La sobrerrepresentación de personas con enfermedades mentales graves en el sistema de justicia penal es un problema complejo. Una explicación (…) plantea que los cambios en las políticas de atención a las personas con enfermedades mentales graves desde los hospitales psiquiátricos a un tratamiento comunitario poco financiado originó su sobrerrepresentación en el sistema de justicia penal. (…) Sin embargo (…) es una explicación limitada (…) porque quita importancia a las fuerzas sociales y económicas que han contribuido a la implicación del sistema judicial y minimiza las complejas necesidades clínicas, criminógenas, de consumo de sustancias y de servicios sociales de las personas con enfermedades mentales graves. Se necesita un nuevo enfoque que se centre en abordar los múltiples factores que contribuyen a la implicación de esta población en el ámbito de la Justicia.
Natalie Bonfine, Amy Wilson y Mark Munetz, 2020 (1)
Introducción
Aunque el significado de la expresión “salud pública” no es unívoco, con múltiples definiciones y sentidos de uso relativos a sus principales referentes (2), cabe definirla, parafraseando a Robert Acheson (3), como una tecnología social que busca mejorar la salud de la población mediante el esfuerzo organizado de la sociedad. Podemos completar esta definición con una visión no excesivamente utópica de sus objetivos (no tanto mejorar el “bienestar” sino, más modestamente, disminuir la carga de la enfermedad) y relativamente amplia de sus campos (intersectorial y no exclusivamente sanitaria, aunque incluyendo, claro, servicios y profesionales sanitarios).
Ese es el marco para situar la generalizada constatación, en instituciones penitenciarias de muchos países, de un elevado porcentaje de personas con problemas de salud mental (4–6), especialmente de quienes presentan trastornos mentales graves (TMG) (7). El problema, incluyendo prisiones ordinarias e instituciones psiquiátricas forenses (8), interpela a la salud pública en los territorios en que se registra, al afectar al “esfuerzo social organizado” en varios aspectos, unidos pero relativamente independientes.
Lo primero, lógicamente, son las necesidades de atención de quienes, en los estudios epidemiológicos, presentan porcentajes importantes de diversos tipos de trastornos mentales, incluyendo los etiquetados de “graves” (4–9), coincidiendo con un fuerte incremento de personas encarceladas (10–12). Incrementos ambos derivados de procesos complejos, no bien conocidos pero con importantes repercusiones negativas en la salud de quienes deben vivir en prisión, donde suelen además recibir una atención insuficiente (6, 13, 14).
Luego están los factores determinantes de esa elevada prevalencia y de su evolución temporal, con inconclusos debates sobre el papel atribuible a los cambios de políticas, sistemas e intervenciones de salud mental asociados al término “desinstitucionalización” (15–17). Pero también a la relación entre trastornos mentales y conductas delictivas, especialmente violentas (18–20) o a los cambios en la tolerancia social hacia quienes presentan este tipo de problemas y sus consecuencias funcionales en distintas instituciones (policía, administración de justicia, sistema penitenciario…), de nuevo aquí especialmente en relación con personas con TMG (1, 4, 21–23).
Y finalmente interesan las estrategias e intervenciones coherentes con los datos del problema y con las políticas relevantes de atención en salud mental y que disponen, a su vez, de la razonable evidencia empírica para considerar que pueden contribuir a reducir progresivamente su magnitud y repercusiones (1, 4, 6, 10, 23).
Al respecto hay un número creciente de publicaciones internacionales, mayoritariamente anglosajonas (de Estados Unidos y del Reino Unido, fundamentalmente) que permiten hacerse una visión de conjunto y un esquema razonable para integrar nuevos conocimientos y orientar la investigación y la intervención.
En nuestro país esos aspectos adquieren inevitablemente matices propios, afectando al conocimiento de los parámetros básicos de la situación y a los intentos y propuestas para resolverla. Y aquí hay que reseñar la histórica preocupación de la AEN, desde la ponencia coordinada por Mariano Hernández y Rafael Herrera para su Congreso de 2003 (24) y el trabajo del Grupo de Salud Mental en Prisión junto a la SESP (Sociedad Española de Sanidad Penitenciaria) (25), en un encomiable abordaje del tema, pese a inevitables insuficiencias y aspectos discutibles.
