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Index de Enfermería

versão On-line ISSN 1699-5988versão impressa ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.16 no.58 Granada Out. 2007

 

MISCELÁNEA

DIARIO DE CAMPO

 

Mirando de frente a la adversidad

Facing adversity

 

 

M. Elisa de Castro Peraza

Diplomada en Enfermería. Licenciada en Antropología. Bloque Quirúrgico. Hospital Universitario de Canarias, Tenerife, España. mcperaza@terra.es

 

 


RESUMEN

Becki es una paciente de cirugía torácica. Tres toracotomías seguidas por un grave problema pleural me hicieron conocer su fortaleza humana. El profesional de enfermería de quirófano, por la naturaleza de su trabajo, no suele tener oportunidad de relacionarse con sus pacientes. Becki fue una excepción. Una paciente especial que enriqueció mi conocimiento como profesional de la enfermería.


ABSTRACT

Becki is a patient of Thoracic Surgery. She undergoes three thoracotomies, one after the other, due to an important pleural disease. This experience allows me to know the human-being strength. Nursing professional in operating room, because of the nature of his/her job, does not have the opportunity of human relations with his/her patients. Becki was an exception. An especial patient that was able to enrich my professional nursing knowledge.


 

“Esta enferma es una histérica. Casi se para en urgencias al ponerle un tubo torácico. Nos tenía a todos esperando porque no quería dejar que la tocaran sin darle un recado a su marido con el que acababa de hablar un instante antes. ¡Tal y  como estaba urgencias!”. Eso fue lo primero que supe de Becki. Como enfermera del quirófano de cirugía torácica tenía todo preparado para hacerle una toracotomía. Neumotórax de repetición a lo largo de su vida y en este último episodio, un neumotórax que no se resolvía con drenaje pleural.

Decidimos pasarla a quirófano, instalarla allí, poner un poco de música, crear un ambiente lo más distendido posible. Le canalicé una vía venosa, con mucha calma y diciéndole que me detendría si ella me lo pedía pero que procurara relajarse. La cánula entró en la vena y Becki, lejos de “pararse” me sonrió. Continuamos hablando un rato. Esa mañana habíamos decidido no tener prisa. Tras varios años de esterilidad había tenido dos preciosos hijos que lo eran todo en su vida. Se los había dejado atrás hacía varios días por su hospitalización. Su papá les había dicho que ella estaba de viaje y que volvería pronto. Cuando se durmió, producto de los hipnóticos que le estábamos administrando, pensaba en ellos.

Al abrir el tórax vimos con preocupación como la pleura del lóbulo superior y medio del pulmón izquierdo estaba totalmente despegada del parénquima pulmonar creando ese neumotórax masivo. El lóbulo inferior estaba rígido y amarillento, no sabíamos porqué. La cirujana decidió una abrasión de la pleura parietal y visceral para procurar una reacción inflamatoria que las adhiriese. Cerramos la toracotomía y Becki fue a recuperación. Llevaba dos drenajes pleurales, una canalización arterial, una canalización venosa periférica, una canalización venosa central, un sondaje vesical y una bomba elastomérica ya que no fue posible canalizarle un catéter epidural torácico. También llevaba estrictamente monitorizado su ECG, TA, PVC y sat O2. Entre las sábanas de su cama logramos reconocer a Becki, pequeña y sola entre todo aquel maremagnum de cables, control y tecnología.

El postoperatorio fue doloroso, una toracotomía amplia. Aun así Becki estaba animada. “Todo el dolor es para ir a mejor -nos decía-. Pronto estaré en mi casa”. La cirujana torácica no sabía aun cual iba a ser su futuro, quedaba por resolver el porqué de todo aquello. Mientras, Becki decidió que tenía que convivir con su dolor y empezar a comer (había perdido el apetito). Su familia le trajo unas bonitas fotos de sus hijos que alegraron la mesilla de aquella habitación 734.

La placa de tórax de control reveló una nueva fuga aérea importante. Tendría que volver a quirófano. Recibió la noticia como ducha de agua fría en invierno. Sus hijos, su casa, sus sueños, su vida aparcada desde hacía casi un mes sin fecha de alta. No obstante es una mujer de una gran fortaleza y decidió que tenía que enfrentar esta experiencia con valor. Confiaba en nosotros, nunca dejó de confiar.

