SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.27 número2Sentimientos, afectos y lógica afectiva: Su lugar en nuestra comprensión del otro y del mundoFormación en enfermería de salud mental índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Em processo de indexaçãoCitado por Google
  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO
  • Em processo de indexaçãoSimilares em Google

Compartilhar


Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.27 no.2 Madrid  2007

 

SALUD MENTAL Y CULTURA

 

El arte que no sabe su nombre. Locura y modernidad en la Viena del siglo XX

The art that does not know its name. Madness and modernity in XXth century Vienna

 

 

María Bolaños Atienza

Correo electrónico: artedu@arte.uva.es

Fecha de recepción: 20-XII-2006.

 

 

I. "Un manicomio totalmente equipado" fue lo que la emperatriz Elisabeth le pidió a su marido Francisco José, el emperador de la más poderosa monarquía austro-húngara, cuando éste le preguntó por carta en 1871 qué regalo deseaba por su cumpleaños. Desde su casamiento a los dieciséis años, la princesa bávara había manifestado un extraviado comportamiento y una díscola actitud de abandono de sus compromisos sociales. Narcisista y lunática, decepcionada de todo y fuertemente convencida de su singularidad, más interesada por el cultivo de su tristeza que por su propia vida, Sissi apenas se relacionaba con la Corte, se desentendía de sus hijos y casi no convivía con el emperador. Odiaba Viena. Durante largas temporadas, en una errancia frenética, viajó sin destino fijo por las capitales de Europa visitando asilos para enfermos nerviosos, hasta que en Ginebra, en una de esas escapadas, un anarquista acabó con su vida en un crimen tan insensato como su propia existencia.

La sincera atracción de Sissi por la locura no es sólo un síntoma de su propia neurastenia -en la dinastía de los Wittelsbach abundaban los enfermos mentales-, sino una predisposición que anticipaba el carácter que iba a mostrar la modernidad vienesa del siglo XX, una modernidad donde la cultura científica y estética, la vida social y las expresiones intelectuales de la burguesía ilustrada se manifestaban estrechamente unidas entre sí, en sus principios y en su práctica. Esta identidad danubiana, bien distinta de la de París o Londres, ha estado caracterizada por una sobriedad casi trágica, por un mórbido culto de la ansiedad y el exceso, proyectando en varios momentos del siglo, en particular entre 1880 y 1940, un sinfín de metáforas de declive y muerte, de anticipaciones teatrales de "los últimos cien días de la Humanidad"1.

Bruno Bettelheim2 sostiene la tesis de que fue la descomposición dolorosa y dramática del Imperio Austro-Húngaro lo que llevó a la inteligencia vienesa a volcar toda su energía en el mundo interior del individuo, en sus más escondidos repliegues, y a ignorar la catástrofe nacional que se cernía sobre la vida exterior. El sinsentido del Imperio, que pierde supremacía, provincias y autoridad desde mediados del siglo XIX a causa de sus contradicciones históricas, sociales y nacionales, pone al desnudo el vacío sobre el que reposa toda la realidad: Austria, como dijo Hermann Broch, está reducida a ese palco disponible que los teatros de Viena reservan al Emperador esperando una eventual visita que nunca llega; es una ausencia que nada es capaz de colmar. De eso, de la desagregación de todo fundamento central, trata la novela más monumental y ambiciosa, El hombre sin atributos, en la que Musil plasmó con una ironía trituradora a los fantasmales vieneses del comité de la Acción Paralela, que se afanan sin éxito por encontrar algún fasto fundador del Imperio para celebrar un jubileo habsbúrguico.

Esta "nada" austriaca indujo a sus filósofos y a sus músicos, a sus poetas y a sus pintores a buscar nuevas perspectivas imaginarias o racionales, en el mundo íntimo y en los abismos de la mente. Puesto que se estaba perdiendo el Imperio, urgía conquistar la fortaleza interior del individuo; puesto que no se podía dominar el mundo como hasta entonces, había que apoderarse del mundo de los nervios. "La locura es más fuerte que la vida", había dejado escrito la propia Emperatriz, y en efecto, no faltaron ejemplos en ese período del impacto destructivo con que la neurosis y la histeria marcaban la vida de su familia y de la corte -conflictos edípicos, suicidios, crímenes de corte erótico-; ni de la conexión entre sexo y muerte que asaltaba imaginaria o realmente la sociedad del momento; ni, en suma, de la fuerza con que la vida psíquica se transformó en el campo de batalla donde hacer frente a la situación moderna. Dicho en pocas palabras, en Viena, la búsqueda de lo moderno y el giro hacia la vida sombría y escondida de los instintos, de su poder, su complejidad y su significado, quedaron indisociablemente unidos.

Pero esa mirada a la vez cáustica y visionaria -una Mirada roja, como la que Schönberg pintó en 1910 en un lienzo escarlata sólo ocupado por un ojo-, que se volcaba hipnotizada sobre los abismos mentales más extremos, lejos de cualquier metafísica romántica, de toda persecución del Absoluto, no renunciará a apresarlos mediante el rigor analítico de la ciencia. La tensión entre la matemática y el instinto, entre la nostalgia del orden y la inmersión en el desorden, la ambivalente inteligencia de un Yo insalvable sumido en el caos y la búsqueda de una lógica científica que garantice el conocimiento del mundo ha sido un tema subyacente del arte, la literatura y la psiquiatría vienesa, hasta configurar una especie de tradición local, activa no sólo en este privilegiado amanecer del siglo XX, de grandes realizaciones, sino que cuando, después de 1945, Viena pierda su viejo esplendor y pase a ser una provinciana y mortecina capital, resurgirá, como habremos de ver, con un atrevimiento insólito.

Esta va a ser la verdadera cara de la cultura austriaca de vanguardia. Aquí, más que en ningún otro lugar de Europa, se extiende una aguda sensibilidad para la instrospección de los estados psicológicos profundos, ya sea en sus simbolismos más oscuros y confusos, ya sea en sus exploraciones más racionales. Antes incluso de que Freud irrumpiese con sus nuevas teorías, el interés por la patología de las pulsiones sexuales había encontrado en Viena una gran acogida, cuando el célebre psiquiatra Krafft-Ebbing publicó en 1886 una Psicopatología sexual que revolucionaba las ideas adquiridas sobre este tema, o cuando un joven y brillante filósofo, Otto Weininger, sacó a la luz en 1903 Sexo y carácter, libro que fue leído ávidamente por los intelectuales vieneses. Que fuese también en Viena donde Manfred Sackel pusiese a punto el desgraciado tratamiento de la esquizofrenia mediante electroshock o donde Von Jauregg descubriese los efectos curativos de la fiebre en la demencia paralítica -descubrimiento que le valió ser el primer psiquiatra en recibir el Nobel de Medicina, en 1927-, son testimonios de la fascinación de la ciencia por las patologías mentales.

También se encaminó en esa dirección la imaginación literaria. La popularidad entre los vieneses de las novelas y piezas teatrales de Arthur Schnitzler, de formación médica, se explica por esa vena introspectiva que entiende el alma humana como una "tierra vasta y desconocida". Incluso una obra tan alejada en apariencia de estas inquietudes como el libreto de Electra de Hugo von Hofmannsthal para la ópera de Strauss, contenía una referencia freudiana al presentar a la protagonista bajo los rasgos de una histérica. Una disposición paralela se advierte asimismo en la pintura de Klimt, que dejó una espléndida colección de retratos de esas vienesas de la alta sociedad, de hipersensibilidad nerviosa, mirada deseante y sonrisa cruel, casi vampírica, que desvelaban sus obsesiones más calladas en el diván de Sigmund Freud, y cuyos secretos el pintor había descubierto asistiendo a clases de psicopatología en busca de inspiración, lo que le valdría ser tachado por la crítica como un "pintor del inconsciente". Más polémica y escándalo aún causó la irrupción de Kokoschka en los medios artísticos, pues su aportación a este universo regido por los instintos renunciaba al decorativismo que disimula la violencia soterrada de Klimt y hacía explícito un "erotismo de la crueldad", muy patente en su drama Asesino, esperanza de las mujeres (1909), donde el conflicto de los sexos adquiere la dimensión de una catástrofe cósmica.