Son problemas relevantes para la salud pública, cuyo enfoque global permite a su vez superar las limitaciones del estrictamente sanitario con que suelen abordarse, articulando perspectivas intersectoriales (sociológicas, judiciales y penitenciarias) en una visión de conjunto más matizada y compleja que la exclusivamente psiquiátrica.
En ese contexto, tratamos de sintetizar la información disponible sobre esos distintos aspectos, como base para intentar articular una respuesta coherente a los desafíos que el problema nos plantea.
Partimos de dos revisiones previas: una de 2008 sobre violencia y enfermedad mental para la participación en otra ponencia (19) y de 2010-2014 sobre prevalencia en prisiones para la preparación y posterior publicación de los resultados de nuestro estudio (17). La información se actualizó consultando nuevamente Medline, Web of Sciences, Scopus y Google Scholar, seleccionando preferentemente artículos de revisión de los últimos diez años e incluyendo perspectivas más amplias que la estrictamente psiquiátrica.
La magnitud y complejidad del problema
Varios aspectos de la información disponible permiten delimitar el problema, sin olvidar que, como dijimos, encontramos personas con trastornos mentales en dos tipos de instituciones penitenciarias: prisiones ordinarias e instituciones psiquiátricas forenses. Habitualmente, como aquí, a las primeras van quienes son considerados responsables del delito cometido y a las segundas quienes se aprecia que lo han cometido por su enfermedad mental (26), enfatizando respectivamente el delito y la enfermedad, aunque haya siempre una intención de defensa social, más allá de las proclamas oficiales y las diferencias institucionales (27).
Las primeras parecen suscitar mayor interés y preocupación, pero en ambas nos interesan tres cuestiones: el número de personas afectadas, sus diferentes problemas y necesidades y las respuestas que reciben.
a) Una prevalencia global elevada
Hace décadas que distintos estudios, objeto a su vez de importantes revisiones sistemáticas1, muestran en diversos países una elevada prevalencia de problemas de salud mental en prisiones, con tasas superiores a las encontradas en poblaciones generales (5, 6, 35, 36). Pese a problemas de definición de casos y criterios diagnósticos y de metodología e instrumentos de medida, unos comunes a la investigación epidemiológica en salud mental (37,38) y otros más específicos2 (6,35, 39), ofrecen una imagen general bastante consistente, con cifras globales de prevalencia habitual-mente situadas entre el 50 y el 80% del total de personas encarceladas, frente a no más del 20-25% en estudios poblacionales (40, 41).
Este curioso patrón común está presente, con oscilaciones locales, en países sociocultural y económicamente diversos (35,36, 42, 43) y con también diversos sistemas de atención3. Así como en diferentes tipos de prisiones y situaciones penales (35, 36, 46–48).
La escasez de estudios de incidencia impide analizar la relación entre prisión y problemas de salud mental (7, 35), aunque cabe suponer el doble efecto: algunos problemas aumentan la probabilidad de terminar encarcelado y el encarcelamiento (y todo lo que lo rodea) repercute negativamente sobre la salud mental de prisioneros y prisioneras. Los efectos específicos de la prisión a medio y largo plazo no están sin embargo claros, con variaciones relacionadas entre otras cosas con el tipo de trastorno (35, 49).
Paralelamente, hay también un incremento de personas en instituciones forenses, aunque menos generalizado y con mayores diferencias territoriales, dada la diversidad de sus sistemas organizativos (8, 22, 50, 51).
b) Una importante diversidad de problemas
Las cifras globales definen un problema de salud pública, objeto de atención, cuando no de alarma (52). Pero encubren una diversidad de problemas concretos, con perfiles diferenciados de al menos cinco grupos (5, 6, 17, 36) y elevadas cifras de la llamada “comorbilidad”, que, más allá de algunas asociaciones claras (53–55) encontradas también en población general (56, 57), pudiera ser mayoritariamente un artefacto de los actuales sistemas clasificatorios (58):
Abuso y dependencia del alcohol y otras substancias, habitualmente el grupo más frecuente (29), por sí mismo y por su elevada “comorbilidad” con los restantes (53, 55), afectando a entre la cuarta parte y más de la mitad de las personas encarceladas.