La segunda toracotomía llegó quince días más tarde de la primera. Nadie se atrevió a llamarla histérica. Venía nerviosa, tenía miedo al dolor. Aun así venía esperanzada, sabía que tenía que pasar por el quirófano para poderse curar. Cuando me vio se alegró y no paraba de agradecernos nuestro cariño para con ella. Ella no lo sabía pero nosotros no teníamos nada claro qué podíamos hacer. Esta vez cuando se durmió me dijo que le diera la mano, me la besó y me dijo que no dejara que le pasara nada, tenía que volver pronto a casa. No fueron sus palabras sino su mirada lo que nunca olvidaré.

Al abrir el tórax, la cirujana torácica decidió aplicar pegamento biológico en toda la superficie pleural. Esta vez si tenía catéter epidural torácico. Volvió a despertarse entre una frontera de cables y sistemas de suero que la separaba del mundo de los “sanos”, de los elegidos que no necesitamos poner nuestras ilusiones en la mesa de un quirófano para ser disecadas. El postoperatorio fue mejor en lo referente al dolor pero los días pasaban y ella se sentía desanimada y preocupada porque su hijo mayor, de 6 años, comenzaba a hacer preguntas acerca de dónde está mamá y a cuestionar la muerte, difícil de entender en la edad adulta cuando más en la tierna infancia.

Becki llamó a Daniel. “Daniel amor, mamá está bien. Dentro de poco volveré a casa. Te quiero, cuida de papá y de tu hermano”, “Ven mami”, “Adiós vida mía”, “Adiós mamá”. Daniel y Becki lloraron, cada uno a su manera, cada uno su dolor y su separación, pero ambos lloraron.

De nuevo la fuerza acudió a Becki. Decidieron que los niños la visitaran en el hospital de vez en cuando, de nuevo empezó a comer. Había perdido mucho peso. El encamamiento prolongado le estaba originando una úlcera en la zona coxígea. Esto le producía una sensación muy negativa, la hacía sentir enferma y desvalida. ¿Quién si no tiene ulceras por presión? Yo la llamaba  o la veía con cierta frecuencia. Es una persona con formación universitaria y con unas expectativas profesionales y un perfil social muy cercano al mío. Disfrutaba de su conversación y de cómo iba interiorizando sus miedos y “trabajándose sola”, como ella decía, para salir de ésta con el pulmón y la mente en su sitio.

La placa de tórax de control reveló una nueva fuga aérea. Tenía que volver otra vez a quirófano. Esta noticia fue mucho para ella. Lloró largamente, amargamente hasta que ya no le quedaron más lágrimas que derramar, hasta que se apagó como una vela en el viento.

La volví a encontrar en quirófano, por tercera vez, quince días más tarde de la segunda intervención, un mes más tarde de la primera. Estaba muy nerviosa, temblaba, no quería ver a nadie. Cuando iban a ponerle midazolam para calmarla a alguien se le ocurrió llamarme. Yo me había pasado la tarde anterior intentando razonar cómo tiene un enfermero que enfrentarse al dolor y qué grado de implicación se considera operativo y cual inmaduro profesionalmente hablando. Me preocupaba y no sabía cómo mantener ante ella la imagen de confianza y seguridad que los profesionales de la salud solemos dar. Sobretodo cuando en el equipo se había comentado que o bien hoy ocurría un milagro o tendríamos que buscarle un centro donde pudieran realizarle un trasplante, cuando hubiera un donante, cuando tuviera suerte, ¡cuando!

A mi llegada a preanestesia tenía la cara tapada por la sábana. Su escueto cuerpo estaba aun más consumido que la vez anterior. Parecía la figura de una niña pequeña, indefensa. “Becki”, llamé. “Becki, soy Marisa”. Se destapó la cara y me miró con sus ojos verdes anegados de lágrimas. Me cogió la mano, me la apretó con todas sus fuerzas, que ya no eran muchas, y me dijo “tengo miedo”. Todas las frases que había estado pensando en decirle volaron de mi cabeza como pájaros enjaulados a los que se les ofrece de repente la libertad. Aguanté mis emociones para no llorar yo también y sólo acerté a decirle: “Becki, no te voy a decir no te preocupes que esto no es nada, pues de sobra sabes que eso sería una estupidez. La cirujana ha estado estudiando el tema y cree tener una buena opción para ti. Lo único que te puedo asegurar es que todo el equipo está contigo, trabajando para ti y que lo haremos lo mejor que podamos. No estás sola en esto”. Aun hoy ella recuerda mis palabras. Aun hoy yo recuerdo la sensación de tratar de demostrar seguridad sin tenerla, la sensación de no saber que hacer.