Incluso el extraño y premonitorio capricho de Sissi se vio cumplido, aunque póstumamente, cuando en 1905 se puso en marcha el mayor proyecto arquitectónico del modernismo austriaco, encomendado al arquitecto Otto Wagner: el manicomio Am Steinhof. Este Hospital Regional de la Baja Austria para enfermedades mentales y nerviosas -que habría de sustituir a la Narrenturm (la Torre de los Locos) construido en 1784- va a ser el asilo psiquiátrico más grande y moderno de Europa, con capacidad para dos mil doscientos enfermos. Y aunque su instalación en las afueras de la ciudad perpetuase el principio de la exclusión social y el aislamiento de los alienados -ubicación que los vieneses, aunque orgullosos de la modernidad de esta joya, agradecían, porque les evitaba el contacto de los enfermos-, Steinhof gravitó sobre la vida de Viena con una fuerza magnética, que se materializaba en la espléndida cúpula dorada de la iglesia de San Leopoldo, que, desde lo alto de la colina, reinaba visualmente sobre el paisaje3. Frente a esa "ciudad de los locos", de la que tanto había oído hablar, se instaló Elias Canetti a su regreso de Berlín en 1928, y redactó su Auto de fe figurándose la vida de uno de sus pabellones, e "imaginando en su interior una sala donde todos mis personajes terminaban por encontrarse". Desde su casa en Hagenberg, mirando a Steinhof, se le antojaba que, a veces uno, a veces otro, los alienados se asomaban a la reja de su ventana y le hacían señales. Canetti recreó para cada uno de ellos experiencias singulares y preciosas, conversaciones de sentido terrible; y les preservó a todos de la curación, de la "insignificancia de una vida cotidiana cualquiera" como si fuese una simpleza humillante: "Si los dueños de esos lenguajes individuales lograban comunicarse cosas que tuviesen sentido, aún nos quedaba esperanza a nosotros, seres carentes de la dignidad de la locura"4.

Así que es probable que el psicoanálisis no hubiera podido nacer en ninguna otra ciudad que no fuese Viena. La aparición en 1900 de La interpretación de los sueños no sólo supuso el nacimiento público de una "ciencia de los instintos", el psicoanálisis, sino que representaba el esfuerzo más sistemático para acomodar la experiencia de la disolución política al servicio de la exploración psicológica. "Si no puedo conmover al cielo, agitaré el infierno", es el verso de Virgilio con el que Freud encabeza su tratado que con rigor analítico trata de encontrar un sentido a lo más instintivo del hombre. Y en esas honduras de elementos inconexos, una de las pistas que Freud encontró fue la del arte, alojado en un territorio muy cercano al de la neurosis, pues una y otro comparten primarias normas de organización psíquica comunes a todos los hombres. Y la defensa de esta condición universal no era sólo un principio científico, sino también político, en una Viena médica finisecular donde la idea antisemita de que la locura y la creatividad eran rasgos inherentes a los judíos había calado con peligrosa fuerza5.

En suma, que no hubo ninguna otra capital europea donde un legado tan insólito, imaginativo e inteligente, constituido por teorías psíquicas, frescos pictóricos, obras de arte, novelas, realizaciones arquitectónicas, óperas trágicas y dramas teatrales se pusiese al servicio de la neurosis, de su recreación estética, de su estudio o de su tratamiento médico-científico. Era como si una morbilidad general impregnase la ciudad, que desde entonces no dejó de mantener ese vínculo con la locura, tortuoso pero privilegiado, ni de ser un polo de gravitación natural donde romper los códigos establecidos acerca de la enfermedad mental.

II. De todos modos, la tentativa de ahondar en la dimensión estética de la locura no era sólo una preferencia vienesa, sino que constituía una preocupación muy centroeuropea, algunos de cuyos investigadores, en Suiza o Alemania, explorarán la frontera entre delirio y autoexpresión. Hans Prinzhorn (1886-1933) se hizo célebre en 1922 cuando publicó el que iba a convertirse en el libro de referencia sobre el tema, La producción de imágenes en el enfermo mental. Prinzhorn, de origen alemán, había hecho sus estudios de Historia del Arte y Filosofía en la Universidad de Viena, donde se doctoró en 1908, y por tanto había pasado su juventud inmerso en el deslumbrante ambiente cultural de la ciudad. De hecho, quería hacerse barítono, pero las crisis mentales de su mujer le indujeron a dedicarse a la Medicina, que empezó a ejercer en 1919, en la Clínica Psiquiátrica Universitaria de Heidelberg, donde reúne, en dos años y medio, una monumental colección de más de cinco mil obras de arte (pinturas, dibujos, manuscritos, objetos), efectuadas entre 1890 y 1920 por unos cuatrocientos cincuenta pacientes de Heidelberg y de otros asilos europeos.

Prinzhorn, admirador de la vanguardia y muy influido por el expresionismo centroeuropeo, detectó seis pulsiones básicas en las imágenes de los esquizofrénicos, el tipo de psicótico considerado más productivo en el campo de la creación: hacia la expresión, el juego, la ornamentación compulsiva, el orden pautado, la copia obsesiva y el simbolismo. Su libro, recibido con desconfianza por sus colegas -a excepción de Freud, que le invitará a Viena a participar en una de sus conferencias de los miércoles-, encontró desde el comienzo entusiastas adeptos entre los artistas de vanguardia como Paul Klee, Franz Marc u Oskar Schlemmer, que descubrieron en estos dueños de la demencia una fantasía inquietante y una espontaneidad conmovedora, incivilizadas, sí, pero muy superiores a las de tradiciones cultas con miles de años de historia. Uno de los más impresionados fue el austriaco Alfred Kubin, que se interesó señaladamente por el asunto: "Estábamos frente a milagros del espíritu del arte, que emergían como un amanecer de profundidades... Yo me impregné de esas sensaciones con la mayor alegría, y ahora esas cosas ya no se apartan de mí".

La Colección Prinzhorn padeció, sin embargo, un desdichado destino, pues a la muerte de su autor y tras quedar olvidada en un desván del hospital, algunas obras fueron confiscadas por los nazis para la exposición sobre Arte Degenerado. Conviene detenerse en este episodio de la historia política europea, pues el creciente interés por las creaciones de los psicóticos y alienados mentales desde 1945 no se entiende si no se conocen los fines fatales a cuyo servicio el nazismo puso el arte de los locos6. Y la relación entre neurosis y vanguardia, que antaño, en esa misma Viena, había sido tan fecunda estéticamente, sufrió una inversión ignominiosa, cuando, de acuerdo con la reestructuración de la sanidad austriaca emprendida en 1940, distintos hospitales psiquiátricos de la capital, Steinhof principalmente, pero también el Hospital de Gugging, aceptaron el llamado Programa T4 de eliminación de judíos alienados, de pacientes deformes y de niños y adolescentes con enfermedades incurables, que implicaba su traslado a Hartheim, en la vecina Linz, para someterles a una eutanasia sistemática7.

