“¿Cuándo nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva?”.
Meditaciones del Quijote, J. Ortega y Gasset (1)
Introducción
El suicidio representa un drama personal, familiar y social. Antes que un “grave problema de salud pública mundial” o de “salud mental”, es un drama vital. En su aparición se imbrican numerosos factores: culturales, sociales, psicológicos, clínicos y biológicos. Para la Organización Mundial de la Salud, se trata de un serio problema de salud pública que origina unas 800.000 muertes anuales en todo el mundo, siendo la segunda causa de muerte entre jóvenes de entre 15 y 29 años en el mundo (2).
Frente al discurso biomédico imperante en salud mental, que reduce o disuelve la actividad psicológica y la subjetividad misma en mecanismos neuronales, genéticos o bioquímicos que, en última instancia, explicarían la conducta y los problemas humanos, este trabajo apuesta por una defensa del enfoque contextual-fenomenológico del suicidio. No en vano, la fenomenología está en el centro del giro cualitativo que se reclama en la psiquiatría (3) y la psicología actuales (4,5). Este enfoque no resta importancia a las aportaciones del modelo biomédico (véase prescribir un tratamiento farmacológico cuando sea necesario), pero se niega a ponerlos por delante.
El objetivo de este artículo es presentar y discutir dos perspectivas de comprensión clínica en torno al suicidio: el enfoque biomédico y el contextual-fenomenológico. Se ponen de relieve las implicaciones para la clínica y la investigación. Finalmente, se cierra el trabajo con algunas de las principales conclusiones.
volver a las cosas mismas
La fenomenología tiene su base en la obra del filósofo Edmund Husserl, fundador de la misma a principios del siglo XX, en su vertiente de “crítica y refutación del psicologismo”, “definición intencional de la conciencia y del objeto” (6), “epojé y reducción”, “giro a la conciencia pura y a la subjetividad transcendental” (7) y, finalmente, de retorno al “mundo-de-la-vida” o Lebenswelt (8). La fenomenología irrumpe en 1900 con la tarea de superar la crisis del positivismo que había eliminado el sentido, pero lo hace no al modo de la modernidad, que lo había restringido a la cultura superior (ciencia, moral y estética), sino viendo el sentido en todas las cosas (9,10). El retorno al “mundo-de-la-vida” en la obra del “último Husserl” supone una recuperación de la experiencia vivida, del sentido y la historia frente a la ciencia positivista (mundo-de-la-ciencia-y-técnica), que suponía en última instancia una disolución de los valores y del sujeto en favor del objeto. En definitiva, una crisis antropológica.
En este trabajo se utiliza la fenomenología de Ortega (9,10), más que la de Husserl, sin perjuicio de que se puedan construir puentes y afinidades entre ambas, sobre todo entre la fenomenología mundana de Ortega y el Lebenswelt del “último Husserl”.
La crítica de Ortega a Husserl
El núcleo de la crítica de Ortega a la fenomenología de Husserl es muy sencillo: consiste en rechazar que nuestra relación primordial con las cosas o con el mundo sea una relación de conciencia; es decir, que “tener conciencia de” sea la relación primordial con las cosas o el mundo. Ortega critica la epojé y la reducción fenomenológica de Husserl, pues ponen entre paréntesis el carácter ejecutivo de la conciencia o de la vida humana; con ello, lo que aparece en esa vida queda reducido a mero “fenómeno virtual”. Ahora bien, esa vida reducida no es la primaria, sino el resultado de una operación (la epojé y la reducción) que consiste precisamente en destruir la ejecutividad operatoria o relación inmediata, pragmática, intencional, del yo con las cosas y el mundo (10). En la epojé se tomaría como objeto no las cosas de la experiencia, sino la experiencia de las cosas. A juicio de Ortega, esto conlleva un idealismo que escamotea y especulariza la vida humana.
La tesis en la que profundiza Ortega es que la vida individual, la de cada cual, es la única “realidad radical primaria” (11,12). La vida, dice Ortega, es lo que hacemos y nos pasa (11). Desde esta “nueva” fenomenología, la conciencia sería conciencia directa del mundo, presentación de las cosas y del mundo, y no conciencia de la imagen (re-presentación) de las cosas y del mundo. Esta crítica estaría en la línea y antecede a las que posteriormente realizarían Heidegger (13) y Merleau-Ponty (14), entre otros, a la obra de Husserl.
Ejemplo de una fenomenología idealista-subjetivista aplicada a la psicopatología sería, a nuestro juicio, la por otro lado genial obra Psicopatología general, de Jaspers, de 1913 (15). Esta obra trata de la descripción en primera persona de los estados mentales o vivencias internas de los pacientes. Se centra en la captación puramente formal de los fenómenos psíquicos anormales autodescritos por el paciente, más allá de sus contenidos particulares. Respecto a esta obra, Husserl dijo que Jaspers habido seguido fielmente su método fenomenológico.
Con lo que se ha dicho hasta ahora, cabría ver en la filosofía de Ortega la primera fenomenología propiamente existencialista o el existencialismo mismo en su ser más radical, que es el vivir cotidiano o mundano del sujeto. Es por esto que se podría hablar en este trabajo indistintamente de enfoque contextual-existencial del suicidio. Eso sí, se trataría aquí de un existencialismo ni trágico (del absurdo, de la muerte, del sinsentido o “de velorio”) ni teológico (cristiano) (16), sino de ilusión, de alegría vital, de esfuerzo deportivo, de búsqueda de identidad y de sentido (16,17).
