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Anales de Psicología
versión On-line ISSN 1695-2294versión impresa ISSN 0212-9728
Anal. Psicol. vol.29 no.1 Murcia ene. 2013
https://dx.doi.org/10.6018/analesps.29.1.130542
El proceso de transición a la vida adulta de jóvenes acogidos en el sistema de protección infantil
The process of transition to adulthood for youth in the child care system
Mónica López1, Iriana Santos2, Amaia Bravo3 y Jorge F. del Valle3
1University of Groningen, The Netherlands
2Universidad de Cantabria, España
3Grupo de Investigación en Familia e Infancia. Universidad de Oviedo, España
Dirección para correspondencia
RESUMEN
En este artículo se revisan diversas investigaciones de carácter nacional e internacional sobre los adolescentes que egresan del sistema de protección. Se trata de jóvenes que al cumplir los 18 años estando acogidos en hogares de protección o con familias se ven inmersos en un proceso de transición a la vida adulta muy diferente al del resto de sus iguales. La investigación pone de manifiesto cómo la transición de estos menores es más breve, comprimida y acelerada que la de sus pares, presentando mayores dificultades en diferentes aspectos tales como el empleo, el alojamiento, los logros educativos, la salud física y mental, etc. Esta problemática está recabando cada día más interés a nivel internacional llevándose a cabo diversas reformas legales que en la práctica se traducen en la ampliación de la estancia en los recursos de protección, la implementación de programas de entrenamiento en habilidades para la vida independiente, la introducción de las figuras de consejeros y mentores, un mayor énfasis en la educación y el empleo, así como la creación de planes individuales de emancipación, entre otros. En nuestro país los egresados comienzan a ser tenidos en cuenta en algunas leyes autonómicas de reciente creación que hacen referencia a la necesidad de invertir esfuerzos en la transición a la vida adulta de los jóvenes en protección.
Palabras clave: Transición a la vida adulta; emancipación; independencia; protección a la infancia; acogimiento residencial; acogimiento familiar.
ABSTRACT
This paper reviews international and national research on young people leaving care. Research has shown that the journey to adulthood from public care is shorter, more compressed and accelerated that that of their peers. This process presents higher difficulties in different areas such as employment, accommodation, educational opportunities, physical and mental health, etc. The situation of care leavers has gained more attention internationally leading to the development of different legal advances which mean the extension of care, the implementation of independent living skills programs, the introduction of mentoring programs, the emphasis on educational and employment services and the creation of personal transition plans, among other changes. In Spain, this topic has started to receive some attention in recent regional legislation which highlights the need to invest more efforts in the transition to adulthood of young people leaving care.
Key words: Transition to adulthood; leaving care; independent living; child care; foster care; residential care.
Introducción
En los últimos años ha aumentado de forma considerable la atención desde el ámbito práctico y la investigación sobre la transición a la vida independiente de los adolescentes que cumplen 18 años estando bajo una medida de protección, bien sea de acogimiento residencial o familiar. Alcanzar la mayoría de edad en estos casos supone el cese de la medida protectora de la administración y con ella el acogimiento, de modo que la entrada en la vida adulta tiene una enorme trascendencia para estos jóvenes e implica fundamentalmente el cese de la tutela y el comienzo de un proceso de independencia forzoso y acelerado. En el Informe de la Comisión Especial del Senado sobre Adopción y temas afines (2010), esta cuestión se convertía en una de las más repetidas por los comparecientes, pasando a formar parte de las recomendaciones finales del grupo de trabajo. Además, los nuevos desarrollos normativos de diferentes comunidades autónomas en relación a la protección infantil (véanse las recientes leyes de Cantabria o Cataluña) han ido incorporando contenidos concernientes a la preparación para la transición a la independencia de los adolescentes y al desarrollo de recursos para apoyar su autonomía una vez egresados del sistema.
No disponemos de cifras sobre los menores que alcanzan la mayoría de edad estando en el sistema de protección a la infancia en nuestro país, pero según datos aportados por el Observatorio de la Infancia (Ministerio de Sanidad y Política Social) a 31 de Diciembre de 2009 había en España en torno a 37.000 niños y niñas acogidos con medida de protección. De estos, unos 15.000 se encontraban en una medida de acogimiento residencial y casi 22.000 en acogimiento familiar.
En este artículo realizamos una revisión de la investigación nacional e internacional sobre la transición a la vida independiente de los adolescentes en protección infantil y los servicios que se han puesto en marcha para apoyar estos procesos. Se pretende subrayar aquellos aspectos que la investigación ha relacionado con una transición exitosa y que por tanto deberían recibir mayor atención en las intervenciones llevadas a cabo desde los diferentes programas.
Definimos la transición a la vida independiente como el proceso por el cual el adolescente va asumiendo nuevos roles y haciendo frente a nuevas tareas relacionadas con la adquisición de unos niveles de autonomía cada vez mayores respecto a sus adultos de referencia. Este camino culmina al completar el proceso educativo, encontrar un trabajo, ser capaz de mantener relaciones maduras y establecer su propio hogar. Aunque la fase intensa de este proceso se da a partir de los 18 años, se verá en esta revisión que existen numerosos ejemplos de intervención que comienzan a preparar esta transición antes de alcanzar la mayoría de edad.