La doctrina artística oficial condenó como "arte degenerado" las creaciones de la vanguardia alemana y austriaca y, para degradarlas, las asoció a las perversiones morales, la locura y las taras físicas. Pues, en palabras del propio Hitler -quien no olvidemos, había fracasado como pintor durante sus años de vagabundeo juvenil por Viena-, "el deber del Estado y de sus dirigentes es impedir que el pueblo caiga bajo la influencia de la locura espiritual". La operación culminó en la conocida exposición de Múnich, Entartete Kunst, que viajó precisamente a Viena en 1939, y cuyo objetivo era probar las semejanzas entre el arte de dadaístas y expresionistas -cuyas imágenes se interpretaban como el producto de cerebros enfermos- y los rostros de perturbados mentales y de seres deformes, documentados en los archivos de Steinhof y de otros asilos.

La catástrofe histórica y emocional que supuso este episodio del nazismo dejará una herida indeleble en la generación de los supervivientes e imprimirá una gravedad especial a las actividades artísticas de la posguerra, movidas por una urgente voluntad de reparación. Una de las respuestas fue la adopción frente a la locura de una posición "militante", de reivindicación de la dignidad del psicótico, de su "humanidad". Se trataba de una protesta postbélica contra el determinismo biológico impuesto por ley, contra la violencia coactiva de los programas nazis de exterminio, de una venganza por tanta humillación y prepotencia que, frente a la nefasta idea de degeneración, apelaba al arte que subyace en toda locura, a la locura que subyace en todo arte verdadero. Esta rehabilitación adoptó diversas formas: la correlación entre la proscripción nazi del judío y la situación del loco, la apelación a la locura como una actitud antiautoritaria, el culto a la imaginería psicótica, la creación de imágenes que hablan de victimización y transgresión, la identificación de la demencia con la libertad creativa.

Así, por ejemplo, nada más producirse la liberación de París de sus ocupantes alemanes empezó a hacerse célebre el Hospital Psiquiátrico de Sainte-Anne en París, no sólo por sus innovaciones en el campo clínico, sino por su difusión del art des fous. En él se había formado como interno Lacan, antes de 1934, cuando se disputaba con Dalí la paternidad de las teorías sobre la paranoia8, y por allí habían pasado ilustres enfermos, como Antonin Artaud, un paradigma estético-psíquico de los años cincuenta, aunque su caso no encarna tanto al tipo de loco creativo, anónimo y marginal, como el del creador que se ha vuelto loco, una diferencia que la tradición adquirida mantiene con claridad. Pero Artaud era un emblema de la fusión entre un original talento literario y una mente torturada, fusión expresada en autorretratos feroces y alucinados, rodeados de amontonamientos de huesos, ataúdes y horcas, traducción del dolor físico y mental producido por el electroshock que de tiempo en tiempo se le administraba. "Ninguno de mis retratos es, propiamente hablando, una obra. Son golpes demoledores propinados en todas las direcciones del azar, la posibilidad, el riesgo o el destino".

La llegada a Sainte-Anne de un nuevo director, Gaston Ferdière, un médico pro-anarquista conocido por haber sido el psiquiatra de Artaud en Rodez, fue decisiva. A través de un colega vienés, Ferdière había tenido acceso al libro de Prinzhorn, y decidió potenciar la dimensión artística del manicomio, alentando la capacidad creativa de sus pacientes y propiciando la visita a la salle de garde de artistas, poetas y literatos -llamados afectuosamente "los parásitos" por el personal del hospital- que convivían y comían con los enfermos, y donde era frecuente encontrar a Duchamp o a Giacometti, por no recordar a Éluard uno de cuyos mejores textos poéticos de la posguerra es Souvenirs de la maison des fous, inspirado en sus visitas a Sainte-Anne9. Los pacientes llegaron a estrechar tales lazos con la vanguardia parisina, la surrealista sobre todo, que a la vez que un grupo de artistas rehacía un antiguo fresco en la enfermería que había sido recubierto de una capa de pintura por los oficiales nazis acantonados allí durante la guerra, los enfermos del asilo exponían en las oscuras salas de la Exposición Internacional del Surrealismo una colección de muñequitos y fetiches hechos por ellos mismos, mientras una grabación de risas maníacas servía de acompañamiento a la danza de la convulsiva Hélène Vanel, en la llamada "sala histérica".

III. Pero regresemos a Viena porque fue en este nudo de preocupaciones endémicas de la Alemania y Austria del post-nazismo, en el que se inscribe la figura Leo Navratil (1921-2006), al que dedicaremos las siguientes páginas. La obra de este psiquiatra austriaco toma cuerpo en esa misma marea de rehabilitación moral de la locura que recorre la Europa de posguerra, de la dignidad y la fuerza expresiva de los enfermos mentales donde va a descubrir un arte alternativo, dotado de un universo con estructura propia y con un sistema de figuración específico.

Nada más terminar la guerra, en 1946, a los veinticinco años, Navratil se incorporó como psiquiatra al hospital vienés de Maria Gugging. En aquel momento la reclusión y la normalización de los alienados eran la base clínica del tratamiento y aunque Viena había sido la ciudad de Freud, las innovaciones de éste pesaban menos que el conservadurismo institucional, y la psiquiatría clínica austriaca seguía las mismas pautas conservadoras del resto de Europa. El ácido retrato que Thomas Bernhard hace de Steinhof en Ritter, Dene, Voss -obra en el que el personaje masculino es un filósofo de la lógica, trasunto de Wittgenstein, que vuelve a la casa familiar tras su reclusión voluntaria en el manicomio vienés y cuyo estúpido y mediocre director revolotea sobre la trama como un nefasto dios tutelar-10, expresa ese estado de cosas en la psiquiatría europea de los años cincuenta, sumida en una terapia clásica y más bien brutal de encierro, electroshocks y neurolépticos.

Navratil empezó utilizando el dibujo de los pacientes por su valor sintomático. Ya le habían llamado la atención los dibujos de los enfermos cuando hacía sus prácticas en el Maudsley Hospital de Londres, estudiando la epilepsia infantil. Por entonces, había caído en sus manos un libro de la psicóloga americana Karen Machover (Personality Projection in the Drawing of the Human Figure), que, como él mismo ha relatado, le fascinó como instrumento de diagnóstico de modo que, al incorporarse a Gugging, empezó a emplear de modo sistemático con pacientes y amigos11. Fue entonces, en el curso de esta práctica, cuando descubrió que al agravarse la psicosis en los esquizofrénicos los dibujos eran más creativos y originales, y también más artísticos, mientras que en las etapas de calma, se volvían tópicos y anodinos.

Navratil comprendió que esa vocación pictórica del esquizofrénico proviene de una tendencia metafísica sincera y penetrante que le induce a plantearse cuestiones existenciales y políticas sobre la condición humana. Pero no se trata tanto de que el esquizofrénico dé forma gráfica a sus manías, sino que es más exacto interpretarlo como un sucedáneo de los síntomas de la enfermedad que como su traslación visual. Este lenguaje plástico viene a demostrar que ni siquiera en los momentos más agudos la unidad de la conciencia es abolida, aunque esté profundamente alterada, y que cuando no se restablece su capacidad comunicativa, es la creación artística o la afirmación filosófica o la poesía el "nuevo mito" a través del que intenta dar cohesión interior al individuo despojado de toda seguridad por la psicosis.

Un caso ejemplar era el de Franz. Franz Kauer era un sordo que sólo articulaba sonidos confusos, no sabía leer los labios y le faltaban los conceptos ligados a las palabras. A cambio estaba muy dotado para el dibujo. De hecho, su mundo estaba formado sólo por imágenes. En los primeros síntomas de su psicosis, se pasaba horas sentado, moviendo los labios como si fuese a decir algo y haciendo gestos con las manos como si borrase algo inexistente, mientras sonreía, socarrón y ensimismado.

