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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.41 no.139 Madrid Jan./Jun. 2021  Epub 04-Out-2021

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352021000100012 

Dossier: Encrucijadas en la clínica con niños y adolescentes

De la fragilidad y la ternura: sostener y acompañar la infancia y adolescencia. (Reflexiones a propósito de un caso de violencia paterna)

On fragility and tenderness: sustaining and accompanying childhood and adolescence. (Reflections on a paternal violence case.)

José Leal Rubio1 

1Psicólogo clínico. Psicoanalista.

Resumen:

El desvalimiento originario marca en el sujeto la condición vulnerable y establece el cuidado como modo de protección. La ternura es la condición para el cuidado y requiere la percepción de la fragilidad estructural del ser. Cuando no se ha instaurado la ternura, este queda desamparado y expuesto a una soledad que daña desde el inicio su modo de estar en el mundo y construir su vida en sociedad. El adulto que acompaña al bebé, posteriormente al niño, luego al adolescente, moviliza sus experiencias y sus carencias ante la demanda herida que busca protección. Podrá darla si lo que mueve en él fueron experiencias de contención y se conmueve ante dicho pedido. Cuando no ha sido así, al desamparo por la necesidad no satisfecha se une la vivencia precoz del desamparo de quien lo atiende y se instala la situación de riesgo y desprotección.

A partir de una historia de violencia de un padre sobre su bebé, engarzo una serie de reflexiones sobre la fragilidad, los determinantes sociales en la crianza y los modos con que, desde la clínica y los otros lugares de vida, se puede hacer frente al sufrimiento por desamparo y a la generación de experiencias que calmen el malestar y abran vías de esperanza y posibilidades de construir una vida que valga la pena ser vivida. La aceptación de la condición vulnerable y de ser seres en falta, lejos de ser un problema, abre la vía a la construcción del cuidado colectivo y ahuyenta el riesgo de un sujeto ensimismado y dominado por una supuesta completitud y la violencia que dicha posición genera.

Palabras clave: desvalimiento originario; condición vulnerable; ternura; violencia

Abstract:

Original helplessness marks the vulnerable condition in the subject. Tenderness is the condition for care and requires the perception of the structural frailty of being. When tenderness has not been established, the individual is left helpless and exposed to a loneliness that damages, from the very beginning, their way of being in the world. The adult that accompanies the baby, later the child, and later the adolescent, mobilizes his or her experience before the hurt demand that is looking for protection. He or she will be able to meet such a demand if what is moved in him/her are experiences of contention and is moved by that demand. When this is not the case, a situation of risk may arise.

From a story of violence of a father towards his baby, I bring up a series of reflections on frailty, social determinants in upbringing, and the ways with which, from the clinical settings and other places, this helplessness could be coped. Far from being a problem, the acceptance of this vulnerable and lacking condition of being opens a path for building collective care.

Key words: original helplessness; vulnerable condition; tenderness; violence

“No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”

El principito, Antoine de Saint-Exupéry (1)

“No hay que avergonzarse de amar las cosas, los hombres libres deben sentir orgullo de lo que necesitan”

La gran meseta, Martín Armada (2)

De la fragilidad constitutiva y de la condicion vulnerable

Un hombre a solas con su bebé de dos meses, tras intentar fallidamente calmarlo, lo zarandea pretendiendo con ello acallar el persistente llanto que le hiere. Los daños cerebrales que le inflige son irreversibles y amenazan seriamente la continuidad de la vida de aquel. Si logra sobrevivir, también los daños emocionales en ambos serán incalculables. Lo que se pone en marcha a continuación es la ayuda sanitaria que certifica el profundo daño. Luego vendrá la acción judicial y los servicios de protección de la infancia para instar el desamparo del bebé. En esos casos, el desamparo es la figura jurídica que certifica que están fallando las más básicas medidas de protección de un ser carente, ante lo cual se requiere una intervención rápida que provea al ser frágil de los cuidados imprescindibles para su subsistencia.

Hay muchos sujetos que han construido su vida sobreponiéndose, como han podido, a duras experiencias de abandono temprano, a la delegación de su primer cuidado en terceras personas incompetentes, a institucionalización prolongada, negligencia afectiva, maltrato físico y otros abusos. Muchos de ellos han sufrido las miradas desconcertadas de los padres incapaces de entender su desvalimiento.

Un gran número de personas que acuden a los servicios de salud mental presentan lo que podemos llamar una “clínica del desamparo”; sus sufrimientos son la evidencia de que falló el sostén primordial imprescindible para generar adecuadas condiciones de vida y el acceso a los suficientes niveles de autonomía, que se logra a través del proceso de crianza.

El desvalimiento es la condición básica del cachorro humano al nacer. Su inmadurez exige la presencia de otro para poder subsistir, recibiendo de él aquello que permita aminorar las muchas tensiones que conlleva el hecho de estar vivo. Para ello, quien cuida pone en marcha un conjunto de recursos, la mirada, la palabra, la voz y todo aquello que el bebé puede recibir como preocupación por él y por su bienestar.

Preguntada la madre del bebé herido, dice del padre que este no quería hacerle daño, sino que lo sucedido fue efecto del estrés provocado por el lloro de su hijo. Lo dice así, cargada de dolor y cariño hacia ambos. Es su verdad, la posible verdad, la que le sirve para entender lo sucedido y facilitar alguna respuesta a una pregunta terrible: ¿cómo es que se trastoca la función de cuidado de un modo tan cruel hacia un ser que carece de todo para poder vivir, salvo del paquete instintivo originario en espera de la constitución de la vida pulsional –el acceso a lo psíquico–, y que depende absolutamente de otros que lo cuiden? Las respuestas posibles a esa pregunta definirán los modos de ayuda de todos aquellos que se ven metidos en una situación tan traumática.

Somos seres vulnerables, esa es nuestra condición estructural, y vulnerados (3) como experiencia precoz del dolor cuando aún no disponemos del más mínimo recurso personal para disminuirlo. La solución es solamente el otro necesariamente humano (4), en la confianza de que se conmueva y nos calme, compasivo y sabedor en sí mismo de la condición humana de fragilidad y de dependencia totalmente unilateral al origen de la vida; sabedor también de que el sujeto autónomo cerrado en sí mismo, “recto”, es un sujeto violento (5) cuando huye de la vulnerabilidad y de la relacionalidad donde incuestionablemente se construye el ser (6).

Y es que “la existencia humana supone un desgajamiento de esa primera unidad, una escisión del Todo, un alejamiento del lugar del Ser. De ahí que el nacimiento lleve consigo siempre una experiencia dolorosa de la matriz ontológica, de caída, en un medio extraño en el que la realidad es vivida como aquello que nos ofrece resistencia. Y esa experiencia angustiosa de extrañamiento, de exilio, es la que nos hace sentir el propio vacío, nuestra nada, nuestra falta de ser” (7).

Nuestra vulnerabilidad constitutiva, teniendo su origen en un déficit del equipamiento básico para vivir (8), “puede traducirse en fortaleza, en la medida en que cuestiona las ilusiones modernas de autosuficiencia y permite descubrir e inventar la vida en común. Asimismo, lejos de constituir el final de la ética, compromete de manera radical a los individuos con el mundo que habitan”, mediante el cuidado. Desde esta perspectiva todo aquello que no facilite, que interfiera o que impida la creación del vínculo, que es social, es una violencia, porque afecta a la construcción de lo que es el núcleo de la existencia humana. La vida en común (9) se resquebraja y flaquea por efecto de la hegemonía del ideal de independencia y de la fantasía de invulnerabilidad (10).