Finalmente, habría que dejar claro, como ha señalado Pérez-Álvarez (5), partiendo de coordenadas fenomenológicas y siguiendo a autores como Heidegger, Ortega y Merleau-Ponty, que el yo y el mundo, el sujeto y el objeto, la conciencia y la realidad, se constituyen mutuamente como aspectos correlativos, superando así el dualismo cartesiano tradicional de la mente como cosa interior y la conducta como cosa exterior. Se trata de entender la experiencia y conducta humanas en términos de reciprocidad, complementariedad, reversibilidad; esto es, como vínculo inseparable interno-externo o estructura yo-mundo.
fenomenología mundana del suicidio
Según el lema de la fenomenología “ir a las cosas mismas”, se trataría ahora de describir el fenómeno del suicidio tal y como se da en la experiencia inmediata y en la vida cotidiana de las personas, dejando a un lado, o poniendo entre paréntesis, todo aquello que sea accesorio o secundario, como son aquí los constructos, conceptos, categorías o teorías científicas desarrolladas sobre el suicidio.
El fenómeno “suicidio” que se describe y tematiza en este trabajo hace referencia tanto al acto suicida (consumado o no) como a la vivencia interna, si es que cabe hacer tal separación, pues, como se dijo anteriormente, las dicotomías dentro-fuera, interior-exterior, no tienen cabida en la fenomenología.
Levantemos pues el ancla. Apliquemos la fenomenología mundana al suicidio.
Si miramos directamente dentro de las vidas (más que dentro de las mentes) de las personas que intentan o logran suicidarse, si escuchamos las historias de los pacientes con riesgo suicida o si leemos las cartas o notas de despedida de personas que atentan o acaban con sus vidas (momento de la observación sin teorías preconcebidas); esto es, si miramos en la estructura dramática del yo-mundo, más allá de la psicología de la mente, o más allá de la óptica interna del suicida, como haría Améry en su célebre Discurso sobre la muerte voluntaria (18), salta a la vista la presión de un listado de problemas radicados en y derivados de la vida cotidiana, eso sí, acotados cultural e históricamente. A continuación se presentan algunos de estos problemas. Para ello se diferencian etapas evolutivas y colectivos específicos.
a) Vida de los adolescentes
En las vidas de los niños y adolescentes que cometen suicidio o que lo intentan destacarían los siguientes contextos problemáticos: situaciones de fracaso académico, conflictividad familiar, abandono o ruptura de pareja, confusión-rechazo sobre la orientación o la identidad sexual, trauma por abuso-agresión física o sexual, ser víctima de acoso escolar o ciberacoso. Asimismo, la presión que se impone en nuestros días a los niños y adolescentes o se autoimponen ellos mismos para obtener logros académicos es una variable importante para entender este aumento del suicidio. Se calcula que en el 70% de los casos de suicidio en población juvenil aparece el fracaso escolar como desencadenante. Otro problema importante es el acoso, facilitado en la actualidad por las nuevas tecnologías de internet, pues permiten la difusión de contenidos humillantes mediante el anonimato del abusador. Las chicas serían más vulnerables al suicidio en este tipo de situaciones (19).
Por otro lado, según la investigación, una historia de abuso sexual en la infancia se asocia con un aumento del 10,9 de probabilidad de intento de suicidio entre los 4 y 12 años de edad, un 6,1 de incremento de probabilidad entre los 13 y 19 años, y un 2,9 de probabilidad entre los 20 y 29 años (20). La vulnerabilidad de esta etapa evolutiva (adolescencia y juventud) queda reflejada en la tasa de suicidio, que se multiplica por cuatro desde los 15 a los 30 años (21). En España, según el Instituto Nacional de Estadística, en el año 2015, los datos de suicidio entre adolescentes y jóvenes son especialmente preocupantes. Entre los 15 y 29 años se establece entre la segunda (20-29 años) y tercera (15-19 años) causa de muerte, igual para ambos sexos (21). Esto se debe a que la adolescencia es una etapa en la que los chicos y chicas tienen que enfrentar y resolver una colección de tareas evolutivas entre las que sobresale en nuestra sociedad actual la formación de la identidad y la elección de un proyecto de vida. Dentro de esta etapa evolutiva, es especialmente importante la evaluación dentro de la intersección acoso escolar y diversidad sexual.
Es en base a estos datos que resulta fundamental elaborar planes de atención y prevención de la conducta suicida en esta etapa evolutiva (22).
b) Vida de los adultos
Entre los problemas radicados en y derivados de la vida cotidiana de las personas adultas que cometen suicidio o lo intentan sobresalen los siguientes: procesos de duelo y pérdida personal (divorcio, separación, muertes), pérdidas y deudas financieras (económicas o laborales), conflictos y desprecios interpersonales-familiares, conflictos legales-judiciales, situaciones de soledad-aislamiento, enfermedades terminales o que cursan con dolor crónico, discapacidad o pérdida de autonomía o que auguran un futuro aciago.
Existe suficiente evidencia empírica de la existencia de estos problemas en la base de las crisis o conductas suicidas, sobre todo en el año anterior a la tentativa suicida (23). En la comarca de Antequera (Málaga), los conflictos familiares destacaban sobre los demás en el mes previo al suicidio (24). En la zona rural asturiana, destacan los problemas de lindes y de herencias, el temor a la ruina económica, a los juicios y al desarraigo (25). En la comarca de Osona (Barcelona), destacan los problemas sociales, familiares y de salud (26). En una muestra amplia de 4.683 personas que realizaron tentativas de suicidio en nueve países europeos, se encontró que los conflictos interpersonales fueron los desencadenantes más frecuentes en todos los pacientes, con excepción de las personas viudas, las que viven solas o las jubiladas (27).
c) Vida de los ancianos
En las vidas de los ancianos que cometen suicidio o que lo intentan destacarían los siguientes contextos problemáticos: el deterioro de la salud física y la calidad de vida, la viudedad, la proximidad de la muerte, la soledad-aislamiento, la jubilación, los cambios de residencia, la pérdida de rol o de autonomía, las enfermedades terminales o que cursan con dolor crónico, la sensación de ser una carga para los demás (28).