A Franz le gustaba copiar imágenes de revistas y era muy diestro para captar el parecido de las personas y los objetos. Pero cuando llegaban las crisis se mostraba incapaz de imitar y sólo producía unos garabatos dispersos y muy primarios. Cuando empezó el tratamiento con una serie de electroshocks, el estilo de Franz adquirió un sentido muy enérgico y lleno de símbolos enigmáticos; llenaba el papel de formas dinámicas y convulsivas sin suelo ni orientación espacial fija, como arrastradas por un temporal: espirales, figuras flotantes, edificios deformados, caligarescos, que se precipitaban al vacío, laberintos enredados, ojos sin rostro, caballos invertidos, seres burlescos con aura, brujas y viejas. Cuando empezaba a sufrir alucinaciones, dibujaba muy cerca del borde del papel con figuras que salían hacia afuera, mientras el centro quedaba en blanco.

Navratil comprobó, en el curso del proceso, que los dibujos realizados durante la psicosis eran más expresivos y enérgicos, carecían de toda referencia al mundo real y parecían emanar directamente de vivencias interiores incomunicables. Cuanto más remitía la dolencia, más descendía su originalidad, hasta que, llegado el restablecimiento, retornaba a una expresión escolar, representativa y naturalista. Este proceso se repite en distintos esquizofrénicos dibujantes a los que trata: en Wilhelm, el soldado que tras enloquecer en el frente, se sintió llamado para una misión divina y cuyos paisajes combinan la "suciedad" y la manía por el detalle; en Alexander, que dice estar "teledirigido" y que dibuja aceleradamente seres geometrizados, objetos "abiertos" y letras, flechas y cifras dispersas por el papel; en Paul, que pinta personas malignamente deformadas o en Hans que, convencido de haber sido un pintor famoso en el pasado, diseña aviones, cañones y barcos con una mezcla agresiva de técnica mal razonada y decoración barroca. Todos estos casos presentados en 1965 por Navratil en un libro, Esquizofrenia y arte, con estudios de pacientes y abundantes dibujos de algunos pacientes así como consideraciones teóricas sobre la naturaleza del proceso creativo12, le llevaron a una conclusión de fondo que resume su visión del problema: en el esquizofrénico el artista es la psicosis.

Pero con independencia de la dimensión clínica de estas observaciones, Navratil llegó a la convicción de que esta manera puramente médica de entender la producción de los locos entrañaba un desconocimiento del hecho artístico. Incitado por este descubrimiento, estudió las experiencias de Prinzhorn en Heidelberg o la de Walter Morgenthaler, que había publicado en los años veinte una monografía de Adolf Wölffli, el primer psicótico considerado como artista. Navratil reorientó entonces su trabajo en una dirección nueva y más comprensiva. Dejó de interesarle la expresión artística entendida como una terapia para acallar los síntomas del loco o como un material de diagnóstico para acceder a los secretos de su conciencia, y saltando por encima del punto de vista del psiquiatra y de la práctica clínica, y más subyugado por la naturaleza de la creación artística que por la de la esquizofrenia, se empeñó en entender de qué modo "recibe la obra esquizofrénica el soplo de lo artístico".

Porque se trata de Arte. El arte no es sólo una institución histórica, piensa Navratil: también hay una creatividad muy valiosa fuera de la historia13. No es necesario estar dotado de una formación académica ni de conocimientos estilísticos; para ser artista basta con el impulso de una instintiva fuerza creadora, que es un mecanismo protector de la estructura del yo, que se activa cuando los instintos reprimidos ponen en peligro la integridad del sujeto; para evitar ese estallido des tructor se transforman en actos creadores. Se trata de un esfuerzo inaudito que debe entenderse como la lucha de un hombre que se encuentra en peligro. El verdadero artista, sea cuerdo o loco, trabaja, en efecto, como si su arte fuera una cuestión de vida o muerte14.

Navratil advirtió enseguida la calidad singular y la fuerza de disidencia de estos "pequeños maestros de la locura", como les llamó Cocteau, que practican un "arte sin querer" que no tiene destinatario, que no busca la celebridad ni el reconocimiento, que ignora incluso que opera en el terreno de la creación. No pierde de vista las alucinaciones y padecimientos que lo originan, pero sabe que merece ser rescatado del silencio y del olvido y ser integrado en un panorama más amplio y no excluyente de la práctica artística. Al fin y al cabo, en todo arte verdadero hay siempre un recorrido pasional, un proceso cercano a estados psíquicos inhabituales, alterados, en el que se encuentran los instintos artísticos de gentes muy distintas: locos y sanos, niños y adultos, salvajes y civilizados, clásicos y experimentalistas.

Cuando se hallaba en este punto de inflexión, tuvo noticias de la colección que por entonces estaba formando el pintor Jean Dubuffet, que desde 1947 venía recorriendo los asilos de alienados de Europa y América interesado por las formas no profesionales de creatividad, por el arte marginal de todas esas personas anónimas y recluidas que hasta entonces no habían obtenido más que una mirada distraída y condescendiente y "para las que todo está perdido y cualquier empresa es desesperada". Las reunió en una colección personal que denominó Art Brut. Dubuffet se dedicaba por entonces al comercio de vinos y le gustaba esta palabra, brut, que en francés designa al champagne natural que no tiene añadidos de azúcar15. La originalidad de este arte bárbaro radica en que mantiene una posición antagonista con la cultura; que su producción es un "lapsus en el lenguaje del arte"16. Como decía en el folleto de una exposición en una galería de Lille en 1951, es un arte puro, crudo, bruto, que desdeña todo aquello producido por la inteligencia. "Pues la inteligencia, la inteligencia de la cabeza -la cima de la cabeza-, me parece provenir de una zona periférica del individuo, alejada del fuego central del ser y adonde el calor de ese fuego sólo llega muy atenuado; por eso, quien desee exteriorizar lo que tiene de más preciado no debe recurrir, creo yo, a su cerebro, sino a unas zonas centrales, más motrices, y a ciertas videncias alojadas, no en su cabeza, sino en lo más recóndito de sus vísceras y de sus redes sanguíneas nerviosas"17.

Navratil se sintió estimulado por la empresa de Dubuffet, aunque disentirá de éste en una cuestión central, pues mientras que el ojo de Navratil no dejaba de ser un ojo clínico, y no podía ver al artista-paciente más que como un alienado dotado de talento, pero marcado por su trauma, el ojo de Dubuffet, extremadamente individualista y totalmente a-psiquiátrico -"no hay arte de esquizofrénicos, lo mismo que no hay arte de enfermos de la rodilla", afirma-, no aceptaba la condición psicótica del artista y sólo veía en él a un ser virginal dotado de originalidad y fantasía18. Pero lo importante es que ambos compartían su afán por ver reconocidos el mérito de las obras de estas gentes oscuras -ya fuesen dibujos, bordados, signos o construcciones- que aun ignorándolo todo de la historia del arte, no habiendo visitado nunca un museo, encarnaban un nuevo tipo de creador en pie de igualdad con los artistas profesionales.

IV. En su deseo de integrar el arte psicótico marginal en el Arte con mayúsculas, Navratil encontró en un desdeñado grupo de artistas del siglo XVI, los manieristas florentinos, el alma gemela de sus enfermos de Gugging. Pesaba en él, probablemente, esa vertiente logicista de la cultura de Viena, que contiene la irracionalidad con elementos analíticos, en este caso tomados de la legitimidad que da una disciplina como la Historia del Arte. Las conexiones se daban en distintos planos: primero, una común visión de la vida -la escisión abismal que separa al hombre del mundo-; segundo, el mismo cortejo de síntomas: una fantasía disociativa, el cultivo de la excentricidad y el rebuscamiento, la complacencia en la especulación mental, un exceso de personalismo, el uso de neologismos; por último, la misma mala fortuna de ser objeto de vigilancia, ya fuese por el orden psiquiátrico, ya fuese por la ortodoxia crítica. En suma, unos y otros, demasiado inquietos en lo personal y demasiado desordenados en lo estético.