De nuevo la entramos a quirófano, nadie tenía ganas de bromear. Ibamos hablando con ella de su fortaleza, de sus hijos, de que quería agradecernos algún día cuando “saliera de ésta” nuestro esfuerzo. Quería verbalizar su enriquecimiento interior con todo el proceso de enfermar. La miré al rostro mientras hablaba. En sólo dos meses escasos parecía una anciana, sus ojos se habían hundido y habían perdido el brillo. El dolor, la espera sin fecha, la soledad habían hecho mella en ella, era imposible que fuera de otra manera. Le di la mano mientras se dormía, esta vez lloraba. Lloraba en silencio, sin espasmos, sin sonidos. Después de todos estos años como profesional de enfermería de quirófano lo único que podía hacer por ella era secar las lagrimas que caían por sus mejillas para estrellarse en nuestros asépticos campos quirúrgicos.

La cirujana torácica decidió suturar pleura y plicar diafragma para acortar la cavidad torácica. Si esto no funcionaba no podríamos hacer nada más por ella. ¡Dios mío, tenía que salir bien!

Becki se despertó sola entre sus cables. Con la soledad de estar rodeada de seres extraños que cuidan de tus constantes vitales y de tus curas pero que no saben por todo lo que has pasado y frivolizan con un “esto no es nada, hay gente peor”, y ciertamente la hay. La epidural no iba muy bien y Becki estaba muy dolorida. Cayó en picado hacia un lugar de difícil retorno. Sus lágrimas no la aliviaban, caían yermas, estériles, como cuando llueve sobre mojado. No quería comer, no quería ver a nadie, no quería nada, sólo deseaba su soledad, que la dejaran en paz. Me asusté.

Al día siguiente, dolorida y desanimada decidió que esto no podía acabar con ella e inició poco a poco su remonte. No quiso ver al psiquiatra. No fue cabezonería, verdaderamente no lo necesitaba. Su envidiable valor y capacidad de encajar la adversidad nos dejaba atónitos.

Por fin la placa de control apareció normal o, mejor dicho, lo suficientemente normal para darle el alta. Me despedí de ella con cariño. Ella dijo que no nos olvidaría y yo le dije que entendería que quisiera olvidar todo este infortunio y a los que habíamos sido parte de ello.

No nos olvidó. Dos meses más tarde nos invitó a cenar. Cuando llegué al restaurante estaba radiante. Su cabello recién cortado y teñido caía sobre su tez maquillada. Había ganado peso. Un elegante vestido y su simpatía hacían todo lo demás. Me agradeció mi ayuda y me recordó las conversaciones que habíamos tenido y como mis palabras, que recordaba con una exactitud sobrecogedora, la habían ayudado tanto. Yo, conmovida con todo aquello sólo acerté a decirle que todos habíamos aprendido de aquella experiencia, que ella me había aportado a mí tanto o más que yo a ella.

Me hizo un regalo, un libro con una dedicatoria entrañable, un marcador para el libro hecho por ella misma y una cajita con las flores de la vida. Pero su mejor regalo para mí fue su lección de vida. No vivía sus días en futuro, sus pasos no estaban encaminados a “algo mejor” que aparecería mañana, en su lugar aprendió a disfrutar el presente. Instante vivo e inmediatamente pasado.

Le pregunté por Daniel. Estaba muy unido a ella. Ya hacía días que se comportaba como un niño normal, como el ángel ajeno al sufrimiento que era. Había hablado con su madre se sus miedos, de forma infantil, de forma inconexa. Los besos de su madre y verla de nuevo en casa le habían hecho olvidar. El necesitaba a mami tanto como ella a él.

Mucho más tarde, cuando terminó la cena, me despedí de ella con un hasta siempre. Me abrazó con fuerza y me hizo sentir un sereno y silente orgullo del trabajo que, como enfermera, me había permitido hacer con ella. Al decirle adiós me volvió a coger la mano pero esta vez, a diferencia de las otras, podía sonreír.

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