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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.41 no.139 Madrid Jan./Jun. 2021  Epub 04-Out-2021

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352021000100010 

Dossier: Encrucijadas en la clínica con niños y adolescentes

Los adolescentes y el mundo. Un enfoque transcultural

Adolescents and the world: A transcultural approach

Marie Rose Moroa  , Laura Carballeira Carrerab  , Ana Elúa Samaniegoc  , Rahmeth Radjackd 

aProfesora de Psiquiatría del Niño y del Adolescente, Universidad Paris Descartes. Jefa de Servicio de la Maison de Solenn “Casa de los Adolescentes” de Cochin. APHP, CESP, Paris. Psicoanalista (IPA). París, Francia.

bPsicóloga Clínica. Hospital de Día Infanto-Juvenil “Pradera de San Isidro”, Hospital Universitario 12 de Octubre, Madrid.

cPsicóloga Clínica. ESM, Complejo Asistencial Universitario de Burgos.

dPsiquiatra Infantil, Terapeuta Transcultural, Maison de Solenn “Casa de los Adolescentes” de Cochin (APHP, París), Francia.

Resumen:

Los adolescentes hijos de inmigrantes, al igual que todos los adolescentes, se encuentran en la búsqueda de un sentido y de una identidad. Los hijos de inmigrantes, por la situación transcultural en la que se desarrollan, se ven obligados a conciliar su mundo de dentro (el de su familia) y el mundo de fuera (el de la sociedad de pertenencia). En el trabajo clínico con estos adolescentes se hace necesario ayudarles a encontrar nuevas modalidades de construcción identitaria que cuenten con más libertades y posibilidades. Para ello habrá que tener en cuenta sus vulnerabilidades por el riesgo transcultural, pero también la resiliencia y la potencialidad de ciertos niños para crear nuevas formas de vida a partir de la alteridad o el trauma. Y es que ¿cómo podemos pretender que los jóvenes se desarrollen si no cesamos de repetirles que están viviendo una época terrible, en un mundo en decadencia?

Palabras clave: inmigración; adolescentes; identidad; resiliencia

Abstract:

Teenagers born from immigrant parents, like all of adolescents, are looking for a sense and an identity. Immigrants´ sons and daughters, due to the transcultural situation in which they have grown, are obliged to reconcile their inner world (that of their family) with their outer one (that of the society in which they live). In the clinical practice with these adolescents, it is necessary to help them find new modes of identity with more freedoms and possibilities. Vulnerabilities associated with their transcultural risks should be taken into account, as well as their resilience and potentialities to create new ways of lives from otherness or trauma. So, how could they possibly develop if we keep on telling them that they are living a terrible era in a decadent world? The goal of every intervention aimed at adolescents should be to allow them to think that life is worth living and to believe that they will do better than us, not in terms of social mobility, but in collective terms, for the sake of common good.

Key words: immigration; adolescents; identity; resilience

Nuestro mundo se vuelve cada vez más reducido a pesar de unos medios de comunicación que deberían permitir una mayor facilidad para hablar, viajar, intercambiar, aprender los unos de los otros. Es más fácil hablar del yihadismo, el nihilismo, la violencia, los disturbios de la globalización, de la pandemia, del confinamiento que del compromiso, los valores, el deseo de viajar. En este mundo, ¿qué lugar queda para nuestros niños y nuestros jóvenes? ¿Qué se les puede prometer a aquellos que nacen hoy, y a los adolescentes que, para convertirse en adultos, tendrían que desear el mundo y querer cambiarlo? ¿Cómo permitir a estos niños construir su propia historia?

Me preocupa ver los sueños de nuestros jóvenes destruidos o ridiculizados. En ocasiones también me preocupa que no sean suficientemente combativos, y verlos renunciar ante un esfuerzo que les parece insuperable a fuerza de haberles transmitido que el mundo es injusto y aterrador, sin futuro. Me preocupa la no invitación a la diversidad en los conocimientos y en las fantasías.

Tenemos por delante una importante labor con respecto a unos jóvenes de los cuales somos, por el momento, responsables. A veces, al observarlos, reflexionamos sobre nuestra propia juventud: ¿No era la nuestra una vida mejor? ¿No eran más sólidos nuestros ideales? Todo esto no es más que un punto de vista, sin ninguna objetividad: simplemente un relato reconstruido por los ojos de un adulto, y de una época en particular. El mundo en el que nosotros crecimos no era ni mejor ni peor que este en el que vivimos en la actualidad. Pero esta perspectiva nace de la obsesión por la decadencia o por la involución. ¿Cómo podemos pretender que los jóvenes se desarrollen si no cesamos de repetirles que están viviendo una época terrible y que vamos hacia la ruina? No podemos acusar a estos jóvenes de males que no les competen, ni de destruir sus sueños o de no creer en ellos.

En lugar de tener miedo o de perder la esperanza, lo que nos piden nuestros adolescentes es que seamos auténticos y que les transmitamos historias y herramientas para la vida. Y esta transmisión no ha de suponer un lastre, sino todo lo contrario: libertad y optimismo.

Es por lo que hemos de enseñar a nuestros hijos a ser libres para construir su propia identidad, en un mundo en el que a veces no les da ganas siquiera de salir de sus propias casas. Ser libres para querer cambiar el mundo, pero sobre todo dotarlos de medios para lograrlo.

Pero no es tan fácil creer en nuestros niños, y ofrecerles una mirada comprensiva. Para el metafísico Marcel Conche, sea cual sea la posición filosófica que adoptemos, estamos obligados a pensar la condición de los niños (1). Desde esta condición, hemos de sacar a la luz las violencias a las que son sometidos en nombre de lo que cada sociedad considera necesario para crecer y convertirse en un adulto. Y sea cual sea la sociedad, esta dosis siempre es grande. En ocasiones, se sitúa en forma de diferentes expectativas o proyecciones, pero en cualquier caso esta violencia está siempre presente. Sin duda, existe una dosis necesaria e inescrutable, la violencia de la realidad, por así decirlo. No obstante, cabe la legítima pregunta acerca de la intensidad de dicha violencia, sobre la universalidad de las presiones que ponemos sobre ellos, los niños, del temor o de la decepción que depositamos con tanta facilidad sobre ellos.