Acorralado históricamente entre el clasicismo humanista y el barroco, el manierismo era aún, en época de Navratil, un movimiento poco conocido. Pero significativamente, el interés por una comprensión más profunda había reverdecido a comienzos de los años sesenta, con investigaciones sistemáticas y precisas, mediante congresos internacionales y exposiciones19. En realidad, se trataba de un "descubrimiento vienés", pues habían sido historiadores del arte de los años veinte, como Max Dvořák, quienes habían sacado a la luz a este puñado de disidentes post-rafaelistas -Pontormo, Parmigianino, Rosso, Primaticcio, Andrea del Sarto, El Greco o Arcimboldo- para cambiar su imagen de decadentes intratables, restituirles su originalidad artística y presentarles como una vanguardia avant-lalettre, como los primeros modernos de la historia. Entre las lecturas que más habían impresionado a Navratil se hallaba un libro de G. R. Hocke publicado en 1957, El mundo como laberinto. Manera y manía en el arte europeo20. El autor interpretaba el manierismo como una forma recurrente de crisis estética; como el reverso de la armonía y serenidad asociadas a los clasicismos.

Conviene detenerse por un momento en esta insólita y comprometida afinidad que a Navratil le resultó tan evidente como para llevarle a concluir que "la creación esquizofrénica es el auténtico gesto originario del manierismo"21. El símbolo mismo del laberinto era también el más adecuado: "La persona para quien el laberinto se convierte en la efigie del mundo está al borde de la desesperación". El gusto por la oscuridad, la tensión que escinde el yo, el aislamiento afectivo, el derrumbamiento que interiormente sufre el esquizofrénico, la extravagancia de su comportamiento y su deseo de anunciar su superioridad sobre lo ordinario, el adentramiento en las formas mágicas del mundo y, en suma, toda la desorientación y ansiedad que manifiesta la enfermedad tienen su equivalente en la actitud estética con que la generación de los manieristas irrumpió en pleno Renacimiento. No en vano, el término mismo de manierismo ofrece una asociación fonética, arbitraria pero significativa, con manía, por ese punto de obsesión insana, de afectación y de amaneramiento.

Según todas las leyendas, los manieristas fueron en general cerebros atormentados, melancólicos, solitarios. Siempre excéntricos, dieron pruebas de un exhibicionismo insolente y de una misantropía salvaje, y eran conocidos sus manías y caprichos -la costumbre de Ferrucci de llevar un chaleco hecho con piel de un ahorcado; la de Rosso de desenterrar cadáveres del cementerio de su pueblo; el hábito de El Greco de pintar con las ventanas cerradas, a la luz de una vela-. Todas estas rarezas y extravagancias, adquieren un relieve particular sobre el escenario de fondo del siglo XVI, de por sí emotivo y amargo. Históricamente el problema de los manieristas era que habían nacido demasiado tarde. Surgieron cuando en el Clasicismo ya no quedaba nada nuevo que aportar y la perfección en la pintura ya había sido "alcanzada" por Rafael y Miguel Ángel. Ellos sin embargo hicieron de ese arrinconamiento una puerta abierta a la rebelión contra la autoridad de un modelo que se pretendía eterno, el clasicismo ortodoxo, y contra todas las reglas implantadas por sus mayores; una puerta abierta que les permitía dar rienda suelta a sus visiones interiores impresas de una aguda emocionalidad nerviosa.

Pero no solo les igualaba su carácter de "hombres difíciles". Navratil analiza más de cerca las obras y ahonda en la gramática formal de unos y otros buscando afinidades estilísticas, que encuentra, por ejemplo, en las alteraciones de la forma humana. En general, la propensión sistemática a la deformación de los esquizofrénicos coincide con el gusto manierista por transgredir la forma natural, y por todo aquello que tenga que ver con desproporciones anatómicas, movimientos exagerados, estiramientos contra natura, amontonamientos y posturas inverosímiles. Esas deformidades se expresan en ambos mediante recursos variados tales como la incongruencia en las medidas de las figuras, que en el caso del esquizofrénico están relacionados con una subjetivización del afecto, pero que encuentra su eco en algunos tópicos anatómicos del manierismo -las cabezas de alfiler y grandes cuerpos de El Greco; los cuellos excesivamente longilíneos de Parmigianino-; la alteración del contorno de las figuras, bien subrayándolos hasta duplicarlos, bien debilitándolos hasta el desvanecimiento, como sucede en los bocetos del Juicio Final de Pontormo, que acentúa los perfiles con un realismo extremo a la vez que vacía de detalles el interior de la figura, de una manera muy parecida a como representan los psicasténicos a la figura humana, como un vaporoso ectoplasma, o como un contorno estallado y repartido por el espacio; el afán excesivo de fisonomización, que es patente tanto en artistas como Arcimboldo, que componían retratos fisonomizando objetos, como en los psicóticos agudos, que prestan al mundo real formas sobrepuestas pero reconocibles, que le salven del intenso miedo que padecen, compartiendo ambos modelos un imaginativo trabajo de composición y, a la vez, de descomposición, en un vaivén que trastoca la idea del retrato como expresión de la máxima personalización del hombre, para convertir a la imagen humana en un perturbador "teatro de la multiplicidad". También abundan la dislocación espacial con escenarios tambaleantes, laberínticos o en forma de embudo, como en las aberraciones perspectivas de Rosso; el retorcimiento y la distorsión -con siluetas que parecen moverse en torno a una espiral, como las figuras serpentinatas de Bellange o de Bronzino, o como las líneas que dibujan muchos enfermos de manera obsesiva, sin detener el lápiz, como expresando el movimiento de una conciencia perdida, sin meta fija-; la desmembración -de modo que los miembros del cuerpo están separados, un recurso lleno de malignidad muy frecuente en el apogeo del trastorno mental-, y, por último, la ingravidez y el vuelo, con figuras flotantes y sin apoyo.

Un elemento común elocuente es la exhibición gestual. Ya se ha señalado que el manierismo fue, en su día, sinónimo de amaneramiento, es decir, de exceso de maneras, de falta de naturalidad y afán de extravagancia y, por tanto, de reducción de la creación artística a un rebuscamiento artificial y desmedido. La agitación y el movimiento dominan en la estética manierista, al igual que los dibujos de esquizofrénicos, que muestran bien agitaciones de los miembros llevados al extremo, bien rigidez de movimientos, y, en general, un vaivén anormal en los impulsos motores. Piernas y sobre todo manos ostentan posturas dislocadas, electrizadas por una vida propia: ondean, acarician, se deslizan, rozan con los dedos, trazan arabescos -como esa mano del célebre Autorretrato del espejo convexo, de Parmigianino, o las pintadas por Goltzius-. Esos gestos de abandono, de afectación, de torpeza, de esfuerzo refinado parecen adquirir una independencia maniática difícilmente asociable al cuerpo al que pertenecen, desconectados de toda finalidad comunicativa y de todo organicismo corporal.

