Rafael Huertas se propone en este libro “pensar la locura a través de la experiencia escrita”, para ello se detiene en los textos de algunas locas y locos célebres, como Kate Millett o el juez Schreber, y de otros psicóticos no tan conocidos pero igualmente interesantes, como Julio Fuente, autor de Un delirio, que inauguró la colección “Testimonios” de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (1), o Fernando, un hombre que ingresó en la Casa de Santa Isabel de Leganés en octubre de 1943 (2). En el libro tienen cabida escritores como James Joyce o Robert Walser, quien, tras su ingreso en el sanatorio de Herisau en 1933, dejó de escribir para dedicarse por entero a la locura –alegando que a un manicomio no se va a escribir, sino a estar loco. Con todo, el autor tiene el acierto de no incurrir en lo que para mí es un error cada vez más habitual: la tendencia a “psiquiatrizar” la obra de muchos escritores. Así, por ejemplo, siguiendo a Guillermo Rendueles, Huertas se muestra partidario de la “despsiquiatrización” de la obra de Fernando Pessoa (algo con lo que no puedo estar más de acuerdo).
En un libro en el que las mujeres ocupan un lugar tan prominente (a Kate Millett, por ejemplo, le dedica un capítulo entero), no podían faltar escritoras como Sylvia Plath, que se las ingenió para crear una obra literaria de calidad a pesar del sufrimiento psíquico que padeció durante buena parte de su vida. Es también interesante el análisis que hace de La otra verdad. Diario de una diversa, de la poeta Alda Merini (3). El testimonio de su estancia en el psiquiátrico Paolo Pini de Milán, antes de la Ley Basaglia, plantea algunas cuestiones relevantes. El internamiento era para Merini una condena semejante a la cárcel: “(…) una vez que regresemos a casa siempre sentiremos que nos echan en cara la hospitalización como un hecho jurídico y no como una enfermedad. En síntesis, el enfermo está un peldaño más alto en relación a aquella persona que ha estado en prisión”. Por otra parte, el electroshock era vivido por ella no solo como un castigo, sino también como una verdadera profanación de su cuerpo.
En algunos de los “casos” estudiados por Huertas, parece que la escritura responde a un “esfuerzo de autorreparación”. En este sentido, el autor recordaba unas palabras de Kate Millett en las que esto se mostraba a las claras: “Escribí Viaje al manicomio para recuperarme yo, para recuperar mi mente e incluso su afirmación de cordura”. Estaríamos, entonces, ante una mente que intenta enderezarse al escribirse1. Con todo, no siempre parece haber una voluntad de autorreparación en este tipo de narrativas. Unica Zürn, por ejemplo, afirmó que estaba escribiendo La casa de las enfermedades (1958) “para seguir estando enferma un poco más. (…) Mi «mejor mitad», como es lista y sabia, quiere que siga enferma un poco más, ya que sabe lo que se puede conseguir con una enfermedad como la que yo tengo”. Más tarde, en El hombre del jazmín (1977), donde relata, en tercera persona, su experiencia con la locura, describió algunas de las “ventajas” que a su entender le ofrecía esta: “Si alguien le hubiese dicho que había que volverse loca para ver esas alucinaciones, no hubiera tenido ningún problema en perder la cabeza. Lo que ha visto le sigue pareciendo lo más asombroso del mundo”. Y en otra parte: “Aquí aparece por primera vez el delirio de grandeza, ese sentimiento tan agradable de estar en el epicentro de todo (…)”2. Si Walser abandonaba la escritura para entregarse en cuerpo y alma a la locura, Zürn aprovechaba su ingreso para prolongar sus síntomas a través de sus escritos. Como bien señala Huertas, cuando la locura “toma la palabra”, se constata de un modo innegable que los seres humanos somos diversos –también en esto.
Las narrativas de la locura no son ni mucho menos un fenómeno nuevo, pero hasta ahora han tenido una existencia marginal. Por suerte, en los últimos años están viviendo un auge, situándose en el lugar que sin duda merecen. Un ejemplo de ello es el magnífico El último asilo. Un testimonio de locura en nuestro tiempo, de Barbara Taylor, publicado en la Colección “Testimonios” de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (6). En este auge han tenido mucho que ver los llamados “Mad Studies”, un campo de estudios que tuvo su origen en los movimientos de supervivientes de la psiquiatría y conjuga la indagación teórica con el activismo. Es en este contexto en el que se encuadra Locuras en primera persona, un libro que aboga por “el acompañamiento, el apoyo mutuo y la horizontalidad” de las personas con sufrimiento psíquico frente a las restricciones, las jerarquías y, en muchos casos, la vulneración de sus derechos.