Cumplido ya el primer trimestre de 2021, la pandemia de COVID sigue siendo lo que marca el ritmo de la vida y la muerte en nuestro medio. De la vida, porque nadie ha podido evitar que su modo de vida se haya transformado algo o más bien mucho por el COVID; una vida con más soledad y con más y mayores preocupaciones por el futuro próximo. De la muerte también, pues tras un año de pandemia han sido decenas de miles de personas las que han sucumbido a la infección, entre ellas cientos de sanitarios1, y lo han hecho en soledad, sin el imprescindible acompañamiento de los suyos2. Estas circunstancias, inevitablemente, nos llevan a sentir la profunda vulnerabilidad de los humanos.
Según el informe de situación del Centro Nacional de Epidemiología correspondiente al 24 de marzo de 20213, la franja etaria de los mayores de 60 años de edad (un 25,9% del total de la población) ha sufrido el 21,5% de los aproximadamente tres millones de casos de COVID confirmados, el 65,5% de los ingresos hospitalarios, el 64,2% de los ingresos en unidades de cuidados intensivos y ¡el 94,6% de los fallecimientos por COVID! Estas cifras no dejan espacio para la duda de dónde están las prioridades.
El desarrollo de vacunas contra el COVID ha supuesto un hito extraordinario desde puntos de vista tan dispares como el científico, el social y el político. El compromiso y los recursos que se han movilizado son inéditos y de gran envergadura. La cooperación entre equipos científicos, habitualmente movidos por la competencia, también. Y los resultados de todo ello sorprendentes, pues en apenas 11 meses se disponía de vacunas con un perfil de seguridad4 y eficacia5 muy elevados.
El siguiente reto, que aún hoy está pendiente, es el de producir suficientes vacunas para los varios miles de millones de personas en el mundo y hacerlas llegar en condiciones asequibles a cada rincón del planeta. Se sabía que elevar la producción hasta estos límites llevaría un tiempo y exigiría similares niveles de compromiso social y político. Mientras no se disponga de vacunas para todos, habrá que priorizar quiénes la recibirán primero. A la vista de los datos mostrados antes, no cabe duda de quiénes deben ser: las personas de más edad (y, lógicamente, también aquellos con condiciones de mayor riesgo de exposición y morbimortalidad por la infección).
El Gobierno español, en línea con el de la Unión Europea, se ha comprometido a que en el verano de este 2021 al menos el 70% de la población española haya recibido la vacunación del COVID. Supongamos que así ocurra.
Por distintas razones, el mes de septiembre próximo será una fecha clave. Ese mes verá el final del verano –el plazo comprometido– y la reanudación de la actividad escolar. Si no hay contratiempos, el 70% de la población con 16 o más años de edad estará vacunada. Pero, a la vez, la población de 0-15 años de edad (aproximadamente un 16% del total) será toda ella susceptible a la infección (con la excepción de los niños infectados antes y aún protegidos por ello). Es decir, casi la mitad de la población española continuará siendo susceptible. Una situación probablemente incompatible con el objetivo de lograr el control de la transmisión comunitaria del SARS-CoV-2 y de la pandemia, pero, mirándolo con otra perspectiva, un paso necesario que nos acerca a ello.
La incidencia de formas graves de la infección en la población pediátrica ya se ha dicho que es muy baja en comparación con los de mayor edad. Pero el número de casos de COVID en los niños de 0-14 años (381 065 casos, el 12,7% del total, para un grupo de población que es el 14,6% de la población española) no es despreciable. Y, además, 2429 hospitalizaciones, 119 de ellas en unidades de cuidados intensivos y seis fallecimientos3.
El cierre de los centros educativos desde la declaración del Estado de Alarma en España, el 14 de marzo de 2020, hasta el final del curso escolar pasado constituyó una de las más relevantes consecuencias de la necesidad de bloqueo de la interacción interpersonal como forma de interrumpir la transmisión del virus en la comunidad. El curso actual se inició en medio de un notable temor a que acelerara de forma importante la circulación del virus, lo que no ha resultado así, afortunadamente. Los niños se infectan globalmente de forma similar a las demás edades, pero lo hacen de forma asintomática con más frecuencia y con menor carga viral. En consecuencia, la dinámica de la transmisión del SARS-CoV-2 en los colegios se mueve de forma paralela a la de la comunidad. El uso adecuado de las medidas de protección individual (mascarilla facial, distancia física) y especialmente las relativas a la ventilación de las aulas, hacen de los centros educativos lugares relativamente seguros, aunque dependientes de la dinámica de transmisión del virus en la comunidad y del rigor en el cuidado de la calidad del aire y demás medidas de protección6,7.
Las consecuencias del cierre de colegios son difíciles de objetivar, pero sin duda pueden dejar profundas huellas. La interrupción del aprendizaje y de la interacción social, junto con la intensificación de la desigualdad de los niños cuando no acuden a los colegios tiene consecuencias a largo plazo difícilmente calculables, y, tal vez, en buena medida irrecuperables8.
Se han citado hasta ahora tres razones poderosas para proteger a los niños del COVID: 1) contribuir a la reducción de la transmisión comunitaria de la infección; 2) evitar el cierre de los centros escolares; y 3) prevenir la enfermedad y las formas graves de la misma en los propios niños y adolescentes, que, como ya se ha dicho, son poco frecuentes, pero es necesario evitarlas. Por tanto, la vacunación infantil es necesaria.
Pero hay más. Las vacunas del COVID autorizadas actualmente en la Unión Europea, tras decenas de millones de dosis puestas en todo el mundo están confirmando las expectativas de seguridad y eficacia, pero hay ya un buen número de indicios que sugieren que también tendrán un efecto sobre la transmisión de la infección9,10. Si este extremo se confirma, podría asumirse que la vacunación infantil tendría, también, un cierto impacto en la carga de enfermedad de las personas de más edad, lo que constituiría una razón más a favor de la vacunación infantil.
Las vacunas actuales están autorizadas para ser administradas en personas a partir de los 16 (o 18) años de edad, según el tipo de vacuna. Pero la investigación en adolescentes de 12-17 años está muy avanzada11 y posiblemente puedan estar disponibles si cumplen con los exigentes e imprescindibles estándares de seguridad y eficacia, en el otoño próximo (las vacunas para niños menores de 12 años tardarán unos meses más). La vacunación infantil es posible.
De modo que la vacunación infantil frente al COVID es una necesidad práctica, será factible en los próximos meses, y es, finalmente y por todo ello, una obligación ética. Una vez asegurada la vacunación de la población más vulnerable (los mayores de 60 años y las personas de cualquier edad con comorbilidades de riesgo) y la de la población adulta en general, la vacunación infantil, también escalonada en función de la disponibilidad de vacunas, debe ser el siguiente paso. Es el momento de hacer los preparativos necesarios para ello12.