Sin embargo, la emancipación no es un proceso uniforme, sino que más bien supone un amplio abanico de experiencias de transición (Mitchell, 2006) mediadas por el impacto del contexto socioeconómico en el que están insertos los jóvenes, así como por variables individuales. En el mundo occidental se han ido desdibujando los márgenes de la etapa juvenil como resultado, entre otros factores, de la prolongación de la fase formativa y el retraso en la inserción al mundo laboral; y, por consiguiente, la dificultad para alcanzar la independencia económica y el acceso a la vivienda.
Aunque en España la tasa de abandono educativo temprano -jóvenes de entre 18 y 24 años que no poseen ningún tipo de formación- ascendía en el año 2008 a casi el 32% (EURYDICE, 2009) esto no parece condicionar en nuestro contexto una emancipación prematura. Por el contrario, los escasos logros académicos parecen estar influyendo, entre otros factores, en las dificultades de incorporación al mercado laboral, lo que a su vez provoca que la edad de emancipación de la población general en nuestro país se sitúe alrededor de los 30 años, siendo una de las más altas de Europa. Además, estas transiciones resultan cada vez más fragmentadas y reversibles (De Singly, 2005), de modo que muchos jóvenes optan por volver al hogar familiar en tiempos de necesidad (el llamado efecto boomerang, véase Mitchell, 2006). Por todo ello, la familia se convierte en el pilar básico de la transición al proveer a los jóvenes de apoyo económico, práctico y emocional de forma prolongada (Arnett, 2000).
Frente a este panorama, las dificultades se multiplican para aquellos adolescentes que egresan del sistema de protección infantil, siendo apremiados a afrontar la independencia en la mayoría de los casos al cumplir los 18 años, cuando cesa la tutela de la administración. En contraste a los procesos dilatados de la mayoría de la juventud, la transición a la vida adulta para estos adolescentes es más breve, comprimida, acelerada y mucho más arriesgada (Stein, 2006). La ausencia de un apoyo familiar efectivo es la tónica en la mayoría de los casos. Sus relaciones familiares pueden haber desaparecido durante su acogida o incluso haberse convertido en una fuente de problemas (Sinclair et al., 2005), dado su alto nivel de desestructuración, presencia de toxicomanías, problemas de salud mental, etc. De este modo, el egreso del sistema de protección resulta un paso definitivo e irreversible en su biografía (Dixon y Stein, 2005). Para ellos no existe opción de regresar al nido en tiempos de dificultad porque precisamente la carencia o el deterioro de éste ha marcado sus vidas y ha determinado la necesidad de ser tutelados por la administración y pasar a ser acogidos por una familia o un hogar educativo.
Las comparaciones entre países respecto al proceso de transición a la vida independiente nos permiten comprobar cómo los retos que afrontan los egresados son muy similares a nivel internacional, si bien se advierte mayor heterogeneidad a la hora de analizar las respuestas de los diferentes sistemas (para un análisis internacional, véase Stein y Munro, 2008). A continuación analizamos los resultados obtenidos en la investigación internacional a través de diferentes ámbitos significativos para los jóvenes que salen del sistema de protección.
Retos de los egresados del sistema de protección infantil
Las consecuencias de la adultez inmediata exigida a estos adolescentes se han puesto de manifiesto en numerosas investigaciones internacionales. Los egresados del sistema de protección presentan más riesgo de fracaso escolar, precariedad laboral y paro crónico, parentalidad precoz, conductas adictivas, delincuencia, problemas de salud física y mental, indigencia y aislamiento social (Biehal, Clayden, Stein y Wade, 1992; Cashmore y Paxman, 1996; Courtney, Piliavin, Grogan-Kaylory Nesmith, 2001; Del Valle, Álvarez, y Bravo, 2003; Del Valle, Bravo, Álvarez y Fernanz, 2008; Dixon y Stein, 2005; Festinger, 1983; García, de la Herrán e Imaña, 2007, Pinkerton y McCrea, 1999), todo ello en un momento crucial en el que el adolescente está desarrollando su identidad (Zacarés, Iborra, Tomás y Serra, 2009).
Resulta importante puntualizar que los resultados de estos estudios hacen referencia en mayor medida a los egresados del acogimiento familiar, ya que ésta es la intervención prioritaria en los países anglosajones. La escasa investigación sobre acogidos en centros u hogares de protección arroja resultados aún más preocupantes (Bryderup, Quisgaard Trentely Kring, 2010; Mech, Ludy-Dobsony, Hulseman, 1994), si bien es posible que estos jóvenes partan con mayores desventajas, ya que el acogimiento residencial suele emplearse como último recurso, cuando las alternativas familiares han fracasado o el niño presenta necesidades muy especiales (problemas de salud mental, conductas disruptivas, adicciones, etc.).
Salud física y mental
La investigación sobre la salud física de los egresados del sistema de protección infantil es muy limitada y, aunque los resultados no son consistentes, algunos autores han obtenido un mayor número de quejas sobre su salud en jóvenes que habían estado en protección (Courtney y Dworsky, 2006; Zimmerman, 1982).