Esa fragilidad estructural forma parte de la esencia del ser y es debida a la inmadurez originaria propia de los animales y en especial de los animales precociales (11), como es el sujeto humano. Esa condición estructural es la que hace que seamos también constitutivamente seres dependientes que caminamos desde el desvalimiento absoluto hacia relaciones de interdependencia o de mutua dependencia, nunca de absoluta autonomía. Y ello es así porque la condición de vulnerabilidad no se extingue en ningún momento de la vida; solo se aminora por efecto del cuidado cotidiano. Ese proceso que lleva a hacerse progresivamente cargo de sí requiere tiempo y atención. “La mirada atenta, captando esa vulnerabilidad, condiciona un trato adecuado, vigilante y alerta tanto para no herir como para no hurgar en heridas aún no cicatrizadas” (12).

Esa mirada atenta es condición imprescindible para, a lo largo del tiempo, hacer posible una vida con sentido y la superación de los permanentes avatares del vivir, que, cuando no se tuerce, es un vivir en compañía. Ese acompañamiento forma parte ineludible en la construcción del sujeto; esta se produce en el paso muy precoz del sujeto instintivo, el cachorro, a sujeto pulsional, sujeto psíquico y sujeto social. Para que ello sea posible, es imprescindible acompañar el crecimiento del ser mediante la disminución, por los cuidados, de la extrema fragilidad con la que nace y de los muchos peligros que acechan a lo largo de la vida (13). Se crea así un ambiente sostenedor: “la función principal del ambiente sostenedor es la reducción a un mínimo de las intrusiones a las que el infante debe reaccionar, con la consiguiente aniquilación del ser personal” (14).

Ese es un muy delicado proceso. El sujeto se construye en la interacción y es desde aquí que decimos que el sujeto no es constitutivo de sí mismo, sino que es expresión de condicionantes históricos, sociales, morales y psíquicos (15). La subjetividad no está dada de antemano, se construye, se produce, está mediada por la existencia de otro, siempre necesario. Toda historia se inscribe en una biografía que es siempre singular. Y es que, “en el complejo caso de lo humano, hablar en general es prácticamente atentar contra su dignidad. La estructura de la subjetividad tiene muchas maneras de conformarse y de consolidarse” (16).

Al nacer somos seres desvalidos. El desvalimiento tiene que ver con las carencias del sujeto. Si bien es un hecho fundante, la cantidad y calidad de dicha falta es singular y puede, de algún modo, sobredeterminar el desarrollo. En cambio, el desamparo es el efecto que producen las insuficientes capacidades protectoras del entorno.

El ser humano es desvalido; el amparo se produce como efecto de la percepción de ello por parte de la madre o figura que ejerce tal función. La huella de esa experiencia es profunda en el psiquismo y en los vínculos del sujeto; la calidad de estos genera amparo; su inexistencia incrementa la indefensión originaria y un dolor, muchas veces, insoportable. Ese dolor de seres en falta nos acompaña siempre. Aparece en intensidades variables a lo largo de la vida y sus sucesos, en especial, en los momentos o etapas de tránsito. “Incluso un niño sabe que el dolor más hondo es el dolor de dar un paso hacia delante”, o “desde el dolor todo el amor se hace infinito” (17). Para soportarlo y que no impida crecer, es necesario ser acompañado por alguien que lo perciba. Como señala Winnicott (18), “la cuestión fundamental es que la madre suficientemente buena no puede dejar de vivir y sentir junto a su bebé”. Cuando no es así y la falla de esa función de sostén es severa, se “produce no la frustración, sino la amenaza de aniquilamiento. Esto, a mi modo de ver, es una angustia primitiva muy real”. Así pues, “los aislamientos o desatenciones precoces son los que más deterioran el cerebro, la afectividad, las interacciones sociales y el dominio de la palabra” (19). La persistencia de esas situaciones tiene que ser prontamente evitada para facilitar que, mediante apoyos y nuevas experiencias emocionales, se puedan reparar los daños.

Cuando todo va bien, el hecho de cuidar produce inmensas satisfacciones en esa díada madre-hijo y, más adelante, en todos aquellos que asisten a la maravillosa experiencia de ver cómo el niño va construyendo el mundo. Esa experiencia de ilusión ha de producirse y ha de contar con una presencia que lo mire con gozo.

El bebé responde muy prontamente a las atenciones del adulto que lo cuida. La percepción de este introduce el diálogo, así como la experiencia de ser tenido en cuenta, y es una fuente de placer para el bebé y el adulto que lo cuida. Este debe estar atento para percibir esa temprana experiencia de reciprocidad. “Es un signo seguro de la falta de comprensión del niño pequeño (…) cuando un adulto piensa en ayudar dando, no pudiendo ver la importancia primaria que tiene estar ahí para recibir” (20). Esa interacción tan pronta en dar y recibir está en la base de toda experiencia ulterior de cuidado; cuando el dador sabe que también puede necesitar cuidados e incluso recibirlos de aquel a quien cuida, ahuyenta sus riesgos de caer en la omnipotencia, disminuye las posibilidades de “distratarlo” o maltratarlo, y de todo aquello que tenga como efecto “la reducción de lo humano” (21).

Esa intersubjetividad tan primera impulsa el desarrollo de un sujeto que es activo, creador y transformador de su contexto cuando se generan las condiciones para ello; “lo intersubjetivo y lo intrasubjetivo conforman el vínculo, que constituye la manera particular en que se conecta o se relaciona con otro, dando lugar a una estructura vincular particular y cambiante, según los sujetos y los contextos. Para Pichon-Rivière, el vínculo incluye al sujeto, al objeto, su interacción, sus modos de comunicación y aprendizaje, un proceso que se configura en forma de espiral dialéctica, donde podemos situar la génesis de la subjetividad. Inter e intrasubjetivo son inseparables y están intrínseca y mutuamente determinados” (22).

Ello es posible por la inmensa potencialidad del bebé, para quien la prematuridad con que nace, a la vez que condiciona la supervivencia a la disponibilidad del adulto hacia él, es fuente también de aprendizajes; este hecho no les sucede a los animales nacidos con una mayor maduración, porque ello conlleva una menor plasticidad por la rigidez de su bagaje biológico. El desarrollo de las potencialidades del ser humano a lo largo de su vida dependerá de las posibilidades que le procure el ambiente, al que va conociendo y haciéndose en contacto con la madre y figuras que lo/la acompañan. Se construye ahí la urdimbre afectiva que facilita la disminución de los riesgos y, por ende, el aumento de las posibilidades de crecimiento armónico.

Esa experiencia singular estructura el vínculo e inicia un tiempo nuevo marcado por la mirada de la madre, o quien realiza su función, y el bebé. La mirada pasa a constituirse en un tema central en la construcción del ser. Y es fundamental en la construcción de la ternura. El bebé, al nacer, ya tiene datos respecto a su madre y esta respecto al bebé, sus movimiento, sus ruidos, etc. “El encuentro mediante la mirada es, pues, para el bebé —igual que para la madre— un acontecimiento fundacional. Cuando, a pesar de la conmoción del nacimiento, este encuentro se produce espontáneamente, el vínculo se irá tejiendo” (19).

