Introducción
A mediados del siglo xx la salud mental emerge como una conceptualización distinta a la enfermedad mental, distanciándose así de las nociones y prácticas asociadas al poder psiquiátrico del siglo anterior (1–3). Su nacimiento se produce en medio de un clima de reformas a nivel mundial. Es en 1948, al celebrarse en Londres el I Congreso Internacional en Salud Mental, impulsado por el movimiento de higiene mental (4), cuando el concepto cobra sentido por primera vez. Precisamente, uno de los objetivos de aquel congreso fue contribuir a disminuir el daño y el sufrimiento que las guerras mundiales (sobre todo, la segunda) habían causado a una parte importante de la población mundial. Para ello, desde su organización se propuso trabajar en la construcción de un concepto que, articulando los conocimientos de múltiples disciplinas sobre el desarrollo de los individuos y las sociedades, permitiera definir acciones y ámbitos de aplicación para promover el bienestar humano (5). Esta conceptualización supuso, a la vez, una redefinición de la condición humana, ya que, desde sus orígenes, la noción de salud mental se pensó de un modo político, esto es, como un proyecto de ciudadanía que aspiraba a instituir nuevas formas de gobernanza basadas en la promoción del autogobierno y la conciencia de pertenecer al mundo. Por ejemplo, en el documento preparatorio del congreso se puede leer lo siguiente: “Los principios de la salud mental no pueden prosperar en ninguna sociedad a menos que haya una aceptación progresiva del concepto de ciudadanía mundial. La ciudadanía mundial puede extenderse ampliamente entre todos los pueblos a través de la aplicación de los principios de la salud mental. El concepto de ciudadanía mundial implica lealtad a toda la humanidad” (5).
Pero el sentido político del concepto quizá se exprese con mayor fuerza en esta otra cita del mismo texto: “Los estudios del desarrollo humano indican la modificabilidad de la conducta humana a través de la vida (…) mediante contactos humanos. El examen de las instituciones sociales (…) muestra que estas además pueden ser modificadas. Estas posibilidades reconocidas recientemente sientan las bases para la mejora de las relaciones humanas, para la liberación de las potencialidades humanas constructivas y para modificar las instituciones sociales para el bien común” (5).
La lectura completa del documento no deja de redundar en aseveraciones que ligan salud y política, conducta individual y comportamiento social, en un mismo movimiento, mostrando la importancia asignada al autogobierno en el nuevo proyecto de humanidad que se intentaba construir. Siguiendo esta línea, el presente artículo se centra en los mecanismos que posibilitan que la salud mental, invención de aquella época, sea lo que es en la actualidad y opere como un dispositivo de gobierno de la experiencia. Para ilustrar esto, se presentarán, en primer lugar, dos series que facilitan el papel de la salud mental como tecnología de subjetivación: la serie universalización-internacionalización-globalización (que expone los mecanismos y procesos mediante los cuales la salud mental se expande, no solo geográficamente, sino a gran parte de los ámbitos de la vida, como el empleo, la familia, las relaciones afectivas, etc.) y la serie propagación-indistinción-articulación de la salud y la salud mental (donde se aborda la íntima y compleja relación entre ambos estados o condiciones). Como se verá, ambas series no son contradictorias, pues operan de forma complementaria y simultánea, permitiendo el anclaje de este programa de acción en la vida cotidiana de las personas.
Para trabajar dichas formas de anclaje, se recurrirá a la noción de tecnologías del yo de Michel Foucault para, posteriormente, y a partir del material elaborado en un estudio etnográfico desarrollado en un Centro de Atención Primaria de Barcelona, proponer unos mecanismos de subjetivación propios de la salud mental que, de manera tentativa, se denominarán “tecnologías del nosotros”.
Dos series complementarias: apuntes sobre la construcción de la salud mental como una red de gobierno
A continuación se exponen dos series que habilitan la instalación de la salud mental a escala planetaria y en la vida cotidiana, desplegando y conformando una red de gobierno que se propaga articulando instituciones y personas.
a) Serie 1: Universalización-Internacionalización-Globalización
La universalización, la internacionalización y la globalización son tres formas que contribuyen a la producción de la salud mental como una entidad que busca ser presentada del mismo modo en cualquier rincón del planeta (6, 7). Esta serie se constituye como un intento de proliferación del concepto de salud mental más allá de las situaciones particulares, dando cuenta de una clara intención de expansión no solo mundial, sino también ontológica. Volviendo al texto preparatorio del congreso de 1948, en él encontramos una cita significativa para comprender esto último: “La búsqueda de la salud mental no puede ser sino parte de un sistema de valores. En esta declaración, los valores asociados con la civilización occidental están, quizás, implícitos en mucho de lo que se dice. De hecho, el mismo esfuerzo para alcanzar un alto grado de salud mental es, en cierto sentido, una expresión del logro cultural de Occidente. Pero esto no implica de ninguna manera que la salud mental, tal como se entiende en los países occidentales, esté necesariamente en desacuerdo con el sentido que se le da en otros países. Por el contrario, puede ser que aquí se pueda encontrar una base para la aspiración humana común” (5).