Existe mayor consenso a la hora de afirmar que los egresados exhiben problemas de salud mental en mayor medida que la población general (Festinger, 1983; Jones y Moses, 1984; McMillen et al., 2005; Pecora et al., 2005; Ward & Scuse, 2001). Courtney y Dworsky (2006) encontraron que un tercio de los jóvenes evaluados mostraba síntomas de depresión, distimia y síndrome de estrés post-traumático, fobia social, abuso de alcohol y otras sustancias.
En el contexto español, aunque existe una carencia de datos sobre la salud tras el egreso, existe evidencia empírica que demuestra el amplio rango de problemas de salud que experimentan durante la acogida. La evaluación estatal del acogimiento familiar (Del Valle, López, Montserrat y Bravo, 2009) reveló que en torno a un 9% de los niños en familia ajena y un 6% en familia extensa padecían algún problema serio de salud. Además, un 8% y un 3% (en ajena y extensa, respectivamente) mostraban algún tipo de discapacidad.
Un estudio reciente valoró el estado de salud mental de los niños y adolescentes en los hogares residenciales de una comunidad autónoma española (Sainero, Bravo y del Valle, en prensa). A través de la información reportada por los educadores se encontró que el 22% acudía a tratamiento de salud mental y el 16% consumía medicación psicotrópica. El 17% tenía un diagnóstico de discapacidad intelectual y el 9% había manifestado alguna conducta autolítica (verbalizaciones, amenazas o intentos de suicidio). La aplicación del Child Behavior Check List mostró que el 44% puntuaba en rango clínico en al menos una de las tres escalas clínicas (externalizante, internalizante o mixta). En torno a un 66% de la muestra presentó algún trastorno o claros indicadores de psicopatología (Del Valle, Sainero y Bravo, 2011).
Este cuadro de problemáticas se traduce en unas necesidades especiales en su proceso de transición a la vida independiente. En este sentido, Pecora et al. (2003) han puesto de manifiesto cómo los servicios más demandados son precisamente los de salud mental. En el estudio de Goodkind, Schelbe y Shook (2011) los jóvenes entrevistados de 18 a 23 años citaron como uno de los principales retos de su proceso de transición las dificultades a la hora de conseguir ayuda ante problemas de salud mental.
Respecto a los consumos de drogas, varios estudios han establecido una mayor probabilidad de patrones adictivos entre los jóvenes egresados respecto a sus pares (Barth, 1990; Cook, Fleishman y Grimes, 1991). Sin embargo, Pecora et al. (2005) obtuvieron una tasa de dependencia al alcohol similar a los jóvenes que no habían pasado por una medida de protección. El reciente estudio de Narendorf y McMillen (2010) ha sido uno de los primeros en analizar el consumo de drogas y los trastornos adictivos entre los adolescentes en proceso de transición. La tasa de consumo de sustancias hallada en este estudio fue más baja que en población general, sin embargo la tasa de trastornos adictivos resultó ser superior. Estos autores identificaron una asociación entre el egreso y el aumento en el consumo de drogas, incrementándose la vulnerabilidad durante el año posterior a la salida del sistema.
Logros educativos
Numerosos estudios han puesto de manifiesto las dificultades que afrontan los jóvenes en protección para obtener buenos resultados en el contexto escolar (Altshuler, 1997; Biehal et al., 1995; Blome, 1997; Casas y Montserrat, 2009; Casas, Montserrat y Malo, 2010; Cheung y Heath, 1994; Cook, 1994; Courtney et al., 2001; Dixon y Stein, 2005; Inglés, 2005; Jackson, 1994; Montserrat y Casas, 2010; Stein, 1994). En nuestro país Moreno, García-Baamonde y Blázquez (2010) han constatado el fracaso escolar en acogimiento residencial, relacionándolo con problemas del desarrollo del lenguaje.
Courtney y Dworsky (2006) encontraron que solamente un 58% de los adolescentes estadounidenses egresados había logrado obtener el equivalente a la enseñanza secundaria (high school diploma) a los 19 años, frente al 87% del grupo de comparación nacional. Esta tasa es muy similar a la hallada por Cook et al. (1991).
Algunos estudios han establecido una tasa significativamente superior a la de sus pares en número de repeticiones escolares, cambios de colegio durante el curso escolar y asistencia a programas de educación especial (Burley y Halpern, 2001; Pecora et al., 2006). La tasa de adolescentes que recibe servicios de educación especial se sitúa en torno al 30% (Courtney, Piliavin, y Grogan-Kaylor, 1995; Geenen y Powers, 2006); esta cifra es coincidente con la hallada en la evaluación española de casos de larga estancia en acogimiento residencial (López et al., 2010).
Se estima que en Reino Unido un 7% de los egresados continúa estudios superiores, frente al 40% de sus pares sin medidas de protección (DCSF, 2009). Además, está constatado que en el contexto universitario experimentan un mayor número de dificultades, incluyendo relaciones familiares problemáticas, escaso apoyo social o falta de recursos de alojamiento en periodos vacacionales (Jackson, Ajayi y Quigley, 2005).
Finalmente, Pecora et al. (2006) han identificado aquellas variables que predicen que un niño en protección finalice exitosamente la enseñanza secundaria: mayor edad al entrar en protección, menor número de cambios de acogimiento, algún tipo de experiencia laboral mientras estaba en protección, haber recibido preparación para la vida independiente y no haber mostrado comportamientos delictivos.