Trastornos de personalidad, de igualmente elevadas prevalencia y asociación tanto con otros problemas como entre los diversos “tipos” de sus clasificaciones habituales (“disocial” y “límite”, entre los más frecuentes) (55).
Trastornos mentales comunes (TMC), incluyendo trastornos afectivos y de ansiedad (54), cuya supuesta “comorbilidad” traduce un problema común (57) que suele afectar a más del 20 % de esta población, porcentaje no tan lejano del de la población general (40, 41).
Discapacidades intelectuales, con cifras muy variables entre estudios y países (30), habitualmente menores pero cuya presencia en prisión resulta “curiosa”.
Y TMG, incluyendo esquizofrenia, psicosis delirantes y psicosis afectivas (no siempre diferenciadas entre las llamadas “depresiones mayores”), grupo de especial interés, objeto central del debate y de las dificultades de atención (6, 7), con cifras medias en torno al 4 % del total de personas encarceladas.
Diferenciarlos es importante, pues tienen características propias en magnitud, justificación de su estancia en prisión, manejo judicial y penitenciario y necesidades de atención sanitaria y social. Así, parece que el problema fundamental, mayoritariamente asociado a los delitos y al encarcelamiento, es la combinación de consumo de substancias (10) y trastornos de personalidad (53), y que la elevada prevalencia de síntomas ansiosos y depresivos encontrada en los estudios es difícil de valorar, diferenciando la patología estricta de las manifestaciones propias del encarcelamiento. Por su parte, el caso de los TMG, pese a su menor magnitud, necesita, como veremos más adelante, un análisis específico.
Los datos sobre género varían, pero las mujeres, menores en números absolutos pero en creciente incremento (59), suelen tener mayores tasas de TMC (especialmente depresiones), psicosis y drogodependencia y menores de alcoholismo y trastornos de personalidad (superiores en el caso del trastorno límite) (6, 7, 59, 60). La edad está dentro del rango habitual en las prisiones, aunque aumentan las personas mayores (61). Y el perfil social de quienes tienen algún trastorno no difiere del general de quienes cometen delitos, asociándose a situaciones de desigualdad y marginación social (7, 62, 63).
No tenemos tendencias temporales precisas, importantes para valorar posibles causas. Sobre psicosis, hay datos comparativos en dos revisiones del grupo de Seena Fazel (7, 28), que, en 10 años, no encuentran variaciones significativas en las tasas, aunque el número de personas afectadas aumenta con el de personas encarceladas.
Porque esta elevada presencia de personas con patologías mentales sucede en el marco de un aún más notable y continuado crecimiento de personas encarceladas en esos países (10–12, 64–67), proceso este no siempre relacionable con la evolución temporal de delitos (64, 65). Que 11 millones de personas en el mundo estuviesen en prisión (1,5 ‰) en 2018 (68, 69) es un dato relevante, frecuentemente ignorado al valorar la situación de las personas con trastornos mentales desde la perspectiva psiquiátrica habitual, a diferencia de las sociológicas, penales o de salud pública (4, 5, 10, 11, 21, 22). Lo que sitúa a quienes presentan trastornos mentales dentro del “encierro” de un número más amplio de personas en situaciones sociales “desfavorables”, compartiendo factores de pobreza, desempleo, bajo nivel cultural, consumo de substancias, maltrato infantil, etc. (11).
Hay información relevante sobre EE. UU. (67, 68)4, no siempre generalizable a otros contextos pero indicativa de la pluralidad de factores implicados (económicos, políticos, legales, culturales, etc.).
Comparando las tasas de prevalencia con las obtenidas en poblaciones generales con metodologías e instrumentos comunes (69–71) y considerando sus respectivos denominadores, vemos que el número absoluto de personas con trastornos mentales en prisión es, pese a todo, una mínima parte del conjunto de personas con problemas, especialmente con TMG. Aspecto importante para valorar su relación con la comisión de delitos.
Los estudios muestran también una escasa identificación y un deficiente tratamiento de estas personas en las prisiones (6, 10, 13, 14, 42, 72, 73), con graves consecuencias para su salud, sumadas al efecto nocivo del encarcelamiento. Así, los elevados porcentajes de suicidios (31), reincidencias (73) y dificultades de adaptación posterior, especialmente en quienes presentan problemas más graves (74).