Tomar como base los valores occidentales aparece como el movimiento que posibilita desplazar una cuestión propia de Occidente al resto del mundo en aras de construir una aspiración humana común. De hecho, gran parte de los argumentos de esta época van en la dirección de apuntalar la universalización de la salud mental. Así, el diálogo con aquellos otros países no occidentales que otorgan a la salud mental otros sentidos inaugura el segundo término de la serie: la internacionalización. Para universalizarse, es necesario construir el tejido institucional para su propagación; es decir, las redes que posibilitan su internacionalización —en este sentido, el congreso ya lo era—. Este término supone la creación, el sostén y la promoción de un conjunto de organismos internacionales que propiciarán la difusión del concepto, pero también de los acuerdos y las estrategias que se circunscriben en torno a él (8, 9). La propia Federación de Salud Mental y más tarde la Organización Mundial de la Salud (OMS) son una buena muestra de estos esfuerzos (10). Como parte de los organismos afiliados a la ONU, la Federación creció y se convirtió en un referente internacional en el asesoramiento en materia de salud mental, mientras que como organización no gubernamental independiente pudo tomar con libertad posiciones con respecto a algunas cuestiones (11). Por ejemplo, entre 1981 y 1983, la Federación promovió la formación en la ONU de un grupo de trabajo sobre salud mental cuya actividad culminó en 1991 con el reconocimiento de los derechos de los pacientes psiquiátricos por parte de la Asamblea General (12).
El último término de esta serie es la globalización. Si bien desde sus inicios la salud mental se asoció a la ciudadanía mundial, poco a poco este concepto fue perdiendo sentido y fuerza hasta casi perderse en el discurso oficial. No obstante, algo de él permaneció, reconvirtiéndose y dando lugar a la ciudadanía global (13). En cierto modo, universalización e internacionalización aparecen como dos procesos concurrentes que trabajan al unísono y dan forma a la salud mental como una entidad presente en todo el globo. La globalización de la salud mental es, pues, el corolario de los términos anteriores de la serie: a través de una red internacional, la salud mental circula como un universal estabilizado bajo ciertas condiciones cuya procedencia explícita es Occidente (14). Y este proceso de circulación de prácticas, epistemes y estándares es, justamente, la globalización (15–17), un proceso que ha tenido consecuencias significativas en el devenir de la salud mental. Ciertamente, la globalización también es parcial, en la medida en que lo que hay son distintos modos de globalización en distintas situaciones, algo que Aihwa Ong ha denominado “agenciamientos globales” (18). Esta parcialidad produce una paradoja: la globalización se inicia como un efecto de la universalización e internacionalización de prácticas que se dan de manera parcial y situada; pero esas parcialidades que se globalizan comienzan a encontrarse y a afectarse mutuamente, de manera que aquello que era un efecto se materializa y comienza a ser llamado globalización. De este modo, la globalización deviene una entidad en sí misma que tiene efectos en aquellas prácticas que la generaron –a saber, los universales y la red de gobernanza internacional–, con lo que es legítimo hablar de una salud mental global (6–8, 19, 20).
b) Serie 2: Propagación-Indistinción-Articulación de la salud y la salud mental
Para familiarizarse con esta segunda serie, es necesario comprender el cambio de paradigma que significó la definición de salud de la OMS y el papel que, dentro de esta, juega la salud mental, dotando a la primera de mayor integralidad: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo la ausencia de enfermedad” (21). Esta definición fue vista como un logro por varias razones. Su característica principal es la separación entre salud y enfermedad, o dicho de otra forma, el hecho de que la salud ya no es la mera “ausencia” de enfermedad. Este giro es clave, ya que la salud deja de ser algo negativo y se instituye como algo positivo en toda regla. La salud se afirma a sí misma (no es la negación de algo) y la enfermedad, que antaño era el referente, pasa a formar parte, en la nueva definición integral y positiva, de la misma noción de salud (22).
Si la salud es ahora el resultado de una tensión entre procesos que enferman y otros que sanan, se requiere una vigilancia permanente para que esa tensión se dirija hacia el estado de equilibrio que se concibe como ideal. Esto es lo que habilita y justifica que se pueda construir toda una institucionalidad alrededor de la salud que conecta los organismos supranacionales y las instancias regionales o locales hasta llegar a las personas que la practican. De esta manera, los acuerdos generales se propagan rápidamente a través del cuerpo social; pero esta propagación de la salud, a nivel geográfico y en el terreno de los hábitos y otras relaciones de producción, se presenta como una condición inmejorable para el desarrollo de la lógica y la logística de la salud mental. Foucault (23) señaló que la práctica médica del siglo XX se caracteriza por una medicalización indefinida que amplía su territorio tradicional y, a través de ello, hace de su objeto de intervención ya no la enfermedad, sino la salud. Es así como la medicina comienza a imponerse como un acto de autoridad, un fenómeno que, en el caso de la salud mental, puede apreciarse en la retórica médica para la promoción de un nuevo orden social (24). A partir de estos elementos, se despliega una racionalidad biopolítica por la que la salud emerge como una estrategia y un procedimiento sobre la población que participa de una nueva técnica de poder que se aplica al ser humano como especie y mediante la que se establecen objetos de saber y objetivos de control específicos relacionados con la optimización de la vida (25).