Acceso al mundo laboral
La transición del sistema educativo al mercado laboral es una de los puntos críticos del proceso de independencia para cualquier joven. Cuando la presencia de dificultades y fracasos ha caracterizado la vida escolar del adolescente es esperable que aparezcan mayores obstáculos a la hora de acceder al mundo laboral (Casas, Montserrat y Malo, 2010; Miller y Porter, 2007). Los estudios disponibles resaltan las dificultades de los egresados a la hora de encontrar un empleo estable (Biehal et al., 1995; Courtney y Dworsky, 2006; Del Valleet al., 2003; Del Valle et al., 2008; Dixon y Stein, 2005; Hojer y Johansson, 2010); Kufeldt, 2003; Pecora et al., 2006; Reilly, 2003).
El estudio de Wade y Dixon (2006) con una muestra de 106 jóvenes ingleses mostró que a los 12-15 meses tras el egreso el 44% se encontraba en situación de desempleo. Estudios norteamericanos han destacado el escaso nivel de ingresos de estos jóvenes, situándolos por debajo del umbral de la pobreza (Dworsky, 2005; Naccarato, Brophy y Courtney, 2010). Además, se han encontrado mayores dificultades de inserción laboral para las chicas (Urban Institute, 2008) y los adolescentes con problemas de salud mental o conductas adictivas (Baron y Salzer, 2002; Courtney et al., 2001; Lenz-Rashid, 2006; Naccarato et al., 2010).
Relaciones familiares
Es un hecho bien establecido en la literatura científica que la relación del niño con sus padres es crucial para su desarrollo e influye en las relaciones personales que establezca en su edad adulta. Sin embargo, en el contexto de protección, en numerosas ocasiones las relaciones familiares resultan una fuente de conflictos para el adolescente. Frecuentemente la familia de origen está compuesta por una madre soltera y un padre más o menos ausente; suelen tener pocos recursos económicos, escasa formación y diversos problemas de salud y exclusión social (Del Valle et al., 2009; López et al., 2010; Vinnerljung, Hjerny y Lindblad, 2006). A pesar de ello, una alta proporción mantiene un contacto estrecho con su familia de origen (Barth, 1990; Cook et al., 1991; Courtney et al., 2005; Courtney, Dworsky y Pollack, 2007; Festinger, 1983; Jones y Moses, 1984; Zimmerman, 1982). Además, Courtney, Terao y Bost (2004) hallaron que en los momentos previos a la transición se intensificaba el contacto de los jóvenes con sus abuelos y hermanos.
Respecto a la relación de los jóvenes acogidos con su familia extensa, al preguntarles por lo que supusieron para ellos los acogedores, Del Valle, Lázaro, López y Bravo (2011) encontraron porcentajes muy elevados en funciones similares a las que definirían las relaciones con las figuras de apego; el 81% se sentía protegido, el 75% apoyado y el 81% se consideraba querido por ellos. Además, el 67% de los jóvenes consideraba a estos acogedores como sus padres.
Algunos autores mantienen que el contacto familiar frecuente se relaciona con un mayor bienestar del niño (Davis, Landsverk, Newton y Ganger, 1996), su mejor desarrollo (Martín, Torbay y Rodríguez, 2008) y más éxito en la transición a la vida adulta (Daining y DePanfilis, 2007; Geenen y Powers, 2007). Sin embargo, Samuels y Pryce (2008) han puesto de relevancia la problemática de este contacto en la transición, incluyendo situaciones de dependencia emocional y económica de los padres respecto a sus hijos.
Por otra parte, la tasa de orfandad entre los niños y adolescentes en protección es significativamente superior a la de sus pares en población general. Franzén y Vinnerljung (2006) encontraron que uno de cada cuatro adolescentes había perdido al menos un progenitor antes de cumplir los 18 años, comparado con 3-4% en población general. A la edad de 25 años la cifra se elevaba a más del 30% (frente al 7% en población general). En España, la tasa de orfandad se ha situado en el 6% para los niños con larga estancia en acogimiento residencial (López et al., 2010); mientras que para los niños en acogimiento con familia ajena alcanza el 17% para la figura paterna y el 6% para la materna (López, Montserrat, Del Valle y Bravo, 2010). Además, en el único estudio español sobre la transición de los adolescentes acogidos con su familia extensa se constató que entre el comienzo de la adolescencia y la transición a la vida adulta cerca del 40% había experimentando la muerte de al menos uno de sus acogedores (en su mayoría abuelos) y más del 65% había perdido al menos a uno de sus progenitores (Del Valle et al., 2011).
Apoyo social
El apoyo social puede desempeñar un importante papel como amortiguador de los eventos estresantes a los cuales se ven sometidos los niños y jóvenes en protección, incluyendo el desarrollo de una vida independiente (Smit y Laird, 1992). Se han subrayado los efectos positivos de tener adultos de apoyo sobre la autoestima, el desarrollo psicológico, los logros educativos o el desarrollo de habilidades sociales (Massinga y Pecora, 2004; Rutman, Hubberstey, Barlow y Brown, 2005). Para Schofield (2003) el poder contar con relaciones de confianza puede llegar a compensar las situaciones de separación y pérdida vividas anteriormente y corregir los patrones de relación disfuncionales, actuando como un factor de protección en el proceso de transición a la independencia.
