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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.36 no.130 Madrid Jul./Dez. 2016

 

CRÍTICA DE LIBROS

 

Mente abierta vs. mente diseccionada: De cuando la ciencia vendió su alma

Open mind vs. dissected mind: when science lost its soul

 

 

Iván Sánchez-Moreno

Universidad Internacional de La Rioja / Grup d'Historia de Nou Barris, Barcelona, España.
ivan.samo@gmail.com

 

 

Annette Mülberger (Ed.) (2016), Los límites de la ciencia: Espiritismo, hipnotismo y el estudio de los fenómenos paranormales (1850-1930), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), ISBN: 978-84-0010053-7, 346 páginas.

Hubo un tiempo, no ha mucho, en el que se albergaba la esperanza de hallar facultades ignotas en el ser humano impelidos sin duda por la convicción de que al fin se superaría el materialismo científico en el estudio de la mente. De rebote, se creía que esta presunción podría regenerar el adormecido avance de la psicología, tan encorsetada entre las paredes del laboratorio experimental. El libro que nos ocupa revisa los condicionantes socio-históricos que fundamentaron los criterios para establecer qué es científico y qué no lo es. En el caso de la psicología, cuya historia oficial arranca a finales del siglo XIX, esta discriminación resulta a veces tan poco sutil como arbitraria. La polémica aún perdura en la actualidad; sólo por la cuantiosa oferta de puntos de discusión que brinda ya merece la pena aventurarse en la lectura de Los límites de la ciencia.

La responsable de este ameno y profundo proyecto, Annette Mülberger, es una reputada investigadora del Centro de Historia de la Ciencia de la Universitat

Autònoma de Barcelona y una reconocida autora de varias publicaciones sobre historia de la psicología. La acompañan en las páginas del libro los trabajos de Antoni Roca (Universitat Politécnica de Catalunya), Andrea Graus (Universeit Antwerpen), Ángel González de Pablo (Universidad Complutense de Madrid), Mónica Balltondre (Universitat Autónoma de Barcelona), Nicole Edelman (Université Paris Ouest-Nanterre) y Michael D. Gordin (Princeton University), por orden de aparición. Todos ellos parten de una velada crítica contra los guardianes de la sacrosanta cientificidad de la psicología y otras disciplinas afines -viene al pelo parafrasear aquí una cita datada en 1895 que se menciona en la página 160: "la ciencia no es patrimonio exclusivo de la cátedra ni de la Academia"-.

No en vano, el título de la obra a la que nos referimos cuestiona la idiosincrasia fronteriza de lo que es legitimado por la ciencia, siempre tan discutible frente a un objeto de estudio tan escurridizo y ambiguo como la mente. Al respecto, la elección de las fechas que enmarcan el período temporal de este libro (18501930) no responde a un capricho baladí. A finales del siglo XIX se fue fraguando un paulatino cambio de orientación intelectual sobre los fenómenos físicos que no podían explicarse mediante el razonamiento acostumbrado. Sin verse relegados al arcén de los intereses académicos, estas preocupaciones fueron adquiriendo una presencia progresiva en anales científicos de primer orden, derivando hacia temas que rozaban la metapsíquica y la parapsicología. La primera se refiere a la ciencia que estudia los fenómenos producidos por supuestos poderes latentes de la mente humana; la segunda da nombre al conjunto de investigaciones sobre las causas que provocan los hechos paranormales y que, al escaparse de la comprensión de las leyes naturales, quedan fueran del alcance del conocimiento humano. Con un estilo ágil, los ocho capítulos que componen la obra -flanqueados por un prólogo y un epílogo que resume las reflexiones finales- indagan en algunas de las razones que propiciaron el auge y posterior declive del estudio científico del espiritismo (desdoblado en los asuntos parapsicológicos) y la metapsíquica, dirigiendo su foco de atención hacia fenómenos extraordinarios como la mediumnidad, la clarividencia, la telepatía, la telekinesis o la materialización de ectoplasmas, entre otros.