Por su parte, la indistinción y la articulación de la salud y la salud mental se dan casi en el mismo movimiento. En ocasiones, salud y salud mental son cosas distintas; ambas tienen no solo sus propias definiciones, sino también sus especialidades y organismos. Sin embargo, en la definición, el componente mental aparece subsumido en el interior de la salud, brindándole integralidad, a tal punto que sin salud mental no hay salud. De este modo, la salud mental se presenta como una fórmula práctica para superar la distinción entre cuerpo y alma, distinción que ligaba la salud a cuestiones exclusivamente corporales. Para que la salud pueda propagarse sobre el conjunto del cuerpo social es necesario abandonar su relación exclusiva con el cuerpo. Así, la indistinción entre salud y salud mental permite borrar ciertas fronteras conceptuales y prácticas, favoreciendo la propagación de la lógica de la salud en la vida cotidiana de las personas y, a partir de la instalación de ciertas instituciones internacionales, su propagación a todo el mundo. La indistinción no opera de un modo continuo; es necesario que, en ocasiones, ambos conceptos se diferencien, dando lugar a su posterior articulación. Esto es lo que permite que haya toda una serie de dispositivos, instituciones y prácticas propias de la salud mental cuando bien podría desplegarse una perspectiva integral de la salud. Al ser articuladas, estas diferencias propician una serie de mecanismos de especificación y estratificación: por ejemplo, la clasificación de ciertas prácticas como estresantes y su articulación con entornos concretos como el laboral.
La serie propagación-indistinción-articulación puede apreciarse en la declaración de Alma-Ata sobre Atención Primaria a la Salud (APS) de 1978. Esta se presentó como un esfuerzo internacional mancomunado que, en el contexto de la Guerra Fría, hizo que la mayoría de los países del mundo reafirmaran no solo la noción integral de salud de la OMS, sino también la necesidad de trabajar por la igualdad en el acceso a los servicios sanitarios y en la promoción de la salud. Lo interesante de esta declaración es que el derecho a la salud aparece como un aspecto central para la construcción de la humanidad, a la vez que se constituye en un pilar básico para el desarrollo social y económico. Uno de sus puntos, de hecho, aborda la salud como un asunto socioeconómico, estableciendo que, para lograr el libre acceso a la salud y la reducción de la brecha entre los países y en el interior de estos, es necesario un desarrollo basado en el Nuevo Orden Económico Internacional (26). En esta dirección, se afirma que para que exista tal desarrollo, así como para lograr la mejora de la calidad de vida, la reducción de la violencia y la obtención de la paz mundial, la promoción y la protección de la salud son esenciales. Pero no se trata solo de un acto declarativo, ya que se define como una estrategia que, partiendo del problema del acceso a la salud, aborda una gran cantidad de dimensiones del quehacer humano. La idea de que la salud ya no tiene que ver exclusivamente con el cuerpo, sino que lo desborda, es reafirmada en Alma-Ata, operando en la constitución y cohesión del cuerpo social del mismo modo que el concepto de ciudadanía mundial al que se ha aludido en relación a la emergencia de la noción de salud mental. Dada su complejidad, la estrategia de la APS implica, además de al sector salud, a otros sectores relacionados con el desarrollo de los países y las comunidades. La política y la educación, la industria y la agricultura, entre otros, aparecen como ámbitos de la vida que incumben a los problemas de la salud. Si la salud mental desborda el campo de la enfermedad mental para inmiscuirse en las relaciones del individuo consigo mismo y con los otros, la noción de salud y su estrategia de universalización la integra, redistribuyéndose en todas las prácticas productivas y reproductivas del quehacer humano. Por todo esto, la APS se ha constituido como una de las principales estrategias institucionales de propagación de la salud a la vida cotidiana de las personas y, por ende, como una vía para apreciar la indistinción y la articulación entre la salud y la salud mental.
La combinación de ambas series posibilita el despliegue de la salud mental como una tecnología de gobierno global que se articula en la experiencia de los individuos como una tecnología de autogobierno y que opera, en la vida cotidiana, como una matriz de inteligibilidad.
Las tecnologías del yo: gobierno de sí y salud mental
Entre las tecnologías de poder, las tecnologías del yo pueden definirse, en un sentido amplio, como “la reflexión acerca de los modos de vida, las elecciones de existencia, el modo de regular su conducta y fijarse uno mismo fines y medios” (27). Como afirma Miguel Morey (28), este sí mismo no se refiere al sujeto, sino al interlocutor interior de ese sujeto. En la última parte de su obra, Foucault describió diferentes formas de desarrollar dichas tecnologías a lo largo de la historia y en diferentes culturas: particularmente, en la Grecia Clásica, la Roma de los siglos II y III, y el cristianismo primitivo (29, 30). Su análisis se centró principalmente en dos ejes: uno vinculado con el acto de conocerse a uno mismo, tomando como elemento histórico la sentencia del Oráculo de Delfos gnothi sauton, y el otro referido a las prácticas del cuidado de sí vinculadas a la fórmula griega epimeleia heautou. Precisamente, Foucault advirtió que una de las cuestiones que distingue al cristianismo primitivo es el paso a un segundo plano del cuidado de sí (vinculado con el cuerpo) frente al conocimiento de uno mismo.
En opinión del filósofo francés, estas bases prácticas del cristianismo se extendieron a nuestra modernidad. Annemarie Mol y John Law (31) han observado cómo –siguiendo sin duda a Merleau-Ponty– Foucault distingue en El nacimiento de la clínica entre un cuerpo sujeto, el cuerpo que se es, y un cuerpo objeto, el cuerpo que se tiene, este último redimido al saber experto de la medicina; de hecho, una de las características de nuestra modernidad es precisamente la reducción del conocimiento del cuerpo a una serie estandarizada de saberes emanados del conocimiento experto (32, 33). Así, es posible plantear que, con el auge de la salud mental y el desarrollo de una noción integral de salud, el cuerpo que se es también ha pasado a ser objeto de escrutinio de la experticia. Esto ha implicado un deslizamiento del eje del conocimiento de sí, que ha pasado a instaurarse en unas nuevas coordenadas basadas en el conocimiento de la norma de comportamiento de la especie dictada por el saber experto. Cabe la posibilidad de afirmar, pues, que el ocuparse de sí ha adquirido un nuevo protagonismo, tratándose ahora del esfuerzo del individuo por conocer lo que es normal en relación al tipo de comportamiento interpelado.