Y, junto a las manos, los ojos. No se olvide que unos y otros, aunque de distinto modo, están dominados por una "visión interior". La rareza y fantasía de sus obras tiene su fuente en el "ojo interior del espíritu", como dice Zuccari, para quien el arte no es la imitación de la realidad visible, sino "una forma o idea de nuestro espíritu que señala con claridad y precisión las cosas imaginadas por él". Ese abismo que separa la realidad de la conciencia vive de la ventana del ojo. "Ojos se necesitan incluso en los mismos ojos, para mirar cómo miran", dice Gracián. También el ojo esquizofrénico es un ojo fascinado por su interior, y por eso, a veces, pueblan los dibujos ojos grandes, aislados y frontales, que observan, amenazan, advierten o espían; o son, simbólicamente, dibujados con especial exactitud, llenos de pupilas, pestañas, iris y cejas hirsutas, o, por el contrario, son tratados con una negligencia perversa, como cuencas en blanco o borrados, como un agujero negro.

Pero quizá la mayor analogía es la preocupación por los enunciados impenetrables e imaginarios, por los jeroglíficos, los laberintos de palabras y de números, por los símbolos enigmáticos y las series matemáticas. La época del Manierismo conoció una pasión sin precedentes por la técnica y sus lenguajes. Todos los artistas de entonces tenían algo de alquímicos y de constructores de ingenios: escribían sobre metales, sobre pirotecnia, sobre hidráulica y relojes; fabricaban astrolabios, pantógrafos o distanciómetros, que enriquecían con una decoración exuberante y refinada. Fueron ellos los que crearon las primeras tablas de logaritmos, los primeros en aplicar el uso de decimales22.

También el esquizofrénico es un ingeniero maniático, que sobrevalora lo técnico y los argumentos ultrarracionales y se entretiene en construir dispositivos inútilmente complicados, donde hay siempre hay una componente de gratuidad y juego, un gusto por el metalenguaje, una concienzuda reflexión sobre el método. Abundan entre ellos, los ingenieros, matemáticos y arquitectos, como Louis Soutter, primo de Le Corbusier. Unos, como Alexander, paciente de Navratil, dibujan personajes con una apariencia rígidamente maquinal, de movimientos automáticos, ilustrando la típica elaboración esquizofrénica de que la persona es una construcción artificial, un juguete mecánico. "¡Esquematizarlo todo; desnudar la auténtica realidad!", exclama un enfermo, defendiendo una especie de "geometría del miedo" que sirve, cabe pensar, de "muro protector" para reprimir sus instintos y ansiedades, de consuelo frente al caos que reina en su interior. En otros, su creatividad se aplica a fabricar máquinas o engranajes con materiales de desecho, como el caso de Anton Müller, que inventó un aparato para podar viñas, construyó un telescopio e investigó en distintos mecanismos los principios del movimiento perpetuo. A veces se alcanzan construcciones colosales, como la "Nave de Marco Polo", de Simon Rodia, o la "Casa de los espejos", de Clarence Schmidt.

Pero en otros se trata de máquinas lingüísticas, de torres o de laberintos de palabras, de escrituras algebraicas. El manejo misterioso de medidas y cifras, ajeno a toda comprensión racional del mundo, es la expresión de un afán regulador, al servicio de la construcción de un mundo solitario y autista que sólo mediante signos enigmáticos puede mantenerse a raya. Uno de los internos más célebres, el suizo Wölffli, llevó a cabo durante 22 años un épico proyecto de autobiografía de veinticinco mil páginas, llenas de laberintos verbales, mandalas y combinaciones fantásticas de cifras, escrituras e ilustraciones. Un paciente de Navratil obsesionado por las inventarios numéricos, que eran para él sólidos apoyos en medio del torrente de pensamientos fantásticos que le acosaban en sus delirios, escribió: "Estudié 35 años y luego 35 años más aún. El año que viene estaré completamente nuevo, pues me asesinarán la figura vieja. Esto me ocurre una vez al año, porque todos mis huesos están rotos. Vuelo con un barco por encima de todos los mares hacia una isla en la que poseo un palacio. Allí viví hace 35.000 años, cuando yo tenía tres millones y medio de años. Aún estaré preso 32 meses; de éstos, 12 meses en el lavadero y 20 en el corral. Esto no me importa, pues con los ojos estoy fuera, junto a los muros de 132 metros. De ahora en adelante ya no habrá más asesinatos, ya que la luna está con el sol a 43º y 4.951 metros, que son metros de 132 meses por encima del río y del mar".

Esta hiperbólica ingeniosidad lingüística es producto de la relación del esquizofrénico con las palabras, una relación no natural, no transitiva, sino como encapsulada; no sirven de instrumento de entendimiento con los otros, sino que son elementos sueltos de la máquina cósmica, seres "indómitos e independientes que, en su rebelión, le insultan, le torturan y le persiguen sin tregua, porque se han vuelto inmediatas, amenazantes, omnipotentes y vengativas"23. Es esto lo que explica la poderosa atracción que otro esquizofrénico de Gugging, el conocido August Walla, sentía por los diccionarios extranjeros de idiomas que desconocía -esloveno, indonesio o búlgaro-. Cuando pintaba, probaba su capacidad expresiva llenando el papel obsesivamente de palabras y signos, así como de caligrafías inventadas, que trazaba compulsiva y velozmente, fascinado por el lenguaje, visto no como predicados de lo real, sino como cosas llenas de materia.

V. En la Viena de los años sesenta, la actividad del Hospital de Gugging no podía pasar inadvertida. El arte de los enfermos despertó entre los creadores más jóvenes una estimulante simpatía, y una vez más, de acuerdo con la tendencia de la modernidad austriaca, el cultivo del exceso, el delirio y la nerviosidad impregnaron el arte, la literatura y las ideas estéticas. Una línea recta conduce desde la obra de Klimt o de Kokoschka, que habían hecho en su momento explícitas las perversiones polimórficas cuyo carácter cotidiano había analizado Freud, hasta esta segunda oleada de la vanguardia, que pone en escena un "teatro de la crueldad" de un extremismo insólito, reproduciendo una vez más la confluencia que había marcado la cultura vienesa entre creación y patología desde fines del siglo XIX.

A eso se añade que esta generación emergente utilizará ese extremismo visceral para denunciar la sospecha de que en el alma austriaca seguía durmiendo una connivencia con su reciente pasado antisemita nunca cuestionada y con la destrucción consentida y masiva de millones de seres humanos. La vanguardia más subversiva e inquietante de esos años, el Wiener Aktionismus, una corriente que combinaba la pintura, el teatro y la performance, se proponía llevar el arte a sus límites más drásticos y empleaba un lenguaje sangriento, de sacrificios animales, automutilaciones, acciones blasfemas, erotismo sádico y escatología, encontrándose en la misma "tierra de nadie" de la representación esquizofrénica de August Walla o Johann Hauser. Y mientras Navratil "sacaba" a los psicóticos del cerco de la locura para acampar en el territorio del Arte, correlativamente los Accionistas situaban programáticamente sus obras fuera de la pintura moderna y reclamaban su pertenencia al ámbito del mito, de lo sagrado y del delirio: "Cargo sobre mis hombros lo que parece ser una lujuria obscena, perversa y negativa, y la histeria sacrificial que resulta de ella", dirá Hermann Nitsch en su Manifiesto del órgano sangriento (1962), acta fundacional de este grupo. Que en Spaziergang, Günter Brus, que siempre vinculó en su obra pintura y sexualidad, recorriese las calles de la capital totalmente pintado de blanco con una línea negra vertical que partía su cuerpo en dos mitades, no deja de ser, de un lado, una forma de denunciar a la propia Viena como escenario público de la división del Yo y, de otro, una reivindicación de la escisión como premisa creativa, tal como les sucedía a los pacientes de Gugging, cuya fuerza creadora era para los Accionistas un testimonio de primer orden.

