La pandemia de COVID-19 ha suscitado un nuevo escenario de relaciones humanas, unas relaciones que se han mostrado escasamente estables y que no han dejado, en ningún momento, de estar sometidas a fluctuaciones dependientes de la última noticia aparecida en un medio de comunicación, de la más reciente ocurrencia de una influencer, o de la decisión de un político. De ahí, que todos hemos sido espectadores de la sucesión de los vagones de una montaña rusa social de emociones. Así, durante más de dos años se han ido alternando o superponiendo las filias y las fobias, la esperanza y la desilusión, el odio y el amor, etc. en relación a lo que dicen o hacen, por ejemplo, los científicos, los políticos, o las enfermeras en relación al COVID.
Son muchas las cuestiones que, en este periodo de pandemia, me han llamado potentemente la atención por incomprensibles o inesperadas. Por ejemplo, me ha parecido muy lógico que se aplaudiera a los agentes sanitarios por su labor en ayuda a los afectados, pero no me ha resultado tan explicable que a renglón seguido los hayan amenazado por tener saturados los servicios asistenciales o por no tener suficientes test de antígenos. Al igual que este ejemplo podríamos aportar otros muchos relacionados con las compañías farmacéuticas, las vacunas, las declaraciones de expertos, etc. No obstante, voy a ocuparme de uno solo de ellos, de ese que me preocupa radicalmente por lo que supone de atentado a la conciencia de la persona y al respeto de la libertad individual. Me refiero al hecho de la demonización de aquellos que no se han querido vacunar o que no han completado todo el proceso de vacunación.
Para evitar susceptibilidades voy a comenzar con una confesión: ¡me he puesto las tres dosis de vacuna que se han recomendado hasta el momento! También tengo que reconocer que no me he sentido “realizado” al hacerlo, como así demostraban muchos de los ciudadanos que expresaban su radiante satisfacción al descubrir su brazo en los interminables testimonios televisivos. Mi decisión fue fruto de una ponderación de elementos que me hicieron decantarme por la vacunación. Por una parte, se encontraba la desconfianza que me generaban nuestros dirigentes políticos (pillados en reiteradas inexactitudes o mentiras); la rapidez con la que se habían desarrollado las vacunas y la suspicacia que me producía la puesta en escena mediática que las compañías farmacéuticas realizaban de sus avances; las dudas sobre la capacidad de mi propio sistema inmunológico que siempre ha respondido de forma original a las vacunas; etc. Por otra parte, se hallaba la percepción de que la vacuna era la única alternativa que se presentaba para combatir la situación de catástrofe mundial; la seguridad que me ofrecían las aclaraciones de expertos de confianza; la apreciación de que se requería del esfuerzo de muchos, y yo podía contribuir a ello, para lograr la tan esperada inmunidad de grupo; etc. Con estas premisas decidí vacunarme y, como he indicado, fue una decisión libre y basada en una ponderación de beneficios y riesgos, tanto fisiológicos como personales y sociales.
Una vez realizada esta personal aclaración me encuentro en condiciones de recuperar el hilo argumental de mi reflexión y volver a manifestar que, en relación con la vacuna del COVID, hay un elemento que me resulta especialmente preocupante. No es otro que el de la falta de respeto a aquellos que son coherentes consigo mismos y que, en este caso, su criterio no coincide con el de la mayoría. En concreto, no entiendo cómo se puede estar jaleando desde ámbitos políticos, sanitarios y mediáticos a los que sojuzgan la libertad de decisión de aquellos que, con motivos razonados, prefieren no vacunarse. A continuación, voy a justificar la anterior afirmación.
En primer lugar, hay que hacer mención a la libertad personal. Como bien indicaba Maritain, “no es el hombre quien está al servicio y a disposición plena de la sociedad como afirmaban los totalitarismos, sino la sociedad quien debe ponerse al servicio de la persona, porque es ésta el valor principal y primero por encima de cualquier organización. Pero a su vez, la persona no es una entidad egoísta que debe pensar sólo en su propio beneficio como proponía el individualismo; es un ser social, un ser en relación, que se debe a la comunidad aun sabiendo que está por encima de ella desde un punto de vista ontológico”1. Aplicando la anterior afirmación al caso de la vacuna contra el COVID, se puede mantener que el individuo está por encima de la colectividad y que, sin duda, éste hará una dejación de algunos de sus criterios o beneficios (porque no es una entidad egoísta) cuando considere que es conveniente para los demás. Con estas premisas hay dos elementos a considerar: libertad y conveniencia. Cabría preguntarse si cuando se obliga a un ciudadano, en contra de su conciencia, a vacunarse del COVID se está respetando su libertad y su criterio de lo que es conveniente para él mismo y para los demás.