Su seguridad dependerá de la capacidad de los padres para acoger las proyecciones intensas de emociones, sensaciones y estados físicos, y atemperarlas mientras él va aprendiendo a contenerlas.

“Cuando la madre, el padre, o ambos, es infeliz debido a una enfermedad, una relación conyugal violenta, una historia traumatizada, su precariedad social o el déficit importante de experiencia de haber sido contenidos, el nicho sensorial con el que rodea a su hijo está estructurado por esa desgracia. Las estimulaciones sensoriales se apagan o quedan deformadas por el trauma, de tal modo que las adquisiciones comportamentales y fisiológicas del bebé quedan alteradas” (23).

Esta fragilización del contexto implica un debilitamiento de la capacidad contenedora e incrementa el riesgo de desamparo o, directamente, de violencia sobre el hijo. Lo importante entonces es valorar cuánto malestar pueden la madre y el padre sostener y darles apoyo para el fortalecimiento de sus capacidades.

Por el contrario, la experiencia de ser contenido hace que muy prontamente vaya soportando el alejamiento de las figura de apego, complementando el lugar vacío con objetos aseguradores que la representan y alcanzando progresivos niveles de autonomía. Esta se va obteniendo cuando se cumple la función de sostén, cuidado y acompañamiento en el descubrimiento progresivo y gradual del mundo. “El padre interviene de dos formas, una como madre cuando se ocupa del recién nacido y otra cuando preserva a la madre y al niño de aquello que podría venir a inmiscuirse entre los dos. Para que la madre sea efectivamente capaz de ofrecer tal cosa, es necesario que haya podido, y pueda todavía, beneficiarse de un entorno de cierta calidad” (24). Por madre o padre hay que entender, además de las personas concretas, el ejercicio de una función.

Crear las condiciones para el desarrollo de la función de la madre con el bebé es imprescindible. Lamentablemente pasa desapercibido el hecho de que alrededor de un 10% de mujeres sufren “depresión postparto”, muchas veces desatendidas, sobrecargadas de tareas y frecuentemente incomprendidas (25).

El sujeto se construye en el entramado vincular y en el atravesamiento de las experiencias dolorosas y placenteras, afrontadas del modo en que cada uno puede hacerlo. “La condición humana de vulnerabilidad y dependencia se anuncia, con el gemido del recién nacido, en la escena de la natalidad” (26).

El llanto es la primera muestra del desvalimiento, el primer pedido de hospitalidad y de cobijo. Posteriormente el grito desgarrado será la expresión de lo insoportable del dolor. “No puede haber un grito de angustia mayor que el de un hombre” (27).

El bebé “llora y las lágrimas son parte del repertorio determinado genéticamente para su sobrevivencia. Llanto y lágrimas invitan a que la madre lo ayude” (28). Como Bion señala, “la contención del llanto del bebé permite transformar el llanto en pensamientos susceptibles de ser pensados sobre su experiencia emocional” (29). Ello no pasa cuando se le deja llorar sin consuelo, generando la tremenda experiencia de ser abandonado en su dolor.

Cavarero, en un magnífico artículo (26), hace referencia a las distintas lecturas que algunos filósofos han hecho del llanto desconsolado del bebé, como “una aspiración de libertad”, para Kant; como “protesta de su dependencia en relación a los otros”, para Todorov; o “el niño externaliza el sentimiento de sus necesidades y, en particular, atestigua un estado de dependencia e indigencia bastante mayor de la del animal”, para Hegel. Las duras expresiones de Kant respecto al llanto intempestivo de los bebés llevan a Cavarero a decir que “tal vez el viejo Kant había olvidado que fue niño o quizá no tuvo la ocasión de cuidar de un niño o de otras criaturas vulnerables y dependientes. Digamos: no se inclinó jamás hacia el otro” (26). Para la autora, los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos y las violencias consiguientes provocaron una interrogación radical en Occidente sobre lo humano, al percibir “con consternación que era extraordinariamente vulnerable, o bien, dicho con una sensibilidad europea, vulnerable una vez más, y de manera extraordinaria e imprevista” (26).

Es esa misma reacción de asombro y de incredulidad la que están experimentando las sociedades occidentales ante los ataques de la COVID-19 (30). Para tomar conciencia de la vulnerabilidad del otro, hace falta conciencia de vulnerabilidad de uno mismo; es a partir de dicho reconocimiento que el adulto se hace cargo de las carencias del bebé. Ello le descargará durante todo el tiempo en que su inmadurez lo exija del esfuerzo agotador por su autoconservación. Cuando esta no es asegurada, la lucha por la supervivencia puede generar un “yo violento y agresivo”, como nos muestra Hobbes (31).

El predominio de los esfuerzos por la autoconservación, ante la persistente amenaza real o vivida como tal, implica necesariamente una progresiva despulsionalización del mundo subjetivo y la vuelta a lo instintivo y a modos de supervivencia animal. En el animal eso es más exitoso, porque su carga instintiva al nacer es más potente. En el ser humano no puede jugarse la supervivencia mediante la violencia instintiva, sino a través del cuidado y de su ética. Lévinas, Butler, Gilligan o Arendt coinciden en señalar la carencia, la vulnerabilidad o la fragilidad, “el hecho desnudo de nuestra original apariencia física” (32), como la base de una relación originaria que se caracteriza por la exposición y la dependencia. O, como señala Lévinas, “es a partir de la existencia del otro que la mía se propone como humana” (33).

El llanto es un poderoso instrumento del bebé para mover en sus cercanos la ayuda necesaria. Ese instrumento viene dado por la propia naturaleza y cuando se produce pone al adulto sobre aviso de que algo está sucediendo y que la solución está en sus manos. Para ello se requiere hacer una lectura adecuada de la situación y sentirse con ánimos para afrontar el cuidado.

Hay que suponer que, por lo general, lo que mueve en uno el pedido que se expresa con el llanto es empatía y compasión. El llanto del bebé remueve en cada uno su propia carencia y fragilidad, y lo predispone a la ayuda. Pero no siempre. También genera angustias ante el desconocimiento de las causas o ante la impotencia para resolverlas, si es que las puede suponer.

Esas ansiedades forman parte de la historia de cada sujeto y se inscriben en el registro de lo humano de todos nosotros. No todas las personas responden igual. Muchos son capaces de soportar el dolor de su bebé y lo que el llanto les provoca, siendo ese sentimiento el desencadenante de la búsqueda de ayuda. Otros sucumben ante la angustia e, incapaces de contener su dolor y su propia angustia, no pueden contener el del otro que le reclama cuidado y calma, y responden inadecuadamente, teniendo ello efectos dañinos variados en cantidad y calidad. Hace falta un tiempo para aprender cuándo el llanto es por los cólicos, los dientes que nacen, el oído que les duele, el hambre o cualquier otra razón. Genera muchas veces fuertes sentimientos de impotencia y respuestas heridas e hirientes para el bebé.

Ese es el estrés del que habla la madre del bebé de dos meses ingresado, dañado por la discapacidad del padre para entender y atenderlo adecuadamente. Aunque cueste considerarlo así, las heridas infligidas no tienen necesariamente que ver con desamor hacia el hijo, sino con la incompetencia, por razones diversas, para el cuidado del mismo.

Cuando pasa eso, el llanto del bebé que espera consuelo y bálsamo se convierte en un instrumento peligroso que se vuelve contra él, obteniendo violencia y desamparo.