Sin embargo, diversos estudios permiten concluir que los adolescentes en protección perciben un menor apoyo social de su red que sus pares sin una medida protectora (Bravo y Del Valle, 2003), que se extiende al proceso de independencia. Cameron (2007) halló que un 49% de los jóvenes en transición informaba no tener ningún familiar o amigo a quien pedir apoyo ante dificultades graves. Benbenishty y Schiff (2003) encontraron que un tercio de los egresados afirmaba tener un menor número de amigos en comparación con la población general. En el estudio de Goodkind, Schelbe y Shook (2011) los propios jóvenes expresaron que el mantenimiento de las relaciones era uno de las dificultades más importantes en su transición a la vida adulta, a pesar de la importancia de estas relaciones a la hora de compensar la falta de apego con los cuidadores (Delgado, Oliva y Sánchez-Queija, 2011).
La evaluación del apoyo social en niños acogidos en residencias ha puesto de manifiesto el importante papel desempeñado por el educador (Bravo y Del Valle, 2003; García, de la Herrán e Imaña, 2007). Se trata de una de las figuras a quienes los adolescentes acuden con mayor frecuencia en busca de ayuda; sin embargo, esta figura de apoyo, como es lógico, tiende a desaparecer en el proceso de independencia.
Diferentes estudios y revisiones constatan que solamente una minoría de los jóvenes continúa recibiendo apoyo por parte de su familia acogedora durante los años posteriores al egreso del sistema de protección (Biehal et al., 1992, 1995; Courtney y Barth, 1996; Vinnerljung, 1996). Esta situación contrasta con el carácter permanente del acogimiento familiar español, donde buena parte de los adolescentes que cumple la mayoría de edad en acogimiento se queda a vivir en el hogar de los acogedores (López et al., 2010).
Por otra parte, aunque la familia acogedora parece ser una de las principales fuentes de preparación para la independencia (Courtney et al., 2001; Lemon, Hines y Merdinger, 2005), no suele recibir formación específica para ello. En nuestro contexto, Bernedo y Fuentes (2010) han recogido la necesidad de un mayor esfuerzo por parte de la administración en el asesoramiento a la familia extensa, entre otros, en los retos de la adolescencia, los apoyos escolares o en las salidas laborales de los menores acogidos.
La estabilidad de las trayectorias
La estabilidad ha sido uno de los factores más estudiados en relación a la transición a la vida independiente; puede fomentar la resiliencia del niño o adolescente al permitirle desarrollar relaciones duraderas con adultos y pares y mantener la continuidad en el contexto escolar (Jackson, 2002; Marsh y Peel, 1999; Rutter et al., 1998). Además, la estabilidad parece trasladarse a la vida independiente de forma que los adolescentes que experimentaron un menor número de cambios durante el acogimiento muestran más estabilidad tras el egreso, una mayor probabilidad de poseer recursos de apoyo (Cashmore y Paxman, 2006), mayores logros académicos y más éxito en la obtención de empleo (Biehal et al., 1995; Jackson y Thomas, 1999).
En contraste, el mayor número de cambios de emplazamiento durante la protección se ha relacionado con situaciones de exclusión social tras el egreso (Del Valle, Bravo, Álvarez y Fernanz, 2008) y niveles más bajos de seguridad emocional percibida (Cashmore y Paxman, 2006).
Aunque los resultados son contundentes, la estabilidad no parece un objetivo fácil de alcanzar. Estudios británicos revelan que entre el 10-13% de los ex-tutelados pasó por 10 o más emplazamientos diferentes antes de salir del sistema de protección (Kelleher, Kelleher y Corbett, 2000; Stein, Pinkerton y Kelleher, 2000). Dixon y Stein (2002) encontraron que el 30% de los adolescentes había experimentado cuatro o más cambios, mientras que solo el 7% había permanecido estable en el mismo emplazamiento.
Otros riesgos
Además de los resultados obtenidos en los ámbitos descritos, los egresados de protección muestran un mayor riesgo de ser padres a edades adolescentes (Courtney et al., 2004; Pecora et al., 2003); de tener problemas con la justicia (Barth, 1990; Courtney et al., 2004; Fanshel, Finch y Grundy, 1990; García et al., 2007; Reilly, 2003); de ser receptores de ayudas sociales (Courtney y Dworsky, 2006; Del Valle et al., 2003) y de convertirse en indigentes (Biehal y Wade, 1999; Cook et al., 1991; Courtney et al., 2001; Dixon y Stein, 2005; Pecora et al., 2005; Sosin, Piliavin y Westerfelt, 1990; Susser, Conover y Streuning, 1991).