A veces se dan “pactos suicidas” entre cónyuges ancianos que afrontan situaciones-límite. En estos casos, habitualmente el varón mata a la mujer y luego se suicida. Es poco frecuente la situación contraria. Se precisaría una cuidadosa investigación forense para discriminar si no se trata de un homicidio seguido de un suicidio, pues los límites aquí son borrosos, sobre todo si un miembro de la pareja ejerce un claro dominio sobre la personalidad del otro.
d) Vida de los gays, lesbianas, bisexuales y transexuales
Fuera de las etapas del ciclo vital, entre los colectivos vulnerables en nuestra sociedad, interesa destacar el de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales. Entre los problemas radicados en y derivados de la vida cotidiana de las personas de este colectivo que cometen suicidio o lo intentan, sobresalen los siguientes: situaciones de estigmatización, marginación, discriminación, falta de apoyo, acoso y rechazo social. Hay estudios que confirman la relación entre orientación homosexual y la manifestación de ideas y conductas suicidas en la adolescencia. Esto se ha relacionado más con el estrés sufrido por estas personas a causa de actitudes sociales homófobas que con la orientación sexual (29). En efecto, el problema no es la orientación en sí misma, sino estar luchando por hacer su vida en un entorno hostil y sin apoyos. Los jóvenes gays y lesbianas tienen de dos a tres veces más probabilidades que sus compañeros heterosexuales de intentar suicidarse. Se calcula que el 30% de los adolescentes (20 años o menores) que se suicidan cada año son gays o lesbianas (30).
Pues bien, este listado de problemas radicados en y derivados de la vida cotidiana constituye la dimensión mundana que subsiste o late como “trasmundo” tras la clínica del suicidio. Algunos de estos problemas vitales aparecen integrados dentro de teorías científicas del suicidio, como es el caso de la “sensación de ser una carga para los demás” en la teoría interpersonal del suicidio de Joiner (31,32). Esta realidad latente, vital-mundana, contextual-existencial, biográfico-existencial, etc., es, por lo demás, lo más patente, primario o inmediato del fenómeno del suicidio; “las cosas mismas”, tal como se dan. La ciencia psicopatológica invierte patencia y latencia. Se podría decir respecto a los síntomas mentales lo que decía Ortega (1) del bosque como metáfora de la realidad: los síntomas no dejan ver el sufrimiento vital-mundano. Sucede que el tratamiento de los síntomas copa toda la atención terapéutica, mientras que la búsqueda de soluciones y sentido a los problemas biográficos queda a la sombra. De este modo, los síntomas acaban ramificándose tanto que pareciera que ellos mismos son el problema primario a resolver. Ahora bien, por más que se poden las ramas sintomáticas del árbol del suicidio, las raíces siguen estando vivas bajo tierra esperando una nueva primavera.
Como ilustran las historias de muchos escritores y poetas que acabaron suicidándose (Mariano José de Larra, Ángel Ganivet, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Virginia Woolf, Anne Sexton, Yasunari Kawabata, Yukio Mishima, Ernest Hemingway, Cesare Pavese, Paul Celan, Marina Tsvietáieva, Sadeq Hedayat, etc.), las circunstancias vitales problemáticas están a la base de los actos suicidas. Los problemas económicos y políticos, las acusaciones de plagio, decepciones amorosas, enfermedades incurables, etc., fueron, aparte del “genio melancólico” (33), algunas de las circunstancias que hicieron que dichas personas recurrieran al suicidio.
Desde luego, no pensamos que el listado de problemas radicados en y derivados de la vida cotidiana señalados más arriba “causen” la conducta suicida, pero sí pensamos que estos sucesos, junto con otros de la infancia (véase las experiencias de pérdida de una persona significativa por muerte o suicidio, o las de abuso-agresión sexual), configuran el contexto biográfico de vulnerabilidad, “la mochila”, que a menudo lleva a las personas a decidir quitarse la vida muchos años después. Por tanto, es ahí donde hay que buscar el sentido y raíz del suicidio: en el contexto de problemas que enfrentan las personas en el “mundo-de-la-vida” (8) y no tanto en el nivel de los constructos teórico-clínicos del “mundo-de-la-ciencia”. Con todo, hay constructos científicos más distales y más cercanos respecto a la fenomenología mundana del suicidio. Entre los distales: el diagnóstico psiquiátrico, la serotonina, las citocinas, los genes, el colesterol, etc., pues no tienen ninguna posibilidad de darse fenoménicamente; esto es, no existe una fenomenología del “comportamiento” de la serotonina. Entre los proximales: la desesperanza (terapia cognitiva), el vacío existencial (terapia existencial), el sentimiento de sentirse una carga para los demás (teoría interpersonal del suicidio).