En otros tiempos difíciles, tras la Segunda Guerra Mundial, el brillante Winnicott, pediatra y psicoanalista inglés, insistía en que el objetivo de toda intervención dirigida a los niños tenía que ser permitirles pensar o volver a creer que “la vida merece la pena de ser vivida” por uno mismo y por los demás. Este objetivo sigue siendo hoy en día más actual que nunca. Y de manera aún más optimista, ¿qué es lo que podría permitir “criar a niños capaces de construir un mundo mejor que el que reciben de nosotros”? Georges Devereux, el creador del enfoque clínico transcultural, pensaba que la que puede permitir este cambio, este progreso, este “suplemento de alma”, es la psicología infantil (2,3).

Desde mi punto de vista, más allá de la psicología, creo que se trata de una tarea de todos los padres y de toda la sociedad al completo: creer que nuestros niños son creativos y que lo harán mejor que nosotros, no en términos de movilidad social, sino en términos de lo colectivo, del bien común.

Esto es lo que me han enseñado los niños a los que trato. He conocido niños y adolescentes de aquí que han perdido sus ganas de vivir, que tienen miedo a ir al colegio, que atacan su cuerpo o su vida. He conocido también adolescentes de familias del mundo entero que han emigrado para venir a nuestro país a protegerse o simplemente a sobrevivir. Así mismo, he conocido aventureros, verdaderos “Don Quijotes” de los tiempos modernos, que atraviesan Europa y los mares para venir, solos, a probar su suerte en Francia o seguir su camino hacia Inglaterra. En cada encuentro con Solenn, Marie, Antoine, Ali, Massoud, Soledad, Vicky, o con cualquiera de sus hermanos o hermanas, me digo, qué suerte he tenido de cruzarme en su camino, qué suerte que me permitan intervenir en su vida, para ser una mediadora entre ellos y el exterior, y encontrar juntos la mejor manera de interactuar con el mundo.

Recuerdo, por ejemplo, un ingenioso adolescente que en el grupo de expresión verbal que dirijo en la “Maison des adolescents” me decía: “Señora, ¿no está harta de ocuparse de adolescentes? Nos dicen que somos desagradables y decepcionantes, y a veces lo percibimos en los ojos de nuestros padres, pero también de nuestros profesores… ¿Por qué usted no es así?”.

Y yo le respondí casi sin pensar: “Porque sois queribles…”.

“¡Eso es porque usted está viendo lo que vamos a llegar a ser!”

Me pareció que su réplica era más pertinente que la mía: Ver las posibilidades que hay en ellos.

La lección que nos dan estos adolescentes que se plantean preguntas existenciales sobre ellos mismos, sobre los adultos, sobre sus padres y sobre el mundo, sirve para todos los adolescentes en su diversidad, y aboga por que reconozcamos su recorrido en nuestra sociedad multicultural, demasiado fría y normativa, que no otorga a todos sus niños las mismas oportunidades y posibilidades.

Ciertamente, se dice que la adolescencia es la mejor época de la vida y a menudo así lo es. Sin embargo, al mismo tiempo, la asociamos con el aburrimiento, la rebeldía, la emergencia de la sexualidad, las transgresiones, los cuestionamientos identitarios, la necesidad de utopías. Nos olvidamos de nuestra adolescencia en cuanto salimos de ella, al menos en parte y en sus aspectos más característicos. Y nuestra sociedad con frecuencia tiene la tendencia a considerar que los adolescentes hacen demasiado, o no hacen suficiente. Algunos van a vivir adolescencias interminables y se van a echar atrás en el momento de entrar en la vida activa: se les criticará por su indolencia y falta de responsabilidad; otros van a emprender precozmente a partir de intuiciones o capacidades propias en el ámbito de la creación virtual o de la informática, por ejemplo, y entonces se les criticará también porque invierten el orden de las cosas: primero aprender para después actuar en el mundo de los adultos, “el verdadero mundo”. Con todo, lo que caracteriza a la juventud es la necesidad de inventar, innovar, imaginar formas de actuar, modificar las jerarquías, vivir, comprometerse, experimentar todas las formas de libertad, formas adaptadas a su tiempo y a su subjetividad. Sin duda existe algo de transgresión en toda adolescencia, un deseo de emanciparse de la tutela y los consejos parentales, o de los adultos que creen tener el saber. Pero es mucho más que eso. Es, ante todo, una forma de compromiso con la vida, de invención de formas y de maneras que corresponden a esta edad de la diversidad, de la necesidad de realizarse y de pensar y de hacer por sí mismos.

Estos niños, estos adolescentes, nos fuerzan también a avanzar en la creación de imaginarios de la diversidad, tanto en lo psicológico como en lo social y cultural. Estos imaginarios son importantes para no renunciar a cambiar el mundo, o al menos su vinculación con un mundo donde haya un lugar para todos y cada uno de nosotros. Y, como dice el escritor Alain Mabanckou (4), “rechazar la sectorización del imaginario”.

Ser padres hoy en día es ante todo asumir este imaginario y esta visión del futuro, de los futuros, de las posibilidades, para el adolescente y el mundo.