Finalmente, al analizar los resultados de los egresados, Stein (2005) considera que no es posible hablar de un grupo homogéneo, ya que difieren respecto a sus circunstancias familiares, sus experiencias en protección o el apoyo recibido, tanto formal como informal. Considerando estas variables Stein establece tres grupos de jóvenes en función de los resultados obtenidos en su transición a la vida independiente. Los que salen adelante (young people moving on) serían aquellos que consiguen acceder a la independencia de forma exitosa; han tenido más estabilidad en sus vidas y oportunidades de desarrollar relaciones de apego seguro; han conseguido éxitos académicos antes de terminar la protección y su preparación para la vida independiente ha sido gradual y planificada. El grupo de los supervivientes (survivors) estaría formado por aquellos jóvenes que han experimentado inestabilidad, cambios de medidas, rupturas de sus acogimientos y fracaso escolar. Finalmente, el grupo denominado por Stein las víctimas (victims) se referiría a aquellos adolescentes que han sufrido experiencias más traumáticas a lo largo de su vida; su trayectoria se ha caracterizado por numerosos cambios de medida, problemas emocionales y comportamentales, dificultades de aprendizaje, conductas disruptivas y delictivas. Se trataría de jóvenes que nunca han logrado vincularse en profundidad con una persona a lo largo de toda la intervención protectora.
En definitiva, la revisión llevada a cabo nos proporciona abundante evidencia científica sobre los múltiples retos de los egresados del sistema de protección infantil. Estos jóvenes afrontan la independencia con escasa formación académica lo cual restringe sus posibilidades laborales; su bajo nivel económico dificulta el mantenimiento de un hogar; y el apoyo social que pueden recibir de pares o adultos es bastante limitado. Además, con frecuencia sufren discapacidades y problemas de salud mental y física, lo cual nuevamente tiene un impacto negativo en su probabilidad de encontrar un trabajo o establecer relaciones.
Las respuestas a los retos de la transición
La problemática que afrontan los jóvenes que abandonan el sistema de protección está recabando cada día más interés a nivel internacional. En algunos países esta preocupación se ha acompañado de importantes reformas legales. Así, en el año 2000 Inglaterra y Gales introducen la Children (Leaving Care) Act (a lo que se sumarán las reformas legislativas en materia de protección de Escocia en 2001 e Irlanda del Norte en 2002). Estos desarrollos legales amplían la responsabilidad del gobierno de ejercer la protección de los 16 a los 18 años y establecen la obligación para las diferentes autoridades locales de ofrecer apoyos para los jóvenes de 18 a 21 años que abandonan el sistema de protección. Además, se abre la posibilidad de extender el apoyo educativo hasta los 24 años. Las leyes se centran especialmente en la formación educativa y profesional, así como en las necesidades económicas de estos jóvenes. Lo más novedoso de estas reformas es la planificación individualizada de las trayectorias de transición y la introducción de la figura de los consejeros personales para los jóvenes de hasta 21 años. La evaluación del impacto de estos desarrollos legales en el contexto británico ha evidenciado una expansión de los servicios de transición a la vida independiente, así como mejoras en la implementación y consistencia de estos programas (Dixon et al., 2006).
Los EEUU proclaman en el año 1999 la Foster Care Independence Act. Uno de los productos más interesantes de esta ley ha sido la creación del John H. Chafee Foster Care Independence Program, encargado de proporcionar recursos de independencia con especial énfasis en la educación, el empleo y el entrenamiento en habilidades para la vida independiente. Desde este marco normativo se anima a los diferentes estados a asegurar la cobertura médica de los jóvenes hasta los 21 años. Otro de los frutos derivados de esta reforma legal ha sido la creación de la National Youth-in-transition Database, una base de datos que permite monitorizar a los egresados y registrar un gran número de variables relacionadas con la protección, los programas de transición por los que han pasado y su vida adulta. Permite evaluar los resultados de estos jóvenes y valorar los efectos en función de los programas en los que han participado, lo que puede evitar costosas investigaciones de seguimiento puntual en las que abundan las limitaciones metodológicas.
En el año 2008 se aprueba la Fostering Connections to Success and Increasing Adoptions Act, que supone el reconocimiento de las obligaciones de los estados para con los menores en protección en sus primeros años de adultez (ofreciendo diferentes alternativas de vivienda, empleo, educación y formación, etc.) y amplía los fondos destinados a apoyar el proceso de transición. Entre otros desarrollos, esta ley posibilita que las ayudas económicas a los acogedores se extiendan hasta que el joven acogido cumpla los 21 años (siempre que haya entrado en acogimiento después de los 16 años). Además, exige la creación de un plan individual de trayectoria para cada joven en protección durante los tres meses anteriores al egreso, que será elaborado conjuntamente por el técnico responsable del caso y el adolescente e incluirá información detallada sobre su futuro (alojamiento, formación y empleo, seguro de salud, servicios sociales, etc.).
Estos desarrollos legales en materia de protección infantil han amparado la creación de programas especializados para la transición destinados a cubrir diversas necesidades de los jóvenes que abandonan el sistema. En el Reino Unido, desde mediados de los años 80 se han desarrollado numerosos servicios especializados para adolescentes que egresan del sistema de protección, tratando de responder a las necesidades de alojamiento, financiación y apoyo social fundamentalmente (Biehal et al., 1995).
En las primeras revisiones que recogen información al respecto se clasificaban estos programas atendiendo a dos características principales. En primer lugar, se distinguía entre servicios especializados o dedicados exclusivamente a jóvenes que egresaban, y enfoques no especializados. En segundo lugar, se distinguía entre modelos de independencia y de interdependencia; mientras el modelo de independencia trataba de potenciar la capacidad de los jóvenes para manejarse solos a partir de los 16 años, el modelo de interdependencia situaba la prioridad en las habilidades interpersonales y en proveer apoyo en la salida y momentos posteriores (Stein, 2004; Stein y Carey, 1986).