Los modelos que cuentan con más apoyo empírico son los de diátesis-estrés (34). Habría una interacción entre factores de vulnerabilidad (factores distales del suicidio) y factores de estrés (factores proximales). Si los primeros son muy fuertes, un suceso vital pequeño podría precipitar la conducta suicida; y lo contrario: si el suceso es muy fuerte, aún con poca vulnerabilidad se puede precipitar la crisis y conducta suicida.
dos enfoques del suicidio
A la hora de investigar los factores de riesgo del suicidio, la literatura habla de dos series de factores bien documentados: 1) un listado de problemas de la vida cotidiana, tales como los señalados más arriba y 2) un listado de diagnósticos psiquiátricos: véase, depresión, trastorno bipolar, esquizofrenia, trastorno de la personalidad, alcoholismo o abuso de sustancias. Es famosa la cita “psi” que dice que el 90% de las personas que se suicidan padecían o sufrían un trastorno mental subyacente. Se volverá sobre esta cita más adelante. Si bien en la problemática del suicidio se pueden encontrar problemas de la primera serie sin diagnósticos de la segunda, es raro encontrar diagnósticos de la segunda sin problemas de la primera. Con este dato en la mano podemos decir (momento de la reflexión) que no parece sensato hablar de suicidio endógeno (¡al tiempo!), sino que todo suicidio es siempre reactivo a una crisis, distal o proximal, de la vida biográfica cotidiana o, como diría Unamuno, de la “intrahistoria” de cada cual (35).
Que existe relación entre ambas series de factores es algo que nadie duda, pero lo que realmente interesa es analizar qué clase de relación existe. Aquí empezamos a entrar en arenas movedizas. Para ilustrarlo se utiliza la clásica figura de la psicología de la Gestalt donde aparecen dos caras enfrentadas o una copa. Unos autores piensan que los trastornos mentales son a los problemas vitales cotidianos lo que la figura al fondo. Los trastornos serían entidades médicas sustantivas de la ciencia natural y los sucesos vitales problemáticos funcionarían a lo sumo como “estresores” que pueden incidir en la aparición, curso o evolución del trastorno, pero no “son” (en sentido ontológico) el trastorno; los problemas vitales serían como las montañas y las nubes, el paisaje o decorado de fondo, lo latente. Desde esta óptica, que aquí llamamos “enfoque biomédico o patológico del suicidio”, se proyectan una serie de implicaciones asistenciales que conviene visualizar: si se detecta un trastorno mental (lo cual es fácil pues se busca precisamente eso), se piensa que lo propio es diagnosticar y yugular farmacológicamente los síntomas que lo estructuran, porque se piensa que la patología mental está a la base del suicidio. Se trata de una perspectiva legítima, si bien parcial. Se volverá más adelante sobre las implicaciones asistenciales.
Indicativo de esta visión figura-fondo es el hecho de que cuando se revisa la biografía de los artistas y escritores que han cometido suicidio, el experto “psi” subraya la existencia de una o varias categorías psicopatológicas o rasgos de personalidad y las coloca ahí como “causa” del acto suicida, a modo de tautología (la agresividad se debía a un rasgo de psicopatía, la tristeza se debía a una depresión, el suicidio se debía a un trastorno del comportamiento suicida no tratado, etc.) mientras descuida deliberadamente hablar del drama vital, o intrahistoria, de los autores y su importancia en el mismo (36,37). Todos los trastornos mentales existentes en los manuales de clasificación y diagnóstico DSM/CIE pueden encajar bien en esta perspectiva biomédica figura-fondo, si bien unos lo hacen con mejor fortuna que otros: la esquizofrenia, el trastorno bipolar y el autismo serían los prototipos que mejor se ajustan a esta “causalidad médica”, tienen, por así decirlo, un aire-de-familia con las enfermedades médicas; por el contrario, los trastornos adaptativos y reactivos, los trastornos de ansiedad y los trastornos de personalidad, entre otros muchos, serían los que peor se ajustan.
En cambio, desde una perspectiva contextual-fenomenológica, se piensa que los trastornos mentales son cristalizaciones clínicas del afronte del sujeto con los problemas vitales cotidianos, afronte yo-mundo, y los síntomas serían epi-fenómenos del sufrimiento biográfico, eso sí, tipificados por reglas estadísticas y tematizados en lenguaje científico. Los problemas vitales serían aquí la figura-patente y los síntomas y categorías diagnósticas el fondo-latente. El “trastorno” sería el emergente clínico del conjunto de situaciones que ahogan contextualmente al sujeto en su lucha por hacer su vida y salir adelante. Vale decir que el suicidio antes de ser un problema clínico sería un drama existencial. Siendo así, cabe preguntarse cómo gestiona la sociedad moderna la experiencia del sufrimiento vital antes (para que no cristalice en un trastorno “mental” al uso) y después de traducirse en un trastorno (para que no se olvide donde tiene su suelo y hunde sus raíces).
El “tratamiento” aquí consistiría en ayudar a la persona a enfrentar o aceptar los problemas que inundan o sobrepasan su existencia de modo que pueda vislumbrar salidas diferentes a la opción del suicidio. Desde esta óptica, si somos capaces de proporcionar apoyo o introducir algún elemento de esperanza o de sentido en el drama vital de la persona, disminuirá el riesgo de suicidio. Pues bien, de cómo resuelva o elabore el sujeto estas situaciones vitales críticas dependerá en gran medida su salud mental y su calidad de vida. Las estrategias utilizadas por el sujeto en el afronte yo-mundo no serían solo individuales ni subjetivas, sino también supraindividuales o sociales. Entre estas últimas, destacan las que proceden del apoyo social. Importa señalar que esta perspectiva contextual-existencial no renuncia al uso de fármacos cuando se precisan (tampoco ignora sus límites y riesgos), tan solo dice que la ayuda farmacológica no es primaria, sino sintomática, aunque a veces sea primaria (en sentido cronológico) y a veces irrenunciable.
