Que no se traume pero que sea feliz y… ¡Triunfe!”. Este podría ser el motto de millones de padres y madres respecto a sus hijos en este siglo vertiginoso. Una época en la que la infancia, que debería ser un oasis en el que descubrir, poco a poco, el mundo, se ha convertido en todo lo contrario: en un frenético ir y venir de progenitores agobiados e hijos con agendas sobrecargadas.
Criaturas, por cierto, cada vez más escasas. En España, sin ir más lejos, donde la media de nacimientos no llega a los 1,3 hijos por pareja. Hijos, asimismo, cuidadosamente planeados. Algunos, verdaderos milagros de la ciencia, frutos de años de intentos frustrados por concebir.
Siguiendo el modelo estadounidense –una cultura que todavía influye sobremanera en nuestra sociedad–, los hijos hoy se han convertido en el proyecto de vida de sus padres. Progenitores que ya planean sus vidas (dónde estudiarán, en qué trabajarán…) incluso antes de que existan y tienen descendencia cada vez más tarde, cuando ya acumulan una sólida vida laboral a sus espaldas.
Padres –y, especialmente, madres– que se autodescriben como “a tiempo completo” y que enfocan la crianza como una gestión de la prole, profesionalizando lo que hasta hace poco ha sido una tarea natural, instintiva y más bien espontánea. Para ello, incorporan a la crianza herramientas que han aprendido o utilizan en su vida laboral: desde excels para comparar escuelas a la asistencia de expertos de todo tipo (abogados, incluso) y la formación permanente.
A esta figura, cada vez más habitual, yo la denomino “hiperpadres” (en el sentido inclusivo, “padres y madres”, del término). Y a sus hijos, los “hiperniños”. Les he dedicado sendos libros: Hiperpaternidad, del modelo mueble al modelo altar e Hiperniños: ¿Hijos perfectos o hipohijos?, ambos de editorial Plataforma (1,2).
La hiperpaternidad también se conoce como crianza helicóptero o crianza intensiva. Y, como todo buen fenómeno social, es compleja. Parte de un instinto básico: cuidar y proteger a los hijos, que se complica en una sociedad competitiva y frenética como la actual. Pero tiene unas características claras, que voy a ir desgranando:
La primera es que se trata de una crianza basada en una atención excesiva a la prole. Una hiperatención que se desarrolla en sintonía con un momento social y pedagógico en el que el hijo se convierte en el ya mencionado proyecto de vida de tantos padres. Una criatura que requiere una enorme inversión económica, física y emocional y para cuya felicidad, algunos estilos de crianza —que ya no son tan alternativos—, como la “crianza natural” o “de apego” (4), propugnan un contacto físico estrecho y constante. Sin olvidar las actuales corrientes pedagógicas, cada vez más presentes, que reivindican poner al niño en el centro, insistiendo en que es el alumno, no el profesor, el que debería dirigir su aprendizaje en la escuela.
En consecuencia, los hiperpadres son exageradamente atentos. En esta crianza, la supervisión y la atención lógicas y necesarias hacia las criaturas se exageran, rayando lo obsesivo. Los hijos se ponen en un altar doméstico. Como señala la antropóloga Meredith Small (5), hemos pasado del culto a los antepasados al culto a los descendientes. Fíjense, si no, en la iconografía de nuestros hogares: esas imágenes de nuestros ancestros (abuelos, bisabuelos…) que antes presidían el salón de la vivienda… hoy prácticamente han desaparecido. Se han visto sustituidas por una avalancha de fotos de los niños, de dibujos y manualidades de los niños, de diplomas de los niños. El hijo es el rey absoluto del hogar; la razón de ser de los padres. El foco permanente de atención e, incluso, de reverencia y pleitesía.
La hiperpaternidad también se caracteriza por una supervisión constante y una resolución sistemática por parte de los padres de aspectos de la vida de los hijos que ellos podrían resolver por sí mismos. En la hiperpaternidad se tratará, a toda costa, de hacerlo todo por el hijo, en vez de confiar en que este sea capaz de enfrentar y solucionar los obstáculos que se le presentan. En cierto modo, los padres adquieren roles de atentos mayordomos, eficientes asistentes personales o chóferes siempre disponibles. Son algunas de las caricaturas con las que explico el fenómeno y que aumentan día a día.
Hay muchos ejemplos de las consecuencias de estas ansias de resolución: de niños de Primaria incapaces de vestirse solos, cortar su bistec o pelar su fruta a padres de alumnos de Secundaria —e, incluso, universitarios— que reclaman, ellos, las notas a los maestros y, si no se cumplen sus deseos, son capaces, incluso, de amenazar con llamar a sus abogados.
Entre los ejemplos de esta supervisión constante destaca, sin embargo, la cuestión de los deberes escolares. Pese a que los deberes, como su propio nombre indica, son una de las primeras responsabilidades que tienen los niños, hoy hacer los deberes con ellos por sistema se ha normalizado.
Hoy el buen padre, la buena madre, es el que les asiste, cada día, en las tareas escolares. Incluso los políticos, en campaña electoral, explican que lo primero que hacen, al llegar a casa, es «ayudar a los hijos con los deberes». Sin olvidar a esos progenitores que hacen los deberes por los hijos (6), que también abundan.