Paralelamente hay un número importante de personas atendidas en instituciones psiquiátricas forenses, frecuentemente durante largos periodos (8, 50, 51, 75), aunque con ya referidas variaciones entre países (51, 75). Suelen ser personas con TMG y trastornos de personalidad, especialmente antisocial y límite, derivadas formalmente para su “tratamiento”, pero con un componente de control social (27), en continuidad con los orígenes de la psiquiatría (76). Y radicando habitualmente en hospitales psiquiátricos (HP) (51, 75).
c) Y la correspondiente diversidad de necesidades de atención
Globalmente no es fácil valorar las necesidades de atención de los distintos grupos identificados en estudios de prevalencia, ni en instituciones penitenciarias ni en población general, entre otras cosas porque, si pudiéramos revisar las estimaciones con criterios de significatividad clínica, las cifras disminuirían bastante (77)5. En cualquier caso, cabe pensar que:
Las personas con problemas de adicciones necesitan atención el menos en los primeros momentos de su estancia en prisión, aunque resulta llamativa la persistencia del problema dentro de la cárcel (17).
La mayoría de quienes presentan cuadros depresivos y de ansiedad (encuadrables como TMC) pueden recibir tratamientos no muy diferentes de los que recibirían fuera de las instituciones.
Las personas identificadas con trastornos de personalidad (mayoritariamente “límite” y “disocial”) no está claro que se correspondan exactamente con los habitualmente tratados fuera ni que, en gran parte, sean susceptibles de un tratamiento efectivo (80, 81)6.
Y quienes presentan TMG, difícilmente atendibles en situaciones agudas y con pocas posibilidades de recibir la atención compleja habitualmente necesaria, tienen, además, importantes riesgos de aislamiento, victimización y abuso (6, 74).
Las posibles causas del problema
Identificar las causas del problema es clave para desarrollar estrategias preventivas, ante las dificultades de atención señaladas. Pero la tarea tampoco es fácil, como muestra la falta de visión común y los importantes debates existentes.
a) La “hipótesis” de Lionel Penrose y el papel de las reformas psiquiátricas
Uno afecta a la pretensión de endosar el problema a las reformas psiquiátricas realizadas, en menor o mayor medida, en distintos países (15, 16), con un argumento aparentemente razonable: cerrar camas en HP envía pacientes a la calle o a las prisiones, especialmente si no hay buenos sistemas alternativos de atención. Hipótesis “hidráulica” (83) que une a defensores del viejo sistema (84) y a algunos críticos del frecuentemente parcial e incompleto desarrollo del nuevo (85), partiendo del histórico artículo de Lionel Penrose (86) que, hace 80 años, encontró, en un estudio transversal en 18 países europeos, una correlación estadística negativa entre camas psiquiátricas, plazas en prisiones y crímenes. Ocasional y osadamente calificada como “ley Penrose” (87), viene siendo referencia obligada, aparentemente validada por algunos estudios (16), incluso longitudinales, en Irlanda (88), Noruega (87), EE. UU. (89) y más recientemente América del Sur (90)7. Pero es cada vez más discutida (18), encontrándola en países “en desarrollo” pero ya no en los “desarrollados” (92) o no encontrándola con datos actualizados de 26 países europeos (93) o en la antigua “Europa del Este” (94). Se pone de manifiesto así su inconsistencia como “ley”, basada como mucho en correlaciones estadísticas8, sin pruebas de relación causal ni de un mecanismo explicativo del paso de uno a otro sistema (“transinstitucionalización”) (4, 98), como reconocen incluso partidarios bien informados (16, 99). Ignorando además otros factores (1, 4, 63, 100) que, cuando menos, resitúan el papel del sector de la salud mental dentro de un abanico causal bastante más complejo.
Las políticas de salud mental no parecen ser así ni el único ni el más importante factor explicativo de un fenómeno presente en distintos países, pese a sus diversos sistemas de atención (1, 4, 100). De hecho, los intentos de medir la contribución de la desinstitucionalización en EE. UU. han encontrado solo un efecto reducido, concordante además con las grandes diferencias en magnitud y perfiles sociodemográficos entre poblaciones de asilos y de cárceles (101)9.