Desde el punto de vista de la fenomenología mundana, se podría pensar que tanto la clínica psicopatológica como la ideación-conducta suicida pueden estar causadas ambas por la misma situación existencial-mundana latente, siendo por tanto dos caras de la misma moneda, en lugar de pensar, como hace el modelo biomédico, que la conducta suicida es un síntoma o una consecuencia “natural” de una enfermedad mental a tratar. Se defiende, pues, una comprensión psico(pato)lógica a partir de una descripción de la vida biográfica (estructura yo-mundo) del suicida, más que a partir de una descripción de sus vivencias internas o de una investigación biomédica, sin perjuicio del interés que estos tengan. Solo un enfoque centrado en síntomas y signos, alejado de la experiencia inmediata de intención y de significado, puede afirmar que los trastornos mentales están a la base del suicidio. Sin ser falso, pues qué duda cabe que el diagnóstico es un factor de riesgo muy importante, no es toda la verdad. Es una cuestión de perspectiva. Ver una copa no es más verdadero o real que ver dos caras. Hay que diferenciar la perspectiva de la crisis biográfica de la persona (dimensión mundana) y la perspectiva de los síntomas mentales y los cuadros clínicos (dimensión diagnóstica). Ambas perspectivas son verdaderas, si bien no permiten hacer las mismas cosas. O a la inversa: la efectividad de una operación o logro de una meta está en partir de una perspectiva (pragmatismo) adecuada. Si quiero ir a un restaurante, la perspectiva de la ciudad desde un avión no me vale (10). Con todo, interesa señalar que la dimensión diagnóstica es siempre secundaria respecto a la del sufrimiento vital-mundano, como la geografía lo es respecto al paisaje. No diferenciar estos dos niveles de experiencia o dimensiones dificulta la investigación y la compresión clínica del suicidio. Mucho más la evaluación y la aplicación de una ayuda efectiva.
Llegados a este punto, se puede afirmar que el fenómeno del suicidio es tanto el conjunto de lo patente (clínica) como de lo latente (sufrimiento biográfico). Ambos se necesitan como la figura y el fondo en un cuadro, como los árboles y el bosque.
Entendiendo la perspectiva del suicida
Desde la perspectiva contextual-biográfica que aquí se defiende, se llega a que la conducta suicida es una salida a una vida saturada de problemas radicados en y derivados de la vida cotidiana. Así, se dice que el suicida está siempre ambivalente entre morir si continúa la misma situación-límite o vivir si se produjeran pequeños cambios en ella. Como es evidente, nadie quiere abandonar la vida mientras aún siga siendo valiosa o haya esperanza. La gente se quita la vida porque la encuentra tan poco satisfactoria, tan dolorosa, tan humillante, tan vacía de sentido y de esperanza, que morir es preferible a seguir viviendo. A cierta altura de la vida, la persona hace una parada a modo de epojé fenomenológica (suspende su participación en la vida ordinaria) y realiza un análisis o cálculo sobre los resultados de su existencia. En base a este análisis, la persona puede tomar la opción de acabar con su vida. Esto podría suceder bien desde una impulsividad incontrolable que le sobrepasa en ese momento, bien desde una posición más reflexiva más adelante. Con independencia del modo de ejecutar la conducta suicida, la idea o inclinación a la muerte ha planeado desde tiempo atrás.
Desde el punto de vista biográfico-existencial, se puede tomar la gravedad de la psicopatología clínica (véase la depresión), como un indicador de hasta qué punto la persona vive como desesperado, trágico, insoportable y sin solución el drama vital que motiva el acto suicida. En efecto, cabe pensar que el suicidio en clínica psicopatológica rara vez es el resultado de un deseo primario de morir, sino la única salida visible para terminar con una vida de sufrimiento intolerable y para la que no se otea solución futura. Es la misma idea que defiende E.S. Shneidman (38) cuando dice que el suicidio es una solución a modo de escape de una situación de crisis vital o dolor psicológico (psychache) insoportable. Efectivamente, cuando la situación es dramática, quitarse la vida puede ser una medida protectora frente a un futuro valorado peor que la muerte. Visto así, el suicidio sería, desde la óptica interna de su autor, una suerte de solución existencial. En la misma línea se sitúa la teoría de Baumeister (39) cuando considera el suicidio como una manera de escapar de una conciencia aversiva del sí mismo. Como si dijéramos, escapar de un monstruo interior que mortifica desde dentro matando al yo que lo contiene. Esto ha sugerido la hipótesis de que el suicida, en el momento de ejecutar el acto, presentaría una seria alteración de su juicio de realidad. Tal vez por esto algunos autores consideran el suicidio como una actuación psicótica (40), lo cual no es así.
El suicidio sería, en nuestra opinión, y esta sería una tesis fenomenológica fundamental, una manera drástica y radical de acabar con un “yo-en-circunstancia” (1) o “ser-en-el-mundo” (13) saturado de sufrimiento y caído en un estado de vacío y des-esperanza. Eso sí, se trata de una solución sin retorno, vale decir, una solución eterna para una contingencia mundana. Aunque suene paradójico, la mayoría de las personas que se suicidan no quieren morir, sino vivir mejor, quieren acabar con el sufrimiento, aunque el modo de lograrlo sea levantar la mano contra sí mismo. Así, entre las personas con riesgo suicida, son típicas las expresiones “No pensaba en la muerte, solo quería cerrar los ojos y descansar, dormir para siempre”, “lo único que pensaba era que quería dormir, descansar y no despertar”. En efecto, el suicida espera (más allá de valores trascendentes) que la muerte le salve del sufrimiento. Morir tiene para el suicida más sentido que seguir viviendo. Si desde la óptica del clínico la muerte es el problema y la vida la solución, para el suicida sucede al contrario: la vida es el problema y la muerte la solución. De ahí la importancia de facilitar alternativas a su sufrimiento y a su situación desesperada. Desde luego, sobra señalar que al decir que la vida es la solución, nos referimos a la vida biográfica, pues para el modelo patológico del suicidio, serían los cambios en la vida biológica (bioquímica) la clave de la solución.