Arturo, el adolescente que busca palabras para hablar de la ruptura

Aquel día llegó a la “Maison des adolescents1 un chico joven que se quedó largo rato en la sala de espera sin preguntar nada a nadie. Al cabo de un rato, el educador le preguntó si le gustaría que alguien le atendiese. Él contestó que no tenía prisa y quería esperar un poco antes de ser atendido. Dos horas más tarde, decido recibirle junto con el educador. Al proponérselo, acepta de buen grado, con una bonita sonrisa, y se sienta junto a nosotros, agradable y cortés. Sin embargo, al igual que en la sala de espera, no dice nada. En un primer momento, respeto su silencio y lo observo. Él, a su vez, nos observa a nosotros. Permanecemos así, tranquilamente. Ocasionalmente le hago alguna pregunta, a la que él no responde, sin perder la sonrisa. Es un chico alto y esbelto que tiene –a eso sí me contesta– quince años. De vez en cuando se mira las manos. Yo se las miro también. Me dice “Soy muy negro…”, a lo que yo respondo: “¿Cómo te llamas?”. “Arturo”. Intercalo mis preguntas con largos silencios, para darles a estos más valor. Pero estas preguntas no interesan a Arturo, por lo que decido no preguntarle más y decirle lo que observo de él. Le digo que, sin duda, sus padres han venido de muy lejos. Su color de piel y su nombre me hacen pensar que su familia viene de un país africano lusófono. Él asiente y me dice que su familia es de Angola. Conocedora de la historia de este país, y en particular del alto coste que ha tenido la guerra, le digo que imagino que sus padres son personas muy valientes, como todas aquellas que emigran, y también como todas aquellas que han vivido en un país en guerra. Esto parece avivar su interés, pero después vuelve a perderse en sus pensamientos y sin duda en las contradicciones que lo habitan. De pronto, me dice: “Yo soy negro, y usted no me ha dicho nada sobre eso, cuando es lo que me suele ocurrir, ¡y eso es lo que me genera problemas!”. Se levanta bruscamente y dice que se va a marchar. Le propongo que vuelva con sus padres a la consulta transcultural y le pregunto si necesitarían un traductor. “Sí, ellos hablan varias lenguas africanas y portugués”.

Un mes más tarde, viene con sus padres. En el momento de entrar en la consulta, se da media vuelta, de manera que solamente sus padres se quedan con nosotros, un poco desconcertados –tanto ellos como nosotros– por este adolescente que no es capaz de hacer cohabitar sus dos mundos, el de sus padres y el de aquí. Los padres toman asiento y nos cuentan su historia de migración, el daño por la guerra y por el exilio. La madre nos cuenta el nacimiento de Arturo, cuando llevan solo unos meses en Francia y ella se sentía muy sola. Experimentaba sentimientos ambivalentes: una cierta seguridad por estar lejos de la guerra, de sus conflictos y temores, pero también temor por estar sola, sin sus figuras maternales, y sin todas aquellas mujeres que le podrían haber servido de hermanas o de comadres en ese nuevo mundo que se parecía tan poco a lo que ella había imaginado. En esta época, ella vivía con su marido en una situación de precariedad mucho mayor que la que tenían en Angola. Recuerda la sensación de extrañeza que experimentó durante el embarazo, que no se atenuó hasta varios meses después del nacimiento del niño. La madre se preguntaba cómo iba a hacer para que este niño se pareciese a todos los demás niños que ella había visto crecer en su entorno. No se atrevía a hablar de esto con nadie, y refiere que de hecho es la primera vez que lo dice en voz alta. Ni siquiera se había atrevido a compartir con su marido sus inquietudes y sus dificultades para imaginar qué iba a ser de este niño nacido aquí. En ese momento, su marido comenta que él también se planteaba estas preguntas, pero que no quería sobrecargar a su mujer con sus dudas y temores, sobre todo porque la notaba a menudo triste y pensativa. En efecto, la madre vivió una auténtica depresión postparto, y las inquietudes, que habían disminuido, vuelven con la adolescencia de Arturo, que de nuevo le resulta ajeno y extraño. Progresivamente disminuye su rendimiento escolar y se comporta con su familia como un adolescente “francés” que, según la madre, no respeta nada, ni dentro ni fuera de casa. Rechaza incluso la comida, que tacha de “desfasada”, y la autoridad de su padre, que tilda de “anticuada”. Así, la madre vuelve a rememorar sus sentimientos ambivalentes, que había vivido durante el embarazo y en los meses posteriores.

No hay duda de que el trabajo de construcción identitaria de los adolescentes hijos de emigrantes ha reactivado, en el caso de Arturo y de su madre, dudas e incertidumbres de la época en la que llegaron a Europa, y del nacimiento de este niño tan singular, un niño que nace en un mundo diferente al de sus padres, y que va a pertenecer más que ellos a este otro mundo. A Arturo le cuesta expresar lo que siente y tiene dificultades para hacer cohabitar en su interior sus mundos y sus idiomas, su vínculo con esta madre con la que vivió un primer periodo de su vida lleno de tristeza e incertidumbre, su vínculo con este padre tan desvalorizado por el mundo exterior francés, que no ve en él más que un trabajador precario, en lugar del hombre valiente que ha sido, y su deseo de ser como los demás adolescentes, de aquí, con las mismas oportunidades y los mismos deseos. Sus padres lo ven como un extraño y también es extraño para el mundo externo, y él acude a la consulta con esta doble extrañeza, siendo incapaz de quedarse porque no puede unir esos dos mundos. Para eso necesita una guía, y esa será nuestra función, mediante el reconocimiento del mundo de sus padres como sostén y como espacio intermediario a su construcción identitaria. “Para ser de aquí, tienes que estar orgulloso del lugar de donde vienes”, dijo su padre en la segunda consulta, en presencia de su hijo, cuando finalmente pudo venir y estar en presencia de las dos figuras de apego que luchan en su interior. Hasta que encuentre sus propias palabras para pensarlo, para decirlo, no conseguirá ser un verdadero adolescente de aquí procedente de otro lugar, encontrando más libertad psíquica y pudiendo afrontar su destino de niño mestizo.

La Consulta Transcultural

La Consulta Transcultural es un dispositivo especializado para aquellos casos en los que se estima que existen factores culturales o factores ligados al contexto migratorio que median en la psicopatología y dificultan la evolución y el tratamiento (5).

Se trata de un dispositivo de geometría variable, siendo el grupo transcultural uno de sus elementos más originales. Se trata de un grupo multicultural y políglota, compuesto por varios terapeutas de orígenes culturales diversos, y de un intérprete-mediador cultural, que intervienen de manera conjunta con el niño y su familia (6). Los coterapeutas provienen de marcos teóricos múltiples, aunque todos ellos cuentan con formación psicoanalítica y están sensibilizados en cuestiones antropológicas (7).