Y tampoco ha podido comprobarse una relación directa entre procesos de desinstitucionalización y aumento de delitos (102) en personas con TMG, mayo-ritarias en los asilos. Necesitamos así, sin obviar la probable influencia de ese factor (101) y de la dotación y calidad de los servicios comunitarios, buscar modelos más complejos y factores más variados (4, 104–106) para explicar el aumento de personas encarceladas y, entre ellas, las que presentan problemas de salud mental.
b) Trastornos mentales y conductas delictivas
Otro factor potencial es la relación entre TMG y comisión de delitos, especialmente violentos, sujeto también a confusiones y afectado por el estigma (21). Al respecto mantenemos básicamente las conclusiones de nuestro ya mencionado trabajo (21), con ligeros matices derivados de algunas informaciones nuevas (1, 22, 32, 33, 107–109). Así, sin olvidar que, hablando de violencia en personas con TMG, son más frecuentes la autoinfligida y la que sufren como víctimas (19, 110):
La información epidemiológica no confirma la visión tradicional, basada en el estigma (19), pero tampoco la de quienes afirman que tienen el mismo o menor riesgo de cometer actos violentos que la población general.
Medido como “riesgo relativo”, el de cometer delitos es elevado en ellas (entre 3 y 6 veces más que en la población general), pero bastante menor que en quienes presentan trastornos adictivos y de personalidad (33). Pero es también elevado en varones, jóvenes, de bajo nivel cultural, con consumo de tóxicos y residencia en entornos marginales, variables con un claro papel de confusión, matizando el “riesgo delictivo” de las personas con TMG, que comparten muchas de esas características (19, 107–109).
Si calculamos el “riesgo atribuible poblacional” o identificamos la fracción de personas con TMG que cometen delitos, especialmente violentos, encontramos que suponen solo una pequeña parte del conjunto general de la delincuencia (entre el 5 y el 10 % del total) (19, 108).
Pese a importantes problemas metodológicos, algunos estudios10 (108, 109) han identificado factores potencialmente explicativos, como el consumo de tóxicos, los antecedentes familiares de conductas delictivas, el maltrato en la infancia, los rasgos psicopáticos o antisociales de personalidad, y especialmente la situación social, laboral y educativa o los contextos vecinales y sociales desestructurados o marginales (19, 63, 112). Factores que afectan a la violencia de personas con y sin TMG, caracterizando a gran parte de quienes terminan en prisión (62, 63, 108).
Se han estudiado también algunos tipos de sintomatología, especialmente la delirante (108, 111), y diferenciado las conductas violentas según el momento evolutivo en que se producen (113, 114). Aunque la compleja interacción entre muchos factores dificulta valorar separadamente su contribución real, se constata que los síntomas no parecen ser habitualmente el factor decisivo en las conductas delictivas, en la entrada en prisión o en la reincidencia (115).
Y tampoco parece que dispongamos de instrumentos realmente efectivos para valorar riesgos con carácter preventivo (32, 34, 116, 117).
Es interesante además la identificación de grupos diferenciados de personas con TMG desde el punto de vista criminológico (22), siendo el de quienes delinquen en relación directa con su sintomatología psicótica claramente minoritario frente al de quienes comparten características con la mayoría de las poblaciones encarceladas (marginalidad, drogadicción, rasgos psicopáticos…). Lo que exige tipos de intervención diferenciados, además de la atención sanitaria (1, 22, 115).
c) Hacia una visión global de un problema complejo
Destaca así el carácter complejo y sistémico del problema, más allá del reduccionismo tradicional que, como en el caso del suicidio (118), pretende convertir un problema social en sentido amplio en algo exclusiva o fundamentalmente médico, ignorando importantes factores de complejidad que exigen a su vez intervenciones sistémicas y no solo ni fundamentalmente sanitarias.
Necesitamos, pues, una visión global que articule los factores intervinientes en un modelo de “trayectoria” (119) que, parafraseando a Erving Goffman (120), podríamos denominar la “carrera penal” de personas con TMG, considerando:
Su propensión a cometer delitos, especialmente la de quienes viven en entornos marginales y potencialmente “delictivos”.
Las tendencias sociales hacia una menor tolerancia de actos “molestos” y real o supuestamente “peligrosos” (121, 122), frecuentemente relacionados con las drogas (67), base del continuado crecimiento de poblaciones penitenciarias en nuestros países, afectando especialmente a poblaciones “desfavorecidas” que incluyen muchas personas con TMG (63). Lo que, por otro lado, no parece tener grandes efectos sobre el número de delitos (123, 124).