Pero quien más cercano a los enfermos de Navratil se manifestó fue Arnulf Rainer, un excelente y vitriólico pintor, que, convencido de que la locura es "el mejor camino de retorno al estado elemental del hombre", recorrió algunos manicomios desde los años cincuenta recopilando obras para su colección personal y abordó un plan de trabajo basado en la simulación de estados psicóticos, a veces con drogas como LSD o la psilocibina24. Ese interés le llevó a ponerse en contacto con Navratil, convirtiéndose en el primer artista que defendió el valor de la obra de sus pacientes y compartió con ellos una de las pocas galerías de vanguardia de la ciudad, Nächst St. Stephan, de propiedad católica y dirigida por un afanoso monseñor25. Rainer, interesado por las facultades miméticas de los catatónicos, realizó lo más interesante de su obra sobrepintando pinturas, fotografías o dibujos preexistentes -tomados de la tradición artística austriaca de la distorsión facial y la mueca, o de los dibujos del escultor del siglo XVIII, Messerschmidt-, añadiéndolos brochazos deformantes de una intensa violencia expresiva, como un conjuro contra sus propias obsesiones: "A veces el enjambre de rostros que hay dentro y fuera de mi cabeza es demasiado insistente. Causa: ¿quizá una escasez de contactos personales estrechos, quizá alguna tensión personal? ¿Son éstas las alucinaciones de rostros burlones tan frecuentes en el paranoico, las miradas de soslayo amenazadoras, las miradas penetrantes que acobardan, las caras que se acercan demasiado a la nuestra?".

VI. Enseguida, el trabajo de Navratil, gracias a la rápida difusión de su libro en otros países, salió del estrecho círculo de la vanguardia vienesa y atrajo la atención pública sobre las obras poéticas y plásticas de sus pacientes. El psiquiatra, consciente de la imposible recuperación social por la gravedad incurable de esa enfermedad, acometió entonces la misión de sacar del anonimato a estos creadores y promover su rehabilitación artística. Se trata de un momento sensible en el proyecto de Navratil que aparta a sus pacientes de los congresos de psiquiatría y empieza a presentarlos, desde 1970, en lugares propiamente artísticos como galerías de arte y exposiciones temporales26. También por esos mismos años, la Colección Prinzhorn había sido rescatada (en 1966) y Dubuffet, que durante diez años había dejado de lado su colección de Art Brut, conseguirá en 1969 que el Museo de Artes Decorativas de París se haga cargo de ella definitivamente.

Este tránsito "del manicomio al museo" se produce en un clima muy favorable -la era de protesta política y experimentalismo cultural que fue la década de los sesenta-, que, en el campo de la psiquiatría, reclama una mirada sobre la locura atenta a la complejidad y las ambigüedades de la psique humana, denuncia la violencia institucional padecida por los enfermos mentales y ensaya prácticas asistenciales de desinstitucionalización que tratan de demostrar la inexistencia misma de la locura.

Es en este fondo difuso de inquietudes éticas y sociales en el que se inscribe la experiencia de Navratil con los esquizofrénicos de Gugging: que hay un tenue pero firme hilo conductor que conecta el instinto artístico de locos y sanos. Es una ligereza creer que el artista "normal" realiza su obra premeditadamente y bajo control, y que, a cambio, la creación del enfermo, sólo subyugada por procesos psíquicos inconscientes, carece de discernimiento y responsabilidad; en uno y otro hay siempre constancia, firmeza y celo, pero asimismo una parcela de ceguera, de confusionismo e impenetrabilidad. Por decirlo en palabras mucho más exactas, "la sinrazón incumbe a lo que hay de más decisivo en toda obra de arte, es decir a lo que toda obra contiene de criminal y apremiante"27. Hay, pues, que tomarse muy en serio la insistencia con que, en la modernidad, la obra de arte estalla en la locura, la insistencia con que el artista se abisma en delirios y manías: es un juego, como había dicho Navratil, "de vida o muerte".

Pero una vez constatada esta evidencia ontológica de nuestra modernidad -que la locura es contemporánea de la obra de arte, puesto que inaugura el momento de su verdad-, queda en suspenso el alcance de esta nueva vida pública que el artista esquizofrénico ganó gracias al movimiento emancipador de esa década prodigiosa. Como tantas otras conquistas de los años sesenta y setenta, la obra de Navratil sólo puede verse como el producto de un combate histórico muy condicionado, y hoy seguramente irrepetible. Transcurridos cuarenta años y concluido el siglo XX, el arte de los locos ha dejado de ser marginal para formar parte de la ortodoxia artística y disponer de un puesto de pleno derecho en las clasificaciones de la Historia del Arte más académica. Su cualidad de diferencia ha dejado de ser significativa.

¿A cambio de ciertas pérdidas, cabe temer? ¿No contiene esta normalización una semilla de peligro? ¿Acaso esta nueva convivencia natural con los profesionales de la modernidad artística, su entrada en el engranaje institucional de galerías, marchantes y colecciones, no implica potencialmente una neutralización de la expresividad, y quizá también cierto falseamiento de la creatividad esquizofrénica? Y, peor aún, ¿tanto fomento terapéutico, tanta benevolencia paternalista no son una forma más sutil y eficaz de represión? Hay especialistas convencidos de que desde hace ya varias décadas la creatividad de los esquizofrénicos se ha ido apagando, a pesar de que la producción de los internados de hospitales psiquiátricos se haya acrecentado en proporciones incalculables y de que médicos y enfermeros, alertados por la buena acogida de este "arte", hayan cambiado su actitud y estimulen su práctica. Esta afable intención es la causa, seguramente, del descenso de inventiva entre los enfermos mentales, que se saben dotados de una capacidad visionaria y creativa oficial, y que, halagados por la extensa bibliografía y las alabanzas que se les dedican, se aplican, en no pocos casos, a hacer lo que se espera de ellos, es decir "dibujos de locos". Nadie les ha explicado que la ingenuidad no puede sobrevivir si se convierte en una meta. Y muchas de las obras que circulan procedentes de estos medios se resienten de una pérdida de la necesidad y del ardor que solo nacen en aquel clima de prohibición y clandestinidad que daban una fisionomía propia al régimen concentracionario de los viejos manicomios, con su aislamiento de por vida y sus espectaculares, y dolorosas, formas de demencia y delirio28.

Es éste probablemente uno de los efectos más odiosos de la cultura contemporánea: que el hecho de prestar "atención estética" a obras en origen inasimilables desvirtúa su naturaleza íntima, lábil y fugaz. Cuando el psicótico empuña un lápiz lo hace empujado por una necesidad imperiosa que deja entrever el tesoro vertiginoso de una capacidad nunca culminada. Por eso, seguramente el arte de los esquizofrénicos no puede renunciar a su condición asocial. Es un arte que solo florece en territorio inculto, "que se escabulle en cuanto se pronuncia su nombre, que ama el anonimato; y que vive su mejor momento cuando olvida cómo se llama"29.