La analogía que más se asemeja a esta idea que venimos asediando (el suicidio como solución a un sufrimiento vital asfixiante) sería la de quien estando atrapado en un edificio en llamas salta por la ventana para huir del fuego. Visto así, la ayuda farmacológica como tratamiento del suicidio crearía en el sujeto un estado de anestesia vital, a modo de traje ignífugo, cuando lo sensato sería ayudar a sacar a la persona de la habitación en llamas o al menos ayudar a apagar el fuego.
Otra metáfora: la ayuda farmacológica crearía en el suicida un estado de hibernación química a la espera de que las condiciones negativas de vida escampen. Lo que ocurre es que las condiciones externas no cambian solas, y así el sujeto puede quedar condenado a vivir un invierno químico-existencial perpetuo.
implicaciones para La clínica y la investigación
La naturalización de la psicopatología y del suicidio de acuerdo al modelo biomédico tendría una serie de implicaciones prácticas para la clínica asistencial y para la investigación que conviene precisar.
a) Implicaciones asistenciales
Lanzada la caña de la explicación del suicidio en el cardumen de la materialidad bioquímica infra-sujeto (5,41), interesa ahora analizar sus implicaciones asistenciales. En primer lugar, ahorra al clínico el trabajo de evaluar los aspectos biográficos y contextuales del sufrimiento vital-mundano que siempre están presentes, atribuyendo los pensamientos y deseos suicidas a supuestos desequilibrios neuroquímicos radicados en última instancia en averías genéticas. Este modo de pensar la clínica del suicidio (positivismo sin subjetividad) tiene dos efectos añadidos: 1) el clínico desvía la atención del verdadero foco del problema (la experiencia inmediata, la biografía y sus problemas) y 2) queda liberado de tener que establecer una relación terapéutica de apoyo y contención emocional centrada en la persona, más allá de síntomas y trastornos, lo cual puede ser lo más necesario para prevenir el suicidio, dada la alta intensidad de sentimientos que desbordan al suicida (tristeza, culpa, vergüenza, rabia, desesperanza, autodesprecio, indefensión, soledad, minusvalía, etc.), y que conviene saber contener en el aquí-y-ahora de la consulta.
Desde nuestra experiencia se verifica que cuanto más profunda y cuidadosa es la exploración de las circunstancias que rodean al episodio suicida, más clara es la prueba de que las conductas suicidas son decisiones que toman los sujetos en contextos críticos de vulnerabilidad y estrés crónico, pero también de responsabilidad personal. Desde esta perspectiva, las ideas y tentativas de suicidio expresarían mensajes (a escuchar) que comunican tanto la situación-límite vivida como la petición desesperada de ayuda de un sujeto. Aquí los síntomas psicopatológicos serían emergentes de un paisaje humano o contexto problemático determinado. En cambio, desde la concepción patológica, las ideas y tentativas de suicidio serían síntomas (a silenciar), como el sudor en la fiebre o la sed en la diabetes, esto es, como “cosas-naturales” sin contexto vital ni subjetividad. Con ello se confunden las “causas” con las “razones para actuar”. Como diría Husserl (42), se confunde una actitud naturalista (no confundir con actitud natural) con otra personalista. La primera sería la actitud cientificista que se aleja de la experiencia vital. La segunda afirmaría que estamos en el mundo como personas que actúan en un contexto vital de tareas, intenciones y significados culturales. Las relaciones dentro del mundo naturalista serían de explicación (esquema positivista). Dentro del mundo personalista serían de comprensión (esquema hermenéutico). Se trata de dos actitudes y métodos de ciencia que se implican y necesitan, si bien no deben confundirse. El riesgo del cientificismo naturalista sería tener una ingente colección de “hechos” positivos del suicidio, pero sin ninguna comprensión de lo que es suicidio ni de lo que realmente hace que una persona quiera acabar con su vida.
Como ejemplo ilustrativo de la confusión de dimensiones o niveles de experiencia, se señala la aportación de Rocamora, uno de los autores más reconocidos a nivel nacional en la prevención de la conducta suicida. Este autor establece una división entre conductas suicidas en las que no se ha comprobado la existencia de una psicopatología anterior (“suicidio y salud mental”) y las que tienen como base un trastorno mental (“suicidio y psiquiatría”) (43,44). Esta división se corresponde con otra distinción que hace el mismo autor entre un modelo categorial (la nosología psiquiátrica) y un modelo dimensional del suicidio (43). En nuestra opinión, se trata de una división artificial, pues pareciera que la ejecución de una conducta suicida por parte de un sujeto que padece un trastorno mental, o la existencia misma de un trastorno mental, no tiene nada que ver con la “salud mental” (conjunto de crisis vital, pérdida de sentido y valores, trauma, soledad-aislamiento, etc.). Se plantea una falsa disyuntiva: o es un sufrimiento vital (con sentido biográfico) o es un trastorno mental (con explicación biomédica), cuando más bien cabe pensar que se trata de la misma realidad (figura-fondo) vista desde diferentes perspectivas o niveles de elaboración de la experiencia (primaria o inmediata frente a secundaria o mediata). Con esta manera de pensar las cosas, se cometen a nuestro juicio graves errores en la evaluación y prevención del suicidio. El más importante, como se dijo anteriormente, sería centrar la atención en los síntomas que estructuran la patología de base, mientras se descuida el análisis de las raíces contextuales-existenciales de los mismos (conflictos interpersonales, crisis vital, pérdida del proyecto, falta de sentido, falta de apoyos, etc.). Se estaría tratando, por así decirlo, el “cuadro” clínico, mientras se ignora o devalúa el “paisaje” vital-mundano del sufrimiento.