En este dispositivo, la cultura de la familia y sus diferentes afiliaciones forman parte integrante del proceso terapéutico. Se abordan temas como la experiencia migratoria, el mestizaje cultural, la transmisión transgeneracional y las representaciones culturales sobre el origen de los síntomas y del sufrimiento psíquico.

Los terapeutas intervienen presentando sus puntos de vista, utilizando a menudo aspectos de su propia cultura de origen o de su propia experiencia migratoria. De este modo, el grupo materializa la alteridad y la utiliza como una herramienta terapéutica. La heteronarrativa grupal da pie a un diálogo acerca de la complejidad cultural en las situaciones de mestizaje, favoreciendo el descentramiento cultural (7).

El grupo funciona como un espacio transicional en el sentido winnicottiano: un lugar de acogida y escucha que permite al paciente hablar de sus representaciones culturales. El grupo se convierte en un espacio de transición: frente a la escisión migratoria, el grupo funciona como mediador que hace posible la integración entre la cultura de origen y la del país de acogida. Este encuadre grupal es coherente con el enfoque colectivista de los cuidados, típico en las sociedades tradicionales (8).

Son las palabras, más que los territorios, las que nos sostienen y nos arraigan

El título de este párrafo se inspira libremente en una frase del gran filósofo Lévinas, que en una entrevista dijo más o menos esto. Efectivamente, los adolescentes hijos de inmigrantes, al igual que todos los adolescentes, se encuentran en la búsqueda de un sentido, de identidades complejas, de historias que representan sus múltiples facetas, como todos los adolescentes de Europa hijos de migrantes, como todos los adolescentes del mundo fruto de las migraciones de sus padres y de los desplazamientos de la historia. Debido a las crisis, las guerras, las elecciones o las necesidades, los migrantes son hoy en día tan numerosos en el mundo que pronto supondrán un número mayor que aquellos que viven y mueren sobre el mismo territorio. Va a hacer falta, por tanto, encontrar modalidades de construcción identitaria que no se arraiguen en el territorio, sino en todo lo que se lleva encima: las palabras, los recuerdos, los pensamientos, los cuerpos… Identidades efímeras pero consistentes que nos permiten sentirnos vivos, pensar, actuar y vincularnos unos con otros.

Los adolescentes pueden emigrar ellos mismos durante la infancia o la adolescencia, o nacer aquí en familias que han emigrado antes de su nacimiento. Trataremos ambas situaciones, aunque exista diferencia entre ellas: en la primera, los niños viven directamente el impacto de la migración; en la segunda, les es transmitido. En ambos casos, estos adolescentes se encuentran en una situación transcultural en la que es preciso conciliar su mundo de dentro (el de su familia) y el mundo de fuera (el de la sociedad de pertenencia). El impacto de esta situación transcultural sobre la construcción psíquica de los adolescentes es lo que vamos a abordar.

Abordar hoy en día el tema crucial de los adolescentes de la segunda generación de inmigrantes es una tarea muy delicada. Convertirlo en objeto de estudio epistemológico y clínico constituye un gran desafío, pero vemos un desarrollo de numerosos estudios sobre este tema, que se ha convertido en sumamente moderno e internacional (9). Por ejemplo, en Europa, un metaanálisis, ya un poco antiguo, mencionado en la Resolución del Parlamento europeo del 2 de abril de 2009 sobre la educación de los hijos de inmigrantes (10), mostró que había mayores dificultades escolares para los hijos de inmigrantes que para los demás, con dificultad a nivel de los aprendizajes preescolares y lingüísticos –con un retraso del lenguaje que se acentúa con la edad y que se vuelve muy marcado en la adolescencia– (11). Otros trabajos muestran que el fracaso escolar es significativo, y se observa una pérdida de oportunidades de los adolescentes hijos de inmigrantes, frente a los autóctonos de nivel social comparable (12). Además, se conocen las modalidades que permitirían a los adolescentes evitar este riesgo transcultural: el reconocimiento de sus idiomas, de sus afiliaciones y de sus historias (9). La cuestión del colegio es crucial, porque determina en parte el futuro de estos adolescentes en la sociedad de acogida de sus padres, que es su sociedad de pertenencia. Sin embargo, las dificultades de estos adolescentes van más allá de la esfera escolar y tienen que ver con la construcción de su propia identidad y de su lugar en un nuevo mundo.

De hecho, partiendo directamente de la clínica con estos adolescentes y de las cuestiones que me plantean, podemos ver cómo los parámetros culturales van a complicar los análisis individuales y las cuestiones sociales. Es necesario integrar el conjunto de estos datos en toda reflexión, si se desea que sea heurística, clínica y terapéutica, para desarrollar modalidades de atención sanitaria adaptadas.

El proceso migratorio parental

Existen diversos tipos de migración: migraciones internas, del campo a la ciudad; migraciones externas, de un país a otro, o de un continente a otro… También existen rupturas violentas, sin moverse de lugar, como todas aquellas relacionadas con eventos traumáticos como la guerra, las catástrofes naturales… Se trata de circunstancias diversas, por lo que aquí nos limitaremos solo a un tipo de proceso, polimorfo en sí mismo: el traslado de un país a otro, y el exilio que conlleva. El proceso migratorio se considera aquí como un acto psíquico: por la ruptura que implica a nivel del marco externo, la migración supone por extensión una ruptura a nivel del marco cultural interiorizado del paciente, dada la equivalencia entre la estructuración cultural y la estructuración psíquica (13).