Si se asiste a un cambio de época en la que predomina un modo de funcionamiento más próximo a las sociedades de control que a las disciplinarias (34), si la salud mental corresponde a una forma política e institucional asociada más con la modulación que con la modelación de las conductas, ¿qué alteraciones, cambios y transformaciones pueden esperarse a nivel de las tecnologías del yo?; ¿es posible describir nuevas tecnologías propias de los tiempos que corren?; ¿se puede hablar de una forma yo como forma dominante en la configuración del sujeto? La hipótesis que planteamos es precisamente que la salud mental ocupa en la actualidad el territorio existencial (35) en el que operan las tecnologías del yo, constituyéndose en una tecnología gubernamental que, mediante procedimientos técnicos y estadísticos, incide en la conformación del individuo y en su pertenencia a la especie (recordemos cómo el ser humano es definido como un ser maleable con ciertos rasgos que trascienden las diferencias culturales y geográficas, y, por lo tanto, en términos universales). Pero su particularidad es que no se circunscribe únicamente al plano médico: si aborda otros espacios de socialización, es debido en parte a su integración con el concepto de salud y a la ampliación y dispersión de este como valor que regula la experiencia cotidiana más allá de los espacios institucionales.
Consideraciones metodológicas
La experiencia etnográfica que se presenta a continuación se desarrolló en una consulta de Medicina de Familia de un Centro de Atención Primaria (CAP) de la provincia de Barcelona. La salud mental ha sido pensada desde siempre como un problema de salud, lo que invita a pensar qué es un problema de salud, o cómo se convierte un problema en un problema de salud; precisamente, esta fue una de las razones por las que se escogió dicha consulta de Medicina de Familia. Este espacio permite observar con claridad la aplicación de muchas de las definiciones estratégicas de APS, resaltando la prevención, la promoción y el abordaje comunitario e integral de los problemas de salud (36). Su inserción territorial en la comunidad facilita un trato frecuente y constante entre los equipos multidisciplinarios de salud y los consultantes, abordando temas cuyos límites respecto a la salud se desdibujan —o reconfiguran—. Pero, aún más importante: es en este tipo de centros en los que se puede observar la articulación de la salud mental y la salud —y, por momentos, la indistinción entre ambas— y es en ellos donde se resuelve si un problema atañe o no a aquellas disciplinas especializadas en el tratamiento de problemas específicos de salud mental. Finalmente, el funcionamiento de un CAP está alineado con las orientaciones y recomendaciones de la OMS para la APS (37), de manera que su actividad se rige tanto por una planificación gubernamental (y por tanto nacional y local) como por otra de carácter y alcance global. En Cataluña, CatSalud asigna a cada ciudadano un equipo de APS y un centro de referencia según el lugar de residencia.
Durante nueve meses se acompañó a diario a una médica de familia en el encuentro con las y los consultantes. A partir de la observación, se elaboró un diario de campo que ha sido analizado y discutido entre los autores. A continuación, y a partir de algunas de las interacciones registradas, se describen ciertos mecanismos que muestran cómo la salud mental opera simultáneamente como dispositivo de gobierno y autogobierno, modulando así la experiencia de las personas.
Salud mental: modulando la experiencia
El material etnográfico apunta a la acción conjunta de tres tecnologías que posibilitan el despliegue del bienestar mental y la búsqueda del equilibro que el CAP, en tanto institución asistencial, promete al individuo: la identificación de la experiencia normal, la temporalización de la experiencia y la sujeción de la misma. Como puede verse, las tres tecnologías están centradas en la experiencia, pues se interviene sobre cómo el individuo procede ante sí y ante los otros, y sobre cómo registra sus modos de vivir a partir de ciertas herramientas mnémicas y de relato, entre otros procedimientos.
a) Identificación de la experiencia normal
La palabra normal circula con frecuencia en la consulta. Muchas de las situaciones que se presentan están atravesadas por la inquietud de saber si “es normal que ocurra esto” o “es normal lo que me pasa”, conectando cuestiones tan diversas como el dolor en una extremidad que se prolonga tras una fractura, las dificultades que tiene una mujer para conciliar el sueño después de perder el empleo, los problemas de pareja que relata una mujer de 67 años que tras una operación de corazón no ha querido retomar su vida sexual, las reiteradas consultas por dolor abdominal que realiza una joven que ha perdido a su hermana producto de un cáncer de colon, o los berrinches que de pronto ha comenzado a tener un niño en las horas de comida. Lo interesante es que la expresión normal se revela polisémica, de manera que al preguntar o responder que algo es o no normal, nos podemos referir en cada caso a cuestiones diferentes. Por ejemplo:
Mujer 1: Mi hijo está celoso de la bebé…
Médica: Es normal.
Mujer 2: Estoy con estreñimiento, como siempre…
Médica: Eso es normal en usted.
Mujer 3: Pero, doctora, algo debo de tener, porque me duelen los huesos, esto no me había pasado antes, ¡nunca me habían dolido así!