Las insuficiencias en la atención sanitaria y social a personas con dificultades de atención y problemas “complejos” o “difíciles” (125) desde sistemas parcialmente comunitarios con enfoques reduccionistas11 (97).
El manejo de personas con TMG en el sistema judicial y penitenciario, incluyendo disposiciones legales, pero también prácticas concretas de policías, forenses, jueces, fiscales y responsables penitenciarios (4, 67). Sistema complejo que, pese a la diversidad de agentes con criterios no siempre comunes (67), tiende a criminalizar las conductas de dichas personas, aumentando las detenciones, no identificándolas, judicializándolas y manteniéndolas en prisión hasta el máximo permitido.
Y la escasez y mal funcionamiento de los mecanismos de atención en las prisiones, de su coordinación con instituciones forenses no manicomiales y de su cooperación con los servicios de salud mental, dentro y fuera de ellas (6, 10, 72, 73).
Las personas con TMG son, así, un sector poblacional especialmente vulnerable ante generalizadas tendencias que tratan “nuevamente” de resolver problemas sociales mediante el encierro de un número creciente de personas (120, 121).
Las posibilidades de intervención
Una solución real, desde una perspectiva de salud pública, exigiría controlar las diversas etapas del “itinerario” (118), combinando un conjunto de intervenciones teóricamente identificables (126–128), pero que solo parcialmente disponen de una razonable evidencia empírica (11, 21, 128–131). Se trata de actuar secuencialmente sobre la sobrepoblación de personas encarceladas y, dentro de ella, sobre la de quienes presentan TMG:
Desarrollando políticas generales para incrementar la igualdad y la tolerancia social, disminuir conductas disfuncionales y reducir su criminalización.
Tratando de disminuir las conductas delictivas de personas con TMG, especialmente de quienes están en contacto con servicios de salud mental (72)
Organizando y coordinando la actuación del sistema judicial para reducir la cantidad y duración de los encarcelamientos, en general, y más concretamente en dichas personas (128).
Mejorando su atención sanitaria en las prisiones, desde su identificación a su atención directa y combinada con los servicios sanitarios (72, 128).
Estableciendo estructuras para la atención forense alternativas de los HP12.
Y coordinando las dos anteriores con la de los sistemas sanitario y social públicos para favorecer la salida y la atención posterior (129, 130).
Implicando así al sistema sanitario, la legislación, la Administración de Justicia y el sistema penitenciario, e incluso a la población general, con políticas democráticas, favorecedoras de la igualdad y la inclusión social y enfrentadas al estigma.
Y respetando siempre las respectivas funciones de los sistemas sanitario y social (favorecer la recuperación de las personas) y del judicial-penitenciario (ejercer control como protección de la sociedad). Ambos comparten responsabilidades (135) sobre personas con trastornos mentales, pero desde posiciones y objetivos diferenciados, no siempre compatibles y con una larga historia de “interferencias”. Entre otras, el funcionamiento de instituciones formalmente sanitarias como prolongación de las penitenciarias, como ejemplifican precisamente los HP (76, 136).
El problema no está resuelto ni en vías de resolverse claramente en ningún país, pero hay informaciones que indican la potencialidad de algunas medidas, en ámbitos tanto sanitarios como penales y penitenciarios. Así, más allá de las pseudosoluciones de quienes pretenden que los servicios de salud mental retomen la lógica penitenciaria (84) o sitúan la solución fundamentalmente en ellos (137), se establecieron, especialmente en EE. UU., estrategias más complejas de “derivación” al sistema sanitario, incluyendo programas formativos de policía, juzgados especializados y mecanismos de coordinación sanitaria, social y judicial (128–131). Pero los relativos resultados obtenidos (1) están llevando a plantear una “nueva generación” de intervenciones que enfoque las características “criminológicas” de las personas con TMG, y no solo ni principalmente sus síntomas, como base explicativa de su entrada en el sistema. Y como objetivo de intervenciones más integradas y globales, basadas siempre en una específica coordinación entre servicios sanitarios, forenses y judicial-penitenciarios, más allá del necesario tratamiento sanitario de las personas (1, 138–140).
a) La situación en España
Aquí encontramos una situación común aunque con rasgos específicos. Una diferencia importante es la insuficiente información disponible y el menor interés por el tema, pese al trabajo realizado desde la AEN y la Asociación Española de Sanidad Penitenciaria (AESP) (24, 25). Y tampoco las soluciones buscadas parecen haber llegado muy allá, pese a intentos reseñables.