Llegado a este punto se suele esgrimir la cuestión de la posibilidad de que ese criterio personal sea erróneo y que, por ello, pudiera no ser admitido. Sin duda es posible una conciencia errónea, pero en el caso que se está evaluando hay elementos que pueden sustentar que algunos sujetos mantengan una duda razonable para avalar su opción: riesgos a largo plazo, desconocimiento del grado de inmunización, desconfianza en los mensajes y medidas adoptadas por las autoridades sanitarias, problemas de su propio sistema inmunológico que desaconsejen la vacuna, etc. Aquellas personas que tengan esas incertidumbres que, como he indicado no son irracionales, no merecen el acoso social al que se les está sometiendo y menos ahora, cuando la mayor parte de la población está vacunada. No es ni bueno para la sociedad ni respetuoso para los individuos crear guetos de no vacunados que, como nos demuestra la historia, al sentirse acosados acometen pasionales defensas de su situación colocándoles en posiciones de vulnerabilidad ante las soflamas de iluminados y “conspiranoicos”.
Actualmente, es frecuente que los debates sobre la obligatoriedad de la vacunación del COVID-19 terminen ridiculizando a aquellas personas que no quieren vacunarse aludiendo a los testimonios de algún famoso que todos tenemos en mente. Pues bien, si es cierto que puede haber manifestaciones desafortunadas en contra de las vacunas contra el COVID, también lo es que hay otras autorizadas que se plantean ciertas dudas sobre la capacidad de inmunizar (después abordaremos esta cuestión), sobre sus efectos indeseables o la oportunidad de un tipo u otro de vacunas, sobre los tiempos de espera para ser administradas, etc. Por ejemplo, en un artículo publicado en enero de 2022 se muestra como la vacunación con ARNm-1273 se asoció a un riesgo significativamente mayor de miocarditis, mientras que la vacunación con BNT162b2 solo se asoció con un riesgo significativamente mayor en las mujeres2. Unos datos interesantes en lo que respecta a la seguridad del paciente en atención a su fisiología y género. También hay otros efectos que han ido apareciendo durante el periodo de pandemia y que ha ido recogiendo la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) en sus sucesivos informes de farmacovigilancia3. No hay nada alarmante en esos datos, aunque hay dos aspectos a considerar. El primero, que todavía no lo sabemos todo sobre los efectos secundarios o adversos y, por esta causa, la AEMPS ha ido realizando actualizaciones de sus informes con los nuevos efectos encontrados. El segundo que, si bien todos los medicamentos tienen efectos secundarios, estos adquieren una relevancia especial cuando se refieren a un medicamento de uso obligatorio.
Por otra parte, en el debate sobre la obligatoriedad de la vacunación de COVID, también se alude a que el respeto a la opción de no vacunarse, cuando el sujeto afectado tiene alguna duda sobre su conveniencia, queda relegado por el bien común. Para justificar la supremacía del bien común sobre la libertad de conciencia del individuo se esgrime la idea de que los no vacunados ponen en riesgo al resto de la población o contribuyen a saturar los centros sanitarios. En esta cuestión también se podría señalar que la relación vacunación/no contagio no es tan simple como se suele mostrar. Este no es mi campo de investigación y por ello he tenido que recurrir al consejo de expertos, con la información recibida he llegado a la conclusión de que aun siendo cierto que un vacunado podrá transmitir menos, también es cierto que un no vacunado no contagiado tampoco transmite nada. No hay que olvidar que el efecto depende de la dosis del patógeno que transmite el huésped, que a su vez depende de dónde (anatómicamente) procedan las gotículas liberadas, de la vía (hablar, toser, estornudar, cantar... y la contundencia con que se haga) y del estado inmunitario del huésped (que puede variar a lo largo del día, de su edad, de los fármacos que esté tomando, infecciones, estados y patologías en curso...). Además, en el vacunado hay que considerar la semejanza antigénica del patógeno transmisible respecto a la composición vacunal (beta, delta, omicron, ...) y que, en cualquier caso, las sucesivas variantes se hacen resistentes a los anticuerpos; la forma de responder ese huésped a la vacuna, en cuanto a si los componentes de la inmunidad generada (anticuerpos, celular, ...) fueron suficientes o son neutralizantes; si la vacuna fue capaz de generar suficiente memoria; el tiempo que se suministró la vacuna; etc.