Tales misterios avivaron las inquietudes filosóficas de psicólogos insignes como Henri Delacroix y William James, y también despertaron la curiosidad del mismísimo Darwin y su primo Galton. En España, autores reputados como Santiago Ramón y Cajal se volcaron apasionadamente en la causa espiritista. También el psicoanálisis bebió de sus fuentes en un grado notable, tal y como apuntan Jung y Freud en varios de sus textos: mientras este especuló con la posibilidad de poderes telepáticos latentes en el ser humano, aquel se preguntó a menudo por la naturaleza de un inconsciente atávico, de origen arcaico y anterior al lenguaje mismo. Por supuesto, espiritistas y parapsicólogos no evitaron ser la cruel diana de muchos científicos de la mente decimonónicos como Wilhelm Wundt y Gustave LeBon, por citar sólo un par. Pero otros autores de consagrado prestigio como Cesare Lombroso, inicialmente reacios ante las evidencias mistéricas, quedaron seducidos en mayor o menor medida y moderaron sus reticencias. Cabe señalar que el credo espiritista defendía una suerte de tratamiento moral como saneamiento de la sociedad que casaba muy bien con el ideario progresista, además de romper radicalmente con la bipolaridad cuerpo-mente que prevalecía hasta entonces.

Frente a las feroces acusaciones que abortaron su posterior desarrollo, la metapsíquica -que firmas como las de Myers o James valoraron como una forma avanzada (y muy valiente) de hacer psicología- abrió las puertas a otras ramas del estudio de la mente aún escasamente exploradas como la clarividencia o la astrología. Si bien esta hundía sus raíces en antiguas teorías de influencia astral sobre ciertos rasgos del carácter -que asoman sin disimulo en la obra de Jung y Kretschmer, apropiándose de viejas tesis de Cicerón, Agripa, Ficino, Della Porta y Garzoni, entre otros-, por su parte se entendía la clarividencia como un contacto inconsciente no sólo con el pasado, sino también con el futuro propio y ajeno. Freud vería en este punto un acceso a los deseos y recuerdos reprimidos, admitiendo su validez científico-terapéutica.

En cambio, fue en el ámbito médico desde donde se lanzaron las miradas más lacerantes. Alienistas y neurólogos de la época atacaron a menudo las capacidades mediúmnicas apelando a su psicopatologización. Trastornos mentales como la glosolalia, asociada a la posesión psíquica, o las expresiones somáticas propias de la histeria, fueron revisados a conciencia por alienistas que se empecinaban en perseguir a los espiritistas como embaucadores y mentirosos, reavivando los tiempos en que la Inquisición analizaba cada caso sospechoso de brujería, anatema, herejía o superchería. No obstante, también hubo voces partidarias de admitir el estudio de tales fenómenos en el seno de la ciencia, estableciendo conexiones con el mesmerismo y la introducción de la hipnosis en la terapéutica clínica. Algunos tratados del siglo XIX, por ejemplo, no se olvidaban de incluir la frenología entre las disciplinas de las que emergía la metapsíquica europea. Prueba de esta opinión favorable es la larga ristra de instrumentos de precisión psicométrica utilizados para la investigación de los fenómenos paranormales. Más allá de ouijas y otros artilugios más burdos para la comunicación con la naturaleza extrasensorial, proliferaron otros menos conocidos como los espejos hipnógenos, las tablillas para la escritura automática (planchettes), las mesas manométricas -pensadas para controlar la presión física ejercida durante las sesiones mediúmnicas bajo los efectos del trance- o la fotografía, cuyo uso pretendía demostrar objetivamente la existencia de dichos fenómenos. Sobre esta última observación conviene recordar que, paralelamente, Charcot ya se servía de esta tecnología para probar de manera evidente las manifestaciones de la histeria.