1 Estas páginas están dedicadas a la memoria del psiquiatra austriaco Leo Navratil (1921-2006), recién desaparecido, a los ochenta y seis años de edad, y cuyos estudios sobre el arte realizado por los esquizofrénicos del Hospital de Gugging, en las cercanías de Viena, causaron un impacto notable en los medios psiquiátricos y artísticos internacionales.
2
BETTELHEIM, B., "La Vienne de Freud", en Vienne 1880-1938. L'Apocalypse joyeux, París, Centro Georges Pompidou, 1986, pp. 30-45.
3
Máximo Cacciari tomó la metáfora de esta cúpula como el elemento desde el cual "la mirada abraza el paisaje de hombres póstumos" que constituyeron la cultura vienesa del primer novecientos: Wittgenstein, Loos, Kubin, Karl Kraus, Lou Salomé o Hofmannsthal. CACCIARI, M., Dallo Steinhof. Prospettive viennesi del primo Novecento, Milán, Adelphi, 1989.
4
CANETTI, E., La antorcha al oído, Barcelona, Muchnick, 1982, pp. 232-233; 319-320.
5
La cuestión fue expuesta sin rodeos: el judío como ejemplo de la humanidad histérica (Raymond, 1889); su condición "excitable" (M. Benedikt, 1895), su fisonomía patognómica, sobre todo sus ojos (H. Beige, 1893), su tendencia al incesto y sus excesos sexuales (O. Weininger, 1903); la asociación de la cara del judío con la del histérico (M. Fishberg, 1911). Esta visión, junto con el papel central de los judíos en la vida científica y artística -Weininger denunció la judaización de la medicina- forjó un tópico racial en el que la creatividad se unía al judío, a su locura y al origen de ésta, su obsesiva hipersexualidad. Ver GILMAN, S. L., "Freud y la formación de la psicopatología del arte", en TUCHMAN, M.; ELIEL, C. (eds.), Visiones paralelas. Artistas modernos y arte marginal, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1993, pp. 230-243.
6
En el periodo 1925-1945 más de dos tercios de los médicos alemanes eran miembros de alguna de las cuatro organizaciones nazis. En las universidades la tasa de adhesión al partido nazi de los profesores de medicina sobrepasaba el 80%. Bajo la dirección científica del psiquiatra Carl Schneider, en el mismo hospital de Heidelberg, se puso en marcha un proyecto de investigación sobre neuropatología, a partir de la eutanasia masiva, que llevó a la muerte a 70.000 enfermos mentales. La principal contribución de la psiquiatría alemana y de los técnicos de la eutanasia fue poner en marcha las primeras cámaras de gas. MASSIN, B., "L'euthanasie psychiatrique sous le IIIème Reich. La question de l'eugénisme", L'Information Psychiatrique, 1996, 8, pp. 811-822.
7
En 2002 se celebró en el Hospital de Steinhof una exposición, La guerra contra el ‘inferior' (Der Krieg gegen die ‘Minderwertigen'), que ofrecía una detallada historia de las ideas nazis sobre la medicina, sobre la eugenesia, la esterilización de los enfermos mentales y la eutanasia infantil aplicadas en el hospital durante el período de Hitler.
8
MOREL, P., "Sainte-Anne, 1945. Le surréalisme en salle de garde", Tribune médicale, junio, 1968, 263, pp. 18-20. Asimismo, FERDIÈRE, G., Les mauvaises fréquentations. Mémoires d'un psychiatre, París, Simoën, 1978.
9
WILSON, S., "Del manicomio al museo: El arte marginal en París y Nueva York. 1938-1968", en TUCHMAN, M., y ELIEL, C. (ed.), op. cit., pp. 120-149.
10
Toda la acción transcurre en el comedor de una mansión señorial en Döbling, suburbio elegante de Viena. El hermano alude insistentemente a la necesidad de ponerse en guardia "contra los doctores y en particular los especialistas", pero también contra la vida familiar: "Sólo una visita breve. Tomamos conciencia de la miseria de la vida cuando volvemos a una casa que habíamos abandonado para siempre. "Deje que mi hermana crea que vuelvo a casa", le dije al Director, "pero no tengo la intención de darle la espalda a Steinhof, aquí estoy en mi casa, en ninguna otra parte", le dije. Mi cuarto siempre está a mi disposición, me acostumbré a Steinhof, moriré en Steinhof, no aquí. No hay nada peor que morir en la casa paterna". BERNHARD, T., Ritter, Dene, Voss, Guipúzcoa, Hiru, 2000.
11
MAIZELS, J., "Interview with Dr. Leo Navratil, Founder of the Gugging House of Artists", Raw Vision, 34, pp. 1-4 (ed. digital).
12
NAVRATIL, L., Esquizofrenia y arte, Barcelona, Seix Barral, 1972, pp. 37-52.
13
Esta es una diferencia concluyente con el planteamiento de Prinzhorn, que solo atribuye a sus maestros una habilidad artística (Bildnerei) en contraposición a la idea de Navratil que entiende esta producción plenamente como Arte (Kunst).
14
NAVRATIL, L., op. cit., pp. 167-171.
15
En medios anglosajones la denominación preferente es la de Outsider Art, acuñada por Roger Cardinal y difundido en un libro publicado en Londres en 1972.
16
THEVOZ, M., L'Art Brut, Ginebra, Skira, 1981, p. 81.
17
DUBUFFET, J., "Honor a los valores salvajes", en Escritos sobre arte, Barcelona, Barral, 1975, p. 106.
18
NAVRATIL, L., "Art Brut and Psichiatry", Raw Vision, 1997, 15, pp. 1-2 (ed. digital).
19
Entre La maniera italiana, de Giuliano Briganti (1961) y Mannerism, de John Shearman (1967), se extienden célebres monografías como la de Arnold Hauser, Der Ursprung der modernen Kunst und Literatur: die Entwicklung des Manierismus seit der Krise der Renaissance (1964).
20
HOCKE, G. R., El mundo como laberinto. El manierismo en el arte europeo de 1520 a 1650 y en el actual, Madrid, Guadarrama, 1961.
21
La fórmula "gesto originario" es, en sí misma, muy frecuente en los tratados manieristas de preceptiva literaria.
22
FALGUIÈRES, P., Le maniérisme. Une avant-garde au XVIème siècle, París, Gallimard, 2004, pp. 79-93.
23
COLINA, F., "Las palabras", en De locos, dioses, deseos y costumbres, Valladolid, Pasaje de las letras, 2007, p. 24.
24
GISBOURNE, M., "Jugar al tenis con el Rey: arte visionario en Europa Central durante la década de 1960", en TUCHMAN, M.; ELIEL, C. (ed.), op. cit., pp. 174-197.
25
A Rainer le atrajo especialmente uno de los enfermos que estaba bajo el cuidado de Navratil desde 1966, Johann Hauser, que también sobrepintaba en fotografías e ilustraciones de revistas de manera compulsiva, sobre todo cuando caía en crisis psicóticas, y que en sus figuras acentuaba los dientes, geometrizaba los genitales femeninos y detallaba maniáticamente ojos y cabello.
26
La primera exposición colectiva, Gugginger Künstler, tendría lugar en una galería de Viena, con venta de sus obras de arte, cuentas bancarias personales y ediciones de los artistas más sobresalientes. Véanse NAVRATIL, L., Johann Hauser. Kunst aus Manie und Depression, Múnich, Rogner & Bernhard, 1978; August Walla. Sein Leben und seine Kunst, Nördlingen, Delphi, 1988. La empresa culminó diez años después, en 1981, con la fundación en Gugging del Centro de Arte y Psicoterapia, un pabellón independiente aunque vinculado al hospital, con talleres y sala de exposiciones donde los artistas viven bajo tratamiento, pero formando una activa comunidad artística. Los propios pacientes empezaron a organizar sus exposiciones colectivas e individuales, en museos y galerías de Nueva York, París o Tokio, y algunos en particular, como Johann Hauser, August Walla y Oswald Tschirtner, alcanzaron un reconocimiento internacional. Hasta su muerte en septiembre de 2006, y a pesar de haber dejado la actividad clínica, Navratil no ha dejado de escribir sobre sus temas predilectos. La última vez que se le vio en público fue justamente a comienzos de ese verano, cuando se inauguró el Museo Gugging-Art Brut en el recinto del antiguo hospital vienés.
27
FOUCAULT, M., Histoire de la folie à l'âge classique, París, Gallimard, 1972, pp. 554-557.
28
M. THEVOZ, op. cit., pp. 16-17.
29
DUBUFFET, J., en THEVOZ, M., op. cit., p. 11.

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons