incluso, según un estudio sobre enfermos coronarios, a ver en aquella una especie de bendición que les permite tener una segunda oportunidad para vivir a tope (Johnson, 1991: 13-88). Pero la vida de un infartado no vuelve a ser nunca la misma, de modo que muchos pacientes reflejan un sentimiento de miedo, rabia o de frustración, con los que es difícil convivir. No han superado la segunda fase del duelo.
Si esto resulta ser más que una mera ilusión subjetiva provocada por un intento desesperado de dar sentido a los últimos y definitivos compases de sus vidas y hay un fondo racional en ello, entonces de algún modo se puede afirmar que, para el hombre, es posible superar su propia muerte; no en el plano biológico, pero sí, al menos, en el plano ético. Esto es gracias a que el hombre es capaz de transformar su vida biológica en biografía, dándole sentido y, por tanto, la capacidad para escribir de manera única y personal el último capítulo de la vida. Como observa Nuland, no hay dos muertes iguales (Nuland, 1993: 17).
Afirma A. MacIntyre que cada uno es autor de su propia vida, haciendo referencia a que la vida humana tiene una estructura narrativa (MacIntyre, 2103: 261 ss.). Sin embargo, no todas las historias tienen la misma densidad narrativa. Como destaca Heidegger, cuando uno se deja llevar por lo que se dice o se hace (Heidegger, 2003: §§ 35-38) y no da un contenido propio a su vida o no la asume con "resolución precursora" (Heidegger, 2003: § 62), entonces es poco lo que puede aportar y se puede decir con Zundel que no se ha nacido todavía (Zundel, 2002: 103 ss.). Tomar conciencia de la finitud humana permite resolverse a ser autor efectivo de la propia vida. El problema surge con especial intensidad cuando el fin está cercano.
Kübler-Ross afirma, en efecto, que la fase aceptación es más fácil para el paciente viejo que ha trabajado y sufrido, criado a sus hijos y cumplido sus obligaciones. Habrá encontrado un significado para su vida y sentirá satisfacción cuando piense en sus años de trabajo (Kúbler-Ross, 2002: 156). Para quienes esto no ha sido así, la falta de tiempo les puede llevar al colmo de la desesperación: desesperan de curarse y desesperan de salvar sus vidas (en el sentido ético, que es el que aquí abordamos). En esto segundo se equivocan y este hecho es el que permite concebir una nueva esperanza. Como señala Musschenga (2019: 435), una cosa es la decepción (disappointment) y otra cosa la desesperación (despair) o la desesperanza (hopelessness). Cuando se desvanece una esperanza concreta (esperanza intencional) se produce ciertamente una especie de vacío, pero éste no tiene por qué llevar a la desesperación (Musschenga, 2019: 436). Ésta se produce más radicalmente cuando se pierde la misma capacidad de esperar (esperanza preintencional) (Ratcliffe, 2013: 600).
En la película Vivir, de Akira Kurosawa (1952), su protagonista es un oscuro funcionario japonés que desarrolla su vida tal y como ejerce su función pública, de modo exasperantemente burocrático e ineficaz, en sintonía con el modus operandi de la Administración japonesa. Un día, a pesar de que el médico le oculta paternalistamente esta información, descubre que tiene cáncer y que apenas le quedan unos meses de vida. Se da cuenta también que no ha vivido la vida. Tras varios intentos desesperados y fallidos de enmendar esto último, descubre que tiene una última misión que asumir, lo cual implicará enfrentarse a la dura, pesada e inoperante maquinaria administrativa. En El hombre doliente, V. Frankl ha reivindicado de manera muy lúcida la idea de cumplimiento, propia de su psicoterapia, frente a las basadas en la autorrealización (Frankl, 2006: 37).