Referente a la organización de los servicios, un estudio llevado a cabo en 1999 sobre las mejores prácticas en transición a la vida adulta sugirió cuatro modelos (Stein y Wade, 2000). Se identificaron servicios no especializados en los que el trabajo recaía sobre los trabajadores sociales y en su caso, sobre los acogedores; servicios especializados para egresados que daban cobertura a diferentes zonas geográficas; servicios especializados dispersos, donde los trabajadores especializados están vinculados a los equipos de zona; y servicios integrales para un amplio número de jóvenes con mayor vulnerabilidad (discapacitados, sin techo, jóvenes infractores, etc.) incluidos los jóvenes que salían del sistema de protección (Stein y Wade, 2000).
Con los cambios legislativos llevados a cabo en el año 2000 surge el llamado modelo de corporate parenting en el Reino Unido (Stein, 2004), cuyas principales características son la designación de un consejero personal y el mayor énfasis en la valoración y planificación de las intervenciones (Broad, 2005; Dixon et al., 2004; Hai y Williams, 2004). Además se incrementó el número de alojamientos, se reforzó la preocupación por la preparación para la vida independiente, especialmente en la individualización de las intervenciones, y aumentó la financiación para estos programas (Dixon et al., 2004; Hai y Williams, 2004).
Stein (2004) ha señalado los pilares básicos de los programas de transición a la vida adulta: demorar el momento del egreso hasta que el joven esté bien preparado; reforzar la evaluación de las necesidades individuales y la preparación y planificación de la trayectoria a seguir; proveer buenos apoyos durante la transición y en los momentos posteriores; el empleo de mentores; mejorar las ayudas financieras; apoyar el acceso a la educación, el empleo y desarrollar programas de habilidades para la vida diaria; posibilitar el mantenimiento de los apoyos más allá de los 21 años; facilitar la oportunidad de desarrollar habilidades de toma de decisiones y resolución de problemas; considerar la relevancia de las familias biológicas y en su caso, de los acogedores; normalizar en la medida de lo posible la experiencia del acogimiento; y por último, reforzar la colaboración y coordinación de los diferentes agentes implicados.
En el contexto norteamericano las sucesivas modificaciones de la legislación referente a la transición a la vida adulta han tratado de mejorar los resultados de los jóvenes que egresan del sistema de protección. Estas modificaciones se traducen en la práctica en la posibilidad de permanecer en protección hasta los 21 años (en recursos de vida independiente supervisados, acogimiento familiar o residencial), siempre y cuando el joven esté inmerso en un itinerario laboral o formativo o existan causas que justifiquen que no sea así. Courtney y Terao (2002) proporcionan una tipología descriptiva de servicios de transición a la vida adulta entre los que se encuentran el entrenamiento en habilidades para la vida, los programas que emplean mentores, recursos de alojamiento durante la transición, servicios de salud física y mental, servicios educativos y servicios de empleo. Courtney y Hughes (2003) señalan ciertos elementos comunes a todos los servicios ofrecidos: la existencia de un coordinador de caso; el énfasis en las oportunidades de los jóvenes de contribuir a la comunidad; el incremento de su autoconfianza; y la inserción de este tipo de servicios para la independencia dentro de programas de servicios sociales más globales.
En la legislación se contempla además que tres meses antes de que el joven egrese se elabore un plan individual que incluya opciones específicas de alojamiento, seguro de salud, educación, oportunidades de contar con un mentor, servicios de apoyo continuado y servicios de empleo.
Courtney y Hughes (2003) apuntan, no obstante, a las importantes diferencias en la puesta en marcha de estos programas en los diferentes Estados, lo que puede suponer que, por ejemplo, en algunos sea posible un mayor tiempo de permanencia en los recursos de protección que en otros o que existan o no prestaciones de apoyo financiero para la educación universitaria.
Aún queda mucho por saber sobre los resultados y la efectividad de los servicios que se han ido desarrollando para los adolescentes que egresan de los sistemas de protección (Wade y Munro, 2008), aunque evaluaciones ya finalizadas sugieren que éstos pueden tener una significativa contribución en los resultados positivos conseguidos por algunos jóvenes egresados (Biehal et al., 1995; Courtney, 2009; Dixon et al., 2006; Dixon y Stein, 2005; Wade y Dixon, 2006).
Como ejemplo de intervención que cuenta con larga tradición podemos mencionar el empleo de mentores. Este tipo de intervención surge en EE.UU. con el programa "Big Brother, Big Sister" pero se ha ido extendiendo, entre otros países, a Reino Unido. Un dato consistente en la literatura es que los niños resilientes han experimentado la presencia de un adulto en sus vidas que les ha aportado cariño y apoyo y esto ha facilitado su éxito a pesar de las dificultades (Masten y Garmezy, 1985; Werner, 1992). Como no todos los jóvenes acogidos tienen "mentores naturales" estos programas tratan de replicar sus beneficios potenciando esta relación con mentores voluntarios. Existen diversos esquemas para el desarrollo de estos programas: estableciendo relaciones individuales entre un mentor adulto y un aprendiz, seleccionando como mentores a otros jóvenes que han estado en protección, o estableciendo sesiones grupales con un mentor. En todo caso, como señalan Clayden y Stein (2005) el objetivo de estos programas es proporcionar tanto apoyo instrumental (empleo, educación o formación, disminución de conductas infractoras) como apoyo expresivo (vinculado al desarrollo personal y la autoestima). Referente a las evaluaciones de resultados de estos programas, aunque existen discrepancias, estudios estadounidenses han constatado el impacto positivo de éstos en los resultados de los jóvenes egresados (DuBois, Holloway, Valentine y Cooper, 2002); mientras que trabajos británicos apuntan efectos positivos en educación, formación y empleo, pero no en otras áreas (Shiner, Young, Newburn y Groben, 2004).