Sobre la magnitud del problema en las prisiones hay un estudio de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias –DGIP– (141) y tres encuestas con metodología común (142) en algunos centros de 5 CC. AA. (17, 36, 143)13. Con inevitables oscilaciones, muestran un cuadro equiparable al internacional, con cifras globales elevadas (el 80%), mayoritariamente relacionadas con drogadicciones (60-70%) y trastornos de personalidad (80%) y con un número relativamente menor pero importante de personas con TMG (3-4%).
Hay además (24, 144) dos instituciones específicas, formalmente “forenses” (para personas consideradas “inimputables”), que en realidad son prisiones “especializadas” con unos 400 internos: los HP Penitenciarios de Fontcalent y Sevilla, este último con algunas reformas funcionales importantes (97), pero en idéntico entorno carcelario. Además de las reformas realizadas en Cataluña y Euskadi, a las que luego aludiremos, y del número no conocido de personas con TMG sujetas a supuestas “medidas de seguridad” que “cumplen” en instituciones sanitarias, habitualmente también HP.
Esa elevada y dispar prevalencia se enmarca aquí también en un crecimiento muy importante de personas encarceladas, que pasan de 11.800 en 1978 a 76.000 en 2009 y solo más recientemente disminuyen (145) hasta 50.000 en 2020. Tendencia esta que, como la estadounidense, tampoco parece claramente relacionada con los niveles de delincuencia (146). Dependiente también de similares factores generales (145), con modificaciones legislativas que endurecen las penas reflejando tendencias sociales punitivas comunes a muchas sociedades “desarrolladas” y que empujan al sistema judicial-penitenciario a personas con TMG, más allá del posible efecto de unas reformas psiquiátricas escasamente desarrolladas en la mayoría de los territorios del Estado (97)14.
Y sin embargo, también aquí, seguimos empeñados en atribuir al sistema de atención en salud mental la responsabilidad principal o exclusiva, tanto en el origen del fenómeno como en sus posibles soluciones. Enfoque común de muchos profesionales sanitarios interesados en el tema y de los responsables de Instituciones Penitenciarias.
Desde estas hay que mencionar aquí la labor de Julián Espinosa, histórico miembro de la AEN, en los últimos gobiernos de Felipe González, interrumpida tras la llegada al poder de la derecha. Pero es sobre todo en los primeros años de este siglo cuando la DGIP trata de frenar el continuado crecimiento de personas encarceladas y define una estrategia de “derivación” de personas con TMG a los servicios sanitarios. Aunque cabe sospechar como origen, similar al señalado en EE. UU. (114), un intento de disminuir la presión carcelaria “echando gente fuera”, hay que reconocer que, con el protagonismo técnico de José Manuel Arroyo y pese a algunos sesgos15, se inició un trabajo reseñable de mejora de la situación. Así, además de impulsar directa (141) e indirectamente (142) el estudio del problema y de apoyar una limitada puesta al día del Hospital Psiquiátrico Penitenciario (HPP) de Sevilla, se estableció un programa interno (el Programa de Atención Integral a Enfermos Mentales –PAIEM–), se generaron plataformas de coordinación en distintas CC. AA. y se trató de articular una estrategia global interinstitucional, aunque aún muy centrada en lo sanitario (144, 148–150). Pese a resultados modestos y a aspectos claramente mejorables, supusieron intentos transformadores serios, interrumpidos de nuevo con los cambios políticos.
Hay que señalar también las mencionadas “soluciones” autonómicas de Cataluña (24, 151) y Euskadi (152), basadas en rescatar el carácter sanitario de la atención (desde la trasferencia de competencias penitenciarias), pero integrándolas en estructuras de servicios centradas en HP.
Desde el ámbito judicial hay poco más (153), aunque es interesante el modesto estudio de Fernando Santos Urbaneja (154) sobre el paso de personas con TMG por algunas instituciones judiciales, análisis que debería ampliarse para poder disponer de las trayectorias o “carreras penales” anteriormente mencionadas.