El resultado de esta práctica tiene consecuencias. La principal: se socava la adquisición de autonomía de las criaturas, porque, como me comentaba el psicólogo Miguel Espeche (7), al acompañar sistemáticamente al hijo cada vez que hace sus tareas, el mensaje que le damos es: «Sin mí, tú no puedes». Sin olvidar otra consecuencia que no es baladí: se aumenta artificialmente el nivel de la clase.
La sobreprotección es otro de los puntales de la hiperpaternidad. Una dinámica cada vez más extendida que convierte a los hijos en una especie de seres intocables a los cuales nadie (incluyendo maestros, entrenadores deportivos y otros educadores, familiares, etc.) les puede cuestionar nada. En la hiperpaternidad padres y madres se convierten en una especie de guardaespaldas de la prole; otra caricatura que empleo a la hora de explicar este fenómeno.
Guardaespaldas dotados, además, de métodos cada vez más sofisticados para ejercer este papel vigilante. A destacar, las cada vez más abundantes aplicaciones de móvil que, entre otros, permiten geolocalizar al hijo y/o espiar sus comunicaciones. Gadgets que transforman las figuras paterna y materna en la de espías amateurs, prácticamente.
La justificación a ultranza es otro componente de la hiperpaternidad. Se materializa a través de frases hechas para justificar cualquier mal comportamiento o error de la prole. Hay muchas, pero destacan argumentos como «Es que mi hijo/a se ha cruzado»; «Es que es muy sensible» o «El profesor no sabe entenderlo». Sin olvidar la frase estrella: «Es que tiene baja tolerancia a la frustración». Como si la baja tolerancia a la frustración fuera una enfermedad crónica e incurable, frente a la que no hay nada que hacer.
La hiperpaternidad tiene otros componentes, que resultan muy contradictorios. Pese a ser acomodaticia y sobreprotectora, es también un estilo de crianza hiperexigente en unos aspectos, ya que se espera que los hijos, focos de tanta inversión económica, física y emocional, triunfen.
Así, por un lado, los hiperpadres sobreprotegen, hiperatienden y tratan que el entorno de sus hijos (la escuela, sus compañeros, la familia…) se amolde a ellos, pero, por otro lado, tienen grandes expectativas respecto a las criaturas, que han de destacar sobre los demás. En consecuencia, las someten a una presión inadecuada para su edad en ciertos campos, generadora de un estrés prematuro e innecesario.
Esta combinación de una sobreprotección con unas altas expectativas puede ser explosiva; porque, por un lado, el hijo se siente sumamente «especial», llamado a hacer grandes cosas en la vida, pero, por otro, no se ve capaz de hacerlas por sí mismo. ¿Las razones? Se ha acostumbrado a que desde el minuto cero sus padres le saquen les castañas del fuego, le solucionen la vida.
En la hiperpaternidad también se exige al hijo estar en constante contacto y eternamente agradecido a sus sacrificados padres. No en vano, casi desde el momento desde su nacimiento (incluso antes del nacimiento) ha sido destinatario de ingentes recursos emocionales y económicos. Una inversión que responde al actual entorno hipercapitalista, que cuenta con un mercado cada vez más abundante y sofisticado destinado a las familias: de vacaciones costosísimas (como safaris en África para niños y visitas a Laponia a ver a Papá Noel) a todo tipo de actividades deportivas y educativas. Un mercado abrumador, salpicado de eslóganes que implican que, para ser buenos padres, hay que gastar dinero. Una oferta que resulta también una generadora de ansiedad para los padres, porque el abanico es tan amplio que provoca preguntas como «¿Será la escuela perfecta?», «¿el cursillo adecuado?», «¿las vacaciones inolvidables que nuestros hijos se merecen?».
Así, la actual hiperpaternidad es también el resultado de la oferta prodigiosa que hoy existe en la sociedad para vestir, formar, divertir y proteger al hijo. Un abanico inacabable de sistemas de seguridad, de escuelas y métodos de enseñanza, de actividades extraescolares y de experiencias mágicas (normalmente carísimas) que harán mejor a tu hijo (sino el mejor). La hiperpaternidad somete a las criaturas, desde muy pequeñas, a un torrente de actividades de formación, tanto académicas como deportivas. Este frenesí también está azuzado por el miedo de los padres a que sus hijos «se queden atrás» y a la necesidad de conciliación de las familias.
En consecuencia, desde muy pequeños, los hiperniños poseen agendas de ministro, casi, con tardes y fines de semana ocupados en esta especie de campos de entrenamiento en que se están convirtiendo sus vidas. Esta precocidad se ve alentada por una serie de neuromitos educativos (8) (“Solo usamos un 10% del cerebro”, “Si no lo aprende en los tres primeros años, no lo hará nunca”, “Si escucha Mozart, será más inteligente”…). Falsas verdades que generan dosis extra de ansiedad a los padres y están convirtiendo las infancias en una carrera contrarreloj.