Médica: Bueno, nunca había tenido 80 años, ¿no? Sus analíticas están en rangos normales, usted no tiene nada.
Estos tres ejemplos dan cuenta de los diferentes significados que la palabra normal puede movilizar: el primero corresponde a esperable; el segundo, a usual; y el tercero, a no es patológico; distintos significados y, con ellos, diversas relaciones y procesos se ponen en juego alrededor de la normatividad. La búsqueda de ciertas normas aparece como un esfuerzo y una ocupación que los individuos despliegan para encontrar un lugar de pertenencia que los ubique y, de este modo, los tranquilice.
Una mañana llega un hombre con su hijo de 16 años. El padre cuenta que está preocupado, pues lo encuentra pequeño en comparación con sus compañeros de curso y quiere saber si está bien de peso y estatura. Así, sin más preámbulos, le solicita a la médica que lo pese y mida. Su hijo sonríe y parece estar dispuesto a someterse a las mediciones que pide el padre. La médica guarda silencio un momento y luego pregunta al joven si no prefiere que su padre espere fuera de la consulta, también si tiene alguna molestia o si hay algo que le preocupe. El chico contesta que se siente bien y explica que efectivamente es más bajo que sus compañeros de instituto, y, mirando a su padre, con una sonrisa que transmite ternura, agrega: “Somos de Bolivia, en mi familia no somos altos, tampoco gruesos y, además, lampiños”. El padre interrumpe y dice: “Es que yo lo encuentro muy delgado…, muy débil, sus compañeros ya tienen barba, ¿tal vez es la alimentación que llevamos en casa?”. La médica se levanta e invita al joven a pesarse y medirse; los resultados parecen estar dentro de los rangos normales y confirman lo que parece evidente, que se trata de un joven de estatura baja, delgado y cuyas características físicas difieren del ideal que tiene el padre, pero que no lo ubican como problemático en términos médicos. El padre insiste en que “tal vez comiendo más hierro” o “haciendo más ejercicio” su aspecto cambie, y pregunta si sería posible hacer analíticas para conocer los niveles hormonales y corroborar si están bien. La médica contesta que “no es necesario, no hay nada fuera de lo normal, es un joven sano con un tipo de cuerpo diferente al de sus compañeros”. El joven mira a su padre, que, algo desanimado, insiste: “¿Y tiene alguna recomendación para su dieta?, me preocupa que lo molesten o se sienta excluido, es más pequeño que sus compañeros y esta es una edad muy especial… Uno puede quedar acomplejado”. “Solo cosas de sentido común”, responde la profesional.
Esta situación, si bien podría calificarse simplemente como un control vinculado a la salud física, ofrece elementos para pensar cómo, más allá de la cuestión de la enfermedad, la salud mental forma parte de la vida cotidiana y centra su atención en las relaciones de uno consigo mismo y con los demás. En este caso, el desarrollo de un cuerpo adolescente puede devenir no solo en un problema físico, pues en la inquietud del padre hay una serie de preocupaciones que tienen que ver con la adaptación, la inserción y el lugar de su hijo en el contexto en que están, que es, además, un país diferente al suyo.
La identificación de lo normal aparece, pues, como un esfuerzo del sujeto por buscar la norma legitimada y aprobada por un saber técnico, en este caso, el médico. Este ejemplo muestra también la oposición entre lo que se busca y lo que se recibe, un patrón de conocimiento normal (por ejemplo, el saber médico) es diferente a la norma esperada (una norma asociada a lo cultural). A este respecto, pero en otra situación clínica, la médica comenta: “La gente viene con modelos explicativos y espera confirmarlos; si no lo hace, desconfían”. En otros casos, la norma buscada por quien consulta y aquella de orden técnico del médico pueden coincidir. En el ejemplo, el componente intercultural dinamiza y muestra con mayor claridad los matices existentes entre la idea de un comportamiento basado en el ideal de salud y la singularidad de la experiencia de las personas que consultan, mostrando la confrontación con estas formas de ser exteriores que se presentan como normativas.
b) Temporalización de la experiencia
En la consulta médica se producen constantes alusiones temporales que son utilizadas como puntos de referencia para estandarizaciones u ordenamientos diversos: “Hace una semana me ocurre esto, ¿qué puede ser?”; “Tómese el medicamento cada ocho horas durante cinco días, luego de eso venga a verme”; “Debe estar seis horas en ayuno antes de hacerse la analítica”. A esas invocaciones del tiempo como unidad de medida exacta que permite coordinar acciones y establecer acuerdos con otros, se suman otras referencias temporales que afectan a la experiencia de quien consulta y no remiten a estandarizaciones del tiempo cronológico, sino a un tiempo subjetivo.
Una mujer joven ha tenido un hijo hace seis meses y viene para consultar sobre métodos anticonceptivos. El hijo está con ella y, mientras lo mira, comenta: “Mi marido me reclama porque no me separo de él, no quiero dejar de dormir con mi bebé, tampoco dejarlo en otra habitación…”. La médica le pregunta si aún lo amamanta, también cosas sobre el bebé y, finalmente, si ha retomado la actividad sexual con su marido. La mujer responde con desánimo: “Yo sé que ya es momento, sé que han pasado varios meses… La matrona nos dijo que luego de la cuarentena podíamos tener relaciones nuevamente, y ya ha pasado tiempo de eso… Mis hermanas me advierten que estoy poniendo en peligro mi matrimonio, pero yo aún no lo necesito”.