b) Implicaciones para la investigación
La actitud biomédica en la investigación del suicidio la representa el programa de las neurociencias. Se trataría de buscar marcadores cerebrales, bioquímicos y/o genéticos fiables y específicos de la conducta suicida. Este programa tendría a nuestro juicio su mayor debilidad en su a priori ontológico, que es asumir que el suicidio es un síntoma más de una enfermedad como cualquier otra. Utiliza una metodología correlacional a partir de la cual se infieren indebidamente conclusiones causales. En esta línea, puestos a hacer estudios correlacionales indiscriminados (de muchos millones de euros), se han encontrado datos tan sorprendentes como que los niveles bajos de colesterol en sangre se asocian a más riesgo de suicidio en comparación con los niveles más altos de colesterol (45). Este resultado, tomado como absoluto, tendría, por lo demás, inquietantes implicaciones desde el punto de vista dietético-preventivo del suicidio que aquí no vamos a desarrollar. En efecto, es reduccionista pensar que se pueden encontrar las “razones” para suicidarse (contexto biográfico) en los parámetros de un hemograma (contexto biológico), por más que se puedan encontrar correlaciones positivas entre colesterol y suicidio, o entre lo que sea (véase el color de ojos) y suicidio.
A veces se dice que la “enfermedad psiquiátrica” subyacente o que la conducta suicida es en sí misma “endógena”. Además del sin-sentido darwiniano que supone hablar de genes del suicidio, las investigaciones que tratan de encontrar las bases genéticas de los trastornos mentales, y del suicidio en particular, no lo confirman. O al menos no lo confirman sin matices. En efecto, hay un abismo científico-teórico entre “las causas genéticas de la enfermedad de Huntington” y “las causas genéticas de la esquizofrenia, del TDAH o del suicidio”. Una cosa es decir que se han encontrado cierto número de genes o regiones genéticas “asociadas a cierto riesgo o vulnerabilidad” para desarrollar esquizofrenia, TDAH, suicidio, o lo que sea (y no cuestionamos que así sea), y otra diferente es decir que se han encontrado los genes que “causan” la esquizofrenia, el TDAH, el suicidio, etc. Se toma así la parte (genética) por el todo (variables sociales, culturales, psicológicas, clínicas y biológicas en interacción). Error de metonimia. Por otro lado, se toman correlaciones estadísticas por causas etiológicas. Esta difusión del conocimiento científico respecto a la etiopatogenia de los trastornos mentales y del suicidio no es ingenua. Con ello se trataría de justificar la estrategia farmacológica. Se utiliza una concepción simplista de la genética cuando la cosa es, sin duda, mucho más compleja — véase la perspectiva de la epi-genética—. Indicativo de esta complejidad es el hecho de que las regiones genéticas que se anuncian en prensa como “grandes descubrimientos de la ciencia” se asocian más a rangos amplios de disfunciones psíquicas que a síntomas o trastornos concretos. Acaso la primera tarea de las neurociencias sea, para un mayor rigor conceptual y metodológico, descubrir en primer lugar biomarcadores del suicidio (de la esquizofrenia, del TDAH, etc.) antes de investigar sus causas neuronales o genéticas. A pesar de décadas de investigación, estos biomarcadores no existen.
La cosa se complica cuando la investigación y no pocos profesionales sanitarios aseguran que el suicidio tiene unas bases genéticas indudables. Así, se dice que la influencia relativa de los genes en el comportamiento suicida se estima en torno al 45% (46). Cuando esta idea se inserta en el ideario conceptual, gracias a la divulgación científica y a las redes sociales, se activan mitos (el suicidio se hereda) y profecías autocumplidoras de efectos trágicos. Un caso del psiquiatra francés Jean-Pierre Falret de los años 20 del siglo XIX ilustra los efectos que tiene esta creencia causal del suicidio una vez se toma como verdad: “Una muchacha de diecinueve años se entera de que un tío paterno se había suicidado. Esta noticia la afligió mucho; había oído decir que la locura era hereditaria, y la idea de que alguna vez podría caer en ese estado acaparó su atención. En tan desdichada situación se hallaba cuando su padre puso voluntariamente término a su existencia. A partir de entonces (ella) se cree realmente destinada a una muerte violenta. Se ocupa solo del fin próximo y repite mil veces: «¡Debo perecer como mi padre y como mi tío! ¡Mi sangre está corrompida!». Intenta suicidarse. Ahora bien, el hombre que ella creía su padre no lo era realmente. Para liberarla de sus temores, su madre le confiesa la verdad y le procura una entrevista con su verdadero padre. El parecido físico era tan grande que todas las dudas de la enfermedad se disipan en el mismo instante. Desde entonces renuncia a toda idea de suicidio, progresivamente recobra su alegría y su salud se restablece” (47).
Por tanto, situar en averías biológicas y genéticas la causa del suicidio es una propuesta que conviene revisar críticamente. En nuestra opinión, más que buscar las bases genéticas de la conducta suicida, habría que buscar (pues ya están-ahí, descritas y funcionando en la vida del presuicida, y no a la espera de corroboración científica) las bases biográficas, contextuales, existenciales o sociales del suicidio. La monografía de Rendueles ilustra con abundantes ejemplos esta realidad social del suicidio (25).