Algunas conclusiones mirando al futuro
Hasta aquí nuestra visión general de la situación, desde una perspectiva global e intersectorial de salud pública y partiendo de la lectura crítica de la abundante literatura general existente, útil pese a su origen en países diferentes del nuestro, pero con los que compartimos bastantes aspectos.
Una visión tan general deja fuera matices importantes en los distintos apartados, pero creemos que permite establecer algunas conclusiones generales aplicables también a nuestra situación. Sin pretender zanjar el problema ni “descubrir mediterráneos”, sino solamente establecer aspectos que faciliten el debate, en momentos en que de nuevo la situación política puede ofrecer una nueva “ventana de oportunidad”.
Destaca así el importante número de personas con distintos problemas de salud mental que cometen delitos, entran en el aparato judicial-penitenciario y terminan en prisión o en una institución forense. Y, entre sus distintos grupos, interesan especialmente las personas con TMG, minoritarias pero muy vulnerables y especialmente concernidas por las políticas e intervenciones públicas de control social.
Su posible incremento en instituciones penitenciarias se integra en el más general de poblaciones encarceladas, dependiendo de factores sociales complejos, muy relacionados con la disminución de la tolerancia social hacia conductas potencialmente molestas y/o peligrosas y al consiguiente endurecimiento de medidas represivas. Procesos que afectan significativamente a personas en situaciones sociales “desfavorecidas” y en entornos familiares y sociales “marginales” o “problemáticos”, incluyendo muchas con TMG, más allá de los efectos discutibles de los procesos de cambio en las políticas y sistemas de atención en salud mental.
Las personas con TMG entran en el campo judicial y penitenciario más en función de esas características compartidas que de su psicopatología, siguiendo una secuencia de pasos que configura su “carrera penal”. Por eso, si pretendemos realmente solucionar el problema, necesitamos una estrategia global que encare secuencialmente los “puntos clave” de esa trayectoria, con políticas sociales, judiciales y penitenciarias, además de las sanitarias y de apoyo social.
En nuestro caso, necesitamos completar la información sobre las prisiones ordinarias y los HPP, con datos más precisos y representativos e incluyendo a las mujeres. Pero también sobre las trayectorias anteriores y posteriores a la llegada y salida de las instituciones, completando el perfil de esa “carrera penal” y situándola en el contexto más amplio de las poblaciones generales encarceladas.
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Y finalmente, además de las intervenciones generales apuntadas (políticas democráticas redistributivas y fortalecimiento de los servicios sanitarios y de apoyo social desde modelos comunitarios asertivos (97)), habría que:
Adecuar el funcionamiento de la Administración de Justicia (incluyendo la policía) con medidas legislativas y de sensibilización y formación de personal para garantizar que solo los casos más “graves” (en términos penales) lleguen a las instituciones penitenciarias, permaneciendo en ellas el mínimo imprescindible. Y derivando a los servicios sanitarios y sociales el resto desde el primer momento posible. Además de repensar la pertinencia de las llamadas “medidas de seguridad”, hoy por hoy “penas” disfrazadas.
Desarrollar la atención sanitaria y la protección de las personas con TMG en las prisiones, integrando al personal sanitario en el Sistema Nacional de Salud, reforzando la atención especializada en apoyo del personal general desde los correspondientes servicios públicos de salud mental y estableciendo módulos específicos, adaptados a las necesidades y vulnerabilidad de estas personas.
Establecer complementariamente un nuevo tipo de unidades mixtas (personal sanitario del SNS y personal “de control” de instituciones penitenciarias), de pequeño tamaño y buena distribución territorial, como alter-nativa a los HPP, dedicándolas a la atención de todas aquellas personas en que confluyen objetivos sanitarios (recuperación personal) y penitenciarios (control social) no susceptibles de atenderse separadamente.
Reforzar la atención sanitaria y social de quienes salen del ámbito penitenciario, garantizando la continuidad de atención, con comunicaciones regladas entre el personal de instituciones penitenciarias y el de los servicios sanitarios y sociales en todo el proceso.
Y desarrollar un sector de profesionales forenses especializados en estos temas, en estrecha coordinación con el resto del personal sanitario y social.