A tenor de lo dicho, destaca aquí el capítulo firmado por González de Pablo por su especial dedicación a la historia de la hipnosis y su implementación en el campo médico. Franz-Anton Mesmer, James Braid y el marqués de Puységur se citan entre los principales antecedentes, cuyas ideas marcarían la trayectoria de Charcot y Bernheim en la Salpêtriére y Nancy respectivamente. Pero menos conocidas son las contribuciones de otros autores que introdujeron la hipnosis en tierras españolas como Giné y Partagás, Beltrán Rubio, Camino Galicia y el citado Ramón y Cajal. Según algunos estos teóricos, el fluido magnético al que hacía mención la doctrina mesmérica también intervendría en el movimiento de las llamadas mesas giratorias, así como en el de otros objetos de menor tamaño por efecto de ciertas fuerzas de orden psíquico sobre la materia. El fin de la hipnosis como herramienta científica coincidió con la aparición y consolidación de nuevos métodos psicoterapéuticos como el psicoanálisis y el creciente arsenal farmacológico a disposición de la medicina moderna. Pese a ello, no sería lícito obviar que las tentativas con la hipnosis allanaron el camino para los futuros estudios sobre el inconsciente mucho antes de que Freud entrara en la historia como un torrente.

La estructura del libro, como se ha dicho, se compone de ocho capítulos distribuidos en tres bloques. La primera parte, íntegramente firmada por Annette Mülberger, reúne una serie de textos que introducen al lector en los inicios del espiritismo, tanto a nivel mundial como nacional. A continuación, Andrea Graus abre la segunda parte hablando de los intentos por abordar científicamente los fenómenos mediúmnicos. Le siguen González de Pablo dirigiendo su atención sobre las estrategias de definición (y rechazo) de la hipnosis en la medicina y un pormenorizado análisis de los procedimientos y recursos de un reconocido experimentador mediúmnico -el marqués de Santa Cara- a cargo de Monica Balltondre. Cierra la última parte una rápida panorámica sobre el estado de la cuestión en Europa Occidental con respecto al tema de la videncia y la quiromancia hasta la década de 1930, seguido por otro capítulo que, de un modo más concreto, recrea el enfervorizado debate que tuvo lugar en la Rusia pre-revolucionaria sobre la admisión de la parapsicología en la ciencia del momento. Estos dos últimos capítulos están escritos por Nicole Edelman y Michael Gordin.

El libro, además, está profusamente ilustrado y contiene una abultada bibliografía, así como un índice onomástico y un glosario de términos específicos para facilitar la lectura a personas no avezadas en estos temas. La buena labor de la editora queda reflejada sobre todo en el esfuerzo por homogeneizar estilos entre la diversidad autoral, huyendo de engorrosos tecnicismos que suelen caer pronto en el arcaísmo ensayístico habitual en este tipo de publicaciones. El resultado final borda con creces el objetivo divulgativo con un estilo ágil y de fácil lectura, muy agradecido para los neófitos en asuntos poco ubicuos en el corsé científico. Asimismo, la edición del libro, lujosamente encuadernada entre tapas duras, hace de la obra un ítem más que preciado para bibliófilos que se resisten todavía al medio digital.

En síntesis, pues, Los límites de la ciencia: Espiritismo, hipnotismo y el estudio de los fenómenos paranormales (1850-1930) puede leerse no sólo con un interés académico, sino también desde una ociosidad foránea a estas lides a veces tan apolilladas como las de la universidad. A tal fin, el libro apunta sus miras hacia varios frentes simultáneos: desde sus implicaciones en la historia de la medicina, la psicología y la psiquiatría, pero también en la antropología, la sociología y la epistemología, dado el acento puesto aquí sobre los motivos socio-históricos, políticos y filosóficos que dibujan los contornos de lo que pudo ser (y no fue) abordado como ciencia. Es este, pues, un bravo trabajo de revisión crítica que sería pertinente reivindicar para oxigenar un poco los radicalismos con que se menosprecian los estudios de la mente humana, la cual tiene más de plural y de ignota de lo que se quiere presumir en la actualidad.

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