Porque la hiperpaternidad ama la hiperactividad y se lleva por delante un derecho fundamental del niño: el tiempo para jugar. En especial, el juego al aire libre y sin supervisión adulta. Ese «aprendizaje disfrazado», como lo define el neurocientífico Francisco Mora Teruel (9), y cuyo déficit ya está siendo alertado por organizaciones internacionales (10,11).
No es sorprendente, entonces, que una de las principales consecuencias de la crianza híper sea el estrés familiar. Tanto de padres como de hijos. Dentro de las clases medias y altas del primer mundo (el estrato social donde se practica la hiperpaternidad, que requiere de una posición económica holgada) ya se habla con normalidad del burnout parental; los padres y madres quemados. Porque si criar hijos normales, mainstream, ya es cansado (y caro), criar hiperhijos es… extenuante y costosísimo. Y son las madres, quienes aún llevan el peso de la intendencia familiar, las que padecen más este síndrome (12, 13).
La baja tolerancia a la frustración es otro resultado de esta crianza intensiva. Este sentimiento —que conviene aprender a gestionar para que la existencia, plagada de frustraciones, no se convierta en una experiencia insoportable— es característico de estos hijos criados entre algodones. Las consultas de los especialistas están plagadas de menores con problemas de «tolerancia a la frustración» que, si no se gestionan, se acrecientan en la edad adulta.
Esta baja tolerancia es, en gran parte, el resultado del miedo de los padres actuales a que el hijo «se traume». Un concepto, el trauma, que en la hiperpaternidad se ha frivolizado. Hoy prácticamente cualquier cosa puede producir ese “choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente”, como lo define la RAE. En consecuencia, el trauma al hijo lo puede provocar el no amamantarlo sine die, el que duerma en su cuna, solito, y no junto a sus padres, que aprenda a controlar sus esfínteres, suspenda un examen, coma verdura, lo riña un profesor o pierda un partido de fútbol.
El hiperniño, como la crianza que lo produce, es también un sujeto contradictorio. Un perfil que ha recibido diversos nombres en los medios. Se habla de la «Snowflake generation» (generación copo de nieve), de la «Generación blandita», de los «Niños yo-yo, ya-ya» y, también, de la «Generación l’Oreal» (en referencia al eslogan, “Porque yo lo valgo”, de esta conocida marca de cosméticos).
Todas estas etiquetas resumen, en cierta manera, a unas generaciones de niños y adolescentes que han crecido con una inflada noción de ellos mismos (porque desde el momento de su nacimiento han sido el centro absoluto del universo familiar) pero que cuentan con unos niveles de autonomía muy bajos, debido a la supervisión constante de la que han sido objeto.
Generaciones criadas con el fantasma del “trauma” acechando sus vidas y a las que no se les ha permitido, prácticamente, experimentar riesgos mínimos, como el de bajar por un tobogán o salir a comprar el pan solos. Niños y niñas que evolucionan en adolescentes susceptibles, más vulnerables a la enfermedad mental y que debutan en el consumo de hipnosedantes (14-16) incluso antes que en el del alcohol —como ilustran las dos últimas encuestas sobre uso de drogas en enseñanzas secundarias en España—. Como dice Gilles Lipovetsky (17), estamos en una sociedad en la que el individuo es el principal y absoluto protagonista: “Y sin embargo el individuo es cada vez más débil”.
En un paradoja algo perversa, el hiperniño no crece sintiéndose seguro, sino frágil y sin recursos propios. De hecho, recientes estudios concluyen que, a más sobreprotección, menor capacidad de liderazgo (18). Al hiperniño le cuesta mucho tomar decisiones (siempre se han tomado por él) y le aterra equivocarse. Este es un factor que nunca se le ha permitido experimentar porque en el universo de los niños perfectos no se contemplan ni el fracaso ni su superación.
Todo ello es un catalizador de la ansiedad en forma de trastorno. En mi libro dedicado a ella (3) desgranaba cómo esta emoción —que en su justa medida es útil y necesaria— está cada vez más presente y de una forma muy virulenta en la infancia y la adolescencia.
Y en parte es porque en la hiperpaternidad reina la ansiedad; desde el minuto cero (incluso, antes del minuto cero). Esa ansiedad que sienten muchos padres y madres por tener el embarazo perfecto, el parto perfecto, la crianza perfecta, la escuela perfecta y la vida perfecta.
Desconociendo que la búsqueda de la perfección es uno de los principales generadores de ansiedad, los hiperpadres ambicionan ser los padres diez y, en consecuencia, tener los hijos diez. Que triunfen, destaquen y se pueda presumir de ellos en lugares como las redes sociales, donde hace tiempo que reinan las insta-moms (19). Y, ¿por qué no?, empezar a amortizar los ingentes recursos, emocionales y económicos, que implican estas crianzas intensivas.
Esta ansiedad es debidamente transmitida a los hijos. Niños y niñas sobreprotegidos pero hiperexigidos. Precozmente estresados, con miedo a lo desconocido y muy conscientes de las altas expectativas puestas en ellos.
A muchos les resulta, sencillamente, insoportable. Aunque se ejerce con la mejor de las intenciones, esta búsqueda del hiperniño corre el peligro de generar un hiponiño3.