Este caso introduce lo que buscamos plantear con esta tecnología: al tiempo, como medida estable y estandarizada a través de horas, días, semanas, meses, etc., se suman nuevas operaciones que posibilitan otras temporalidades para pensar la existencia y la experiencia. Así, por ejemplo, la noción de etapas del ciclo vital o fases del desarrollo (fisiológico, cognitivo o moral) proporciona coordenadas que operan normativamente en tanto las personas evalúan sus experiencias en función de la adecuación (o no) a esos marcos temporales introducidos por el saber técnico. El relato de esta mujer, por ejemplo, mezcla distintos tiempos (la cuarentena que ya se ha cumplido, la edad del bebé, etc.), pero también plantea como conflicto un tiempo que no acaba de llegar y que expresa al decir que sabe que “es momento” de retomar los encuentros sexuales, a pesar de no desearlos. La noción temporal del período de postparto ofrece una idea general con respecto a lo que debe ocurrir en ese momento de la vida, así como cuánto duran las manifestaciones que caracterizan ese proceso. Se trata de una economía temporal que supone tener presente cómo son esas situaciones para el resto de las personas.
En síntesis, entendemos por temporalización una serie de ajustes de hábitos y prácticas vinculadas a la producción y la reproducción de la vida en tiempos estandarizados, sean éstos técnicos o no, que permiten al individuo convivir armónicamente y de forma equilibrada consigo mismo y con otros, entendiéndose y justificándose muchos de estos ritmos como asuntos de salud y bienestar.
c) Sujeción de la experiencia
Como puede deducirse de los ejemplos anteriores, la experiencia se “sujeta” a una norma no solamente a base de moral o de fuerza, sino también mediante el uso de ciertos materiales que se presentan como sus “sujeciones”. La presencia cotidiana de objetos que sostienen ciertas prácticas posibilita la configuración de la salud tal como la conocemos. Un día en que el sistema computacional falló, por ejemplo, parte del trabajo del centro se vio alterado, dando cuenta de hasta qué punto la situación clínica depende de este tipo de mediadores (38, 39). A lo largo de la observación etnográfica fue posible distinguir diferentes tipos de objetos que operaban como sujeciones: hojas de citación, informes de analíticas, básculas, diagnósticos, etc. Se prestó especial atención a los momentos en que ciertas cosas posibilitan anclar la experiencia de las personas a una serie de principios normativos de participación en la humanidad como especie. Tras explicar sus síntomas y sensaciones, un consultante decía: “Creo que ando con ansiedad”; mientras que otra, para presentarse, apuntaba: “Me sacaron todo, no tengo serotonina”. ¿Qué hace que un sujeto describa una experiencia como ansiedad o que recurra a una sustancia como presentación?
El acto de sujeción descrito consiste en el uso práctico de cosas que permiten estabilizar y poner en funcionamiento algunos procesos de normalización que hacen que el individuo conecte con un ideal de especie (humana) que performa en el hacer. Un ejemplo se puede ver en la presencia de la báscula en el caso del joven boliviano. La báscula, entre otros elementos, aparece como un objeto que posibilita confirmar o no la pertenencia a un peso estándar de ser humano y, por ende, a una corporalidad normativa que define qué es un ser humano joven sano y aceptable. Pero la ortopedia corporal se extiende aún más con el cambio de régimen corporal, ahora a un cuerpo extendido que integra el comportamiento, es decir, la conducta para sí y con los otros, disciplinada a través de la salud mental.
Una mujer de 36 años viene a consulta por una bronquitis y habla de la ansiedad que la invade. Dice que continúa tomando fluoxetina y diazepam, pues es “víctima de machismo”. De inmediato advierte que no quiere terapia grupal porque “ahí verá mujeres en peor situación” que ella. Es paciente de la médica desde hace algún tiempo y, mientras esta revisa su ficha en el ordenador, la mujer se explaya diciendo que tiene “la situación controlada”, aunque sigue llevándose muy mal con su pareja y recuerda que llegó a tener una “trombosis de angustia” (sic) en medio de una discusión que hizo que ambos se asustaran y abandonaran la pelea. La paciente solicita que se le mantenga la indicación de fármacos, mientras que la médica responde que es momento de bajar la dosis de benzodiacepinas. Esto molesta a la consultante, que argumenta que “la necesita”. El asunto queda pendiente para una próxima visita.
La denominada “trombosis de angustia” había desencadenado una consulta médica que tuvo como consecuencia la indicación de psicofármacos. El límite entre una práctica social —la violencia machista— y una manifestación clínica —la ansiedad— aparece difuso. La droga sirve para estabilizar aquella “trombosis de angustia”: la fluoxetina y el diazepam son puestos en escena como mediadores que permiten atender la situación como un problema de salud. Al sujetar y dar estabilidad al evento, los psicofármacos contribuyen a aliviar una situación tormentosa sin que esta cambie radicalmente, posibilitando preservar una relación de pareja que tal vez ubique a la consultante en cierto ideal de participación social. Una norma se impone como el elemento que permite dar cohesión y permanencia a la vida de la consultante: mantener una relación de convivencia afectiva y sexual a pesar de lo nociva que puede ser para su vida. La medicina permite controlar la situación. El episodio de la “trombosis de angustia” se constituye como un evento que cambia, al menos momentáneamente, el comportamiento de su pareja; las pastillas no hacen más que garantizar esa situación de alivio, pues recuerdan, a modo de amenaza, que en cualquier momento la “trombosis” puede volver a aparecer. La médica insiste en que asista a grupos de mujeres víctimas de violencia (el enfoque de género que inviste su práctica y su ética profesional le permiten identificar el problema no como una situación médica, sino como una cuestión política).