Quizás el llanto del bebé mueva en el padre las huellas de una vivencia precoz de desamparo y de no haber sido contenido. El desamparo provoca la vivencia de intemperie, de soledad y desesperanza. Algo no funcionó bien en ese tiempo en que se instaura la ternura y la empatía que la acompaña como aprendizaje para el cuidado.

Sobre la constitución de la ternura

Si desde la etimología originaria del término latino vulnus la vulnerabilidad remite a la posibilidad de la herida una vez traspasada la piel que es la frontera del ser con su exterior, cabe pensar que el anverso de ello sea el abrazo, la caricia y cualquier otro gesto de acogida.

“Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del ‘sentimiento oceánico’ que podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado” (34). Ese amparo del que habla Freud solo es posible desde la ternura. La ternura es la condición primera para el amparo. Es respuesta delicada ante la fragilidad del otro por efecto de su edad, de sus circunstancias o solo por el hecho de ser sujeto estructuralmente inacabado e incluso inacabable. La ternura crea el “alma” como lugar primero del sujeto y abre el recorrido de la empatía, el miramiento y el buen trato como base de la constitución ética del sujeto o del sujeto ético (35). La ternura es un elemento básico en la constitución del sujeto, fundamento del pasaje de cachorro humano a la condición de sujeto psíquico, es decir, el pasaje de lo instintivo a lo pulsional. Configura además lo que Ulloa describe “como fundamento de los derechos humanos” (36). La ternura es la protección primera frente a la carencia y el estado de indefensión. Cuando falla, lo que genera es una variedad de formas de violencia, sometimiento, abandono y desamparo, y produce fuertes limitaciones en la construcción sana del sujeto y de sus vínculos.

La ternura asegura la disponibilidad de los recursos necesarios, primeramente para la supervivencia y con posterioridad para el apoyo y cobijo ante las necesidades del vivir. Predispone a mirar al otro como un ser semejante pero diferente a uno y respetar, así, la autonomía de que va disponiendo. Esa experiencia humana de ternura y miramiento es imprescindible para construir el aprendizaje del cuidado.

La ternura se establece primariamente en una relación dual, y pasa a ser un dispositivo social en tanto lleva al sujeto a ser un sujeto social. Se construye en el vínculo primero y por la mirada acogedora del adulto, y se extiende hacia la constitución de los vínculos sociales. La ternura y la empatía hacen que el adulto se acerque a una hipótesis sobre las razones por las que llora el bebé, hace lo posible por calmarlo, construyéndose así una experiencia de aprendizaje compartido que garantiza el ofrecimiento de aquello que necesita: abrigo ante la intemperie, alimento ante el hambre y el buen trato que es la mirada atenta dispuesta a la construcción de un vínculo que se basa en el gesto y la palabra. Esa empatía que garantiza los cuidados va acompañada de una mirada hacia el otro que lo reconoce como ser diferente a uno. Esa mirada garantiza la gradual autonomía del sujeto, que es la que irá marcando las diversas necesidades que siente y los nuevos modos de expresarlas. Requiere del adulto una alta dosis de curiosidad y predisposición al aprendizaje, valores necesarios para el desarrollo de toda actividad humana. Todo ello facilita el descanso y la tranquilidad que el bebé necesita.

Lo que se genera es la urdimbre, el especial nexo entre el desvalimiento con el que se nace y la calidad de trato que da la madre. Es condición de crecimiento armónico de la personalidad del niño y permite y facilita la progresiva transformación de las estructuras biológicas rudimentarias con las que nace, a las que se añade todo aquello que es característico de lo humano; ahí se construye el sujeto y sus sujeciones. Porque “sin lugar a dudas, somos sujetos permanentes de una palabra que nos sujeta. Pero sujetos en proceso, perdiendo a cada instante nuestra identidad, desestabilizados por las fluctuaciones de esa misma relación con el otro, que presenta sin embargo cierta homeostasis que nos mantiene unificados” (37).

¿Cómo entender lo que ocurre en una situación de violencia sobre el bebé que llora, como la situación que venimos describiendo?

De las condiciones para el amparo

Las explicaciones de la madre del bebé dañado nos dan una pista. “No sabía que le hacía mal”, dice, “lo hizo por el estrés del llanto”. Cuando el llanto genera una angustia excesiva sin contención, aumenta el desamparo del bebé y también del adulto que lo escucha; ambos quedan a la intemperie, que es un estado muy primitivo, cuando el sujeto requiere del otro para sobrevivir y no lo encuentra. Lo que aparece ahí es una profunda soledad. Muchas de las violencias sobre el bebé ocurren cuando el padre está solo y tampoco él puede recurrir a un tercero que lo contenga. Cuando la madre del bebé cuenta que el comportamiento habitual del padre “era normal, era un padre que cambiaba pañales, que daba biberones, que se despertaba por la noche, tenía una buena relación conmigo y nunca hubo maltrato”, tal vez confirma esta idea de la imposibilidad de hacerse cargo en soledad del bebé que reclama. “Ese llanto se me mete en la cabeza y haría cualquier cosa por no oírlo” o expresiones similares se escuchan en la clínica de la infancia.

Esa escena en la que el padre no puede contener a su bebé que llora, ni puede contener al bebé que en él revive un desvalimiento originario no resuelto, es altamente conmovedora e hiriente. Ambos necesitan cuidados y reparación. Las sanciones posibles sobre el padre deben permitirle reparar el daño que hizo a su bebé y la dignidad perdida en un acto tan rechazable; pero hay que pensar también qué modo de reparación requiere el padre para que ese vacío inmenso que puede sentir ante la demanda del niño por su fragilidad vaya disminuyendo y se generen en él las condiciones para una acogida necesaria; eso implica reconocer y aceptar la carencia y pedir ayuda y encontrarla.

Lo que el padre no sabe es que, cuando su niño llora, llora el niño que hay en él, que no encuentra consuelo, y es a este a quien ataca, repitiendo así alguna vivencia precoz de intemperie y desamparo. Esa experiencia precoz de no ser contenido impide o dificulta seriamente el aprendizaje de ser contenedor, que es lo que necesita su bebé cuando siente algún malestar. Así es como se produce la transmisión transgeneracional del trauma. Los efectos de las vivencias precoces de desamparo sobre la adquisición de capacidades para el ejercicio de la paternidad pueden ser muy importantes. No se resuelven con compromisos socioeducativos ni con cursos sobre habilidades parentales; requiere de la efectiva experiencia de ser cuidado y ser sostenido en la adversidad y del acompañamiento cuidadoso hecho sin prepotencia, superioridad ni coerción por alguien en quien pueda confiar y con quien pueda establecer algún tipo de identificación que facilite la incorporación de aquellos valores que le faltaron. Esa experiencia emocional de ser comprendido y sostenido en la dificultad es el camino imprescindible para la adquisición de las habilidades necesarias para la crianza, entre ellas la propia contención ante el dolor y la impotencia que provoca el llanto del bebé y que mueve en el padre su propia fragilidad.

Esta forma de maltrato como efecto de experiencias precoces de desamparo puede ser leída como un modo de discapacidad. Para su solución es necesaria la provisión de recursos que la disminuyan y complementen las capacidades mermadas de los padres en espera de que estos puedan hacerse más cargo progresivamente. Es todo un reto ante la emergencia de cada vez más precariedades y de un tipo de sufrimiento psíquico muy vinculado a los déficits sociales en una sociedad donde lo humano está siendo engullido por la lógica neoliberal y tecnocientífica. Una lógica que crea vulnerabilidades cada vez mayores a la vez que exige un ideal de invulnerabilidad, la vergüenza por la falta y, por ello, el ocultamiento de lo humano (38).