En el contexto español una de las herramientas más empleadas para el desarrollo de habilidades para la vida independiente es el programa Umbrella (Del Valle y García, 2006), desarrollado en el marco de un proyecto Leonardo da Vinci de la Unión Europea durante los años 1997-2000. Se trata de una propuesta de trabajo educativo que emplea una serie de actividades individuales diseñadas para incrementar la autonomía e independencia, que incluye tareas y ejercicios de diversas áreas de la vida adulta, como la educación, el trabajo, el dinero, la salud, etc. Este método cuenta con la ventaja de ser muy flexible y adaptable a las necesidades concretas de cada joven, teniendo en cuenta sus antecedentes y los objetivos planteados en su plan de caso.
Conclusiones e implicaciones para la práctica de la protección infantil
La transición y trayectoria posterior de un joven egresado no puede entenderse al margen de su experiencia antes y durante la intervención protectora (Wade y Dixon, 2006). Son muchas las dificultades que emergen en la intervención: los adolescentes pueden mostrar problemas emocionales y conductuales fruto de las situaciones de maltrato a las que han estado expuestos; suelen arrastrar déficits escolares, en ocasiones acrecentados por los cambios de emplazamiento; poseen una escasa red de apoyo social y falta de habilidades sociales. Además, el trabajo para el fomento de la autonomía a menudo contrasta con la estructura organizativa de ciertos recursos residenciales que dificulta la implicación del adolescente en algunas tareas (limpieza del hogar, compras, etc.) o el acceso a ciertas instalaciones (cocina, lavandería, etc.).
La investigación ha mostrado las conexiones entre el trabajo durante la intervención protectora y los resultados posteriores. Los ingredientes de éxito parecen ser la obtención de logros académicos (Biehal y Wade, 1996; Rutter, 1999); la participación en el contexto escolar, incluyendo actividades extraescolares (Sands, Bassett, Lehmann, y Spencer, 1998); el contar con, al menos, una relación de confianza con un adulto, sea miembro de la propia familia o del contexto protector (Biehal y Wade, 1996); y las influencias positivas de sus pares (Newman y Blackburn, 2002; Rutter, 1999), entre otros factores.
Algunos colectivos parecen más vulnerables ante la transición a la independencia, en particular los menores extranjeros no acompañados, los jóvenes que presentan discapacidades o enfermedades crónicas o los adolescentes con problemas de salud mental. Los escasos estudios sobre la experiencia de los jóvenes con discapacidades han mostrado que sus transiciones tienden a ser más abruptas o a retrasarse ante la falta de oportunidades laborales y de vivienda (Priestley et al., 2003; Rabiee et al., 2001). Este colectivo experimenta barreras adicionales en su transición, sin embargo su problemática ha sido relegada a un segundo plano en la investigación internacional (Geenen y Powers, 2007). Sus procesos de transición son únicos y afrontan muchísimos más retos, por lo que se entiende que también los servicios han de ser más intensos (Wade y Dixon, 2006).
A pesar de la contundencia de la investigación sobre las dificultades que afrontan los egresados y del conocimiento referente a los elementos exitosos de los programas, nuestro marco legal a nivel estatal no proporciona referencia alguna sobre este asunto (aunque sí lo hacen ciertas leyes autonómicas recientes). Esta indefinición da lugar, en la práctica, a una escasez de programas, quedando al arbitrio de las administraciones la implementación o no de experiencias dirigidas a cubrir estas necesidades. Además, donde se han implementado programas de este tipo, su acceso queda condicionado al cumplimiento de determinados requisitos, reportando beneficios a un número muy limitado de jóvenes. Finalmente, se desconocen los resultados de este tipo de intervenciones dada la carencia de esfuerzos evaluativos en nuestro contexto (véase una revisión de la situación española en Del Valle, 2008).
Respecto a la evaluación e investigación, se precisa llevar a cabo estudios longitudinales con muestras amplias que nos permitan conocer a fondo los procesos de transición de estos jóvenes y poder compararlos con las de sus pares sin medida de protección. Del mismo modo, sería necesario realizar estudios de screening de los problemas de salud mental que afrontan para poder atender a sus necesidades individuales y ofrecerles los servicios más adecuados durante el acogimiento y la transición.
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Dirección para correspondencia:
Jorge F. del Valle.
Facultad de Psicología.
Plaza Feijoo s/n.
33012, Oviedo (España).
E-mail: jvalle@uniovi.es
Artículo recibido: 23-05-2011
revisión: 18-01-2012
aceptado: 03-02-2012