De este modo, la migración es ante todo un fenómeno sociológico inscrito en un contexto histórico y político. Las razones por las cuales se emigra son numerosas. En ocasiones, se trata de una migración forzosa por motivos políticos, mientras que otras veces es por razones económicas. A veces se decide emigrar buscando una vida mejor en otra parte. Otras veces se emigra por ansia de libertad individual, de aventura o de exotismo. A partir de esto, se entiende que a la experiencia de emigrar en sí misma se le añade aquella de las circunstancias que han motivado esta migración. Por ejemplo, los refugiados políticos que han sufrido torturas o violencia de todo tipo en su país tienen un pasado pre-migratorio traumático que va a influir en la manera en la que vivan el exilio. Y aunque sea deseada o escogida, toda migración es un acto valiente que compromete la vida del individuo, e implica modificaciones en el conjunto de la historia familiar. Por otra parte, los relatos sobre las migraciones nos hacen pensar que, a veces, los motivos de la migración, a pesar de ser elegidos, son ambivalentes: deseo de marcharse y miedo de dejar a los suyos, modos de resolución de conflictos familiares y culminación de una trayectoria de ruptura o de aculturación en el seno de su propio país… La migración, y de ahí su grandeza existencial, es un acto complejo, ambiguo, profundamente humano.

Sin embargo, sean cuales sean las motivaciones de este acto, la migración es potencialmente traumática, no en el sentido negativo del término, sino en el sentido psicoanalítico: un trauma que va a inducir necesariamente reorganizaciones defensivas, adaptativas o estructurantes. Es preciso distinguir varias dimensiones de este traumatismo migratorio (14; p.8): “1- El traumatismo clásicamente descrito por la teoría psicoanalítica que podría definirse como un repentino flujo pulsional no elaborable y no susceptible de ser reprimido, por la falta de angustia en el momento en que acontece”. Freud, y el psicoanálisis en general, reconocen tres significados de la noción de traumatismo: “la de un impacto violento, la de una ruptura y la de las consecuencias sobre el conjunto de la organización”. Además de este primer tipo de traumatismo, Nathan diferencia otros dos: “2. El traumatismo ‘intelectual’ o el traumatismo del ‘sinsentido’, modelo proporcionado por G. Bateson en su definición del ‘doble vínculo’; y finalmente un tercer tipo, el traumatismo de la pérdida del marco cultural interno a partir del cual se entendía la realidad externa”. Cuando existe un trauma migratorio, se trata generalmente del tercer tipo, pero puede estar asociado también a los otros dos tipos, sostenido por interacciones inevitables y complejas entre dimensiones afectivas, cognitivas y culturales.

El trauma migratorio no es permanente ni inevitable. No obstante, puede tener lugar independientemente de la personalidad anterior de la persona emigrada. Los factores sociales desfavorables (en el país de origen o en el de acogida) son factores agravantes, al igual que la manera en la que la persona sea acogida en el nuevo país. Además, cuando aparece, este traumatismo no implica necesariamente consecuencias patológicas. En ocasiones se convierte, como cualquier traumatismo, en estructurante y portador de una nueva dinámica para el individuo, incluso como facilitador de una metamorfosis. La migración puede, por tanto, ser también portadora de potencialidades creadoras. De ahí la necesidad de identificar factores que permitan contener el riesgo transcultural y, al mismo tiempo, transformarlo en potencialidades creadoras para el individuo y las sociedades.

El trauma migratorio es vivido directamente por los padres y transmitido a los hijos en forma de un relato idealizado. A menudo se transmite una versión diferente, como una aparente necesidad, cuando en realidad pudo tratarse de una elección. También puede transmitirse en forma de un dolor no elaborado, incluso destructivo. Para los adolescentes hijos de emigrantes, este nudo de la historia parental va a constituir una matriz de fantasmas, de hipótesis, de construcciones especulares de los fantasmas parentales, que en algunos casos serán enriquecedores y creativos, pero también neuróticos y estériles. Por ejemplo: cierto hijo de inmigrantes cuenta que su padre se marchó de su país para que sus hijos sobreviviesen, ya que previamente habían fallecido dos de sus hijos. Otro me cuenta que su padre emigró, como un aventurero, para iniciarse en otro mundo como otros se inician en la selva. Otro recuerda haber oído durante una comida familiar que su tío emigró para devolver una deuda: había robado unas joyas, tras lo cual entró en prisión y fue liberado bajo fianza, que tuvo que devolver. Tantos fragmentos de vidas detenidas, pero en ocasiones también reanimadas, revitalizadas por la migración. Verdaderas odiseas, a veces truncadas, otras veces puestas en marcha por la migración, y que el adolescente ha de inscribir en su historia.

Los adolescentes han de negociar entre lo similar y lo distinto

Aquello que se moviliza durante el proceso adolescente es bien conocido (15). La transformación física de la pubertad enfrenta al adolescente con una obligación: adquirir una identidad sexual, para lo que ha de retomar los conflictos postergados durante el periodo de latencia: reelaborar el conflicto edípico de la fase genital y los conflictos fantasmáticos primarios. El adolescente se ve forzado a un trabajo psíquico considerable, en el sentido en que debe “modificarse”, aceptar las diferencias que lo separan del “yo niño”; las físicas, por supuesto, pero también las psíquicas, que lo harán único, sin dejar de mantenerlo en su linaje (13).

Los cuestionamientos angustiantes en los que se encuentra el adolescente respecto a su identidad sexual son reforzados por el sentimiento de inadecuación o de extrañeza frente a su nueva imagen corporal. El acceso a la identidad sexual obliga a hacer un duelo de la megalomanía infantil y de una bisexualidad omnipotente. Abandonar esta omnipotencia infantil moviliza las capacidades del individuo para evolucionar, frente a este extraño estado desconocido: el de ser adulto.

Se trata de una experiencia ambivalente de transformación de los puntos de referencia y surgimiento de significados que pone en marcha las defensas del individuo contra lo nuevo, pero también su capacidad para aprehender lo desconocido, para lo que no se está preparado. Se trata de un viaje interior, desestabilizante, que en el caso de los adolescentes hijos de inmigrantes pone a prueba los imagos parentales a través de, por ejemplo, preguntas sobre las emociones ligadas al viaje migratorio de sus padres y con los recuerdos –a menudo de pérdida dolorosa– que conllevan.