A continuación, me gustaría aportar un reciente ejemplo, en relación a la vacuna COVID, sobre la delgada línea que separa el respeto o no respeto de la libertad de conciencia: en el Reino Unido se estableció la vacunación obligatoria contra el COVID-19 para sus trabajadores de la salud (el personal no vacunado tiene que recibir la primera dosis antes del 3 de febrero de 2022). En caso de no vacunarse se exponen al despido. Desde distintas Asociaciones y Corporaciones de la administración sanitaria, médicas y de enfermería han solicitado una moratoria a esa vacunación obligatoria porque eso haría que ciertos agentes sanitario serían despedidos y, con ello, se ejercería más presión sobre una fuerza laboral enormemente mermada4. Es decir, importa la vacunación como medio de protección a la sociedad mientras la asistencia sanitaria no pueda sufrir más saturación. Vemos como, en algunas ocasiones, el bien común se asimila más a un interés que a un bien. Lo peor, es que parece que todos se olvidan de la conciencia de la persona que no se quiere vacunar por motivos razonables. En este sentido, un experto bioeticista como Ramiro llama la atención sobre el tan alabado pasaporte COVID, una medida cuestionada y cuestionable que para el citado autor “no sirve para nada que sea real. Puede servir para sentirse seguro, también lo puede hacer para señalar a los que no lo tengan y descubrir que no están vacunados. Está sirviendo para discriminar a las personas, y «encerrar socialmente» a los que no lo tienen. Pero no sirve para lo esencial: se tenga o no se tenga el Pasaporte, si uno tiene la infección puede contagiar a los demás”5.
Con ejemplos como los anteriores podríamos plantear si, en el tema de las vacunas COVID, ha podido existir, por parte de las autoridades sanitarias, una negligencia inicial al no basar sus decisiones en una reflexión ética6. Así, la administración sanitaria, al carecer de un sustrato o coherencia ética, ha adoptado algunas medidas a modo de parche que han desorientado a la población por su falta de consistencia. No es difícil comprobar como en estos dos últimos años, las medidas sanitarias y/o políticas relacionadas con el COVID han oscilado desde un utilitarismo desmedido hasta un paternalismo trasnochado. En este sentido, solo apuntar la perplejidad que me ha generado observar la ausencia del consentimiento informado en todo el proceso de vacunación7, incluso en algunas comunidades no se ha informado previamente del tipo de vacuna que se iba a inyectar al ciudadano.
En conclusión, estoy convencido de que la mayoría de las medidas para combatir el COVID-19 han sido oportunas y han evidenciado la capacidad del ser humano para luchar por su supervivencia. No obstante, también tengo la convicción de que algunas de las providencias adoptadas para su aplicación, por su premura, por responder a objetivos políticos, por su escasa consistencia científica, pueden ser cuestionables al sojuzgar la libertad individual sin una evidencia suficiente que la respalde objetivamente. La vacuna contra el COVID fue la gran esperanza para la protección de la salud de la población durante la pandemia. Una esperanza que, por otra parte, se ha visto confirmada por los resultados: la situación sanitaria y las expectativas sociales de la población mundial ha cambiado drásticamente a partir de la vacunación8. Sin embargo, no está tan claro que, en estos momentos, haya suficientes elementos que justifiquen que se pueda llegar a sojuzgar la libertad de aquellas personas que estiman que no es oportuno vacunarse contra el COVID. En primer lugar, porque no hay que olvidar que la libertad de conciencia no remite solo a la libertad de escoger una determinada actitud, sino que también incluye el derecho a adecuar el comportamiento personal a las propias convicciones. En segundo lugar, y en consonancia con lo mantenido en párrafos anteriores, hay ciertas situaciones que pueden suscitar dudas razonables en algunos sujetos.
Del mismo modo que he mantenido lo anterior, considero ético que el resto de la población establezca mecanismos ponderados para protegerse de un riesgo. La cuestión aquí es sí, en este caso, el medio más adecuado es, hoy día y con el conocimiento que tenemos de las vacunas contra el COVID, obligar a todos los ciudadanos a que se vacunen, aunque ello vaya en contra de su criterio; o si, por el contrario, se pueden abrir otras vías alternativas para conciliar a esos sectores de la población que tienen reticencias sobre la vacunación. Yo creo que la imposición es la vía más fácil, pero en muchas ocasiones la menos respetuosa, para la integridad del ser humano. Una posible alternativa, sustentada en la confianza radical en la persona y su libertad, es el compromiso con la ética de la responsabilidad.