Con mucha frecuencia el desamparo hacia los hijos no es efecto de un deseo de daño, sino de una incapacidad o capacidad limitada para hacer frente a los cuidados tan complejos, intensos y cotidianos que requieren. Para que ese cuidado se produzca es necesario haber tenido experiencias suficientes de haber sido cuidado, pero también la existencia de condiciones externas que contengan y acompañen suficientemente la aventura de la crianza. Esto no es fácil cuando la carencia, no solo de recursos internos, es alta y además viene incrementada por condiciones de vida cada vez más adversas: menos tiempo para el disfrute, sueldos insuficientes, accesos imposibles a la vivienda, precariedad en el trabajo, crisis en las políticas de ayudas y soportes, debilitamiento de vínculos e instituciones sostenedoras, la vuelta de un liberalismo feroz y, en muchos casos, de exigencias neoesclavizadoras, etc. (39).

El sufrimiento de ese bebé a quien su padre hirió evidencia también el de unos padres jóvenes (21 años, él; 18 años, ella) desbordados a los que hay que prestar más atención y ayuda, aquella que no encontraron en los servicios de cercanía a los que acudieron; todo ello los coloca al borde de la exclusión social, situación en la que viven cada vez más familias (40-43).

No es posible leer la falla de los cuidados y su efecto de maltrato solo desde una perspectiva psicológica ni intra e intersubjetiva. La precariedad en la que muchas familias viven, con escasos soportes, es determinante en la formación del vínculo que lleva al buen trato. Esa fragilización de la vida de tantas personas en los márgenes o cercanos a ellos exige pensar cuáles son las condiciones necesarias para que una vida pueda ser vivida en dignidad. La precariedad daña la vida (44) y genera las condiciones para un vivir violento y violentado. Si, como señala Butler (45), “no se puede ignorar la vulnerabilidad original sin dejar de ser humano”, permitir las precariedades de tantos sujetos, sin hacer nada para intentar limitarlas, es hacerse cómplices de las circunstancias en las que estos viven. Es igualmente grave leer el sufrimiento que generan esas precariedades como patología individual y transformar el problema social en una cuestión sanitaria.

Las condiciones sociales de alta carencia predisponen y precipitan, además de pobreza, comportamientos y tratos que degradan, muchas veces, lo humano. Hay datos de estudios que relacionan la salud, la calidad y los años de vida con las condiciones sociales. Es más difícil, y también delicado, señalar la vinculación entre desatención parental/ tratos inadecuados/sufrimiento psíquico y condiciones de pobreza y exclusión, pero conocemos por el trabajo clínico, el fracaso escolar y otros indicadores que tales adversidades generan tensiones que disminuyen la capacidad contenedora de la familia y del entorno, así como la tranquilidad necesaria para el cuidado. En un reciente informe del Sindic de Greuges de Catalunya se señala que: “un 5,4% de los niños de entre cuatro y catorce años en familias de inferior (sic) clase social tienen la probabilidad de sufrir un trastorno mental, mientras que esta probabilidad es solo de un 2,5 % en el caso de los niños de clase social alta” (46). Es más que evidente que “la exclusión deprime las condiciones de vida y ello ejerce una presión sobre la vida íntima, marco de sentido y perspectivas de futuro de las familias” (47), que quedan empobrecidas y debilitadas para el ejercicio de su función de crianza (48).

Cuando falla el cuidado

“Si la perturbación sobrepasa un grado tolerable de acuerdo a las experiencias previas de la continuidad del ser, ingresa en la constitución del individuo una cierta cuota de caos” (49). Cuando fracasa la constitución de la ternura aparecen las más insoportables ansiedades primitivas y el sujeto queda a la intemperie y deja en la intemperie al otro cuando ha de protegerlo, siendo así reproductor de experiencias emocionales muy dolorosas.

Cuando falla la ternura no se instaura adecuadamente la empatía. Esta no es más que la conciencia de la fragilidad que compartimos como seres-en-falta que somos y que nos hace receptivos al sufrir del otro y nos predispone a ofrecerle ayuda; y también a recibirla cuando la necesitamos. Cuando funciona la ternura, la empatía garantiza el suministro de lo necesario para vivir porque nos lleva al otro. El miramiento acompaña esa cercanía y añade la necesaria consideración del otro como ser diferente para, entre otras cosas, poder sentir el dolor ajeno como propio, sin apropiárselo, que no otra cosa es la compasión en el profundo sentido ético del término. En la primera relación con la madre es paso imprescindible para la aceptación y el apoyo hacia la autonomía de “aquel que habiendo salido de sus entrañas es sujeto ajeno” (50). Lo que se genera en esa mirada atenta es la función de disponibilidad que permite a la madre percibir lo que el hijo necesita, y a este la seguridad de que la madre está y lo protege.

La falla en el cuidado del ser extremadamente frágil se produce por la violencia de un acto. El acto es siempre una falla del lenguaje. En el adulto que “distrata” o que maltrata, dicha falla es la caída en un vacío donde desaparece la posibilidad del arrullo, el abrazo, el movimiento suave, las palabras cálidas y todos aquellos hermosos gestos que pueden generar una experiencia de abrigo y de sostén.

La falla de la empatía habla del fracaso en la constitución precoz de la ternura, que es la primera de las vivencias, aquella que hace sentir al sujeto que cuando invade el hambre hay un pecho que nutre, que cuando se siente frio hay un brazo que arropa, un cuerpo que calienta, y que cuando aparece el miedo hay alguien que protege. Cuando se alimenta al bebé, además de darle alimentos concretos, cuando se le abriga, cuando se le calma, la manera esmerada y singular de hacerlo configura una relación que es el buen trato y que es arte, como señala Derrida cuando dice “la hospitalidad no puede ser otra cosa que un acto poético” (51).

Para sentir al otro, conmoverse con sus carencias y prestarse al cuidado, hay que poder conectar, de algún modo, con esa experiencia de soledad, de dolor y de vacío que habita en cada ser y lo remueve. Es precisa también la experiencia de haber sido contenido, es decir, arropado, abrazado y mirado con arte, esto es, singularmente. Es imprescindible sentir al otro y, además, mostrarlo de modo que este lo perciba. “Si intento ser un sujeto que desde el principio no es afectado por el otro, entonces no puedo ser un sujeto ético en absoluto, porque he negado mi sensibilidad hacia el otro. ¿Cómo podemos ser responsables ante el otro si hemos establecido una impermeabilidad, o una defensa absoluta contra el otro en el nivel de la constitución del sujeto?” (52).

El déficit de contacto y de ternura que facilitaría la experiencia de contención del bebé, al no producirse, genera una ansiedad básica que es la soledad, una ansiedad primitiva del ser humano. Este trauma provocado por aquello que faltó y que era necesario genera una situación de desamparo (53).