La adolescencia, por medio de las modificaciones que introduce en el cuerpo en su condición de referencia última, recuerda y hace emerger a la superficie las fragilidades relacionadas con las separaciones precedentes y con las rupturas de continentes, especialmente aquellas del marco cultural externo, como envoltura sensorial, organizadora y estructurante (16).

Es en este momento cuando la ruptura migratoria vivida por los padres se transmite al niño, reapareciendo en forma de angustias de ruptura, como en la historia de Arturo, al inicio del texto. Las experiencias de falta de sentido que pueden vivir los adolescentes en este mundo tan amenazador e imprevisible toman por tanto un cariz traumático en esta reelaboración de su pasado, especialmente si no transcurre como inicio progresivo de su propia historia (15).

El adolescente tendrá que negociar su identidad entre estas dos polaridades, entre lo similar y lo distinto. Deberá identificar las similitudes y las diferencias para construirse como un ser autónomo. La adolescencia es un momento que supone potencialidades de resolución, pero que incluye también un riesgo de desestructuración inherente a este proceso vital de reconstrucción. Se hace necesario un sostén narcisista de la personalidad, como garante de un sentimiento de continuidad psíquica: mantener esa continuidad, permaneciendo en interdependencia con la percepción de la alteridad y de la diferencia (diferencias frente a otros adolescentes, en particular los autóctonos, diferencias respecto a sus padres…).

El adolescente, planteándose preguntas sobre su historia, cuestiona también sus vínculos de filiación con aquellos que lo han engendrado y sus vínculos a las afiliaciones que se le han transmitido. Para el adolescente hijo de inmigrantes, este paso es más complejo por la no continuidad del continente cultural que estructura los vínculos de filiación y de afiliación.

De hecho, el distanciamiento con los padres y el movimiento de desidealización que conlleva pasan por un desafío a los valores parentales, así como a las maneras de ser y de comportarse de estos. En ocasiones, los adolescentes pierden la admiración que profesaban a sus padres, ya no quieren ser como ellos, los critican y los juzgan; en otras ocasiones, o alternativamente, les asusta su fragilidad y los protegen de cualquier cuestionamiento o ataque.

Hay mil y una formas de construirse, pero lo más frecuente es que tengan la necesidad de tomar distancia respecto a los imagos parentales ideales, y que transformen sus “ideales del yo” con nuevas figuras de sustitución que encuentran: en la pandilla, en el grupo, en la sociedad y en todo el mundo, hasta el punto de que las identificaciones colectivas se mundializan, como por ejemplo en la cuestión de las radicalizaciones islámicas.

La inevitable conflictividad entre lo intersubjetivo y lo colectivo

Los adolescentes inmigrantes están, por tanto, sometidos a una realidad doblemente exigente: la de cortar los lazos con su cultura sin que necesariamente tengan que distanciarse de sus orígenes familiares debido a los profundos vínculos afectivos que suponen. Sin embargo, estos vínculos afectivos suelen ser a veces ambivalentes, incluso conflictivos.

Es por tanto importante no escuchar el discurso de estos adolescentes sobre sus orígenes en un primer nivel, sino comprendiéndolos en su complejidad y en esta inevitable conflictiva.

Podemos traer aquí las palabras “Soy de aquí y esto es todo; no quiero oír hablar de las cosas del país, todo lo que tiene que ver con el país está anticuado…”. En efecto, la transición entre el sostén narcisista que ofrecía hasta ese momento el cumplimiento del Ideal parental a aquel que el sujeto encuentra en los valores de su grupo de edad no es sencilla.

Los nuevos encuentros identificatorios y las posibilidades de investiduras ofrecidas por el grupo como figura de desplazamiento y mediación, supuestamente, deberían servir de apoyo alternativo, a partir de un movimiento de desidealización y de desinvestidura de los padres. Sin embargo, no son siempre utilizables por los adolescentes de la segunda generación. El mundo europeo no se presta fácilmente a las identificaciones que podrían permitir una afiliación flexible y mestiza.

Pero ¿qué les transmiten los padres a sus hijos adolescentes respecto al tema de la migración?

“La diversidad es mi lema”

El recorrido por el viaje parental permite centrarse en una cuestión esencial de los adolescentes y de sus padres: la cuestión de la transmisión. ¿Qué se ha de transmitir en situación transcultural, y cómo hacerlo? ¿Y de qué pueden apropiarse los adolescentes? Es importante hacer este recorrido para comprender lo que viven los adolescentes llamados “de la segunda generación”, expresión que parece borrar toda la historia familiar y colectiva que ha precedido a la migración, como si su historia comenzase con la migración de sus padres.

“La diversidad es mi lema”. Así lo expresa Jean de la Fontaine en la fábula Paté de anguila, fábula que nos recuerda que la diversidad debe ser pensada y actuada: una cuestión tan vieja como el mundo que es de gran actualidad hoy en día.

Frente a esta situación de mestizaje y de construcción de nuevas formas de identidades complejas, al igual que frente a cualquier otro acontecimiento que intervenga en el proceso de desarrollo del niño, hay que tener en cuenta cuatro factores. El primero es la vulnerabilidad (o invulnerabilidad) que conforman las capacidades de defensa pasivas del niño y del adolescente. La vulnerabilidad es secundaria a los eventos vitales y a los factores de riesgo. Pero no hay que olvidar las otras tres, que son: la competencia, que se refiere a las capacidades de adaptación activa del bebé y del niño a su entorno; la resiliencia, que se refiere a los factores internos o ambientales de protección; y la creatividad, que da cuenta de la potencialidad que ciertos niños poseen de inventar nuevas formas de vida a partir de la alteridad o del trauma. Es necesario poder pensar en otra forma de dotar a estos adolescentes de más libertades y de más posibilidades.

¿A quién me parezco?

En la necesaria redefinición de lo similar y de lo distinto que todo adolescente debe alcanzar, el momento de elección de la pareja sexual, que probablemente pertenecerá a un mundo cultural diferente al de sus padres, es un momento crítico. La elección de pareja, sobre todo en la adolescencia, donde todos los mecanismos están en plena reestructuración, entra en ocasiones dentro de una lógica traumática. Estos encuentros no preparados y no mediatizados por el grupo familiar, y aún menos por el grupo social, transcurren también a veces como fenómenos traumáticos. ¿A quién me parezco, y quién se parece a mí? ¿Quién es igual que yo y quién es el otro? ¿Qué es lo que me ha sido transmitido? ¿Qué es lo que me corresponde transmitir a mí? ¿Cuáles son mis orígenes? En este contexto se planteará la cuestión de la elección de pareja. La pregunta acerca de las afiliaciones es necesariamente cultural. En Occidente, la pareja es sobre todo una cuestión individual, pero sabemos que existe un determinismo social importante en el matrimonio y los emparejamientos. En otros lugares, en las sociedades tradicionales, el matrimonio es principalmente una elección familiar. Por supuesto, habría que hablar de las representaciones de la mujer del hombre aquí y en otros lugares, de sus funciones, en ocasiones cambiantes y complejas, y de sus maneras de conocerse. Habría que hablar, por ejemplo, de los problemas específicos de las jóvenes magrebíes o del África negra, que son llevadas de vuelta a su país porque reivindican un lugar diferente de aquel que el grupo tradicionalmente les ha impuesto, el lugar –quizás idealizado– de la mujer occidental. Estas preguntas requieren un análisis antropológico y sociológico profundo. Pero, ciñéndonos al ámbito clínico, hemos de evitar juicios que serían ideológicos y que empañarían nuestra posición como profesionales sanitarios. Las intervenciones sociosanitarias torpes o inoportunas son a menudo ineficaces, incluso tóxicas. La intervención ha de ser meditada e individualizada, teniendo en cuenta la situación individual y el contexto familiar y social.

La elección de la pareja es un momento de inscripción casi definitiva del adolescente en la sociedad de acogida. Se planteará la cuestión de la pertenencia de sus futuros hijos y de los vínculos con su propia familia. Es un momento de gran vulnerabilidad para el adolescente, y de especial fragilidad para la familia. No es infrecuente ver al padre descompensarse en forma de neurosis traumática o de depresión grave. El padre es en general el que se ve amenazado por esta inscripción, porque lleva a la pregunta de la filiación y de las afiliaciones (17). Hasta la adolescencia, el hijo de inmigrantes recurría a la escisión fenomenológica del ser con el fin de conservar sus vínculos con los dos mundos que lo rodean, mundos que son vividos como irreconciliables, incluso contradictorios. Pero durante la adolescencia, uno debe realmente mezclarse. El mestizaje cultural de los adolescentes pasa por una doble integración de las referencias propias de cada uno de sus mundos, por el conocimiento más o menos adecuado de las reglas implícitas de cada sistema cultural y por la recreación de este nuevo sistema mestizo. Este mestizaje los fragiliza, pero también puede ser enriquecedor, siempre que los dos polos culturales sean reconocidos y aceptados por el individuo, lo cual no es sencillo en la adolescencia, periodo de construcción de la identidad, de dudas y de cuestionamientos.

No forzar a los adolescentes a vivir en el aislamiento cultural

¿Cómo aceptar las diferencias de cada niño? ¿Cómo reconocer las historias, los recorridos, los conflictos, pero, sobre todo, los movimientos de vida y los vínculos que permiten reconocerse en el otro? Es sorprendente que, en cuanto se habla de lazo social, se tenga miedo de los grupos de inmigrantes y de los grupos de jóvenes inmigrantes, como si reconocerse en un grupo, aunque sea de manera parcial o transitoria, no fuese una necesidad de cada individuo. Especialmente, este sentimiento de pertenencia permite a los padres criar a sus hijos sin sentirse solos, sin tener la sensación de educarlos a contracorriente.

Las condiciones en las que se recibe a los emigrantes en Europa deberían evolucionar para favorecer la construcción de lazos entre los grupos y las personas, y no condenarlos al aislamiento por falta de apertura. Sin esto, no queda otra opción que la cultura del retraimiento, de la desaparición, de la ausencia, incluso de la vergüenza, que tendrá un gran impacto sobre el desarrollo de niños y adolescentes a nivel de la autoestima y de narcisismo. Por tanto, lo que necesitan los hijos de emigrantes no es pertenecer a un solo grupo, sino la pluralidad en los vínculos, como todos los demás niños. Los jóvenes necesitan grupos, lazos, modelos y experiencias.

La segunda generación: ¿una invención útil?

Si existe una segunda generación denominada “de hijos de inmigrantes” que se hace notar particularmente en la adolescencia es porque, bajo mi punto de vista, existe una experiencia social compartida, aquella de ser considerada como “hijos de inmigrantes” o de “ser la segunda generación”, según las palabras utilizadas por Pap Ndiaye (18) para justificar la categoría “Negros de Francia” o “de Europa”. Si esta categoría se ha impuesto, según una manera de pensar que proviene de Estados Unidos, es porque hay una presunción de discriminación. No se trata tanto de que haya una esencia en ser “negro” o “hijo de inmigrantes”, sino que se trata de una experiencia de discriminación, una experiencia social compartida que los propios adolescentes de fuera tratan de borrar: “soy como los otros”, “soy como aquellos nacidos aquí”… En otras palabras, utilizando las de Pap Ndiaye (18; p.87], aplicado a la categoría “hijos de inmigrantes”: Si hay hijos de inmigrantes en Francia y en Europa, es porque socialmente se les considera de este modo.

Ser “hijo de inmigrantes”, así como “ser negro”, proviene de una identidad no solo no escogida por los propios adolescentes, sino establecida generalmente a partir de experiencias sociales marcadas por diversos procesos de dominación, de un encuentro desagradable con las instituciones –empezando por la escuela en el caso de los más pequeños, y con el sistema judicial y policial en el caso de los más mayores–. Pap Ndiaye propuso, para comprender la construcción de la categoría “negros”, y que aplicaremos aquí para toda la segunda generación, la distinción entre “identidad fina” e “identidad espesa”. Esta distinción resulta para nosotros muy útil. “La identidad fina es el menor denominador común de semejanza a un grupo dado, a través de una identidad establecida” (18; p. 87). La categoría “hijos de inmigrantes” proviene, según nuestro punto de vista, de la identidad fina. “La identidad espesa depende de la cultura y de los orígenes compartidos de los grupos sociales. Se expresa a través de un mundo asociativo rico, basado en los orígenes” (18; p. 88). La categoría “hijos de inmigrantes” es, por tanto, útil para pensar los efectos de la discriminación sobre los propios adolescentes y los desafíos identitarios a los cuales son confrontados, más que por definir una entidad en sí misma. En el interior de esta “maleta”, los adolescentes son únicos, heterogéneos, y pueden combinar varios factores de riesgo individual, familiar y social, además del riesgo transcultural.

Fomentar el encuentro

Los estudios actuales sobre los adolescentes hijos de inmigrantes demuestran que estos no presentan patologías específicas, sino que viven en una situación transcultural que los vulnerabiliza. No obstante, son plenamente capaces de inventar maneras de ser y de hacer, nuevas y creativas, siempre que hayan logrado inscribirse en un doble proceso de transmisión, de dentro y de fuera, y hayan conseguido crear lazos entre esos mundos (14,16,17). Es decir, siempre y cuando estén “inscritos”, en lugar de “asimilados” o anulados. Se trata de una creatividad profundamente contemporánea, la de los desplazamientos y de los mestizajes, que está especialmente encarnada por los adolescentes en búsqueda de ideales y de un sentido. Encontramos una fuerza creadora a la que antaño, en países como Estados Unidos, se le daba un gran valor. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, en este país se acogía de manera digna a los inmigrantes, dándoles el lugar de aquel que viene del exterior, a quien hay que darle espacio y que deberá encontrar por sí mismo una estrategia de mestizaje. Así, podemos ver en el interés de Hannah Arendt por Estados Unidos (19), la oportunidad que representaba para los judíos provenientes de Europa este país, que “concedía la ciudadanía sin la condición de la asimilación”.

Pasar de la precariedad y de la duda sobre sí mismo y sobre su herencia a un nuevo ser en el mundo –un ser en el mundo mestizo, abierto y plural–. Siendo aquí entendido el mestizaje como el producto de esta doble transmisión parental y social, una transmisión compleja y en ocasiones violenta, doblemente violenta. Observar las cosas desde lo más personal, desde el interior, desde lo infinitamente pequeño, conduce a fomentar una cierta anormalidad según los términos empleados en otro campo por Joyce McDougall (20), una ética de la fragilidad y de la complejidad. Sin embargo, la posición interna es la misma: la clínica cotidiana, la preocupación por los procesos de construcción conscientes e inconscientes llevan a hacer necesario en estas situaciones límite dejar espacios de negociación con la alteridad, espacios de juego, espacios de diferencias, para evitar demasiado dolor o demasiada violencia ejercida al otro.

Todo es cuestión de encuentros posibles, de relaciones entre personas y grupos. En el encuentro, el miedo desaparece y deja lugar al intercambio y a nuevas relaciones. Al conocer a las familias, pueden hacerse una idea de lo que viven y, así, el miedo da paso a la fraternidad. Esta es la cuestión, lograr el encuentro más allá del miedo y de las angustias que buscan un objeto al que fijarse… No nos cansaremos de repetir que es necesario luchar por la diversidad, y contra los guetos que crean fronteras visibles e invisibles entre las personas y los ciudadanos, así como jerarquías. Y a día de hoy, en toda Europa, vemos iniciativas autoritarias que, en nombre del miedo del otro, pretenden que cada ciudadano se transforme en policía y denuncie a aquel que “no debería estar allí”. Se nos olvida rápidamente que nosotros también hemos sido un país de emigrantes, se nos olvidan en seguida los principios éticos del acogimiento de los más vulnerables, de los exiliados, de aquellos que, por conservar alguna ilusión, debieron partir. Los adolescentes son el fruto de estos sueños, de estas utopías, de estas partículas de vida que no quieren apagarse.

De esta forma, como es habitual, las posiciones políticas extremistas, o de aquellos que pretenden decidir en nombre de los principios de la realidad, se podrían cuestionar aprendiendo más sobre sus autores y sus fantasmas que sobre la realidad de las cosas. Sin embargo, no será sin consecuencias políticas, como se deja entrever en varios países de Europa a través del aumento de declaraciones acerca de las políticas de inmigración. ¿A qué precio para los hijos de inmigrantes? ¿A qué precio para nuestra sociedad? ¿Y si no hay especificidad clínica para los hijos de inmigrantes, por qué crear esta nueva categoría de “hijos de inmigrantes”?

Para concluir: la necesidad de mestizaje

Por consiguiente, pensar y elaborar la alteridad en un dispositivo transcultural apropiado es al mismo tiempo una posición interior derivada de una epistemología de la diferencia, una posición clínica y también una posición política. La observación de los diferentes mundos y de sus normas no se trata solamente de un planteamiento poético: es una verdadera estrategia ética, pragmática y científica (9).

Los adolescentes de nuestro mundo transcultural contribuyen al mestizaje de ideas y de técnicas. Se trata de una nueva oportunidad para revitalizar el pensamiento sobre la clínica transcultural, y a partir de ahí, del trabajo clínico con cualquier adolescente. Y es preciso que los adolescentes continúen creyendo en el futuro, en el que será su porvenir.

1Un servicio que acoge y trata a los adolescentes que sufren de trastornos psicológicos y somáticos se llama en Francia “Casa de los adolescentes”. Yo (Marie Rose Moro) he abierto una en el norte de París que se llama Casita y dirijo ahora otra que se llama Maison de Solenn.

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Recibido: 15 de Febrero de 2021; Aprobado: 09 de Mayo de 2021

Correspondencia: Laura Carballeira Carrera (laura.carballeira@salud.madrid.org)

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