En otro momento, un hombre de 57 años llega algo nervioso y molesto, y explica que en el centro de salud mental al que está vinculado “por derivaciones del sistema sanitario”, quieren que tome sertralina. Él se resiste, pues no está de acuerdo. Argumenta que ya toma otros medicamentos que “tienen efectos sobre mi percepción, que no me agradan”. Buscando información sobre la sertralina, averiguó que es un antidepresivo y defiende no estar deprimido: “Simplemente a veces estoy triste y tengo razones para estarlo”. La médica pregunta cómo va la convivencia con su hermano; él relata que “como siempre”: no se ven mucho, no se entienden y por eso cada uno hace su vida. También le pregunta sobre el tratamiento en el centro de salud mental y el hombre se explaya con claridad y elocuencia: “Yo sé que los psiquiatras tienen que hacer su trabajo… Sé que tienen que tratar gente para que se pueda socializar sin problemas… Sobre todo, para que podamos trabajar y ser personas productivas… Pero no quiero tomar sertralina… No sé si quiero estar así, la felicidad no me interesa… A veces estoy menos triste, a veces más, pero no me molesta, al parecer a ellos sí…”. Reflexiona sobre una posible transformación de su ánimo: “Estoy viejo para cambiar mi vida y tomar eso no alterará mis hábitos… Tampoco hará que vuelva a trabajar o que me dedique a otras cosas”. Finalmente, explica que consulta porque sabe que los registros de su tratamiento, que incluyen las opiniones e indicaciones médicas, así como lo que relata, se encuentran accesibles en el sistema informático del centro de salud y, por tanto, quiere hablar de ello con su médica de cabecera para que no decidan sobre él sin su consentimiento: “No sé en qué quieren convertirme”, dice. El hombre parece entender bien cómo funciona el sistema sanitario y su discurso es lúcido, mostrando un conocimiento adecuado de las distintas fórmulas de tratamiento.
El hombre decide deliberadamente oponerse a que el antidepresivo sea una “sujeción” de su estado de ánimo. La tristeza es reivindicada como una disposición posible que acepta sin problemas, cuando lo esperable sería que, en su condición de “ser improductivo”, asumiera que debe corregir su comportamiento para lograr una mejor participación y adaptación social. Quienes no lo ven así son los integrantes del equipo de salud mental, que insisten en encauzar eso que él define como tristeza y entenderla como depresión (esta traducción no es menor, pues supone definir el estado de ánimo del consultante como una disfunción que debe ser corregida). Si bien los antidepresivos podrían ser simples sujeciones, en este caso se convierten, además, en objeto de disputa, dando cuenta del intento y el esfuerzo de sujeción en el doble sentido del término: fijando y subordinando.
Si se incluye esta viñeta es precisamente porque existe un acto de evitar la sujeción a un cierto ideal de comportamiento por parte del consultante que es relevante subrayar. No obstante, es posible identificar una sujeción de la experiencia que contribuye a dar sentido a toda esta situación: se trata del sistema informático que liga las situaciones de consulta con el equipo de salud mental y la APS. Este sistema sujeta al consultante al sistema sanitario, produciendo un espacio en el que su reivindicación puede desarrollarse, reclamando el derecho a poder estar triste o a decidir sobre su vida. Lo que intenta estabilizar la sujeción en este caso es su condición de paciente y, por ende, la condición de posibilidad para que su estado de ánimo devenga en una depresión.
Las situaciones presentadas, todas ellas singulares, muestran cómo actúan distintos elementos como sujeción de experiencias vitales a ciertos ideales colectivos, que, a su vez, son un producto de la estandarización política y estadística. Estas sujeciones permiten el paso de una situación vital a través de distintas redes que establecen ciertos órdenes de equilibrio caracterizados por un concepto ideal del ser humano que opera como el conjunto de atributos (normativos) de la especie.
Conclusiones
A partir del siglo XVIII, la noción de salud ha extendido sus alcances más allá del cuerpo para abarcar otras esferas y ámbitos vinculados con la producción y la reproducción de la vida (23). La noción de salud mental emerge como un proyecto no solo sanitario, sino también político, que, emancipándose de la enfermedad mental y la psiquiatría, consolida esta expansión a mediados del siglo XX y aporta al concepto de salud un componente de integralidad y una mayor incidencia en la vida cotidiana de las personas. Estas nociones propias de Occidente alcanzan un auge global a través de la configuración de un nuevo orden mundial que supone el acuerdo tácito de ciertos valores y principios localizables en la cultura europea y su rápida extensión a gran parte de la superficie terrestre. Esto es posible, entre otras cosas, por la instalación de ciertos organismos internacionales, la sincronización de países a través de instituciones transnacionales y la implementación y puesta en marcha de una serie de protocolos, instrumentos y conocimientos estandarizados aplicables independientemente de las especificidades del contexto. De este modo, el alma, aquello propio del sujeto, es abordado como el cuerpo.
Los ejemplos referidos muestran cómo la experiencia es tomada como objeto de acción, operando sobre ella una serie de tecnologías de normalización y estandarización que tienen como objeto producir un ideal de pertenencia a la humanidad. La experiencia, como campo de fuerzas, es susceptible de ser diagramada y, por ende, se presenta como el campo de batalla por excelencia para la producción de sentido, sin importar que este sea hegemónico o singular. Es en esa tensión en la que el sujeto emerge y desde la que se construye su punto de vista y su posición actoral. En este sentido, las prácticas de gobierno encuentran en esas relaciones el terreno fértil para instituir ciertos procedimientos para controlar y regular los modos en que se experimenta la vida. En los ejemplos, los esfuerzos iban dirigidos a producir ciertos ideales basados en formatos estandarizados de ser: a partir de la confirmación, los sujetos buscaban reafirmar sus prácticas de gobierno de las conductas con el fin de alcanzar un ideal de pertenencia, más que producirse a sí mismos a partir de la aceptación y la afirmación de sus tendencias, fuerzas y deseos.
Si la disciplina implicaba construir un alma en el individuo (40) y el gobierno de las poblaciones se encargaba de su administración y control, la medicalización de la experiencia a través de la salud mental aparece como una de las principales tecnologías de diagramación de los sujetos, delegando la función de gobierno de las poblaciones al autogobierno de los individuos, pasando de la biopolítica a la ethopolítica (41). Pero cabría preguntarse si este tipo de subjetivación responde al trabajo de uno mismo o si, por el contrario, es parte de un formateo institucional que rebasa la capacidad de actuación del sujeto en la producción de sí mismo. En este sentido, si las tecnologías del yo se definían como “la reflexión acerca de los modos de vida, las elecciones de existencia, el modo de regular su conducta y fijarse uno mismo fines y medios”, ¿qué pasa cuando esos medios y fines impuestos por los sujetos corresponden a formaciones estandarizadas y normativizadas que operan de manera transversal y desde el exterior en los entornos locales donde los sujetos actúan, experimentan y se hacen? ¿Qué pasa con estos procedimientos, objetivos e ideales formados a miles de kilómetros que logran actuar a distancia en situaciones muy lejanas, tanto espacial como temporalmente, de los foros en los que han adquirido forma? ¿Y qué ocurre cuando estas formas logran legitimidad en su obrar por pertenecer a un saber cualificado y técnico?
Como se ha visto, en la consulta se presentaban diferentes tipos de preocupaciones cuya pertenencia a temas de salud física o mental no estaba clara. Eran inquietudes que se aliviaban, o al menos se distendían, en el momento en que recibían un “es normal” por respuesta, lo que podía aludir a “es frecuente”, “es lo esperable”, “le ocurre a mucha gente” o “se espera que sea así”, por mencionar algunas variantes de esta simple frase. Este gesto de alivio o distensión revela algo que parece opuesto a una tecnología del yo. No sugiere la búsqueda de una verdad del sujeto, ni la necesidad de producirla; tampoco este se toma como objeto de reflexión; en lugar de ello, se encuentra un individuo entregado a la ficción de la normalidad y seducido por la idea de esa humanidad virtual del ser humano normal. En general, las personas consultantes cedían ante la posibilidad de reconocerse en un nosotros, se calmaban en esa normatividad que los ubicaba en lo que deberían ser. En este sentido, es posible pensar en un desplazamiento de las tecnologías del yo hacia unas tecnologías del nosotros en las que lo que se busca no es más que un guiño de pertenencia a un colectivo virtual; un acto en el que la pregunta (reflexiva) por la mismidad no tiene cabida, o al menos es lo menos importante, y en el que lo que se enfatiza es la identificación exterior de aquello que se debe ser si lo que se quiere es seguir formando parte de esta humanidad, la única posible, de momento, como proyecto sensible y definible.
El siglo XX nos ha legado una cantidad inmanejable de información sobre lo que es un ser humano. La antropología, la sociología, el psicoanálisis, la psicología, la neurología, la psiquiatría, la biología molecular y muchas otras disciplinas han generado un enorme caudal de información sobre lo que es un ser humano. Hoy disponemos de tanta información sobre cómo se debe criar a los hijos, sobre las regulaciones en las relaciones de parentesco, sobre cómo amarnos, sobre el erotismo, sobre cómo el ejercicio de nuestro cuerpo produce endorfinas y nos hace más felices, sobre cómo la oxitocina interviene en lo que se ha llamado apego, sobre el mapa del genoma humano, sobre los cristales de melatonina y su efecto en el ciclo de sueño, etc., que, paradójicamente, nos hemos convertido en unos desconocidos para nosotros mismos y solo podemos aspirar a reconocernos en las ideas sobre cómo debe ser la vida.
Hemos descrito tres tecnologías que operan en la conformación del sí mismo y median en las consultas de APS. La pregunta que ronda es si corresponden a un ejercicio activo de conformación del sujeto o si, por el contrario, forman parte de una estrategia de dominio como forma gubernamental de control. La respuesta que proponemos es intermedia: en la consulta, dichas tecnologías producen la salud mental como un mediador que no solo impone un saber desde el exterior, sino que ese saber es buscado como fuente de conocimiento, pero ya no de uno mismo, sino de un nosotros. Y este nosotros podría tratarse de una modalidad emergente que pone en cuestión la continuidad del sí mismo, ya que se trata de una norma que define la pertenencia a la especie; una especie que posee diferencias, sí, pero en la que estas se miden en función de ciertos rasgos comunes o esenciales. Pertenecer al nosotros implica el reconocimiento y la identificación de los atributos normativos comunes que definen la humanidad (una humanidad construida como una entidad a la que todos pertenecemos a priori) y un esfuerzo activo de adaptación a dichos cánones.