Para Balint (54), esa falta, que los pacientes experimentan como defecto y carencia a la vez, se origina en el período inicial de la vida a causa de la discrepancia entre las necesidades materiales y psicológicas del niño y los cuidados y afectos que recibe. Esa es la falla básica o la falla fundante. Hay muchas maneras de nombrarla y de describir sus efectos. En mi opinión, a lo que lleva es a estructuras psíquicas muy frágiles que escasamente pueden soportar los envites frecuentes del vivir y por lo cual requieren apoyos singularizados con una alta frecuencia. Tiene otros efectos. Para Colina (55), “la ternura es el antídoto más potente contra la voz. Si hubiera llegado a tiempo se mostraría más eficaz que el haloperidol. Pero la ternura padece en la esquizofrenia un retraso irrecuperable. (…) Su ausencia le impide al psicótico enlazar el cuerpo y el alma en una unión que disuelva la oposición de los contrarios y suelde la división del sujeto para toda la vida. Por el fracaso de los besos y las caricias, el psicótico se ve abocado a oír en su cabeza murmullos, frases e inquinas (…)”.

Es a través de la construcción de la ternura que el cachorro se hace humano y lo instintivo se hace pulsional. Si ese acogimiento en la ternura fracasa, el incremento del desvalimiento y desamparo aumenta. Lo que genera es una pobreza emocional y la disminución de los aportes libidinales creativos y, por ende, de las posibilidades de un buen aprendizaje para el vivir.

El desamparo es un desamparo de la ternura. La exposición reiterada a dicha situación lleva al sujeto que la padece a una “encerrona trágica al quedar atrapado en el otro que no lo comprende o ampara y sin posible apelación a un tercero que reponga lo que falta y es necesario” (36). Los efectos reiterados de esta situación son devastadores, predisponen a la vivencia de derrumbe y preparan el camino de la transmisión transgeneracional de una forma insuficiente de cuidado.

Pensar una clínica de la proximidad en la infancia y adolescencia vulneradas

Bowlby, Winnicott, Bion y tantos otros, así como nuestro trabajo en la clínica, muestran que la experiencia de contención es primordial para el bebé; que la contención se logra a través del contacto cálido y la ternura; que su carencia lleva a lo que podemos llamar una “patología del déficit” o la “clínica del desamparo” y que este se actualiza con especial intensidad en los momentos cruciales de la vida. La soledad es una de sus máximas expresiones. La soledad es una amenaza a la propia vida y genera una ansiedad desorganizadora. Cuando la falla ha sido muy intensa, podemos decir que es innombrable y es ahí donde se asientan los diferentes síntomas, que no son más que muestras de los efectos del hecho traumático. El no poder nombrar conlleva a veces en el espacio terapéutico una dificultad para entender o el miedo a tan profundo desvalimiento. Se corre el riesgo de consolidar, también en el tratamiento, la experiencia de soledad y abandono.

“El reconocimiento por parte del terapeuta de esta soledad profunda es quizá el primer paso para proporcionar un alivio al sufrimiento de estos pacientes. (…) Así pues, la comprensión empática de la soledad es un inicio de que aquel terror sin nombre puede ser nombrado y comprendido y, a veces, compartido, provocando una nueva experiencia que aporta una cierta confianza en el entorno y en uno mismo para hacer frente de otra forma al sentimiento de desgarro que se padeció” (53).

La experiencia de desamparo reaparece en los sujetos que lo padecen como una repetición compulsiva de las sensaciones egodistónicas, pudiendo arrastrar a dicha posición a aquellos que quieren ayudarlos. Es un mecanismo con una clara función defensiva; aunque a lo que lleva es a la reproducción de las vivencias de fracaso. Eso expone muchas veces a los equipos terapéuticos y a todos los que participan en las instituciones de cuidado a una dolorosa experiencia de trabajo infructuoso y al riesgo de colocarse en una situación de violencia. Pienso en la situación de muchos jóvenes vulnerados por las muchas violencias, mujeres víctimas de reiteradas violencias machistas y de otros tipos, y en todos aquellos que han recurrido a diversas instituciones de amparo con insuficiente éxito en la construcción de una experiencia que les ayude a encarar sus vínculos y su historia de modo más creativo. Cuando la vulneración es muy precoz y alta, cualquier suceso puede dejar al descubierto esa parte dañada; el suministro de cuidados debe ser ofrecido con extrema atención para no dañar la dignidad, no hurgar en un sufrimiento que está vivo y no sean activadas un tipo de defensas improductivas.

Me llama una persona que inicia el proceso de acogida de un adolescente tutelado. Este pide consultar con un psicólogo, que sea joven, para que le ayude a resolver las serias dificultades que tiene con las personas mayores. Vivió una infancia de profundos desencuentros entre los padres. Quedó huérfano de madre tras una terrible violencia del marido y el chico se salvó milagrosamente tras varios días convaleciente en un hospital. Fracasaron los diversos intentos de acogida en su familia extensa, según estos, por las actitudes del chico, y pasa a un centro de protección. Por informaciones que tienen de mí, confían en que les ayude a encontrar un profesional que reúna las condiciones más cercanas a su pedido. Unas horas después del encuentro, el chico me llama para pedirme que lo atienda, aunque no soy joven. Y yo acepto. Lo que conozco del hecho traumático es poco, porque su preocupación expresada en la sesión estaba referida a la difícil relación con los adultos y la hostilidad hacia/con/de sus profesores, lo cual está poniendo en serio riesgo su proceso educativo. Deduje que la terrible historia de lo que pasó entre su padre y su madre en su presencia ya la había contado en un sinfín de ocasiones. Nunca le pregunté qué pasó, ni detalle alguno. Me fui limitando a la escucha de lo que él traía como motivos de la consulta y a las nuevas cuestiones que aparecían en su vida y sus relaciones. Trabajamos durante un cierto tiempo, a través del cual se fue construyendo una muy buena relación y una tranquilidad en su proceso de crecimiento. Fue confiando en los adultos, avanzó en sus estudios, estableció nuevas relaciones. Le gustaba el rap y me ofrecía en varias sesiones una escucha de sus interpretaciones. Una de las sesiones coincidió con un aniversario del grave hecho traumático. Al levantarse esa mañana compuso una canción, le puso en su móvil un acompañamiento de ese sonido base del rap y me propuso escucharla. Comenzó a recitar, más centrado, al parecer, en la técnica y perfección del recitado que en la emoción del contenido. Esta la iba sintiendo yo mientras escuchaba por primera vez el detalle minucioso de lo sucedido. Sus frases eran como dardos, persistentes, intensas, hirientes y heridas. Cuando pronunció el verso “y aún estoy recogiendo la sangre del parquet”, sentí un vuelco y mis ojos se empañaron levemente ante la visualización de una escena tan terrible y mi percepción de su soledad en el momento de la historia que me estaba relatando. Cuando acabó y me miró, yo estaba conmovido. Tras un breve silencio le dije y le mostré mi gratitud por su confianza. Sentí también que para él lo que estaba produciendo era un acto creativo que le permitía transformar su dolor originario en arte, lo que le permitía contar su dolor sin el desgarro con el que debió de vivir lo que contaba y que con ello soslayaba el riesgo de quedar atrapado en la experiencia traumática. La capacidad sublimatoria frente a la rabia y al resentimiento. También le hablé de ello brevemente y de la calidad con que cuidaba su música. Sonrió y me dijo: “me has ayudado mucho, no me has impuesto nada y has seguido mi ritmo”. Muchas veces pienso que el proceso terapéutico es bálsamo (56), aplaca el dolor de la herida y es, a la vez, un acto de creación frente a aquello que es baldío, que es erial, ese dolor sin nombre y esa dura soledad que el sujeto vivió y que se reactiva ante los nuevos avatares de la vida: “Quizás el reconocimiento empático y reiterado del terapeuta de esta soledad atroz sea la puerta de entrada a poder construir un yo más fuerte, un refugio más confortable y seguro, cuando el contacto con las huellas indelebles del miedo se produzca de nuevo” (57).