Cuando este cumplimiento se lleva a cabo en un contexto difícil, como es la enfermedad grave, se reviste de los caracteres de lo heroico, pues es propio del héroe enfrentarse a las potencias de la adversidad (Campbell, 2009: 35). Lo arduo de lidiar con la muerte y la enfermedad (no para vencerlas, sino para llevar adelante una última misión que resulte significativa en el contexto de la biografía del paciente) pone a prueba su fortaleza moral. Pero no todos los pacientes tienen la misma fortaleza moral, sino que unos tienen más y otros menos. Podría pensarse que aquellos enfermos que, según el estudio de Johnson, han abierto los ojos y dado un giro radical a sus vidas han adquirido por mor de la enfermedad, además de una nueva visión de las cosas, la fortaleza de carácter necesaria para mantener el nuevo rumbo que han imprimido a sus vidas. Pero esto no es así, puesto que, como enseña Aristóteles, la formación del carácter lleva tiempo, pues para tener una virtud (a diferencia de las facultades, que primero se tienen y luego se ejercen) primero hay que ejercerla (Aristóteles, 1994: II, 1, 1103ª31-32). En efecto, los pacientes que antes de la enfermedad no habían cultivado su carácter no experimentan una súbita conversión moral, análoga a la de san Pablo cuando cae de su caballo, sino que se ven obligados a afrontar su última misión con todos los defectos de su carácter. Sin embargo, paradójicamente, estos pacientes no están en mucho peores condiciones que quienes, por así decirlo, han venido con los deberes hechos, puesto que la asunción de un sentido, por muy modesto y terminal que sea (no tiene por qué revestir caracteres épicos), tiene la capacidad de poner a contribución y galvanizar todas las energías del paciente de cara a la ejecución de su último proyecto, de modo semejante al ciclista desfallecido que, viéndose sin fuerzas para terminar la carrera, gasta sus últimas energías en lucirse ante la próxima meta volante.
A. W. Frank señala que el paciente que emprende una narrativa de búsqueda (quest narrative), asume como misión dar un testimonio que sirva de ejemplo o guía para otros (Frank, 2013: 116 ss.). Porque la misión que asume el héroe es siempre un servicio a los demás. Un ejemplo de ello es el testimonio de M. Schwartz, recogido por su antiguo alumno M. Albom, a través del que aquél deseó compartir todo lo que la proximidad de la muerte le enseñó acerca de las grandes cuestiones de la vida, mientras una enfermedad degenerativa (ELA) lo iba consumiendo irremisiblemente (Albom, 2012).
M. de Hennezel, que trabajó como psicóloga en la primera unidad de cuidados paliativos de Francia, recogió en un libro su experiencia con enfermos terminales, de la que extrae diversas conclusiones que, curiosamente, resultan esperanzadoras, aunque en un sentido nuevo. Así, entre otras cosas, afirma que, hasta su muerte, el ser humano nunca ha dicho la última palabra, sino que "siempre se encuentra en proceso de construirse a sí mismo, perfeccionándose y realizándose, y en todo momento es capaz de transformarse, incluso a través de las crisis y pruebas que le plantea la vida" (Henezel, 1996: 36).
No podemos olvidar que todos tendremos que enfrentarnos con la muerte, de modo que serán muchos los que tengan la ocasión de evitar que ésta les arrebate al menos un minuto de gloria.
5. Conclusión
Aunque recibir información adecuada es un derecho del paciente indiscutiblemente reconocido legal, jurisprudencial y, en buena medida, socialmente, en el caso de enfermos con un pronóstico de vida limitado no es fácil determinar el grado de información que debe proporcionárseles, pues éste depende de varios factores, como el necesario acompasamiento de la información al estado más o menos crítico del paciente, a su capacidad de asimilación, a la existencia de intereses públicos o de terceros o a su mayor o menor deseo de ser informado. Diversos estudios constatan una tendencia a racionar la información que se suministra a este tipo de pacientes y a una cierta pervivencia de la práctica denominada conspiración de silencio. Analizando las razones esgrimidas para justificar esta reticencia se puede inferir que lo que está detrás es el deseo de no menoscabar las esperanzas del paciente. Pero esto no es razonable.
Como se ha tratado de poner de manifiesto en este estudio, es falso que la pérdida de una esperanza específica de sanación aboque a la desesperación, la cual constituye una extirpación de la misma capacidad de esperar, puesto que, aceptando la verdad de la situación clínica (la propia LBAP conecta verdad con libertad) y tras el correspondiente proceso de duelo, es posible descubrir siempre una misión por medio de la cual cerrar con sentido el ciclo biográfico de la vida y que constituye en última instancia en un testimonio. Esta misión permite galvanizar todas las energías disponibles en la ejecución de este último proyecto, por lo que serán muchos, y no sólo los que hayan sabido aprovechar la vida, los que tengan en su mano vivir personalmente su minuto de gloria. A la luz de este desarrollo cabe concluir que la conspiración de silencio, en tanto que tal, no sólo no se justifica, sino que constituye para el paciente un mal mayor del que trata de evitar.