Lo que confiere vulnerabilidad suicida son los contextos problemáticos de vida presentes y los que dejamos a la espalda. Entre ellos ocuparían un lugar central los antecedentes de pérdida temprana o de suicidio en la familia. El riesgo de suicidio entre los hijos de padres que cometieron suicidio es tres veces mayor que el de la población general. Muchas de las personas que intentan o consuman el suicidio llevan en su mochila de viaje muertes y culpas sin elaborar. Se recordará aquí la cita de Ernest Hemingway: “Si nuestros padres son la vara con la que nos medimos, vivir a la sombra de un padre suicida equivale a viajar por una carretera llena de baches en un camión cargado de nitroglicerina”. Como diría Freud, la sombra del objeto es alargada (48). Desde nuestro punto de vista, los casos de contagio familiar se explicarían mejor por dinámicas psicológicas que genéticas. Las personas afrontamos los problemas de la vida tirando de las estrategias que encontramos a nuestra disposición, ya sea en la biografía personal o en el “archivo” histórico-cultural de soluciones. La presencia de un comportamiento suicida en algún miembro de la familia puede ser incorporado, a través de silenciosos procesos de imitación y de identificación, como una solución drástica, pero solución al fin y al cabo, al limitado repertorio de soluciones del sujeto. Así, cuando los problemas ahogan la existencia, el suicidio puede aparecer como una posible salida. En este sentido, es prioritario prestar atención a los supervivientes y su gestión del duelo antes de que la herida sea letal, especialmente si hay niños y adolescentes.
c) Del torrente sanguíneo al río-de-la-vida
La cuestión de fondo que se debate aquí es decidir en qué contexto de sentido colocamos la comprensión clínica y tratamiento de las conductas suicidas: en el afronte dramático del sujeto con los problemas de su mundo vital, que es su propia vida biográfica cotidiana, o en el mundo de la micro-biología celular de su cuerpo. Dicho de otro modo: en el análisis de las sustancias bioquímicas que circulan por el torrente sanguíneo o en el afronte-aceptación de los problemas a los que se enfrenta cada persona a lo largo del río de su existencia.
En cualquier caso, como dijo Jaspers, el suicidio no es a la depresión lo que la fiebre a la infección (49). Ante la socorrida cita del enfoque biomédico que dice que el 90% de las personas que se suicidan padecían o sufrían un trastorno mental subyacente (50,51), habría que yuxtaponer esta otra: el 100% de las personas que se suicidan sufrían situaciones-límite o afrontaban problemas vitales de insoportable sufrimiento trágico para los que no encontraron solución, sentido o esperanza.
Llegados a este punto de nuestro viaje fenomenológico, y situados ya a cierta altura, podemos ahora afirmar que si la ideación suicida es un buen indicador del riesgo suicida es porque la ideación es, a su vez, un buen indicador del sufrimiento biográfico y la situación contextual desesperanzada que vive el sujeto. Es más, el diagnóstico psiquiátrico mismo es, a su vez, un buen indicador de la gravedad de los problemas mundanos con los que está lidiando la persona o, por así decirlo, de la estructura de su “yo-en-circunstancia” (1) o “ser-en-el-mundo” (13). Es por esto que no es una casualidad que a mayor número de diagnósticos (comorbilidad), mayor sea el riesgo de suicidio, y que sea precisamente la depresión por desesperanza la condición clínica (y existencial) más relacionada con el suicidio (52,53). Estos problemas cotidianos pueden ser descritos perfectamente como “dramas sociales” (54). Parafraseando al psiquiatra Clérambault: en el momento en que aparece la tentativa de suicidio, el drama vital es ya viejo (55).
Conclusiones
Tras aplicar la fenomenología de Ortega al fenómeno del suicidio, se llega a lo siguiente: los llamados “síntomas suicidas” son problemas secundarios (epi-fenómenos) respecto a los problemas primarios, que son los que enfrenta el sujeto en su experiencia ordinaria a la hora de hacer su vida. Para la comprensión clínica del suicidio, hay que ir pues a la raíz de los problemas vitales, recuperar el suelo de la experiencia vital, matriz de sentido de todos los asuntos que estudia la ciencia y, en nuestro caso, la psico(pato)logía. La conocida consigna fenomenológica “ir a las cosas mismas” significaría precisamente esta reorientación de la clínica y las conductas suicidas hacia el “mundo-de-la-vida” (Lebenswelt), hacia el “mundo vital” (Ortega) o, como diría William James, hacia “el mundo de la calle” (56). Esta fenomenología tendría su suelo en la tarea inevitable de construir una vida (identidad) biográfica y en el afronte con los problemas cotidianos radicados en y derivados del existir cotidiano que sienten y padecen las personas en sus vidas de relación, y no tanto en el análisis de síntomas, cuadros clínicos o explicaciones científicas (psicológicas o biomédicas, da igual). Estas últimas serían realidades secundarias, constructos, abstracciones, entidades inferidas, capas de teoría que alejan, a veces fatalmente, al clínico de las quejas y sufrimiento biográfico “tal y como se da”.
Se concluye en la necesidad de incorporar una mirada contextual-existencial, reteniendo las utilidades del modelo biomédico cuando se precisen, que inserte la psico(pato)logía en el contexto de los problemas vitales-mundanos de las personas. Un giro fenomenológico-cualitativo-hermenéutico que recupere la experiencia vital en el modo de entender y tratar las conductas suicidas que se atienden en contextos clínicos se hace, pues, necesario, si no urgente: es preciso centrarse más en dimensiones biográfico-contextuales del suicidio y no solo en las médico-sintomáticas.
Para terminar, pensamos que este enfoque permite una orientación terapéutica más efectiva y global, donde tienen mejor cabida todas las intervenciones de los diferentes profesionales sanitarios. Los programas de atención y prevención del suicidio deberían confeccionarse teniendo más sensibilidad hacia este enfoque.