Ese encuentro emocional entre el paciente y el terapeuta es imprescindible para que se produzca el cambio. Y, además, tiene que ser expresado, cuidadosamente, en alguna de las muchas maneras que tenemos para hacerlo; tiene que ser sentido. La predisposición del terapeuta a percibir y sentir con el paciente genera la experiencia de resonancia emocional compartida.

El proceso terapéutico, incluso cuando ha creado formas nuevas y más gratas de relación, no garantiza que el sujeto, que sigue siendo vulnerable, no reexperimente las emociones originales provocadas por el hecho traumático. Lo traumático no necesariamente se borra, pero sí desaparece la vivencia de catástrofe o hundimiento y se crea la posibilidad de “desasirse” del trauma para que no invada la identidad. Es entonces cuando surge la posibilidad de afrontar el dolor, los dolores del vivir, con una menor intensidad y desborde a como fueron vividos en su momento. “Y la vida quiere más: ser vivida, ser compartida y hacerlo con dignidad” (58).

La expresión de la empatía o la ternura en la clínica choca con algunas posiciones que consideran la contención como efecto de la firmeza, la seguridad y la distancia del terapeuta. Contener no es mostrarse duro, ni dejar de registrar emociones, sino conocerlas y hacerse cargo de forma compartida de lo que está sucediendo. Al estilo de la relación primera, cuando el bebé está angustiado, la madre ha de sentir la angustia para que aquel reconozca que lo percibe y con acción certera disminuir el peligro que el no saber de sí le provoca. Que le conmueva la carencia de su bebé no implica que no pueda contenerlo y ayudarle a que pase su angustia. Así contiene la madre, reconociendo el dolor del hijo como un dolor de aquel, sin apropiárselo pero sabiendo que sentirlo es imprescindible para aminorarlo. Así se construye la ternura y la empatía. Y algo similar ocurre en la relación terapéutica cuando nos salimos de las rigideces de modelos verticales y poco considerados que relegan al sujeto a la condición pasiva de paciente (59). “La excelencia de la relación asistencial procede del hecho de ser un arte que implica la relación interpersonal; a la vez técnica y diálogo, arte y relación, procedimiento y contacto, método y trato” (60, 61). El modo adecuado frente a la vulnerabilidad originaria y la de aquella sobrevenida por efecto del trato inadecuado es el cuidado en la cotidianidad y la cercanía. Las diversas intervenciones especializadas y singularizadas, incluidas las psicoterapéuticas, no pueden constituirse en la propuesta de solución de tan altos sufrimientos y carencias.

La reparación de las heridas infligidas a un niño, a un adolescente, por cualquier tipo de maltrato exige necesariamente la creación de un espacio asegurador que ofrezca con cuidado la experiencia de ternura que no se produjo cuando era debido. El espacio profesional, para que sea terapéutico, ha de generarlo. En la clínica del desamparo, cuando los efectos producidos por este han devastado la capacidad de pensar y adormecido la expectativa de poder recibir algo del otro, la experiencia de ternura en la escucha y la mirada es imprescindible para facilitar un cambio. Este solo será viable si uno logra llegar con aquel a quien atiende al punto en el que pueda confiar en ser entendido y recibir buen trato. El buen trato es la mirada atenta, comprensiva y también confiada. Siempre, y muy particularmente en el trabajo con adolescentes, es especialmente necesario poder mirar el mundo desde el lugar en el que ellos lo miran, y desde ahí acompañar en el descubrimiento de sí y los otros. El buen trato ofrece siempre una oportunidad para el sujeto humano en la suavización de los efectos de las experiencias dolorosas y un impulso en la continuación de su desarrollo.

Es desde ese lugar de confianza y trato que pueden contar el profundo dolor de las diversas violencias, abandonos, desarraigos, abusos sufridos y silenciados, los pensamientos oscuros y las diversas soledades. Es ahí donde aparece “que lo que realmente es evidente en el campo de la atención en salud es el sufrimiento, y que dar cuenta de él o dialogar con él es también restituir la condición humana, social y subjetiva de la enfermedad, es ser más vínculo que certeza” (62).

Y es entonces cuando se pueden poner palabras a tantas historias de dolor. Como las que cuenta Edgardo, que con 4 años había aprendido a vivir en la calle al cuidado de otros chicos que le enseñaron a abrir coches con un gancho y que, ya adoptado, se escondía cuando oía las sirenas de la policía; o Andrea, que huyó de casa una fría mañana tras una noche de insomnio y de sentirse incomprendida; o de Lesly, que nació en la cárcel, fue entregada a una señora que la entregó a otra y llegó a donde ahora vive para ser cuidada por una tía que la abandonó al quedar embarazada y pasa parte de sus días en servicios de salud mental donde entra y sale; o Héctor, adoptado a su pesar y con total oposición con 9 años en un país no pensado por una pareja que deseaba un recién nacido de otro país al que amaban y que viven en una situación de tensión y miedo y deseando desprenderse del chico; o María, que se hace cortes en piernas y brazos, y que junto a la sangre le sale la rabia y se le calma el dolor insoportable; o de Lucas, tutelado tras la muerte de un padre agresor y la evidencia de una madre con grandes limitaciones para el cuidado, con quien vuelve y retoman una vida invivible; o de Rachid, que llegó como pudo huyendo de los abandonos y abusos en las calles de Tánger; o de Pere, que recuerda las noches de terror del padre maltratando a la madre; o de Juan, Anna, Jordi, Martí y tantos otros (evidentemente, las historias son reales pero no los nombres) que, acabada la tutela por la mayoría de edad, quedan desatendidos, desamparados de nuevo porque no han desarrollado una autonomía mínima y vagan por casas de familiares donde repiten fracaso, o buscan habitaciones de paso y con un futuro extremadamente comprometido. En todas estas situaciones, el deber de la ayuda para recuperar la vida tan dañada ha de ser compartido mediante la construcción de una red de cuidados entre los que cualquier proyecto psicoterapéutico es solo una parte de todo aquello que hay que disponer para lograrlo.

Cuando se logra la confianza, “las relaciones que ellos ya tienen fuera del consultorio serán las que los sanarán. No es que uno, como terapeuta, logre cambiar sus relaciones, sino que simplemente le da la oportunidad a su mundo relacional de ser agente de cambio” (63).

Para construir esa confianza hay que alejarse de rigideces teóricas, metodológicas y mucho más de las certezas (64) que uno puede tener sobre el sujeto cuando en la construcción de ese saber él no ha participado. Y por ello “… es imprescindible defender el valor de lo subjetivo que entra en juego en toda relación clínica. Y esa defensa trasciende a la ciencia, pues es ética. Es, en el más noble sentido, compasiva” (65).

Esa buena atención pasa necesariamente por el respeto hacia cualquier modo de expresar las vicisitudes por las que este atraviesa y por la escucha en confianza y credibilidad hacia lo que cuenta, lejos de la sospecha con que, con cierta frecuencia, son escuchados aquellos que reciben atención y cuidado: padres con diversas discapacidades, mujeres que han recibido maltrato, jóvenes transgresores, familias pobres que han de justificar al céntimo su precariedad, etc., y que generaría una injusticia epistémica (66). Esta se produce cuando se desacredita el discurso de un sujeto por causas ajenas a su contenido y basadas en el poder social, los estigmas y los prejuicios.

Cuando la vida de un niño, de un joven, de un adulto, ha sido dañada por los diversos acontecimientos traumáticos, únicos o repetidos, y unidos a la desprotección y al desamparo, “queda comprometida su relación con el mundo” (67), muchas veces han faltado palabras para explicarlo y personas con quien hacerlo. Construir, desde cualquier lugar, esa posibilidad es una tarea imprescindible que no es patrimonio de nadie, sino deber de todos aquellos que acompañan en la infancia, en la adolescencia, en todos y cada uno de los espacios que conforman la red, es decir, la comunidad. El espacio clínico coadyuva en ello en tanto espacio singular, pero también reforzador de otros espacios y experiencias. Para ello es necesario plantearnos “una forma de pensar la clínica basada en unos fundamentos que prioricen crear un espacio de formulación y reconstrucción de su decir y de su saber, que le permitan construir una identidad narrativa, no nosológica. Una experiencia de subjetivación y de transformación de su malestar y de su existir” (68).

Ese es el lugar que salva de un sufrimiento estéril, que no sirve para reparar el daño sufrido ni el daño generado a otro. Esos sufrimientos, muchas veces, están silenciados, pero operan en el interior del sujeto y le dañan la vida.

Las posibles situaciones potencialmente dañinas pueden ser consideradas como factores de riesgo. La detección de riesgo está en exceso cargada de culpabilización a los padres por no “saber” poner los medios para el cuidado básico de su bebé. Pero hay muchos padres que dicen haber buscado ayuda por todos lados, apoyo a su difícil función y a la fragilidad con la que viven la vida, habiendo recibido solo la exigencia de comprometerse a una mejora personal en solitario o el supuesto apoyo de servicios, entre ellos los de salud mental, que no responden ante tanta carencia.

Pero ¿qué hace con su dolor el padre de un bebé a quien no ha sabido contener e incluso, por efecto de ello, ha infligido heridas graves? ¿Cuánto dolor anterior había sin nombrarlo? Posiblemente mucho. “El dolor nos aísla de las cosas básicas de la vida personal porque las vuelve difíciles de realizar. Toda la evidencia de vivir se pierde. Cada día es un esfuerzo que exige multitud de gestos dolorosos para alcanzar el horizonte” (69).

El ser que sufre no está siempre a la espera de un otro que lo libere, porque puede ser que su dolor ya forme parte de su esencia y ha perdido la confianza en la ayuda. Por eso no siempre es fácil poner bálsamo, cicatrizar heridas y recibir ayuda.

Una de las situaciones más difíciles de entender por los profesionales del cuidado cuando se produjo desamparo y maltrato es la “incomprensible” situación del rechazo a la ayuda y el amparo. Es esa situación en la que quien recibe cuidados se coloca receloso y, con frecuencia, parece que deseoso del fracaso compulsivo y de poner en evidencia un imposible. Pone en jaque al cuidador y la veracidad o no de su cuidado y su incondicionalidad, que es lo que falló en el momento en que fue necesario. Quizás hubo dos fallas: la violencia de un adulto y la presencia de otro adulto atrapado en el miedo al primero y sin posibilidad de defensa. Esta es una situación frecuente en la violencia machista. Esa violencia impensable provoca las angustia primitivas o angustias impensables (Winnicott) o falla precoz (Balint), etc.

No hay estrategia ni técnica que asegure éxitos frente a ese fracaso anunciado. Pondrá a prueba al otro en búsqueda de una certeza: la incapacidad de este para el cuidado, repitiendo así la experiencia primitiva de fracaso y derrumbe. La solución no puede venir solo de la intervención psicoterapéutica, sino de la creación de frecuentes experiencias de trato al estilo del que habría debido producirse para la constitución adecuada del psiquismo, es decir, el trato sostenido por todos aquellos que forman parte de su vida y de los espacios por los que discurre. Todos ellos tienen más importancia de la que se reconocen; ese déficit de autorreconocimiento los lleva, demasiadas veces, a derivar y pensar en otro lugar, casi siempre el campo sanitario, como el adecuado para la solución de aquello que es bastante más complejo. La idealización de ello lleva a muchos fracasos. En el campo de la infancia y la adolescencia, hay que buscar la construcción coherente de un entramado vincular, de una urdimbre que sostenga al sujeto cuando se produzca la reedición de sus ansiedades primitivas y que esa experiencia tenga un alto potencial transformador de sí mismo y de la construcción de la imagen del otro como bueno y capaz de auxiliarlo en su estado de indefensión y dependencia. Se requiere presencia, coherencia entre palabras y actos, y una mirada atenta que capte los complejos avatares del mundo interno herido para que sea posible esa experiencia de ternura y miramiento que reconstruya lo dañado y recupere al sujeto. Y que le garantice que no le va a fallar. El efecto transformador de ese cumplimiento es enorme. Esa es una experiencia de efectos terapéuticos pero no exclusiva del proceso psicoterapeútico. Lamentablemente, las instituciones del cuidado, también las de tutela y guarda, tienen muchas, demasiadas, limitaciones para cumplir una promesa así y sus déficits estructurales reproducen aquello para cuya solución fueron creadas y que Illich llamó “prácticas contraproductivas” o directamente iatrogénicas (69, 70).

El espacio psicoterapéutico “formal” puede abrir la posibilidad de una experiencia singular si logra construir la posibilidad de confiar y los efectos de esta se confirman. La mejor posición para ello es alejarse del saber “sagrado”, porque eso es lo que nos permite descubrir el saber del otro. “Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia” (71).

Esta posición, que es ética, transforma al otro y, necesariamente, nos transforma, porque es condición para la creación de un vínculo y de la relación en los cuidados (72); esto es lo que realmente ata a un sujeto con otro en una reciprocidad que es acogida mutua.

El ser frágil que no recibe amparo; el padre que, incapaz de contener su fragilidad, daña al hijo; los contextos empobrecidos donde gran parte de los esfuerzos de los sujetos están dirigidos a lograr la supervivencia sin disfrute forman parte de aquello de lo que nadie quiere saber: que tenemos una responsabilidad colectiva de lo que pasa al otro; que el esfuerzo por tapar la falta que somos es peor que asumirla, porque solo así evitamos la omnipotencia engañosa; que es imprescindible aceptar la condición de vulnerable y necesitado para crear una fraternidad creativa y el sentido y conciencia de lo humano; que la condición de seres que se reconocen en falta, vulnerables, nunca, nunca debe ser vergonzante sino aliciente para acercarse al otro y buscar y dar apoyo.

El efecto de la negación de la propia fragilidad es la desconsideración e insensibilidad, cuando no desprecio, hacia la fragilidad del otro. Es desde ahí que señala J. Butler: “El mayor peligro para mí es el peligro del sujeto autónomo y monolítico que intenta establecer límites e impermeabilidades absolutas, porque ese es el sujeto que se niega a reconocer su carácter fundamentalmente social y su interdependencia. Y me parece que sobre este tipo de base no puede construirse ninguna ética o política sólidas” (52).

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Recibido: 14 de Abril de 2021; Aprobado: 18 de Mayo de 2021

Correspondencia: José Leal Rubio (joseleal@copc.cat)

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